Según se contaba, mamaba con tal avidez del pecho de mi madre que le produje un absceso en la delicada piel del pezón izquierdo. Mi abuela, que en aquella época era menos comprensiva de lo que sería después, desaprobaba con dureza que mi madre se hubiese casado a los diecisiete años y consiguió inculcarle la idea de que no estaba preparada para la maternidad; la incapacidad de su pecho para resistir el ardoroso envite de mis labios infantiles sumió a mi madre en la amargura. No acudió al médico con la prontitud con que hubiera debido hacerlo, y cuando mi padre la encontró desvanecida sobre el teclado del piano del hotel y la llevó al hospital del condado, ya se le había extendido por la sangre una infección estafilocócica. Murió el 18 de febrero de 1951, cinco semanas después del parto, y, por tanto, no me acuerdo de ella. Sí recuerdo, en cambio, algunas cosas de mi padre, George Tripp, llamado Pequeño George para distinguirlo de mi abuelo paterno, su tocayo, de quien por lo visto he heredado la complexión y los apetitos.
El Pequeño George se ganó una triste fama en la zona del estado donde vivíamos cuando mató a un joven que, entre otros potenciales logros, parecía llamado a convertirse en el primer judío licenciado por la Universidad de Coxley en sus ochenta años de historia. Mi padre era policía. Mató al prometedor muchacho —hijo del propietario de los almacenes Glucksbringer de la calle Pickman, prácticamente enfrente del Hotel McClelland— creyendo, sin demasiado fundamento, como se demostró después, actuar en defensa propia frente a un asaltante armado. Mi padre regresó de Corea sin una tercera parte de su pierna derecha y carente también, diría yo, de otras extremidades fundamentales de su armazón espiritual; después de su mortal error de juicio y subsiguiente suicidio se especuló mucho sobre su idoneidad para ser agente de la ley. Cuando lo llamaron a filas tenía fama de chiflado, y regresó a casa en medio de rumores que hablaban de desmoronamiento psíquico. Pero, como todas las ciudades pequeñas, la nuestra poseía una casi infinita capacidad de perdón ante cualquier flaqueza personal de sus ciudadanos, y como el Viejo George había sido el jefe de la policía local durante cuarenta años, hasta que sufrió un fatal aneurisma mientras jugaba una partida de póquer en la trastienda de la Alibi Tavern, a mi padre se le permitió ir armado con un 38 y recorrer las calles a medianoche, a pesar de padecer el suplicio de la aparición de susurrantes sombras en su visión periférica.
Todavía no había cumplido cuatro años cuando se suicidó, y la mayor parte de los recuerdos que guardo de él son fragmentarios y azarosos. Recuerdo el vello rojizo de su venosa muñeca, atrapado entre los eslabones de la cadena de su reloj; uno de sus paquetes de Pall Mall, rojo como un ranúnculo, arrugado sobre el alféizar de la ventana de su dormitorio; el repiqueteo de una bola de golf al entrar en una taza de té cuando ensayaba golpes cortos en el amplio recibidor del hotel. Y recuerdo una ocasión en que lo oí volver del trabajo. Como ya he explicado, tenía el turno de noche, de ocho a cuatro, y regresaba a casa en la oscuridad de la madrugada. Todos los días mi padre desaparecía tras la puerta de su dormitorio cuando apenas empezaba a despertarme y reaparecía en el momento en que estaba a punto de acostarme; sus invisibles llegadas y partidas me resultaban tan llenas de misterio como una nevada o la visión de mi propia sangre. Una noche, sin embargo, estaba despierto y pude oír la risita de la campana plateada que había encima de la puerta del hotel, los leves crujidos de la escalera de servicio, la airada tos de mi padre. Y lo siguiente que recuerdo es que estaba en el quicio de la puerta de su dormitorio, contemplando cómo el Pequeño George se desvestía. Antes pretendía —y así solía explicárselo a mis amantes— que esos recuerdos correspondían a la noche en que mi padre se autoliquidó. Pero lo cierto es que llevaba dos semanas suspendido de servicio, con derecho a paga, cuando hundió en su boca el azulado cañón de su pistola reglamentaria. Así que no sé a qué noche corresponden exactamente esos recuerdos, ni por qué me quedaron grabados en lugar de cualesquiera otros. Tal vez sean de la noche en que mi padre mató a David Glucksbringer. Tal vez uno nunca olvida la visión de su propio padre desnudándose.
