El Thaw Hall, el auditorio de la universidad, había servido de ensayo preliminar a los arquitectos que posteriormente construyeron la sala de conciertos llamada Mezquita de Siria. El exterior estaba adornado con esfinges, escarabajos y otros motivos egipcios, y tanto el vestíbulo como el auditorio propiamente dicho eran un amasijo de arcos apuntados, delgadas columnas y arabescos. Las butacas y los palcos rodeaban el escenario formando una especie de óvalo, al igual que en la desaparecida y añorada sala de conciertos, sólo que aquí había menos asientos y el escenario era más pequeño que en la Mezquita. En total habría unos quinientos en el patio de butacas y otros cincuenta en los palcos. Eran de terciopelo rojo sangre y estaban todos ocupados. Cuando entramos en la sala, el chirrido de los goznes de la puerta provocó que las quinientas cabezas se volviesen al unísono hacia nosotros. En la parte posterior del auditorio habían colocado varias sillas plegables; James y yo tomamos una cada uno y nos sentamos.
No nos habíamos perdido gran cosa. Según me explicaron después, nuestro viejo novelista con pinta de elfo había empezado su conferencia leyendo un largo pasaje de El confidente secreto, y no tardé en coger el hilo de su argumentación: a lo largo de su trayectoria como escritor, él —ya saben a quién me refiero, así que lo llamaremos simplemente Q.— se había convertido en su propio Doppelgänger, una sombra maligna que moraba en los espejos, bajo los listones de madera del parqué y tras las cortinas de su propia existencia, rondaba a todas las amistades de Q. y se hacía presente en cualquier contacto de éste con el mundo que lo rodeaba. Un ser insensible a la tragedia, indiferente a los sentimientos de los demás y alejado de cualquier empresa humana, a excepción de la vigilancia y la recopilación de información. Su confidente secreto, explicó Q., sólo actuaba muy de tarde en tarde, y subyugaba a su poco dispuesto amo, por llamarlo de alguna manera, ocupando el lugar de su doble el tiempo suficiente para decir algo imprudente o reprensible y asegurarse de este modo de que la desgracia humana, objeto de constante vigilancia por parte del otro Q. y tema de sus relatos, continuara teniendo una presencia respetable en su vida. Evidentemente, de otro modo no tendría asuntos sobre los que escribir.
—Le echo toda la culpa —declaró el pulcro hombrecillo a la, al parecer, encantada audiencia—, absolutamente toda, del espantoso desastre en que se ha convertido mi vida.
Me pareció que Q. estaba hablando de la naturaleza del mal de la medianoche, cuyos primeros síntomas eran una simple sensación de alejamiento de los demás, cierta incapacidad de «adaptación», que no es, ni mucho menos, exclusiva de los escritores, y una sensación de envidia e infranqueable distancia como las que sentirla cualquier insomne en un mundo de durmientes. Pero muy pronto quien padecía el mal de la medianoche empezaba a anhelar esa sensación de aislamiento, a cultivarla e incluso a recrearse en ella. La víctima se iba aislando más y más hasta que un aciago día se despertaba y descubría que se había convertido en el principal objeto de su propia mirada hostil.
