Durante bastantes años fui aficionado a darle a la botella; cuando lo dejé, se me hizo evidente la triste realidad de las fiestas: un hombre sobrio en una fiesta se siente solitario como un periodista, implacable como un juez, amargado como un ángel que contemplara la tierra desde el cielo. Hay algo absolutamente desquiciado en asistir a una concurrida reunión de hombres y mujeres sin la ayuda de algún tipo de filtro o polvitos mágicos para difuminar la conciencia y obnubilar las facultades críticas. Con todo, no pretendo hacer un panegírico de la sobriedad. De todos los estados de conciencia asequibles al consumidor moderno, me parece el más sobrevalorado. Personalmente, no dejé de beber porque la bebida fuera un problema para mí, aunque supongo que habría podido llegar a serlo, sino porque el alcohol, por algún misterioso motivo, se había convertido en un veneno tal para mi organismo que una noche media botella de George Dickel hizo que se me parase el corazón durante casi veinte segundos (resultó que era alérgico a ese brebaje). Pero cuando, después de cinco discretos minutos, seguí los pasos de Sara y la reluciente perla de proteínas alojada en los más íntimos pliegues de su vientre para unirme a la fiesta inaugural del fin de semana, la perspectiva de moverme por la sala sobrio me pareció fuera de mi alcance, y por primera vez en varios meses estuve tentado de servirme un trago. Volvieron a presentarme a un individuo tímido y con pinta de duendecillo, cuya prosa figura entre las más admiradas del país, de cuya compañía ya había disfrutado en otras ocasiones. Pero aquella tarde me pareció un viejo bocazas, engreído y lúbrico, que flirteaba con jovencitas para conjurar su miedo a la muerte. Me encontré con una escritora cuyos relatos habían hecho palpitar mi corazón una y otra vez durante los últimos quince años, pero sólo me fijé en el ajado cuello y la mirada vacía de una mujer que había malgastado su vida. Saludé a estudiantes talentosos, jóvenes profesores rebosantes de ambiciones, colegas del departamento a los que tenía buenas razones para admirar y apreciar, y escuché sus risas falsas, sentí su oculta insatisfacción a causa de su aspecto físico, su status académico y su ropa, y olí el hedor a cerveza y whisky de su aliento. Eludí a Crabtree, para quien tenía la sensación de haberme convertido en un descomunal saldo negativo en el balance de su vida. Y en cuanto a la señorita Sloviak, aquel tío que se paseaba con un vestido y tacones de aguja… Era tan patético, que me daban repeluznos sólo de pensarlo. No me sentía en condiciones de conversar con nadie, así que me escabullí por la cocina y salí al porche trasero para fumarme un canuto.

Aunque ya no llovía, el aire todavía estaba muy cargado de humedad y por todo Point Breeze se seguía oyendo el repiqueteo de los canalones de desagüe. Alrededor de la iluminada casa de los Gaskell se extendía una luz brumosa. Veía los cristales del invernadero centelleando a lo lejos como si fuesen trozos de hierro mojado. Sara llevaba años obsesionada por lograr que sus forsitias brotasen temprano y podar sus crisantemos de invernadero para guiar su crecimiento, pero pensé que a las plantas podían complicárseles las cosas si ella decidía tener el niño y cuidar de él. Lo cual, desde luego, no parecía muy probable, ya que los rectores universitarios se cuentan entre las últimas personas de los Estados Unidos que deben cimentar sus carreras sobre materiales tan pasados de moda como la probidad, la discreción y la buena reputación. Gracias a un riguroso programa consistente en confiar en mi buena suerte y administrarme generosas dosis de THC[7], hasta entonces me las había arreglado para no dejar preñada a ninguna mujer. Pero sabía que Sara y Walter llevaban años sin tener relaciones sexuales, así que el niño tenía que ser mío. De pronto me sentí perplejo y algo asustado al verme perdido, después de tanto tiempo, en las marfileñas colinas de abortilandia. Una operación tremendamente simple, decía la propaganda. Se limitan a insuflar un poco de aire. Sentía lástima por Sara y cierto remordimiento respecto a Walter, pero, por encima de todo, me embargaba una intensa decepción personal. Me había pasado toda la vida soñando con despertarme una mañana cualquiera en la ciudad destinada a ser mi hogar, en los brazos de la mujer a la que estaba destinado a amar, rodeado de amistosos vecinos y construyendo el cambiante pero esencialmente invariable paisaje de mi destino. Pero, por contra, a mis cuarenta y un años había dejado atrás docenas de casas, gastado montones de dinero en caprichos momentáneos y cosas que se habían esfumado, me había enamorado perdidamente de al menos diecisiete mujeres para después perder de repente todo interés por ellas, mi madre había muerto siendo yo un niño y mi padre se había suicidado, y ahora, una vez más todo iba a cambiar con imprevisibles resultados. Y, sin embargo, nunca había logrado acostumbrarme a la vertiginosa transitoriedad de las cosas. La única parte de mi mundo que seguía adelante, inalterable y sólida, era Chicos prodigiosos. Empezó a rondarme por la cabeza, y no era la primera vez que me sucedía, la deprimente idea de que mi novela podía convertirse en una obra póstuma inacabada. Metí la mano en el bolsillo de mi camisa y cogí lo poco que quedaba del porro que Crabtree y yo nos fumamos en el coche mientras esperábamos que apareciese Emily.

