El día que se casó con Joe DiMaggio, el 14 de enero de 1954 —una semana después de que yo cumpliese tres años—, Marilyn llevaba, encima de un sencillo traje marrón, una chaqueta corta de satén negro con cuello de armiño. Después de su muerte, la chaqueta se convirtió en un artículo más del desordenado inventario de vestidos de cóctel, estolas de piel de zorro y medias negras con incrustaciones de perlas que dejó tras de sí. Los albaceas testamentarios le asignaron la chaqueta a una amiga de Marilyn. Ésta, que no reparó en que era la que la estrella había lucido aquella feliz tarde en San Francisco años atrás, se la solía poner para sus maratonianos y etílicos almuerzos de cada miércoles en Musso & Frank. A principios de los setenta, cuando la vieja amiga —una actriz de películas de serie B cuyo nombre ya nadie, excepto James Leer y los de su especie, recordaba— falleció, la chaqueta de cuello de armiño, a la que para entonces ya le faltaba uno de los botones de cristal y tenía los codos gastados, fue vendida, junto con el resto de las escasas posesiones de la difunta, en una subasta pública en Hollywood Este. Un perspicaz fan de Marilyn Monroe la reconoció y la adquirió. De este modo, la prenda entró en el reino de los objetos fetiche y empezó una tortuosa peregrinación por los relicarios de diversos adoradores de Marilyn hasta que escapó de las manos de sus sectarios y aterrizó en las de un tipo de Riverside, Nueva York, que poseía —entre otras cosas— diecinueve bates de Joe DiMaggio y siete de sus pasadores de corbata de diamantes, el cual, a su vez, después de ciertos reveses financieros, le vendió la errante chaqueta a Walter Gaskell, que la guardó, colgada de una percha de acero inoxidable, en un compartimiento especial, a prueba de humedad, del armario de su dormitorio, con un prudencial medio metro de separación de cualquier otro objeto que pudiese rozarla.

—¿De veras lo es? —preguntó James Leer, con el tono de tímida admiración que había supuesto que mostraría cuando le dije que iba a enseñarle aquel ridículo tesoro.

James estaba de pie a mi lado, en el silencioso dormitorio de los Gaskell, sobre una alfombra con una marca en forma de abanico producida por el continuo abrir y cerrar de la pesada puerta ignífuga del armario durante las periódicas visitas de Walter para contemplar sus tesoros; visitas que realizaba vestido con la camiseta a rayas de los Yankees mientras las lágrimas se deslizaban por sus enjutas y cinceladas mejillas al recordar con nostalgia su infancia en Sutton Place. En cinco años de relaciones adúlteras no había llegado a descubrir los motivos del rencor que Sara Gaskell sentía hacia su marido, pero, sin duda, éste era vasto y profundo, así que me contaba hasta el último secreto de su media naranja. Walter tenía el armario siempre cerrado, pero yo conocía la combinación.

—Por supuesto que sí —le aseguré a James—. Vamos, tócala si quieres.

Me miró, dubitativo, y se volvió hacia el armario, cuyo interior estaba revestido de corcho. A cada lado de la chaqueta de raso, colgados de perchas especiales, había cinco ajados jerséis a rayas, todos con el número 3 en la espalda y manchas de sudor en la zona de las axilas.

—¿Seguro que puedo hacerlo? ¿Seguro que no nos dirán nada por subir aquí?

—¡Claro que no! —respondí, aunque miré hacia la puerta por encima del hombro por quinta vez desde que entramos en la habitación. Había encendido la lámpara del techo y dejado la puerta abierta de par en par, a fin de que quedase claro que no estaba haciendo nada a escondidas y que tenía pleno derecho a estar allí con él. Con todo, el más mínimo ruido o rumor procedente del piso de abajo me ponía al borde de la taquicardia—. Pero habla en voz baja, ¿de acuerdo?

James acercó dos indecisos dedos y tocó el amarilleado cuello con suma delicadeza, como si temiese que al hacerlo pudiera convertirse en polvo.

—¡Qué suave es! —exclamó. Tenía una expresión arrobada en los ojos y la boca entreabierta. Estábamos tan cerca el uno del otro, que me llegaba el olor de la brillantina pasada de moda con la que mantenía su cabello repeinado hacia atrás. Despedía un fuerte aroma a lilas que, combinado con el olor a estación de autobuses de su abrigo y las vaharadas de naftalina procedentes del armario, me llevó a preguntarme si no me sentiría mejor después de una buena vomitona—. ¿Cuánto pagó por ella?