Había muchas cosas en el discurso de Q. con las que estaba de acuerdo, pero no tardé en percatarme de que cada vez me costaba más concentrarme en sus palabras. Gracias a la codeína, el mordisco de Doctor Dee en el tobillo me provocaba sólo una leve punzada de dolor, pero al mismo tiempo todos mis sentidos se habían alterado. Sentía la maquinaria de mi corazón bombeando en el pecho y calambres en el estómago. Cinco tragos de Jack Daniel’s y la considerable dosis de oxígeno aportada por la carrera a través del campus habían bastado para que me sintiese completamente borracho, y todo lo que brillaba a mi alrededor —los focos del escenario, los candelabros dorados de las paredes, la cabellera rubia de Hannah Green siete filas delante de mí, la enorme araña de cristal que colgaba sobre la audiencia sostenida por una delgadísima cadena— parecía envuelto, como farolas en la niebla, en un pálido y oscilante halo. Pero en cuanto lograba enfocar la mirada, el halo se desvanecía. Me llegó un olor malsano y que en cierto modo invitaba a la nostalgia, un olor a polvo, a seda y a trastos viejos maltratados por el tiempo: apolillados vestidos de baile, viejas ropas de bebé, la descolorida bandera con cuarenta y ocho estrellas que mi abuela guardaba en un baúl debajo de las escaleras traseras e izaba en el porche del Hotel McClelland cada Cuatro de Julio. Me hundí en la silla y crucé las manos sobre el estómago. El ardor que allí me provocaba la codeína me reconfortaba y me ponía melancólico. En aquel momento no me preocupaba el minúsculo cigoto que debía de estar describiendo órbitas como un satélite por la estrellada bóveda del útero de Sara, ni mi matrimonio a punto de desmoronarse, ni el descarrilamiento de la carrera de Crabtree, ni el animal muerto que se estaba quedando rígido en el maletero de mi coche, y todavía me preocupaba menos Chicos prodigiosos. Contemplé a Hannah Green, que asentía con la cabeza, se recogía un mechón de cabello por detrás de la oreja y, con un gesto que me era familiar, levantaba la rodilla hasta tocarse la frente, hundía las manos en una bota y se subía el calcetín con un brusco tirón. Pasé diez maravillosos minutos con la mente totalmente en blanco.
Pero, de pronto, James Leer empezó a reírse a carcajadas de algún chiste privado que había emergido de las profundidades de su cerebro. La gente se volvió y le clavó recriminadoras miradas. Se tapó la boca, agachó la cabeza y levantó la vista para mirarme, rojo como las mismísimas botas de Hannah Green. Me encogí de hombros. Las personas que se habían girado volvieron a mirar hacia el escenario; todas excepto una. Terry Crabtree, que estaba sentado a tres butacas de Hannah, separado de ella por la señorita Sloviak y Walter Gaskell, siguió contemplando a James Leer durante un par de segundos. Después me miró, me guiñó un ojo y en su rostro circunspecto apareció una mueca juguetona con la que pretendía decir algo así como: «¿Qué hacéis vosotros dos ahí atrás?», y yo, sin realmente pretenderlo, le respondí frunciendo el ceño en un gesto irritado que significaba algo parecido a: «Déjanos en paz». Crabtree se quedó perplejo y se volvió rápidamente.
Los efectos calmantes de la codeína se disipan muy pronto, así que, de repente, tras las absurdas risotadas de James Leer, me di cuenta, sorprendido, de que estaba repasando una escena particularmente complicada de la novela por enésima vez, igual que un mono desquiciado pasa sin cesar los dedos por las barras de su jaula. Era una escena que sucedía justo antes de los cinco malogrados finales que había probado el mes pasado, en la cual Johnny Wonder, el menor de los tres gloriosos hermanos predestinados a la perdición, le compra un Rambler American de 1955 a un personaje secundario llamado Bubby Zrzavy, un veterano que participó en los experimentos con LSD del ejército americano. Llevaba semanas tratando de conseguir que de esa compra emanase la poderosa música del gran órgano del destino, pues era un momento crucial del libro: en ese coche, reconstruido durante diez años a partir del chasis por el desequilibrado Bubby Z. siguiendo las nociones de mecánica automovilística de sus venáticas neuronas, Johnny Wonder cruzaría el país de costa a costa y al regresar a casa de este viaje iniciático llevaría consigo a Valerie Sweet, una chica de Palos Verdes que arrastraría a la familia Wonder a la ruina. Uno de los motivos de que hubiera escrito tantas páginas antes de llegar a Valerie Sweet era que me enfrentaba a tremendas dificultades para lograr conducir la historia hacia un final porque estaba colado por ella. Tenía la sensación de que me había pasado la vida escribiendo con la única finalidad de llegar a la página en la que asomaban por primera vez sus cursis gafas de sol de montura rosa. Cuando mi cerebro de mico enjaulado volvió de nuevo sobre el irresoluble problema de cómo salir del lío novelístico en el que yo mismo me había metido, y que arrastraba desde hacía siete años, se me ocurrió que tal vez debería prescindir de ese personaje, y, de pronto, noté algo raro, como si se hubiera producido un repentino bajón del fluido eléctrico en el auditorio. Un deslumbrante estallido de electricidad estática me pasó como un aguacero ante los ojos, sentí olor a sangre en las fosas nasales y una oleada de acidez me empezó a subir desde el estómago.
