Crabtree y yo descubrimos el Hi-Hat durante una de sus primeras visitas a Pittsburgh, entre mi segundo y tercer matrimonio. Fue la última época gloriosa de nuestra amistad, de nuestros días heroicos, antes de que las estrellas desaparecieran de ciertos firmamentos, cuando en los bosques, los descampados junto a las vías del tren y las esquinas sombrías del mundo todavía se escondían indios, locos poéticos y mujeres ingeniosas con ojos de reina de tarot. Entonces yo todavía era un ser monstruoso, un yeti, un engendro de los pantanos, el King Kong de desbordantes pectorales de la novela norteamericana. Llevaba el pelo largo y la balanza me adjudicaba unos poco estéticos pero llevaderos 105 kilos. No me privaba de nada, con la indisciplina propia de un chaval joven. Arrastraba mi enorme figura por los bares como un bailarín cubano con un cuchillo en la bota y un hibisco en la cinta del panamá.
El Hi-Hat de Carl Franklin, o el Hat, como lo llamábamos los habituales, estaba en la zona de Hill, en un edificio destartalado de la avenida Centre, encajonado entre el escaparate tapado con maderas de un mayorista de pescado judío y una empresa de material médico en cuyos mugrientos escaparates se exhibía desde tiempos inmemoriales una familia de diminutos torsos que llevaban unas réplicas exactas a escala de bragueros. En la parte que daba a la avenida tan sólo había una escalera de incendios y una placa oxidada en la que se leía FRANKLIN’S en letras entrelazadas. Para entrar había que meterse en un callejón que daba a un pequeño aparcamiento, donde te topabas con un tipo enorme llamado Clement, cuya misión era echarte un vistazo, hacer una rápida valoración de tu personalidad y darte una palmadita en la espalda si decidía que podías pasar. Cuando te lo encontrabas por primera vez no resultaba una persona muy agradable, impresión que no mejoraba con el tiempo. El propietario, Carl Franklin, era del barrio —había crecido en la calle Conkling, a pocas manzanas de allí— y había sido batería en orquestas y pequeños grupos en los años cincuenta y sesenta, incluyendo una de las últimas formaciones de Duke Ellington. Después regresó a casa y montó el Hi-Hat como club de jazz, con la intención de atraer a una clientela elegante. En el local había un maravilloso Steinway de cola y una preciosa barra acristalada, y las paredes todavía estaban llenas de fotografías de Billy Eckstine, Ben Webster, Erroll Garner, Sarah Vaughan…, pero hacía tiempo que el club se había transformado en un ruidoso garito de rythm & blues, con focos rosados, olor a laca de pelo, cerveza derramada y salsa barbacoa, y una clientela en la que predominaba una no muy sociable multitud de hombres negros de mediana edad con sus ligues, de variada procedencia étnica pero unánimemente poco amigables.
Recuerdo que llevaba unos tres meses arrastrando la desolación de mi nueva vida como profesor de literatura en Pittsburgh, sin amigos, sumido en el aburrimiento y viviendo solo en un minúsculo apartamento justo encima de un café ucraniano en el South Side, cuando hizo su aparición Crabtree, ataviado con un abrigo de policía, de cuero y largo hasta las rodillas. Traía un poco de ácido y los seis mil quinientos dólares de la indemnización pagada por una revista de moda masculina que había decidido despedir al coordinador de las páginas literarias y prescindir de una vez por todas de esa nada rentable sección. Me alegré muchísimo de verlo. Inmediatamente salimos a explorar los bares de mi nueva ciudad —Danny’s, Jimmy Post’s y La Rueda ya no existen— y aterrizamos en el Hat un sábado por la noche en que a los Blue Roosters, la banda del local en aquella época, se les unió en el escenario Rufus Thomas. No estábamos simplemente borrachos, sino colocadísimos, y por tanto nuestra primera impresión sobre el recibimiento deparado por el Hat y sobre lo bien que nos lo pasamos no era del todo fiable; estábamos convencidos de que todo el mundo nos quería, y recuerdo que nos pareció que Rufus cantaba la versión francesa de la letra de «My Way» con la melodía de «Walkin’ the Dog». En cierto momento de la velada, además, a uno de los clientes le dieron una brutal paliza en el callejón y entró de nuevo en el local tambaleándose y con una oreja medio arrancada colgando. Crabtree y yo, que nos habíamos atizado cuatro raciones de costillas a la barbacoa, nos pasamos una interminable media hora expulsándolas por turnos en el lavabo de caballeros. Desde entonces, habíamos vuelto por allí cada vez que Crabtree venía a la ciudad.