—No lo sé —respondí, aunque había oído hablar de una cifra astronómica. La relación DiMaggio-Monroe era una de las grandes obsesiones de Walter y el tema de su obra magna, su Chicos prodigiosos particular, una impenetrable «lectura crítica», de setecientas páginas, todavía inédita, sobre el matrimonio de Joe y Marilyn, y su «función» en lo que a Walter, cuando estaba de buen humor, le gustaba denominar «la mitopoética norteamericana». Pretendía, por lo que yo había logrado entender, que esa breve y desgraciada historia de celos, cariño, ilusiones sin fundamento y mala suerte era una prototípica historia americana cimentada en hipérboles y desengaños, «la boda como espectacular antiacontecimiento», una alegoría del Marido como Ser Brutal y Carente de Sensibilidad y una prueba concluyente de lo que él llamaba, en un pasaje memorable, «la tendencia norteamericana a concebir todo matrimonio como un cruce entre la exogamia impuesta por el tabú y una fusión empresarial»—. A Sara nunca le dice lo que paga por esas cosas.

Esto pareció interesarle mucho a James. Inmediatamente, lamenté haberlo dicho.

—Usted y la rectora son muy buenos amigos, ¿verdad?

—Sí, bastante buenos —respondí—. También soy amigo del doctor Gaskell.

—Ya lo supongo. Si conoce la combinación de la cerradura de su armario y a él no le importa que…, bueno, que suba a su dormitorio…

—Exacto —dije, y le miré de hito en hito para descubrir si se cachondeaba. De pronto, en el piso de abajo se cerró de golpe una puerta; ambos nos sobresaltamos, nos miramos y sonreímos. Me pregunté si mi sonrisa parecía tan falsa e intranquila como la suya.

—Es muy ligera —comentó, y se volvió hacia el armario, levantó con tres dedos la manga izquierda de la chaqueta de satén y la dejó caer—. No parece real. Es como un disfraz.

—Quizá todo lo que se pone una estrella de cine parece un disfraz.

—¡Oh, eso es realmente profundo! —dijo James, tomándome el pelo por primera vez desde que nos conocíamos. O, al menos, eso creí—. Debería ir colocado más a menudo, profesor Tripp.

—Si pretende usted cachondearse de mí, señor Leer, creo que debería tutearme —dije solemnemente.

Sólo trataba de seguirle la broma, pero se lo tomó completamente en serio. Se ruborizó y clavó los ojos en el fantasmal abanico de la alfombra.

—Gracias —dijo. Pareció sentir la necesidad de alejarse de mí y del armario, y dio un paso atrás. Por suerte, estaba a cierta distancia, y eso me libró de que su cabello se me metiera en la boca. Paseó la mirada por el dormitorio; contempló el techo, alto y con molduras, la vieja cómoda de estilo Biedermeier, el alto armario de roble con un gran espejo en la puerta, el cual había perdido una parte considerable de su azogue, las gruesas almohadas y el edredón de lino sobre la cama, todo blanco, suave y frío como si estuviese cubierto de nieve—. Una bonita casa. Deben de estar forrados para tener todo esto.

En otra época, el abuelo de Walter Gaskell había sido dueño de la práctica totalidad del condado de Manatee, en Florida, además de diez periódicos y de un caballo de carreras campeón en Preakness[9], pero me abstuve de contárselo a James.

—En efecto, tienen un patrimonio considerable —le aclaré—. Y tu familia, ¿es acomodada?

—¿La mía? —dijo—. ¡Qué va! Mi padre trabajaba en una fábrica de maniquíes. En serio. Seitz Plastics. Hacían maniquíes para grandes almacenes, bustos para exhibir sombreros y esas piernas tan sensuales para exponer medias. Ahora ya está jubilado. Se dedica a criar truchas en el jardín de casa. No, la verdad es que somos realmente pobres. Mi madre era cocinera antes de morir. También trabajaba a veces en una tienda de regalos.

—¿Dónde vivíais? —pregunté, sorprendido, porque, a pesar de aquel abrigo que olía a fracaso y de sus trajes de saldo, su rostro y sus maneras eran de chico rico, y en ocasiones aparecía en clase con un reloj Hamilton de oro con correa de piel de cocodrilo—. Creo que no has mencionado nunca de dónde eres.

