Bailamos al ritmo de «Shake a Tail Feather», «Sex Machine» y algún tema cantado por la voz áspera de Joe Tex cuyo título no recuerdo. Bailé con Hannah hasta que la banda del local volvió a salir a escena. Mientras preparaban sus instrumentos, regresé a nuestra mesa y le pedí a Crabtree que me diese otra dosis de codeína y un par de pastillas de lo que fuera que tuviese a mano. Necesitaba algo para el tobillo y también para mi amor propio. Porque me había sentido ridículo meneándome como un picassiano minotauro herido persiguiendo obcecadamente a una angelical jovencita. Crabtree había conseguido reanimar a James Leer, al menos momentáneamente, y ambos estaban enfrascados con el viejo Q. en una, al parecer, intrincada discusión acerca de la función o significado de la cacatúa en Ciudadano Kane. Crabtree no era cinéfilo, ni mucho menos, pero tenía muy buena memoria para los argumentos y su retorcida imaginación hacía que encontrase muchos puntos de interés, o eso, al menos, era lo que quería que James Leer pensase, en la obra de Orson Welles, quien, por cierto, padecía, como yo, problemas de sobrepeso. Bajo la fría e ineludible mirada de Q., o de su Doppelgänger, Crabtree me ofreció un puñado de bolitas azuladas, pequeñas lunas rosadas, pececitos plateados y pentágonos blancos que parecían platos en miniatura.
—¡Joder, la palma de tu mano parece una bandeja de caramelos! —dije—. Voy a probar uno de estos blancos.
Me lo tragué con ayuda del contenido de un vaso que había sobre la mesa, delante de Crabtree; apestaba a diversos compuestos químicos y me pareció que podía ser tequila de mala calidad. Y acto seguido regresé a la pista y bailé durante una hora más al ritmo de lo que el canoso Carl Franklin llamaba el estilizado rythm & blues del mejor grupo de Pittsburgh, los Double Down, hasta que dejé de sentir el tobillo y perdí mayormente el sentido del ridículo. Hannah se subió las mangas y se desabrochó los dos botones superiores de su blusa de franela, dejando al descubierto el raído cuello de una camiseta de canalé y un medallón con filigranas que colgaba de una cadenita de plata.
Mientras bailaba, Hannah mantenía los ojos cerrados y describía solitarios círculos entrelazados, de modo que en ciertos momentos tenía la sensación de que no bailaba conmigo, sino que me utilizaba como fulcro, como eje sobre el que realizar sus particulares giros de tiovivo. Y con razón, pensé; desde luego, de estar en su pellejo, lo último que hubiese deseado es que alguien pudiera pensar que había elegido como pareja de baile a una elefantiásica máquina como yo, repleta de tubos aspiradores y engranajes, con una anodina esfera analógica por cara; a un tipo que parecía un viejo Galaxie 500 abollado y chupagasolina. Pero de repente abrió los ojos y me regaló una de sus amplias sonrisas de chica de Utah y me tendió las manos para que la hiciese girar unos instantes. Cuando nuestras miradas se encontraban, me sentía obligado a hablar, mayormente para expresar mis dudas sobre mis aptitudes como bailarín, y cuando los Double Down hicieron una nueva pausa, suspiré aliviado y me dispuse a volver a nuestra mesa. Pero ella me agarró de la muñeca, me arrastró hacia el mágico teléfono negro y eligió tres canciones.
—«Just My Imagination» —le pidió a la operadora, sin consultar el mugriento listado—. «When a Man Loves a Woman». Perfecto. Y «Get It While You Can».
—¡Huy, huy! —dije—. ¡En qué lío me he metido!
—Calla —replicó Hannah, y me rodeó el cuello con los brazos.
—Mañana me voy a arrepentir de esto —comenté.
—Es encantador —dijo—. Todo el mundo debería relajarse bailando.