—Tengo que ir al lavabo —le susurré a James Leer al oído—. Voy a vomitar.
Me puse en pie, empujé la puerta y salí al vestíbulo. Allí sólo había un par de chavales —uno de los cuales me sonaba vagamente— apoyados contra las puertas de la entrada, que mantenían abiertas con el peso de sus cuerpos, mientras fumaban y expelían el humo cansinamente hacia el exterior. Los saludé con un gesto de la cabeza y me precipité hacia el lavabo de caballeros caminando lo más deprisa posible, pero procurando que no se dieran cuenta de que estaba a punto de vomitar y no quería hacerlo sobre la moqueta. Ni el chispazo de electricidad estática ni la sangre en la nariz ni las náuseas eran síntomas nuevos para mí. Durante los últimos meses aparecían en los momentos más inesperados, junto con una concomitante sensación de extraño júbilo, de ingravidez, como si atravesase el trémulo reflejo del sol que cubre como una red la superficie del agua de una piscina. Me volví para echar un vistazo a los chavales junto a la puerta y por la barbita de chivo de uno de ellos recordé que había sido alumno mío; era un chico con pinta de pasmado y dotado de un moderado talento que escribía paranoicas historias de jazz y drogas al estilo de Hunter S. Thompson[11], y que el curso pasado apareció por mi despacho una tarde para hacerme saber, con toda la crudeza propia de un alma inocente, que, en su opinión, era una tomadura de pelo que la universidad le cobrase por inscribirse en una clase de escritura creativa impartida por un don nadie pseudofaulkneriano como yo. De pronto el pasillo que conducía a los lavabos pareció abalanzarse sobre mí y me sentí tan febril que tuve que apoyar la mejilla contra la pared, que estaba fría, muy fría…
Cuando volví en mí, estaba estirado boca arriba, con la cabeza apoyada sobre algo, y Sara Gaskell, arrodillada junto a mí, me pasaba la mano con suavidad por la frente. La almohada que había improvisado era mullida por fuera, pero su interior resultaba duro como una piedra.
—¿Grady? —dijo con tono indiferente, como si tan sólo pretendiese atraer mi atención sobre un interesante artículo en el periódico—. ¿Todavía estás ahí?
—¡Hola! —respondí—. Creo que sí.
—¿Qué te ha pasado, chavalote? —Recorrió mi rostro con la mirada y se humedeció los labios con la lengua. Descubrí que, a pesar de lo aséptico de su tono de voz, le había dado un buen susto—. ¿Ha sido otro de esos vértigos?
—Supongo, no lo sé. —Tu perro está muerto, pensé, pero no se lo dije—. Ya me siento mejor.
—¿Quieres que te acompañe al hospital?
—No hace falta —dije—. ¿Ha acabado la conferencia?
—Aún no. Vi que salías y… pensé… —Se frotó las manos como si tuviera frío—. Grady…
Antes de que Sara pudiese acabar de decirme aquello que parecía costarle tanto expresar, me incorporé y le di un beso. Tenía los labios cortados y embadurnados de pintalabios. Nuestras dentaduras entrechocaron. Sus dedos, que jugueteaban alrededor de mi nuca, estaban fríos como la lluvia. Al cabo de unos instantes nos separamos y la miré directamente a la cara, pecosa, pálida e impregnada de ese aire de decepción que a menudo adorna los complicados rasgos faciales de las pelirrojas. Nos besamos de nuevo y sentí un escalofrío cuando las yemas de sus dedos resbalaron sobre mi nuca como gotas de lluvia. Deslicé mis manos bajo su vestido.
—Grady… —Rechazó mi abrazo, retrocedió y se estremeció. Respiró hondo. Noté que se reafirmaba en alguna resolución que había tomado previamente y que no parecía dispuesta a dejar que la besase de nuevo—. Sé que éste no es el mejor momento para hablar del tema que debemos tratar, cariño, pero…
—Tengo que contarte algo —la interrumpí—. Algo desagradable.
—Levántate —dijo, con su tono más rectoral, como reacción inmediata a la nota de temor que había traslucido mi voz—. Soy demasiado vieja para revolcarme por los suelos.
Se puso en pie, un poco insegura sobre sus tacones altos, se ajustó el vestido y me tendió la mano. Dejé que tirara de mí para levantarme. Su alianza refulgió con un frío chispazo contra la palma de mi mano.