Negó con la cabeza y dijo:

—De un pueblo de mala muerte, cerca de Scranton. Seguro que no has oído hablar de él. Se llama Carvel.

—No, no he oído hablar de él —admití, aunque me resultaba vagamente familiar.

—Es un agujero infecto —se lamentó—, un sitio asqueroso. Allí todo el mundo me odia.

—¡Pero eso es estupendo! —exclamé, maravillado por la ingenuidad de sus palabras y añorando aquella época ya lejana en la que también yo estaba convencido de que mi alma fugitiva había atraído sobre mí todos los grandes temores y mezquinos odios de mis vecinos de la pequeña ciudad junto al río. ¡Qué encantador había resultado, por aquel entonces, ser la bête noire de otros, y no sólo de mí!—. Es una excusa magnífica para escribir sobre ellos.

—La verdad —dijo—, es que ya lo he hecho. —Se recolocó la sucia mochila de lona que colgaba de su hombro e inclinó la cabeza hacia ese lado. Era una de esas mochilas excedentes de la brigada paracaidista israelí, con la insignia alada de color rojo en la solapa, que se habían puesto de moda entre mis alumnos hacía unos cinco años—. Acabo de terminar una novela que más o menos trata de eso.

—¡Una novela! —exclamé—. ¡Maldita sea, James, eres increíble! ¡Este trimestre ya has escrito cinco relatos! ¿Cuánto tiempo te llevó escribirla, una semana?

—Cuatro meses —respondió—. La empecé en casa, en las vacaciones de Navidad. Se titula El desfile del amor. En el libro la ciudad se llama Sylvania, como en la película.

—¿Qué película?

El desfile del amor.

—Claro, era de suponer. Deberías dejármela leer.

Negó con la cabeza.

—No, te parecerá horrible. No es buena. Apesta, profe… Tripp. Me moriría de vergüenza.

—De acuerdo —acepté. De hecho, la perspectiva de avanzar arrastrándome a través de cientos de páginas de la prosa semejante a un lecho de cristales rotos característica de James no me entusiasmaba precisamente, así que me alegré de que me permitiera incumplir de modo airoso mi inconsciente ofrecimiento de leer su libro—. Te creo, apesta —dije la mar de sonriente, pero al instante observé que su mirada se alteraba, por lo que dejé de sonreír—. ¡Eh, James, eh, no lo he dicho en serio, colega! ¡Era una broma!

Pero James Leer rompió a llorar. Se sentó en la cama de los Gaskell y dejó que la mochila se deslizase hasta el suelo. Lloraba en silencio, tapándose la cara. Una lágrima cayó sobre su vieja corbata de rayón y dejó una marca circular irregular. Me acerqué a él. Según el reloj de la mesilla de noche, eran las siete cincuenta y tres. De abajo llegaba el repiqueteo de los tacones de Sara mientras iba de un lado para otro apagando las luces, recogía su bolso y se daba los últimos retoques ante el espejo del recibidor. Después se oyó el chirrido de los goznes de la puerta, un portazo y el ruido del cerrojo. James y yo nos quedamos solos en casa de los Gaskell. Me senté junto a él.

—Me gustaría echarle un vistazo a tu novela —dije—. En serio, James.

—No se trata de eso, profesor Tripp —respondió con un hilo de voz. Se restregó los ojos con el dorso de la mano y se sorbió un moco que le asomaba por la nariz—. Lo siento.

—¿Qué te pasa, colega? Eh, ya sé que hoy la clase ha sido tremendamente dura contigo; la culpa es mía, yo…

—No —me interrumpió—. No se trata de eso.

—Bueno, entonces ¿de qué se trata?

—No lo sé —respondió con un suspiro—. Quizá es sólo que estoy deprimido. —Levantó la cara y miró con sus enrojecidos ojos el armario—. Quizá ha sido al ver esa chaqueta que fue de Marilyn. Supongo que resulta…, no sé, muy triste, verla ahí, colgada.

—Sí que resulta triste —admití.

Desde la calle llegó el borboteo del motor del coche de Sara al encenderse. La compra de ese coche era una de las escasas demostraciones de tener verdadera clase que había realizado: era un Citroën DS23 descapotable de color rojo, con el que le gustaba pasearse por el campus llevando en la cabeza un pañuelo con un estampado de lunares rojo y blanco.