Me veo espiando a través de la puerta entreabierta de su dormitorio, con la mejilla aplastada contra la fría moldura de roble, contemplando cómo aquel tipo grandote con uniforme azul que vivía en nuestro hotel, con su gorra como una enorme corona, sus amplias charreteras, su pesada placa dorada, las balas en su cinturón y una gruesa pistola negra, se transformaba en otra persona. Se quitó la gorra y la dejó boca arriba sobre la cómoda. Algunos finos mechones de cabello empapado en sudor que se le habían pegado a la gorra quedaron tiesos y se mecían como algas sobre su cabeza. Despreocupadamente llenó un vasito de whisky y se lo bebió de un trago mientras con la mano libre se desabrochaba y se quitaba la camisa de uniforme. Se sentó en la cama para desatarse los cordones de los zapatos negros como ataúdes, que después lanzó a un rincón. Cuando volvió a ponerse en pie, parecía más bajo, más débil y muy fatigado. Se quitó los pantalones, dejando a la vista la prótesis de color naranja claro con su simulacro de discretos dedos y su complejo sistema de arneses de cuero. Creo que después fue hasta la ventana de la habitación y se quedó allí un rato, contemplando la desértica topografía del hielo sobre el cristal, la calle vacía, los maniquíes con vestidos de primavera en el escaparate iluminado de los almacenes Glucksbringer. Se quitó la camiseta sin mangas, después los calzoncillos, y volvió a sentarse en la cama para desabrocharse el extraño artilugio que le servía de pie. Ya no le quedaba nada más que quitarse. Estaba fascinado y horrorizado al mismo tiempo ante el acto de despojamiento que acababa de presenciar; era como si se me hubiese permitido contemplar al tullido, calvo y adiposo gnomo oculto tras su descaradamente falsa apariencia cotidiana, escondido en el interior del torpe gólem al que me había acostumbrado a llamar papá.
Iba pensando en todo esto mientras acompañaba a la señorita Sloviak a su casa en Bloomfield, circulando en dirección este por el bulevar Baum, y se transformaba en hombre. Sacó un tarro de crema y un frasco de acetona de uñas de un bolsillo con cremallera de la pequeña maleta que había colocado entre los dos asientos y los dejó en la guantera, que previamente había abierto. Se desmaquilló con una sucesión de bolas de algodón y se quitó el esmalte rosa pálido de las uñas. Metió las manos bajo el vestido y se quitó las medias, que dejaron al descubierto sus depiladas piernas. Sacó unos tejanos de la maleta, los desdobló y, no sin cierta dificultad, se los puso bajo la falda de su vestido negro, que acto seguido se quitó por la cabeza. Quedó a la vista un sujetador de licra negra, acolchado, con una cinta perlada entre ambas cazoletas y un ingenioso par de pequeñas protuberancias para simular unos erectos pezones muy femeninos. Debajo, el pecho era pequeño, pero musculado, y lampiño. Se puso un jersey a rayas, calcetines blancos con unos caballitos y un par de deportivas blancas. Guardó primero la crema y la acetona y después el vestido negro, los zapatos de tacón y la ligera maraña en que se habían convertido las medias. Sentí tener que prestar atención a la carretera, porque su numerito resultaba impresionante. Había reflotado su yo masculino con la precisión y rapidez con que los asesinos profesionales de las películas montan las piezas de su rifle.
—Me llamo Tony —dijo el exseñorita Sloviak cuando giramos por la avenida Liberty—. Al llegar a casa me quito el disfraz.
—Encantado —dije.
—No pareces sorprendido.
—Últimamente mi capacidad de sorpresa es lenta de reflejos —le expliqué.
—¿Ya sabías que era un travestí?
Medité un rato la respuesta adecuada. Pensé qué debía decirle para no ofenderlo, después de las múltiples decepciones que había causado últimamente a tantas personas.
—No —dije finalmente—. Te había tomado por una hermosa mujer, Tony.
Sonrió y dijo:
—Ya estamos llegando, es la próxima, la calle Mathilda. Gira a la izquierda. Y vuelve a girar en la calle Juniper.
Nos detuvimos frente a una pequeña casa de ladrillo visto de dos plantas, semiadosada. Había una luz encendida en la buhardilla y una estatua de la Virgen en el jardín, protegida por una especie de caparazón blanco en cuyo interior estaban pintadas todas las estrellas de la bóveda celeste.
—Me gustaría tener una igual en mi jardín —dije—. Lo único que tenemos es una trampa para escarabajos japonesa.
—Lo que la cubre es una bañera —me explicó Tony—. La mitad que no se ve está enterrada en el suelo.
—Es fantástico —dije. En la buhardilla una sombra descorrió la cortina y se aplastó contra el cristal—. Bueno…
—Bueno…
—Pues aquí te dejo, Tony.
—De acuerdo, Grady. —Me tendió la mano y nos las estrechamos—. Adiós. Gracias por acompañarme.
—No hay de qué —respondí—. Eh…, uh… Tony, lo siento si…, si las cosas no… han ido del todo bien esta noche.
