Hannah dijo que nunca había estado allí, pero tenía entendido que James Leer vivía en la buhardilla de la casa de su tía Rachel, en Mount Lebanon. Como ninguno de los presentes se sentía con ánimos de hacer el trayecto hasta South Hills a las dos de la madrugada, metí a James en el destartalado coche de Hannah y los envié a dormir a mi casa. Yo acompañaría a Crabtree y a Q. Pensé que eso sería lo más seguro para todos.
Cuando estaba a punto de cerrar la portezuela de James, éste empezó a moverse en su asiento y frunció el ceño.
—Tiene una pesadilla —dije.
Todos lo contemplamos durante unos instantes.
—Apuesto a que las pesadillas de James son realmente terroríficas —comentó Hannah—. Como las malas películas.
—Con música de xilófono en la banda sonora —sugerí—. Y un montón de policías mexicanos.
James levantó una mano y, sin abrir los ojos, se palpó el hombro derecho; después hizo lo mismo con el izquierdo, como si pensara que estaba en su cama y había perdido la almohada.
—Mi mochila —dijo, y abrió los ojos.
—Su bolsa —dijo Hannah—. Ya sabes, esa andrajosa cosa verde.
La mano de James recorrió como una araña su regazo, el asiento y el espacio entre sus largas piernas y, finalmente, asió la manija de la portezuela y trató de salir del coche.
—No te muevas de aquí, pequeño James —le dije, y lo metí de nuevo en el coche.
Agité la mano para llamar la atención de Crabtree, ocupado en aquel momento en apoyar el cuerpo medio inerte de Q. contra mi coche, y le dije que iba a buscar la mochila de James. Crabtree ni se molestó en levantar la vista. Sin embargo, antes de percatarme de que no me hacía caso, ya le había lanzado mecánicamente las llaves. Tintinearon al golpear contra su hombro izquierdo y cayeron en un charco a sus pies. Cuando se disponía a agacharse para recogerlas, sin dejar por ello de aguantar a Q. con una mano, me lanzó una airada mirada a través del aparcamiento.
—Lo siento —me disculpé.
Mientras volvía cojeando al Hat y me dirigía hacia el rincón donde habíamos estado sentados, el tipo al que bautizamos como Vernon Hardapple intentó, sin excesivo éxito, interponer su cuerpo entre la mesa y yo. Me lanzó una vaharada de aliento agrio y cálido. Su gigantesca ola capilar se había desintegrado hasta convertirse en una especie de temblequeante borla que sobresalía alrededor de su cabeza. Y estaba dispuesto a emprenderla a tortas conmigo.
—¿Qué estabas mirando? —me preguntó. Tenía una voz áspera y arrastraba las palabras. Al estar tan cerca de él, pude comprobar que las cicatrices que adornaban su cara habían sido producidas con un objeto mellado y no muy afilado—. ¿Acaso tengo monos en la cara?
—No era a ti a quien miraba —dije sonriendo.
—¿De quién es tu coche?
—¿A qué te refieres?
—El Ford Galaxie 500 verde esmeralda de 1966 que hay ahí fuera, con matrícula YAW 332. ¿Es tuyo?
Le respondí afirmativamente.
—¡Y un carajo! —dijo a la vez que me golpeaba sin mucha violencia en el pecho—. ¡Es mío, jodido hijo de puta!
—Lo tengo desde hace años.
—¡Y un carajo!
Acercó todavía más su cara a la mía.
—Era de mi madre —dije. Por lo general, no me lo pienso dos veces a la hora de enzarzarme en una discusión estúpida con un tipo cabreado y potencialmente peligroso en un tugurio. Sin embargo, en aquella ocasión tenía prisa por llevar a James a casa sano y salvo y acostarlo, así que opté por irme—. Discúlpame.
Me cortó el paso.
—¿Qué cojones mirabais, cabronazos?
—Admirábamos tu peinado —dije.
Alargó el brazo hacia mi pecho, como para darme un empujón. Reculé involuntariamente y perdió el equilibrio. Al intentar recuperarlo, cayó hacia un lado y quedó repantigado en una butaca que tenía detrás y que, por lo visto, le resultó tan confortable que pareció no tener intención de levantarse.
—Siento lo de tu hermano, Vernon —dije, y seguí mi camino.