—Esas cosas me hacen sufrir —me confesó—. Ver cosas que pertenecieron a una persona y ahora cuelgan de una percha, guardadas en un armario.

—Sé a qué te refieres.

Me imaginé una hilera de vestidos en un armario del piso superior de una casa de ladrillo rojo manchada de hollín en Carvel, Pensilvania.

Seguimos sentados durante un rato, el uno junto al otro, en aquella cama que parecía cubierta de blanca y gélida nieve, contemplando el pedazo de satén negro que colgaba del armario de Walter Gaskell y escuchando el susurro de los neumáticos del coche de Sara mientras avanzaba por el camino de grava alejándose de la casa. En un instante llegaría a la calle, giraría y se preguntaría por qué el Galaxy de Happy Balckmore seguía aparcado oscuro y vacío junto al bordillo.

—Mi esposa me ha abandonado esta mañana —comenté, tanto para mí mismo como para James Leer.

—Lo sé —respondió éste—. Me lo ha contado Hannah.

—¿Hannah lo sabía? —Ahora fui yo quien se cubrió el rostro con las manos—. Supongo que vio la nota.

—Seguramente sí —dijo James—. Me pareció que eso la alegraba, si quieres que te sea sincero.

—¿Qué?

—No…, me refiero a que Hannah hizo un par de comentarios que, bueno… Siempre he tenido la impresión de… bueno, no sé cómo decirlo… de que ella y tu mujer no congeniaban. Es más, diría que tu mujer detestaba a Hannah.

—Creo que tienes razón —admití, y recordé el rechinante silencio que, como un glaciar, se había cernido sobre mi matrimonio después de que le propuse a Hannah alquilar nuestro sótano—. Me temo que no me he enterado ni de la mitad de lo que sucedía en mi propia casa.

—Es probable —intervino James, y añadió, con cierto retintín—: ¿Sabías que Hannah Green está loca por ti?

—No, no lo sabía —respondí, y me dejé caer de espaldas sobre la cama. Resultaba tan reconfortante permanecer echado, con los ojos cerrados, que temí adormecerme. Me reincorporé con demasiada brusquedad y tuve la sensación de ver estrellitas centelleantes ante mis ojos. No sabía qué decir: «¿Me alegra oírlo?» «¿Peor para ella?».

—Al menos, eso es lo que creo —matizó James—. Eh, ¿sabes de quién más me he olvidado? De Peg Entwistle. Aunque la verdad es que nunca fue una gran estrella. Sólo actuó en una película, Trece mujeres, de 1932, y además en un papel secundario. Fue el único que interpretó en toda su vida.

—¿Y?

—Y se lanzó al vacío desde lo alto del famoso cartel de «Hollywoodland». Eso es lo que se decía entonces, no sé si lo recuerdas. Creo que saltó desde la segunda «d».

—Es una buena anécdota. —La nube de estrellitas se había disipado, pero no conseguía librarme de una espesa neblina azulada que había empezado a formarse dentro de mi cabeza, y el olor a lilas de la brillantina de James me resultaba insoportable. Tuve la sensación de que si no me levantaba inmediatamente y empezaba a moverme, me desmayaría, o vomitaría, o haría ambas cosas a la vez. Sentía una tremenda debilidad en brazos y piernas, y traté de recordar cuánto tiempo llevaba sin comer nada. Últimamente me saltaba muchas comidas, lo cual es una mala señal en una persona de mi corpulencia—. Será mejor que nos las piremos, James —propuse, pues sentía un moderado pánico, y agarré su delgado brazo de espantapájaros—. ¡Larguémonos de aquí!

Sin reparar en que había dejado la puerta del armario abierta de par en par, me puse en pie y abandoné precipitadamente el dormitorio. Apagué la luz y dejé a James Leer solo y a oscuras por segunda vez aquel día. Al salir al pasillo, oí un ruido sordo que me erizó los pelos del cogote. Era Doctor Dee. Sara había abierto la puerta del lavadero, donde lo tenía encerrado, y ahora el animal estaba allí plantado, tendido en el suelo, con las patas estiradas y mostrando la amarillenta dentadura entre sus oscuras fauces. Sus escalofriantes ojos miraban fijamente el espacio vacío que me rodeaba, hacia alguna lejana montaña ártica.

—¿Adivinas a quién acabo de encontrarme, James? —dije—. ¡Hola, Doctor Dee! ¡Hola, viejo cabrón!