Eran aproximadamente las diez y media cuando entré en el Hat después de someterme a la radiográfica mirada de Clement. Me alegré de haberle dado a Tony Sloviak la pistolita; según se decía, si intentabas entrar en el Hat con un arma, aunque la llevases oculta en lo más recóndito de tu anatomía, Clement se las arreglaría para localizarla y quitártela. La banda del local estaba en una pausa entre actuaciones y en la gramola sonaba Jimmie Rodgers. Me quedé quieto unos instantes sobre la moqueta de la sala, de tonalidades entre la aspirina infantil y el naranja, tratando de orientarme. Hacía un par de años que no ponía los pies allí y todo parecía más deteriorado. El suelo de madera asomaba bajo la moqueta, plagada de agujeros de quemaduras de cigarrillos y manchas sobre cuyo origen preferí no especular. En la pared de baldosines reflectantes había varios huecos, como si de una deteriorada dentadura se tratase. Alguien había pintarrajeado el enorme mural situado detrás del escenario en el que aparecía el dueño del local tocando una enorme batería. Ahora de las baquetas colgaban unos testículos peludos y el rostro del propietario lucía un bigotito daliniano. El suelo de la pista de baile estaba sembrado de marcas de tacones. Eché un vistazo a mi alrededor, con la esperanza de localizar alguna mesa ocupada por escritores y asistentes al festival literario envueltos en una humareda rosácea, pero tan sólo vislumbré a la habitual clientela del Hat, que me contemplaba con expresiones de mofa o moderado disgusto. Sin duda, debía de tener cara de idiota.
En la pista de baile había un puñado de parejas bailando al ritmo cansino y sin matices de «Baby What You Want Me to Do», y prácticamente en el centro, rodeados de gente, estaban Hannah Green y Q., el tipo obsesionado con su fantasmagórico doble. Hannah bailaba sin demasiada gracia pero poniendo mucho entusiasmo, y era capaz de admirables proezas meneando la pelvis; en cuanto al viejo Q., lo mejor que podía decirse de él era que no hacía el menor esfuerzo por aferrarse a alguna caduca noción de dignidad. Sé que es un comentario poco caritativo, pero parecía estar menos preocupado por sus propios movimientos que por el lento bamboleo de los pechos de Hannah Green. La saludé con la mano, ella me sonrió, y, cuando miré a mi alrededor y me encogí exageradamente de hombros, señaló una mesa en una esquina alejada, apartada de los bailarines, el escenario y el resto de clientes. En la mesa estaban sentados Crabtree y James Leer, detrás de una larga hilera de botellines de cerveza. James Leer estaba repantigado en su silla, con la cabeza apoyada contra la pared y los ojos cerrados. Parecía dormido. En cuanto a Crabtree, miraba fijamente más allá de la gente que bailaba, con una expresión de felicidad reconcentrada. Tenía un brazo separado de su cuerpo y extendido con delicadeza, como si fuese a elegir un bombón de una bandeja. Su mano, sin embargo, estaba oculta bajo la mesa, en dirección al regazo de James Leer. Lancé lo que debió de ser una mirada absolutamente aterrada a Hannah, que abrió la boca con los dientes apretados y entornó los ojos, en un gesto similar al que se hace cuando pasa una ambulancia con la sirena a todo trapo.
De camino hacia la mesa, paré a una camarera y le pedí que me trajese una copa de George Dickel. Cuando llegué hasta ellos, las dos manos de Crabtree estaban a la vista y James Leer se había reincorporado mínimamente, la mar de ruborizado. Su amplia e impecable frente, que me había hecho suponer que era un chaval de buena familia, parecía febril, y los ojos le brillaban con lo que podía ser euforia o miedo.
—¿Cómo te sientes, James? —le pregunté.
—Estoy borracho —respondió; parecía sincero—. Lo siento, profesor Tripp.
Me senté junto a Crabtree, encantado de poder dar un respiro a mis pies. El dolor de mi tobillo iba en aumento.
—No importa, James —dije con la misma sonrisa tranquilizadora que ya le había dirigido en dos ocasiones aquel mismo día: la primera cuando su relato fue criticado sin piedad en la clase de escritura creativa, y la segunda cuando lo conduje al dormitorio de los Gaskell y le aseguré que nadie nos diría nada por estar allí—. No te preocupes.