Todavía no habían limpiado nuestra mesa. Al acercarme, vi que debajo había algo, pero no la mochila de James, sino lo que durante un terrible instante me pareció el cadáver mutilado de un pájaro sobre la moqueta naranja. Resultó ser mi cartera. Las tarjetas de crédito y varias de las tarjetas de visita que Sara me había regalado por mi último cumpleaños estaban esparcidas por el suelo alrededor de la mesa. Las recogí y las guardé en la gruesa cartera negra de cabritilla que los padres de Emily me habían traído de un viaje por Italia, la cual era muy amplia, para que cupieran en ella los billetes europeos. Me la metí en el bolsillo de la chaqueta, sin preocuparme por comprobar si estaba todo el dinero, como si hubiese dejado mi elegante cartera florentina tirada allí a propósito, seguro de que se hallaba completamente a salvo. En cualquier caso, no sabía a ciencia cierta cuánto dinero llevaba encima. Me dirigí a la puerta lleno de una egoísta satisfacción y felicitándome, como siempre hacía en aquellas ocasiones, porque mi destino no fuera convertirme en un fracasado alcoholizado. Di unas palmaditas al reconfortante bulto que formaba la cartera en mi pecho.
—Mira —le dije a Vernon al pasar junto a la butaca, de la que no se había movido—. Sólo tienes que espabilarte para tener la misma suerte que yo.
Después salí del Hat. Mi coche y el de Hannah estaban uno junto al otro con el motor encendido en el centro del casi vacío aparcamiento, despidiendo humo por el tubo de escape y con las ventanillas empañadas. En los asientos delanteros de mi coche había dos siluetas, la más menuda, la del asiento del pasajero, ligeramente inclinada hacia la derecha. No sé por qué, pero el hecho es que me molestó que Crabtree se hubiese sentado tras el volante del Galaxie de Happy Blackmore. Me acerqué al coche de Hannah y golpeé con los nudillos en la ventanilla. La bajó y su radiante rostro y las trágicas notas de un acordeón llenaron el aire. Hannah Green era una entusiasta del tango.
—Ni rastro de la mochila —le dije—. Se la debe de haber dejado en el auditorio.
—¿Seguro? —preguntó—. Quizá se la ha llevado alguien.
—No. Nadie se la ha llevado.
—¿Cómo lo sabes?
Me encogí de hombros y me incliné para echarle un vistazo a James. Estaba apoyado contra Hannah y su cabeza descansaba con envidiable comodidad sobre el hombro de la joven.
—¿Está bien? —pregunté.
—Creo que sí. —Hannah le arregló con un gesto automático el cabello que le caía sobre la oreja—. Lo llevaré a casa y lo pondré a dormir en el sofá. —Agachó la cabeza y me lanzó una mirada suplicante—. El de tu estudio, ¿de acuerdo?
—¿El de mi estudio?
—Sí, ya sabes que es el más cómodo para echar una siesta, Grady.
Durante el último invierno, mientras yo leía los ejercicios de mis alumnos o ponía al día mi correspondencia, Hannah se había quedado dormida muchas veces en mi viejo sofá mientras estudiaba, con las botas sobre uno de los brazos y la cara semioculta bajo algún libro abierto de sociología.
—En su estado, no creo que note la diferencia, Hannah —dije—. Podríamos acomodarlo en el garaje, junto a las palas para quitar la nieve, y ni se enteraría.
—¡Grady!
—De acuerdo. En mi estudio.
Colgué un par de dedos del borde del cristal de la ventanilla. Ella acercó su mano y me los acarició.
—Te veré en casa —dije.
Fui hasta el morro del Galaxie y esperé a que Crabtree bajase del coche. Se abrió la portezuela. Crabtree me miró, con el rostro absolutamente inexpresivo.
—No deberías conducir —dijo.
—¿Y tú sí? —pregunté—. Vamos, métete detrás.
Siguió obsequiándome con su gélida mirada durante un rato y, finalmente, se encogió de hombros, bajó del coche y se metió detrás. Me deslicé junto a Q. y arranqué. Mientras seguía a Hannah por el accidentado callejón, vislumbré una vacilante sombra por el rabillo del ojo. Un instante después los faros del coche iluminaron una silueta que nos hacía señas con los brazos. Frené. Los brazos proyectaban entre la lluvia unas sombras de casi diez metros.
—¡Dios mío! —exclamó Q. con un susurro ahogado—. ¡Es él!
—¿Qué quiere? —preguntó Crabtree. Se trataba del gilipollas de Vernon Hardapple, pero Q. parecía ver a un ser completamente diferente.
—Nada —dije—. He tenido un pequeño altercado con ese tipo cuando he vuelto al Hat.
—Esquívalo, Grady.
—De acuerdo —dije.
—¡Oh, Dios mío! —volvió a exclamar Q., y se apretó la cabeza con las manos, como para evitar desmayarse.