Una vez en pie, Sara me soltó y echó un vistazo al pasillo, por encima de mi hombro. No había moros en la costa. Volvió a mirarme, tratando de resultar inexpresiva, como si yo fuese el administrador de la universidad y hubiese ido a comentarle alguna mala noticia de carácter financiero.
—¿De qué se trata? No, espera un momento. —Sacó un paquete de cigarrillos del bolso que llevaba en los grandes acontecimientos sociales. Era un ostentoso bolso plateado sembrado de pedrería en el que cabía poco más que veinte cigarrillos y un lápiz de labios; un regalo que le hizo su padre a su madre cincuenta años atrás y que no casaba con la personalidad de ninguna de las dos. El bolso que utilizaba habitualmente era muy distinto, una especie de caja de herramientas de cuero con cierre de latón, lleno de hojas de cálculo, libros de texto y un rebosante llavero que, por sus puntiagudas protuberancias y su peso, recordaba una maza—. Ya sé lo que me vas a decir.
—No, no lo sabes —le aseguré. Justo antes de que encendiese el cigarrillo me pareció sentir una ligera vaharada de marihuana. Supuse que procedería de los chicos del vestíbulo. Lo cierto es que olía jodidamente bien—. Sara…
—Amas a Emily —dijo, con la mirada fija en la firme llama de la cerilla—. Lo sé. La necesitas.
—No creo que pueda hacer nada a ese respecto —reflexioné—. Ha sido ella quien me ha dejado.
—Volverá. —Dejó que la llama fuese quemando la cerilla hasta llegar a sus dedos—. ¡Uf! Por esto he decidido… no tener el bebé.
—No tenerlo —dije, y advertí que ahora clavaba en mí su fría mirada burocrática, esperando ver mi cara de alivio.
—No puedo. No es posible. —Se pasó la mano por el cabello y su alianza brilló un instante, lo que dio la impresión de que era su propia melena rojiza la que emitía destellos—. ¿No opinas lo mismo?
—Sí, creo que no hay otra opción —dije, y le cogí la mano—. Sé lo difícil que resulta… para ti… hacer este sacrificio.
—No, no lo sabes. —Apartó mi mano—. Eres un cabrón por decirlo. Y un cabrón por decir…
—¿Qué, cariño? —le pregunté al ver que enmudecía—. ¿Un cabrón por decir qué?
—Por decir que la única opción es que no tenga el bebé. —Apartó la mirada y al cabo de un instante volvió a fijar sus ojos en mí—. Porque hay otra opción, Grady. O, al menos, debería haberla. —Del vestíbulo llegó el chirrido de goznes de puertas abriéndose y un estallido de murmullos—. Debe de haber terminado —dijo, y consultó su reloj. Soltó una bocanada de humo para ocultar su rostro y se enjugó una lágrima que pendía de la pestaña de su ojo izquierdo—. Será mejor que nos marchemos. —Sorbió por la nariz—. No olvides tu chaqueta.
Se agachó a recoger mi vieja chaqueta de pana, que me había quitado para colocarla a modo de almohada a fin de que apoyara la cabeza. Al levantarla, de uno de los bolsillos cayó algo que golpeó con estruendo el suelo y se quedó allí brillando ostentosamente.
—¿De quién es esta pistola? —preguntó Sara.
—Es de juguete —respondí, y me agaché para recogerla antes de que lo hiciese ella. Estuve a punto de guardármela rápidamente en el bolsillo, pero no quería que Sara pensase que trataba de ocultarle algo, así que la sostuve en la palma de la mano, para que pudiese echarle un vistazo—. Es un recuerdo de Baltimore.
Sara alargó el brazo para cogerla; traté de cerrar la mano, pero fui demasiado lento.
—Es bonita. —Pasó la yema del índice por la empuñadura nacarada, la sopesó y deslizó un dedo por el gatillo. Aproximó la boca del cañón a su nariz, la olfateó y dijo—: ¡Uf, huele a pólvora!
—Es munición de fogueo —le expliqué, y traté de arrebatársela.
Sara me apuntó al pecho. No sabía cuántas balas podría haber en el cargador, pero no tenía motivos para pensar que estuviese vacío.