Varias parejas más se nos unieron en la pista y nos mezclamos entre ellas. Jamás había sido capaz de comprender con exactitud en qué consistía lo de bailar lento, así que, tal como llevaba haciendo desde mis años en el instituto, me limité a aplastarme contra Hannah, respirando inoportunamente contra su oreja y balanceándome de un pie a otro como alguien que espera un autobús. Sentía el sudor que se enfriaba sobre sus antebrazos y me llegaba un aroma a manzana de su cabello. En cierto momento, en mitad del tema de Percy Sledge, la combinación de sustancias que había ingerido a lo largo de la noche alcanzó un cierto equilibrio y durante unos instantes olvidé todo lo malo que me había sucedido a lo largo del día debido a mi necedad y mala conducta, y todas las buenas razones que tenía para dejar en paz a la pobre Hannah Green. Me sentía feliz. Planté un beso en el cabello pajizo y con aroma de manzana de Hannah. Sentía que algo empezaba a despertar bajo mis calzoncillos. Creo que lancé un suspiro, y que, a pesar del burbujeo y el ardor que fluían en esos momentos por los ventrículos de mi corazón, debió de sonar tremendamente triste.
—He releído El pirómano —me dijo, supongo que para animarme—. Es realmente magnífica.
Se refería a mi segunda novela, La novia del pirómano, una desoladora historia de amor y locura que escribí en la última época de mi permanencia en el condenado búnker de mi segundo matrimonio, con una meteoróloga de San Francisco a la que llamaré simplemente Eva B. Era una novela breve, cuya gestación resultó tortuosa y de la cual yo mismo no tenía muy buena opinión, a pesar de que contenía una interesante descripción del incendio de una casa en la que varias parejas estaban metiéndose mano y una espléndida escena amatoria de un par de páginas en la que el lector se sentía como si penetrara en el recto de la protagonista.
—¡Es tan jodidamente trágica, y, al mismo tiempo, tan hermosa, Grady! Me encanta cómo escribes. Es una prosa muy natural, sencillísima. Me da la impresión de que es como si todas tus frases existieran desde siempre, suspendidas en el más allá estilístico, o donde sea, esperando a que las fueras a recoger.
—Gracias por el cumplido —dije.
—Y me encanta la dedicatoria, Grady.
—Me alegro.
—Pero no soy la dulce muchachita inocente por la que me tomas.
—Espero que eso no sea cierto —dije, y en ese momento desvié la mirada hacia los ahumados baldosines de la pared y vi el reflejo de una especie de yeti gordo, cojeante, con gafas y ojeras, de cabello lacio, envejecido, cargado de espaldas y de movimientos torpes, que estrujaba entre sus brazos a una desvalida y angelical muchacha de tal manera que era imposible saber si ella le ayudaba a mantenerse en pie o si, por el contrario, él la tenía prisionera. Dejé de bailar y me aparté de Hannah Green, y en ese momento Janis Joplin dejó de urgirnos a no volver la espalda al amor cuando finalizó el último de los temas que había pedido Hannah. Permanecimos en la pista mirándonos, solos tras la súbita desaparición de las restantes parejas, y, de pronto, cuando en mi organismo se rompió el equilibrio de las pastillas y el whisky, me sentí irremediablemente hecho polvo.
—Bueno, ¿qué vas a hacer? —me preguntó Hannah al tiempo que me daba una palmadita en el estómago.
Mi respuesta, un murmullo apenas audible, hizo referencia a bailar con ella toda la noche.
—Con respecto a Emily —dijo en un tono que traslucía cierta impaciencia—. Yo… me temo que no estará en casa cuando vuelvas.
—Supongo que no —admití—. Trata de disimular tu alegría.
—Lo siento —dijo a modo de disculpa, y se ruborizó.
—La verdad es que no lo sé. ¿Qué debo hacer?
—Tengo una idea —dijo Hannah. Se metió la mano en el bolsillo de los tejanos, rebuscó unos instantes y me puso en la palma de la mano tres cálidas monedas de veinticinco centavos.
Fui hasta el teléfono, eché las monedas y descolgué el receptor.
—Vas a tener que ayudarme —dije.