—¡Grady, esquívalo!
—¡De acuerdo! —Traté de pasar junto a él, pero el callejón era demasiado estrecho. Le bastó dar un solo paso para plantarse de nuevo delante del coche—. ¡Mierda, tío, no tengo espacio suficiente!
—¡Mirad esa cicatriz que tiene en la mejilla! —dijo Q., que se había rehecho—. ¡Parece una segunda boca!
—¡Pues entonces recula, idiota! —gritó Crabtree.
—¡De acuerdo! —dije, y di marcha atrás.
Metí el coche de nuevo en el aparcamiento del Hit-Hat, giré y, sin hacer caso de la señal de dirección prohibida, traté de salir por el otro lado. Pero Vernon apareció de nuevo, con una extraña sonrisa, como de felicidad. Volví a pisar el freno.
—¡Mierda! —exclamé.
Empezó a balancearse sobre los talones al tiempo que movía los brazos rítmicamente hacia adelante y hacia atrás. Musitó algo, como si dijera «A la una, a las dos», y se lanzó sobre el capó del coche. Aterrizó de culo, con un ruido sorprendentemente suave, y se deslizó con rapidez hasta la rejilla del radiador con las piernas abiertas, como un niño que bajara por la barandilla de una escalera. Consiguió caer de pie, se volvió, se inclinó de tal forma que casi no logró reincorporarse y mostró otra enigmática sonrisa a través del parabrisas, dirigida directamente a mí. Y acto seguido desapareció.
—¿Quién era ese tipo? —preguntó Q. con una extraña mueca, mezcla de terror y placer, que no era la primera vez que veía en su rostro—. ¿Qué ha sucedido?
—Alguien acaba de subirse al capó del coche —le expliqué, como si se tratase de un servicio con el que el Hat obsequiaba a sus mejores clientes.
—¿Le ha pasado algo al coche?
Me alcé un poco inclinándome sobre el volante y traté de echarle un vistazo al capó. Pero el callejón estaba muy mal iluminado y no pude ver gran cosa.
—Creo que no —dije—. Están hechos a prueba de bomba.
—Salgamos de aquí antes de que regrese con sus amigos —sugirió Crabtree.
Enfilé el callejón, salí a la desierta avenida y tomé el bulevar Baum. De nuevo se me ocurrió la idea de que una vez más había escapado del peligro por los pelos porque así estaba escrito que sucediese.
—Crabtree, después de dejar a Q. tendremos que pasar un momento por el auditorio.
—Vale —dijo. Ahora que había pasado el peligro, volvía a su mutismo.
—Creo que James se ha dejado allí su mochila.
—Estupendo.
—¿Recuerdas haberla visto cuando… uh…, cuando lo has acompañado al salir del auditorio?
Lo miré por el retrovisor y no me gustó lo que vi. Estaba cómodamente sentado, con las manos detrás de la cabeza, contemplando los escaparates a oscuras y las gasolineras desiertas que desfilaban ante la ventanilla con expresión de silencioso regocijo, como si fuese el hombre más feliz del mundo y todo lo que veía a su alrededor no hiciese sino incrementar el nivel y riqueza de matices de su felicidad. Realmente, estaba al borde de ponerse a chillar de alegría.
—¿Crabtree?
—¿Tripp?
—¿Sí, Crabtree?
—Hazme el favor de irte a tomar por el culo.
—Eso haré —dije.
—Éste es el camino de regreso a la universidad, ¿no? —preguntó Q. cuando pasamos junto al Electric Banana.
—En efecto —dije, impresionado de que fuese capaz de reconocerlo en la oscuridad y borracho, después de haber pasado por allí una sola vez.
—Bueno, no sé si… Es que no me alojo en la universidad, Grady.
—¿No?
—No, me alojo en casa de los Gaskell.
—¿En serio? —Por unos instantes la suela de mi zapato dejó de pisar el pedal del acelerador; el coche siguió avanzando varios cientos de metros con el impulso que llevaba y después fue perdiendo velocidad hasta casi detenerse—. Bueno, por aquí también vamos bien para llegar a su casa —dije, después de recuperarme de la impresión.
Volví a pisar el acelerador y enfilamos Point Breeze.
—Me pregunto qué les habrá pasado —dijo Q. cuando tomamos la calle en la que estaba su casa. Cuanto más nos aproximábamos, menos ganas tenía de seguir adelante. Avanzamos muy lentamente junto a la verja de temibles púas de hierro—. No han aparecido por el bar.