—No importa —dijo—. Para empezar no debí hacerme ilusiones. Tu amigo Crabtree, simplemente, busca…, no sé, la novedad, o algo así. Parece que le gusta coleccionar… digamos bichos raros. ¿Me permites? —Giró el espejo retrovisor hacia sí para asegurarse de que no tenía restos de maquillaje en la cara, de que no quedaba rastro de la señorita Sloviak. Al igual que muchos travestís, resultaba bastante más agraciado como mujer; como hombre tenía la nariz muy pronunciada y los ojos demasiado juntos. Durante unos instantes contempló con perplejidad la falta de atractivo de su rostro; después se pasó los dedos por el cortísimo cabello. No tendría más de veintiún años—. Me suelo meter muy a menudo en este tipo de malos rollos.
—Está escribiendo su nombre en el agua —dije.
—¿Perdón?
Era una expresión semipesarosa —tomada del epitafio de John Keats— que Crabtree utilizaba para expresar su propia incapacidad, que compartía con muchísima gente, para plasmar sobre el papel el talento literario que poseía. Según él, algunos se limitaban a contar mentiras, y otros urdían tramas a partir de los problemas y líos de sus vidas. Ése había sido siempre el género elegido por Crabtree: meterse en algún lío atractivo intelectualmente y tratar después de resolverlo sin dejar huella alguna ni nada que mostrase sus esfuerzos, sino tan sólo una reputación de temerario y un pequeño informe en los archivos de los departamentos de policía de Berkeley y Nueva York.
—Es lo que siempre ha hecho, ¿sabes? —le dije—. Pero ahora… —Agarré el volante y lo hice girar de un lado a otro—. Me parece que se ha desmadrado más de lo habitual en él.
—¿Porque su carrera está arruinada, quieres decir?
—¡Dios mío! —exclamé. Así el volante con fuerza, como si estuviésemos a punto de derrapar en una carretera helada, y pisé el freno, aunque seguíamos parados—. ¿Eso te ha dicho?
—Me ha dicho que no ha tenido ni un solo éxito en los diez últimos años y que en Nueva York todo el mundo opina que es un fracasado —me explicó Tony. Volvió a girar el retrovisor hacia mí, y mientras lo movía vislumbré el reflejo de mi rostro hinchado y falto de sueño—. Después de eso era difícil no sentir lástima por él.
—Pero se ha portado bien contigo, ¿no?
—Ha hecho lo que ha podido. —Tony puso una mano sobre la manga de mi chaqueta. Las uñas, ya limpias de esmalte, seguían resultando extravagantes y desagradables—. Estoy seguro de que tu libro es tan bueno que no perderá su trabajo.
Guardé silencio.
—¿No es así?
—Por supuesto —dije—. Es una joya.
—Seguro que sí —añadió—. Tengo que irme, ¿vale? —Asentí—. ¿Estás bien?
Se oyó una puerta abriéndose y cerrándose, y nos volvimos hacia la casa. Alguien había encendido la luz del porche, que brillaba con una aureola amarillenta bajo la lluvia, y vi a un hombre bajito y canoso que nos miraba desde el último escalón con una mano en la frente para que el resplandor no lo deslumbrase.
—Es mi padre —dijo Tony—. ¡Hola!
Un bicho salió disparado escaleras abajo, pasó junto a la estatua de la Virgen y unos instantes después oímos un ruido de patas arañando la puerta del pasajero y por la ventanilla asomó una blanca y amplia sonrisa.
—¡Sombra! —Tony Sloviak abrió la portezuela y dejó entrar a un orondo caniche, negro como el carbón, que parecía encantado de ver de nuevo a su amo—. ¡Hola, chiquilla! —La perra se alzó para colocar primero sus patas delanteras y después las traseras sobre el regazo de Tony, y acto seguido procedió a lametearle parsimoniosamente la cara con su rosada lengua. Tony movía la cabeza de un lado a otro, riendo y tratando de quitarse al animalito de encima—. Es mi perra —aclaró.
—Ya lo he supuesto.
—Oh, vaya —dijo—. ¿Quién es mi chica? Si, tú. ¿Quién es…? ¡Eh, Sombra!
La perra saltó de su regazo y salió del coche. De pronto giró hacia la derecha y un instante después oímos su susurrante lamento canino desde la parte trasera del coche.
—Ha dado con Doctor Dee —suspiré.
—¡Grady! —exclamó Tony llevándose la mano a la boca—. ¡El resto de mi equipaje! ¡Vamos a tener que abrir el maletero!
—De acuerdo —dije, y paré el motor—. Mantén a tu perra alejada.
Bajamos del coche y fuimos hasta la parte trasera, vigilados por las atentas miradas de Sombra y del delgado anciano del porche. Abrí el maletero.