—¡Pam! —bromeó Sara.
—Me has dado —dije. Me abalancé sobre ella y la atrapé con un abrazo de gorila.
—Te quiero, Grady —dijo al cabo de unos instantes.
—Yo también a ti, tonta —añadí mientras le quitaba la pistola torciéndole la delgada muñeca.
—¡Oh! —exclamó una voz detrás de nosotros—. Lo siento. Yo sólo…
Era la señorita Sloviak, que hacía equilibrios sobre sus tacones con una mano en la cadera. Parecía sonrojada, pero era porque llevaba colorete en las mejillas, no porque se hubiera ruborizado por sentirse incómoda.
—No pasa nada —dijo Sara—. ¿Qué sucede, querida?
—Se trata de tu amigo, Terry Crabtree —explicó la señorita Sloviak, que me miró con severidad. Respiró hondo y se pasó los dedos por sus negros rizos, una y otra vez, con movimientos rápidos, de una forma que se me antojó muy masculina—. Quisiera que me acompañases a casa, si no te importa.
—Por supuesto que no —dije, y me dirigí hacia ella—. Nos veremos después, Sara, en el Hat.
—Os acompaño hasta el coche —dijo Sara.
—Es una caminata —le advertí—. Lo tengo aparcado en la calle Clive.
—Me apetece tomar el fresco.
Nos dirigimos al vestíbulo. No había ni un alma, tan sólo un dulce olorcillo a marihuana en el aire.
—Necesitaré una de mis maletas —dijo la señorita Sloviak cuando salíamos del edificio—. De las que están en el maletero.
—¿Ah, sí? —dije, y miré a Sara como si tal cosa—. De acuerdo.
Se oyó un portazo a nuestras espaldas y escuché una risita débil y nerviosa, como de alguien que en una montaña rusa trata de mantener la calma en los instantes previos al descenso en picado. James Leer emergió del auditorio con el brazo derecho sobre los hombros de Crabtree y el izquierdo sobre los del chaval de la barbita de chivo que se había pasado por mi despacho para decirme a la cara que era un fraude. Cada uno aguantaba a James por una axila, como si fuera a caerse en redondo en cualquier momento, y le iban susurrando los tópicos de rigor para darle ánimos y tranquilizarlo. Aunque tenía aspecto de estar un poco mareado, parecía capaz de caminar sin perder el equilibrio, y me pregunté si no estaría pasándoselo bomba con el numerito del paseo.
—¡Qué portazo más terrible! —gimoteó. Contempló con evidente asombro cómo sus pies, embutidos en los zapatos negros de estilo inglés, avanzaban paso a paso por la moqueta—. ¡Joder!
Mientras los dos porteadores llevaban su carga hacia el lavabo de caballeros, Crabtree me vio por casualidad. Alzó las cejas y me guiñó un ojo. A pesar de que eran sólo las nueve, para entonces ya había dado una vuelta completa en el carrusel farmacológico en el que se había montado para afrontar aquella juerga, había robado una tuba y ofendido a un travestí; y ahora sus amiguetes, con deleite y aplomo, se disponían a echar la primera papilla. Evidentemente, iba a ser una noche del más puro estilo Crabtree.
—¡Que embarazoso es todo esto! ¡Tíos, habéis tenido que sacarme a rastras! —vociferó James.
—¿Se encuentra bien? —pregunté cuando pasaron junto a nosotros con James a cuestas.
—No le pasa nada —respondió Crabtree, que puso los ojos en blanco—. Sólo está narrando el acontecimiento.
—Nos dirigimos a los lavabos —dijo James—. Pero quizá no lleguemos a tiempo.
—¡Pobre James! —dije, y contemplé cómo giraban por el pasillo.
—No sé qué le habéis dado —dijo la señorita Sloviak—, pero, desde luego, llevaba un colocón.
Sara meneó la cabeza y, tras atizarme un buen puñetazo en el hombro, me recriminó:
—¿Cómo se te ocurre dejar a James Leer en manos de Terry Crabtree? Espérame aquí.
Se marchó tras ellos y me quedé junto a la señorita Sloviak, incómodo y en silencio, durante medio minuto, contemplando cómo daba indignadas caladas a un cigarrillo negro y expelía el humo en largos chorros azulados.
—Siento todo esto.
—¿De veras?