Finalmente, no me quedó más remedio que girar y enfilar el camino de gravilla que conducía a la casa de los Gaskell. Por la noche, Sara y Walter metían los coches en el garaje, y el camino tenía un aire desolado y la casa parecía abandonada. Entre las ramas de los árboles había un par de focos, uno a cada lado del estrecho porche de la entrada, que iluminaban la fachada, los alféizares, las contraventanas y las buhardillas, proyectando extrañas sombras. La intensa luz de aquellos focos parecía destinada, más que a iluminar la casa de los Gaskell, a señalar su presencia, como sugiriendo a quienes pasasen ante ella que tenía un tétrico pasado o que estaba condenada a una inminente destrucción. Entre las ramas de los dos viejos manzanos del jardín delantero se oía silbar el húmedo viento nocturno, que llenaba el aire de pétalos blancos que flotaban como copos de nieve. Al cabo de unos instantes, me percaté de que en una de las ventanas del piso superior se veía una débil luz, y cuando alcé la mirada vislumbré una silueta moviéndose tras la persiana. Era la ventana del dormitorio de Sara y Walter, así que todavía estaban despiertos. Podía entrar con Q. y hablarles de lo que llevaba en el maletero del coche.
—Hasta mañana —se despidió Q. mientras se desabrochaba el cinturón de seguridad. Giró la manija y empujó la portezuela con la puntera del zapato. Con la precaución que enseña la experiencia, se tomó su tiempo para tantear el suelo antes de ponerse en pie.
—Ten cuidado —le dijo Crabtree, que se levantó del asiento trasero y se apeó del coche antes de que Q. le cerrase la portezuela en las narices. Estrechó la mano de Q., le ayudó a mantener el equilibrio y después se sentó junto a mí.
—Espero con impaciencia tu charla de mañana, Terry —dijo Q.
Rebuscó durante unos instantes en sus bolsillos, con una mueca de determinación en el rostro. Llevaba la camisa por fuera del pantalón, los largos mechones de cabello con los que se cubría la calva le caían desordenadamente y en el curso de la velada había perdido una de las patillas de las gafas. Cuando por fin encontró la llave que le debía de haber dado Sara, parecía tan feliz —tan satisfecho consigo mismo—, que tuve que desviar la mirada. No volví a mirar la casa hasta que hubo entrado.
—En este momento su querido Doppelgänger debe de sentirse feliz por cómo ha ido todo —comenté mientras nos alejábamos. Crabtree permaneció en silencio—. ¿Qué? —inquirí—. Vamos, colega. No me hagas esto. Di algo. ¿Qué pasa?
—¿No lo sabes?
—Estás cabreado conmigo porque no te he dejado montártelo con el pobre James Leer.
—Desde luego, eso no era asunto tuyo.
—Te estás volviendo goloso, tío —le dije—. ¿Por esta noche no tenías suficiente con la señorita Sloviak?
Crabtree se limitó a insistir en su anterior petición de que me fuera a tomar por el culo. No tenía nada más que añadir.
—De acuerdo. Escucha, lo siento —le dije, pero las disculpas no sirvieron de nada. Hice alguna que otra tentativa poco entusiasta y lo dejé correr; seguimos en completo silencio. Empezaron a rondarme la cabeza un montón de imágenes sensibleras: el cuenco de comida vacío de Doctor Dee, su hueso de plástico y su correa, ya inservible, colgada de un clavo torcido en la despensa. Sin saber muy bien cómo, diez minutos después me encontré en el aparcamiento para el personal del auditorio, y allí detuve el coche.
—Espérame aquí —le dije a Crabtree—. Volveré enseguida.
—¿Adónde quieres que vaya? —dijo con sorna.
Era mi noche de suerte. Al rodear el edificio hacia la puerta principal, vi que el conserje seguía allí, poniendo a punto el auditorio para el apretado programa de apasionantes actividades del festival literario que iba a tener lugar al día siguiente. Era un chaval alto, cargado de espaldas y de cabello lanudo, ataviado con un mono azul, y pasaba la aspiradora por la moqueta del vestíbulo con un aire de ensimismada diligencia, como un repartidor de periódicos arrastrando un carrito repleto de diarios. Cuando golpeé el cristal con los nudillos pareció reconocerme, y me pregunté si no habría sido alumno mío.
—Traxler —se presentó, después de dejarme entrar—. Sam. Le tuve de profesor en mi primer año. Después dejé los estudios.
—Espero que no fuese por mi culpa —bromeé.