—¡Quieta, Sombra! —ordenó Tony, que agarró a la perra por el cuello con una mano a modo de collarín para impedirle llevar a cabo la que parecía ser su intención: saltar al maletero y darle el último adiós a Doctor Dee—. Eh, Grady, ¿por qué…? ¿De qué ha muerto el pobre husky?
—Le pegó un tiro James Leer —le expliqué mientras sacaba su maleta a cuadros y la dejaba en el suelo—. Fue un malentendido.
—Ese chico está realmente mal —opinó Tony—. Y ahora que tu amigo Crabtree se ha cruzado en su camino, va a estar mucho peor.
Saqué la bolsa portatrajes de Crabtree y cerré el maletero.
—No estoy seguro de que eso sea posible —dije, pero no era cierto. En el fondo pensaba que James Leer todavía podía levantar cabeza, aunque, desde luego, no gracias a la ayuda de Terry Crabtree; claro que, si bien podía levantar cabeza, también podía ir a peor.
—Pero entonces, ¿ese chico va armado? —preguntó Tony.
—Más o menos —respondí. Sostuve la bolsa con la mano izquierda, metí la derecha en el bolsillo de mi chaqueta y saqué la inmaculada pistolita—. Llevaba esto. De hecho, para serte sincero, hace unas horas lo sorprendí apuntándose a la sien con ella.
—¿Puedo echarle un vistazo? —Tony extendió la mano—. Por absurdo que parezca, todos mis hermanos coleccionan pistolas. —Se la di. Sombra contempló con cierto interés cómo nos la pasábamos, pensando, como hacen siempre los perros, que tal vez fuera algo comestible—. Empuñadura nacarada. Del veintidós. Creo que este modelo es de un solo disparo.
Eché un vistazo al porche, pero el anciano parecía haber decidido no esperar más a su imprevisible hijo y había entrado después de apagar la luz exterior. También el resto de las luces de la casa estaban apagadas. Ahora entendía por qué la señorita Sloviak no parecía precisamente impaciente por regresar a su hogar. Tony levantó la vista de la pistola que tenía en la mano y meneó la cabeza.
—Es un símbolo.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, es la clase de pistola que… no sé, pongamos Bette Davis, llevaría en el bolso. —Sonrió—. Apuesto a que ese chico sería mucho más feliz si pudiese ser Bette Davis pegándose un tiro en la sien en lugar de un chaval de labios gruesos con un apestoso abrigo viejo.
Tony cerró la mano sobre la pistola, parpadeó un par de veces con sus largas pestañas y cerró los ojos. Se llevó la pistola a los labios con delicadeza. Aunque ahora sabía que no estaba cargada, al verlo me asusté. Fue en ese momento cuando mi viejo y herrumbroso cerebro se percató de que aquella misma tarde James Leer, uno de mis estudiantes, había intentado realmente suicidarse.
—Será mejor que me marche —dije—. Creo que debo rescatar a James Leer.
Tony bajó la pistola y me la ofreció. Le aparté la mano.
—Quédatela. Va con tu estilo.
—Gracias. —Contempló la fachada oscura y con las contraventanas cerradas de la casa y frunció el ceño—. Tal vez la necesite.
—¡Oh! —dije mientras buscaba las llaves del coche en el bolsillo de la chaqueta. Estaba seguro de que hacía sólo un momento las tenía en la mano.
—Eh, ¿sabes, Grady?, yo que tú me iría a casa —me aconsejó Tony mientras me metía en el coche—. Me parece que a quien tienes que rescatar es a ti.
—No es mala idea. —Cerré los ojos. Me imaginé deteniendo el coche en el camino de acceso a mi casa cubierta de hiedra en la calle Denniston, colgando la chaqueta en la pilastra al pie de la barandilla, dejándome caer sobre el fragante revoltijo de mantas y sábanas de la cama siempre sin hacer. Entonces recordé que nada ni nadie me esperaba en casa. Abrí los ojos de mala gana y asentí con la cabeza mirando a Tony. Empecé a subir el cristal de la ventanilla, pero me detuve—. ¡Oh, mierda, colega! —recordé de pronto—. Nos hemos olvidado de la jodida tuba.
—Quédatela —dijo. Alargó el brazo y me dio tres suaves cachetes en la mejilla, como quien palmea a un bebé—. Va con tu estilo.
—Muchas gracias —dije, y cerré la ventanilla. Mientras me apartaba del bordillo y enfilaba la calle Juniper, contemplé por el retrovisor a Tony Sloviak, que subía con sus maletas por la larga escalera del porche de la casa de su padre, después de cruzarse con la protectora Virgen, seguido de cerca por su pequeña perra negra, que se dedicaba a mordisquearle los tobillos cada vez que daba un paso.