—Seguro que no —intervino Crabtree. Me ofreció su botella de cerveza, medio vacía. La cogí y bebí un largo trago—. Pensaba que te habíamos perdido, Tripp.
—¿Dónde están los demás? —pregunté, y dejé la botella delante de él con un gesto ampuloso, como si acabase de hacer algún juego de manos alcohólico—. ¿Sólo habéis venido vosotros cuatro?
—No ha aparecido nadie más —comentó Crabtree—. Sara y… ¿cómo se llama?, Walter dijeron que primero pasarían por casa y después se reunirían con nosotros aquí. Pero me parece que han decidido quedarse en casa, acurrucados en el sofá con el perro.
Lancé una mirada a James, esperando ver en su rostro alguna expresión de culpabilidad, por leve que fuese, pero estaba demasiado abstraído. Incluso dudé de que recordara lo que había hecho. Empezó a pestañear de nuevo, echó la cabeza hacia atrás y la apoyó contra la pared.
—¿Sólo ha bebido cerveza? —le pregunté a Crabtree señalando con un gesto de la cabeza a James.
—Aquí sí —dijo Crabtree—. Aunque deduzco que vosotros dos habéis hecho una pequeña incursión en mi botiquín.
—Pero eso ha sido hace mucho rato —dije, y me llevé la mano al pie para apretarme el vendaje del tobillo—. No puede seguir bajo los efectos de eso.
—Pero en vuestra incursión os han pasado inadvertidos algunos frascos —dijo, y se palmeó un bolsillo de su americana verde—. Y James sentía curiosidad.
Se volvió para mirar al chaval, al que en ese momento se le entreabrió la boca y le empezó a caer un delgado hilillo de saliva de la comisura de los labios.
—Está completamente ido —dije.
Permanecimos sentados, contemplando el regular movimiento ascendente y descendente del pecho de James Leer bajo su camisa a cuadros. La estrecha y corta corbata estaba medio desanudada y le colgaba del cuello como una flor marchita. Crabtree le secó el hilillo de saliva con una servilleta, con suavidad, como si estuviese limpiándole la boca a un bebé.
—Ha escrito un libro —dijo Crabtree—. Me ha dicho que ha escrito una novela.
—Lo sé. Algo sobre un desfile. El desfile del amor.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Me he enterado esta noche. La lleva en su mochila.
—¿Tiene talento?
—No —respondí—. Por el momento no.
—Me gustaría leerla —dijo Crabtree.
A James Leer le cayó sobre la frente un mechón de cabello engominado y Crabtree alargó la mano para apartárselo.
—¡Vamos, Crabtree! —protesté—. ¡No hagas eso!
—¿Que no haga qué?
—Es sólo un chaval —dije—. Es alumno mío, tío. Ni siquiera estoy seguro de que sea…
—Lo es —me interrumpió Crabtree—. No tengo la menor duda.
—No creo que lo sea —dije—. Me parece que la cosa es bastante más complicada. Quiero que lo dejes tranquilo.
—¿En serio?
—En estos momentos está realmente jodido, Crabtree. —Bajé la voz y continué en un susurro—: Creo que planeaba suicidarse esta noche. O quizá no, no lo sé con certeza. En cualquier caso, está hecho un lío. Es un completo desastre. Y no creo que necesite que encima se le añada una buena dosis de confusión sexual a su cacao mental en este preciso momento.
—Al contrario —dijo Crabtree—. Puede ser la solución a todos sus problemas. Eh, Grady, ¿qué te pasa?
—Nada —dije—. ¿A qué te refieres?
—Me ha parecido que… no sé, que hacías una mueca de dolor.
—¡Oh! —dije—. Es mi pie. Me está matando.
—¿El pie? ¿Qué te pasa en el pie?
—Nada —respondí—. Es que… me he caído.
—Bueno, pareces alterado, ¿sabes?
Sus ojos habían perdido aquel brillo febril de conquistador, y, por primera vez en toda la noche, descubrí en ellos verdadera ternura. Nuestras sillas estaban pegadas, y apoyó su hombro contra el mío. Su mejilla todavía estaba impregnada del perfume de Tony. Apareció la camarera con mi copa de Dickel. Bebí un sorbo y sentí cómo el lento veneno se deslizaba hacia mi corazón.
—Me gusta cómo baila Hannah —comentó Crabtree, que seguía con la mirada a Hannah Green y Q.