—No —dijo Sam Traxler. No pensaba que se fuera a tomar en serio mi comentario. Me hubiera gustado acordarme de él—. De todos modos, ahora estoy en un grupo de rock. Ya hemos conseguido algunas actuaciones. Y empezamos a ganar algún dinero.
—Sam, ¿ya has limpiado ahí dentro? —dije señalando las puertas del auditorio con el pulgar.
—Sí. ¿Perdió la mochila, profesor Tripp?
La había guardado en el armario de servicio, en el suelo, entre un cubo de fregar de zinc y una funda de guitarra de cuero negro cubierta de pegatinas.
—Me ha parecido que dentro había un manuscrito —comentó.
—Así es. Muchas gracias.
Tomé la mochila y me dirigí hacia la puerta.
—De nada —dijo, y me acompañó. Sin duda, mi presencia allí era para él una bienvenida distracción en medio del monótono trabajo—. Oiga, ¿es cierto eso que se dice de que Errol Flynn solía embadurnarse la polla de coca para… bueno, para mejorar sus prestaciones sexuales?
—¡Por Dios, Traxler! —protesté—. ¿Cómo coño quieres que lo sepa?
—Bueno… —dijo. Parecía un poco azorado—. Está usted leyendo su biografía, ¿no? —añadió señalando la mochila—. Está envuelta en un jersey o algo parecido.
—¡Oh, sí! —dije—. ¡Claro, es cierto! Solía ponerse en la polla toda clase de cosas. Pimentón, limaduras de hierro, picadillo de cordero…
—¡Vaya tarado! —exclamó Sam mientras me abría la puerta—. Bueno, cuídese, profesor.
—Hasta otra, Sam —me despedí—. Oye, por cierto, ¿cómo se llama tu grupo? Así os…, uh…, os podré seguir la pista.
—No tenemos nombre —dijo—. Se nos ocurrieron tantos, que no fuimos capaces de decidirnos por ninguno. Pollas Narcotizadas, Escoria Amargada, Los Cubitos… No nos poníamos de acuerdo. La gente nos conoce como… no sé… Sam y sus Colegas, o La Banda de Greg, o alguna otra cosa por el estilo.
—Ingenioso —dije, ya en la puerta. Mientras hablábamos, había estado jugueteando con el cierre de la mochila de James, que de pronto se abrió. Su pesado contenido me golpeó en la rodilla. El manuscrito de James Leer, de un grosor de unos cinco centímetros, estaba sujeto con una goma.
—¿Es la nueva? —preguntó Sam.
Asentí. No había una página a modo de cubierta, ni aparecía en ninguna parte el nombre del autor: tan sólo las palabras EL DESFILE DEL AMOR figuraban en la parte superior de la primera hoja, seguidas del numeral 1, y un poco más abajo empezaba el texto:
El viernes por la tarde su padre le dio cien arrugados billetes de un dólar y le dijo que se comprase una americana para el baile de homenaje a los antiguos alumnos.
Dos personajes, una coyuntura, el eco de una larga trayectoria vital de pobreza y privaciones en el fajo de gastados billetes y, por encima de todo, una insólita voz humana que relata una historia. Resultaba difícil superar la riqueza de esa primera frase. Hubiera preferido, quizá, que el chaval hiciese una pausa y emplease una coma, pero al menos no era la mera acumulación de fragmentos dispersos típica de él. De hecho, uno de sus relatos empezaba así: «Arruinada. La cena. Completamente». Pero en la novela parecía haber renunciado a ese estilo. La segunda frase decía:
Tomó el autobús hasta Wilkes-Barre y se gastó el dinero en una magnífica pistola cromada.
—¿Es buena? —preguntó Sam.
—No lo sé —dije—. Probablemente.
Volví a meter el manuscrito en la mochila, junto a un tosco paquete —la biografía de Errol Flynn, supuse— envuelto precipitadamente en suave ropa negra. Había algo familiar en su tacto. Levanté una de las puntas y apareció un trozo de armiño amarillento al tiempo que me llegaba un leve olor a corcho. De pronto, el mundo pareció decidirse a respirar hondo; empezó a llover, y las gotas desdibujaron la tinta del manuscrito de James Leer y salpicaron la chaqueta de satén que llevó Marilyn Monroe el día que ella y el hombre de aspecto triste que ya era su marido se montaron en su De Soto para afrontar su destino como matrimonio.
—Esta chaqueta no es mía —le dije a Sam Traxler.
—Ya me lo figuraba —me contestó.
Cuando salí del auditorio, comprendí que mi buena suerte se había acabado. El coche y Crabtree habían desaparecido del aparcamiento para el personal.