—Durante el festival literario suelen pasar estas cosas.
—Entonces no me extraña que no haya oído hablar de este festival en mi vida.
En el auditorio resonó una modesta oleada de aplausos. Después se abrieron las puertas y se desparramaron por el vestíbulo unas quinientas personas. Todos hablaban de Q. y su pícaro doble, el cual, al parecer, había concluido la conferencia con un comentario no precisamente amable sobre el nivel literario de Pittsburgh, que comparó con los de Luxemburgo y Chad. Saludé con la mano a un par de ofendidos colegas y con un mesurado movimiento de la cabeza a Franconia Epps, una pudiente dama de Fox Chapel, de cierta edad, que llevaba seis años acudiendo al festival literario con la esperanza de encontrar editor para una novela titulada Flores negras que anualmente, cual Penélope, armaba y desarmaba, siguiendo los contradictorios antojos e indicaciones de una docena de editores moderadamente interesados por el libro en cuestión. Pero en cada nueva versión se las arreglaba para mantener un sorprendente aunque por desgracia nada estimulante número de escenas en las que intervenían pudientes damas de Fox Chapel de cierta edad y un amplio muestrario de artilugios de cuero, consoladores y dóciles caballos de polo con nombres como Goliath y Big Jacques. La señorita Sloviak y yo estábamos rodeados por una horda de jóvenes literatos que hablaban todos a la vez, se golpeaban con los programas enrollados y sacaban cigarrillos. Algunos eran alumnos míos, y estaban a punto de meternos en su conversación —no le quitaban ojo a la señorita Sloviak— cuando de pronto, como si hubieran recibido una descarga eléctrica, se apartaron para dejar paso a Sara Gaskell.
—¡Hola, señora rectora!
—¡Hola, doctora Gaskell!
—Caballeros —les respondió Sara a modo de frío saludo, y después sus ojos verdes me lanzaron la misma mirada profesional y vagamente condescendiente de antes. Se había quitado los inestables zapatos de tacón y el bolso plateado había desaparecido—. Se encuentra mal, pero creo que se repondrá —me informó, con aire de estar disgustada con todo en general y conmigo en particular—. Aunque no será gracias al imbécil de tu amigo.
—Me alegra oírlo.
—Vamos, acompaña a Antonia a casa. Yo velaré por el señor Leer.
—De acuerdo. —Me apoyé contra la puerta, que al abrirse dejó entrar una ráfaga de fresco aire de abril—. Sara —añadí, bajando la voz hasta casi tan sólo mover los labios—, no he podido comentarte…
—Después —me interrumpió, y me dio una patada con su descalzo pie derecho para que me marchase de una vez—. Ya me lo explicarás más tarde.
—No me quedará otro remedio —le comenté a la señorita Sloviak cuando nos apresurábamos bajo la lluvia hacia el frondoso extremo del campus en el que había aparcado el coche. El aire era cálido y olía a lilas, y mientras corríamos no pude menos que pensar que el repiqueteo de los tacones de la señorita Sloviak parecía el símbolo de una romántica fuga. Cuando llegamos al coche, fuimos directamente al maletero. Lo abrí, y al ver su contenido pareció que los ojos iban a salírsele de las órbitas.
—He tenido un pequeño contratiempo —le expliqué—. Ya sé que es un espectáculo horrible.
—Escuche —dijo la señorita Sloviak mientras sacaba su maleta de cuero de debajo de la tiesa cola de Doctor Dee—. Lo único que… ¡puaj…! Lo único que quiero es regresar a casa y no volver a verle el pelo a ningún escritor en mi vida, ¿de acuerdo?
—Sé cómo se siente —dije mientras contemplábamos entristecidos el cadáver de Doctor Dee.
—¡Pobre bicho! —comentó la señorita Sloviak al cabo de unos instantes. Apoyó la maleta en el borde del maletero, le quitó el envoltorio de plástico y la abrió—. Pero sus ojos me dan escalofríos.
—Sara todavía no lo sabe —admití—. No se lo he podido explicar.
—Bueno, por mí no se preocupe —dijo la señorita Sloviak mientras se quitaba los largos bucles negros y los guardaba en la maleta echándoles una última mirada con pesar, como un violinista que por la noche guarda su instrumento—. No voy a decir ni pío.