Me aplasté contra la pared que tenía a mi derecha e intenté dejarlo atrás, pero se me acercó. Presa del pánico, perdí el equilibrio, tropecé con él y, sin querer, le propiné una contundente patada en las costillas. Al instante, sentí una punzada de dolor en un pie, en alguna parte cerca del tobillo, y caí de bruces al suelo. Doctor Dee se levantó de un salto y se me acercó con un amenazador gruñido.

—¡Apártate! —le ordené.

Estaba asustado, pero no tanto como para no pensar que morir despedazado por un perro ciego y loco tenía algo de místico, que podía funcionar muy bien en el capítulo de Chicos prodigiosos en el que tenía pensado que Curtis Wonder[10], el mayor de los tres hermanos que protagonizaban la novela, encontrase el destino que merecía por su desmesurado orgullo y sus espeluznantes fechorías. Alcé el puño, tal como habría hecho Curtis, y traté de arrearle un puñetazo a Doctor Dee, igual que si se tratara de una persona, pero atrapó mi puño entre sus fauces y lo aprisionó.

De pronto, se oyó un fuerte estrépito, como el de una piedra al chocar contra el parabrisas de un coche. Doctor Dee lanzó un gruñido, puso la cola tiesa, como si fuera un signo de admiración, y la meneó varias veces, y se desplomó sobre mis piernas. Levanté la vista, con los oídos todavía zumbándome, y vi a James Leer junto a la puerta, semioculto en la sombra, con la pequeña pistola de empuñadura nacarada en la mano. Con un gesto brusco, saqué las piernas de debajo de Doctor Dee y éste cayó al suelo con un ruido sordo. Me bajé el calcetín. Tenía cuatro pequeñas heridas de un rojo intenso, dos a cada lado del tendón de Aquiles.

—¿No me dijiste que era de juguete?

—¿Está muerto? —respondió James—. ¿Te ha hecho daño?

—No, no mucho. —Me subí el calcetín y me puse de rodillas. Con precaución, pasé la mano por la cabeza de Doctor Dee y coloqué la palma delante de su húmedo hocico. No respiraba—. Está muerto —dije, y me reincorporé lentamente. Sentí las primeras punzadas de dolor en el tobillo—. Joder, James, te has cargado al perro de la rectora.

—No tenía alternativa, ¿no crees? —dijo, apesadumbrado.

—¿No podías haberte limitado a quitármelo de encima?

—¡No! ¡Te estaba mordiendo! Yo no… Me ha parecido que…

—Vale, tranquilo —dije, y le di una palmada en el hombro—. No es el momento de tener una crisis nerviosa.

—¿Qué vamos a hacer?

—Pues supongo que buscar a Sara y explicarle lo sucedido —propuse. Ardía en deseos de beberme un buen vaso de bourbon que me nublase un poco el juicio—. Pero primero voy a limpiar todo esto. No, primero me vas a dar tu pistola de juguete.

Le tendí la mano con la palma hacia arriba y, obedientemente, me entregó el arma. Estaba caliente y era más pesada de lo que aparentaba.

—Gracias —dije.

La guardé en el bolsillo de mi chaqueta y James me acompañó hasta el cuarto de baño. Me desinfecté la herida con agua oxigenada y me puse un par de tiritas. Me subí el calcetín, me bajé la pernera del pantalón y volvimos al pasillo, donde el viejo chucho yacía muerto.

—Creo que no deberíamos dejarlo aquí.

James no respondió. Estaba tan ensimismado meditando las consecuencias de lo que acababa de hacer, que supongo que era incapaz de decir ni pío en aquel momento.

—No te preocupes —dije—. Le diré que disparé yo. Que fue en defensa propia. Tranquilo.

Me arrodillé junto a Doctor Dee y sostuve su pesada cabeza entre mis brazos. La mancha de sangre junto a la oreja derecha estaba pasando del rojo oscuro al púrpura, y allí el pelo olía a chamuscado. James también se arrodilló y agarró al perro por las patas traseras, con una expresión aturdida, casi dulce, en su terso rostro.

—Al recibir el impacto, salió un poco de humo del orificio de la herida —comentó.

—¡Diantre! —exclamé—. ¡Ojalá lo hubiese visto!

Cargamos a Doctor Dee escaleras abajo y después por el interminable camino de acceso a la casa hasta la calle, donde estaba aparcado mi coche. Lo metimos en el asiento trasero, junto a la tuba.