—¿Quién habla? —preguntó la voz de la centenaria señora rutena de cabellos color lavanda, gafas de culo de botella y suéter de angora que atendía las peticiones de una menguante población de borrachos y corazones rotos desde su recóndita guarida en el corazón de Pittsburgh—. No te entiendo.
—Decía que necesito escuchar algo que me salve la vida —le dije mientras retorcía sin parar el cable del teléfono.
—Esto es una gramola, cariño —respondió la mujer con voz tranquila y un tanto ausente, como si donde fuera que estuviese tuviera el televisor encendido con el volumen bajo o un ejemplar de Cosmopolitan abierto sobre su viejo regazo—. No estás hablando por una línea de teléfono ordinaria.
—Ya lo sé —dije con un tono nada convincente—. Es sólo que no sé qué canción pedir.
Miré a Hannah y traté de sonreírle como lo haría alguien que sonriera de un modo competente y razonable, alguien que no estuviera preocupado porque intuyera que estaba a punto de sentirse fatal, así como a punto de caerse en redondo y a punto de herir a otra chica, en un nuevo episodio de su prolongada carrera de hombre insensible y despreocupado. A juzgar por la expresión consternada de su rostro, pensé que había fracasado miserablemente en mi intentona, pero entonces vi que Q. había abandonado la mesa y se estaba abriendo camino por el concurridísimo local hacia Hannah como un poseso, con un aire de inexorable determinación conseguido, me pareció, gracias a la ingesta de alcohol, el auténtico confidente secreto del escritor, el fantasma que convivía en sus polvorientas y desnudas moradas con Albert Vetch y tantas otras víctimas del mal de la medianoche. En cualquier caso, mientras se acercaba a Hannah para pedirle el próximo baile, ella le dio la espalda bruscamente y se dirigió hacia mí, cabizbaja y sonrojada hasta el cogote por su maleducada huida.
—Un momento —le rogué a la vieja de la gramola, y tapé con la mano el auricular—. Baila con él, Hannah. —Intenté otra de mis poco convincentes sonrisas—. Es un escritor famoso. —Me llevé el auricular al oído y pregunté—: ¿Sigues ahí?
—¿Adónde iba a ir? —respondió la mujer—. Ya te lo he dicho, cariño, no soy una interlocutora cualquiera. Este es mi trabajo.
—Pero no me apetece bailar con él, Grady. —Deslizó su brazo bajo el mío y alzó la vista para mirarme a través de su desparramado flequillo, con unos ojos tan abiertos y un aire de desesperación tal que me alarmó. Siempre había visto comportarse a Hannah como una tranquila y optimista chica mormona, eternamente educada, capaz de aceptar estoicamente castigos divinos, desgracias y hasta las más delirantes noticias sobre el destino del cosmos—. Quiero seguir bailando contigo.
—Por favor, compórtate.
Vi cómo Q. se volvía y regresaba con seguro paso de borracho a la mesa de la esquina, a la que llegó en el preciso momento en que las cabezas de James Leer y Crabtree emergían a la luz rosácea de un foco después de un apasionado beso. James estaba obnubilado y su boca formaba una «o» perfecta.
—Lo siento —dije por el teléfono—, pero tengo que colgar.
—De acuerdo, de acuerdo —respondió la mujer. Suspiró lacónicamente y repiqueteó en los auriculares de su casco con sus uñas de veinte centímetros de largo y pintadas de un rosa tropical—. ¿Qué te parecería Sukiyaki?
—Perfecto —respondí—. ¿Por qué no eliges tú misma otras dos, a tu gusto?
Colgué, le di a Hannah un torpe abrazo y le pedí perdón unas cuarenta y siete veces, hasta que ni ella ni yo supimos a ciencia cierta el motivo de tantas disculpas y me dijo que sí, que me perdonaba. Entonces me dirigí apresuradamente hacia la mesa de la esquina y posé mis fríos dedos en la febril nuca de James.
—Dentro de diez segundos —les comuniqué, mientras ayudaba a James a ponerse en pie— la pista de baile va a estar de bote en bote.