La canción que sonaba en aquel momento era «Ride Your Pony», de Lee Dorsey. Uno de los muchos detalles que indicaban que el Hat era un superviviente de los antros de la época dorada de Pittsburgh era su gramola con teléfono. De hecho, no había gramola: era un teléfono, negro y pesado como una vieja plancha de vapor, que funcionaba con monedas, colocado sobre una columna en una esquina de la pista de baile. Y unido a él por medio de una cadenita mil veces rota y reparada había un catálogo mecanografiado hacía un millón de años por algún obseso de los listados alfabéticos, muy sobado y pringado de grasa de la barbacoa, que incluía más de cinco mil canciones, agrupadas por géneros. El cliente elegía la canción, echaba las monedas y mantenía a gritos y bajo los efectos del alcohol una conversación con una vieja señora eslovena, oculta en algún lugar de Pittsburgh en un búnker subterráneo de vinilo negro. Unos minutos después se escuchaba la canción pedida. Según Sara, en el pasado había muchos bares que funcionaban con ese sistema, pero el Hat era uno de los pocos que seguían utilizándolo.
—En mi opinión, muestra una fuerte influencia faraónica en los movimientos de los codos. Y tal vez un ligero toque de Snoopy en los pies.
—¿Cuánto rato llevan ella y Q. contoneándose? —pregunté.
—Yo diría que demasiado para Q. —respondió Crabtree meneando la cabeza—. Míralo.
—Ya veo —dije—. ¡Pobre desgraciado!
Traté de ignorar el rijoso hormigueo que me subía por la medula espinal mientras contemplaba a Hannah Green bailando.
—¡Eh! —dijo Crabtree—. ¡Mira a ese tipo!
Señaló hacia una mesa situada al borde de la pista de baile.
—¿Quién? ¡Caramba! —Sonreí—. ¡Parece que lleve el pelo esculpido!
Era un hombre pequeño, de pómulos delicados, que lucía un peinado asombroso y radiante, un alto copete que se elevaba como una descomunal ola de pelo sobre su cabeza. Sabía que muchos estilos de peinado de otras épocas sobrevivían en ciertos ambientes marginales de Pittsburgh. El tipo vestía, además, un enrevesado traje de terciopelo, con ribetes e incrustaciones dorados y carmesíes, y fumaba un largo y fino cigarro. Sus manos eran muy grandes en comparación con el resto del cuerpo, y en el lado derecho de su cara se distinguían unas marcas de un rosa intenso, vestigio de una antigua herida.
—Es un boxeador —dije—. Un peso mosca.
—Es un jockey —me refutó Crabtree—. Se llama…, uh, Curtis Hardapple.
—Curtis no —dije.
—Entonces Vernon. Vernon Hardapple. Las cicatrices son de…, de los cascos de un caballo. Se cayó durante una carrera y el caballo lo pisoteó.
—Es adicto a los calmantes.
—Lleva una placa incrustada en la cabeza.
—Le tuvieron que amputar un dedo del pie por culpa de la diabetes.
—Ya no puede mear de pie.
—Vive con su madre.
—Correcto. Tenía un hermano pequeño que era… entrenador.
—Mozo de cuadra.
—Y se llamaba Claudell. Era retrasado mental. Y la madre culpa a Vernon de su muerte.
—Porque…, porque… porque Vernon le permitió… que se ocupase de un semental agresivo… que le aplastó la cabeza. O…
—Lo asesinaron —dijo una voz somnolienta— cuando un gángster llamado Freddie el Narizotas intentó cargarse a su caballo favorito. Se interpuso y recibió la bala.
Ambos nos volvimos hacia James Leer, que abrió un ojo inyectado en sangre para mirarnos.
—Vernon, ése de allí, estaba metido en el fregado —añadió James.
—¡Es magnífico! —dijo Crabtree al cabo de unos segundos. Vimos cómo el ojo de James volvía a cerrarse.
—Ha oído lo que estábamos diciendo —comenté, perplejo.
Crabtree, que daba cuenta de su sexta o séptima botella de cerveza, no parecía demasiado sorprendido por eso. Bebí algunos sorbos más de mi veneno. Al cabo de unos minutos el silencio se hizo insoportable.
—¡Pobre Vernon Hardapple! —dijo Crabtree meneando apesadumbrado la cabeza. Después sonrió y añadió—: Siempre resultan ser unos desgraciados.
—Todas las historias narran el fracaso de alguien —sentencié, citando al escritor vaquero de pelo cano en cuya clase nos habíamos conocido veinte años atrás.
—¡Eh, profe! —dijo Hannah Green, que se dirigía hacia nosotros sobre sus puntiagudas botas rojas—. ¡Ven a bailar conmigo!