Acababa de encender la aplastada colilla y estaba contemplando uno de los crípticos alineamientos de palos de Doctor Dee, cuando oí los chirridos producidos por un par de suelas de goma al caminar sobre la hierba húmeda. Levanté la vista y vi una silueta que salía de las sombras del porche a la luz y cruzaba el jardín en dirección al invernadero. Era un hombre, alto, vestido con un abrigo largo, con las manos en los bolsillos. Rodeó el invernadero y siguió caminando hasta llegar a los dos raíles que, brillando apenas en la oscuridad, atravesaban el jardín de los Gaskell de este a oeste y que en otros tiempos habían servido para transportar al entonces todavía niño y posterior magnate de la saga Heinz por toda la extensión de sus dominios en miniatura. Al ver a aquel hombre en el jardín me sobresalté, y por un instante sentí incluso miedo —a Sara y Walter les habían robado hacía un par de meses—, pero enseguida reconocí aquel abrigo largo, aquellas espaldas cargadas y aquel pelo echado hacia atrás, negro y brillante como los cristales del invernadero. Era mi alumno James Leer, que ahora estaba quieto entre ambos raíles, con la cara alzada hacia el cielo, como si estuviese aguardando el paso de una veloz locomotora fantasma que lo arrollase.

Me sorprendió su presencia allí. Por regla general, los estudiantes a los que se invitaba a la fiesta inaugural en casa de la rectora eran los que colaboraban en el festival, como mecanógrafos o telefonistas, grapando programas o ejerciendo de improvisados chóferes, y ése no era el caso de James. Claro que tratándose de un prometedor joven aspirante a escritor, uno siempre puede aplicar las normas con cierta laxitud para darle la oportunidad de codearse con auténticos escritores en su hábitat natural, y, sin duda, James Leer era muy prometedor, pero no era la clase de muchacho que indujese a nadie a aplicar las normas con laxitud para hacerle un favor. Traté de recordar si lo había invitado yo mientras él seguía inmóvil, mirando el cielo sin rastro de estrellas. De pronto sacó la mano derecha del bolsillo y distinguí en ella un brillo plateado, de cristal o metal, como el destello de un espejo.

—¿James? —dije—. ¿Eres tú? ¿Qué estás haciendo?

Bajé del porche, con el canuto en la mano, y crucé el jardín hacia donde estaba.

—Es de mentira —dijo James Leer, y me mostró la palma de su mano, sobre la que descansaba una pequeña pistola plateada, un «modelo para señoras» con empuñadura nacarada, no más grande que una baraja de naipes—. ¡Hola, profesor Tripp!

—¡Hola, James! —respondí—. Me preguntaba qué estabas haciendo.

—Es de mi madre —me explicó—. La ganó en un local de tragaperras en Baltimore, en una de esas máquinas con un gancho para coger obsequios. Fue cuando estudiaba en la escuela católica. La pistola disparaba unas bolitas de papel, pero ya no se encuentran en ninguna parte.

—¿Y por qué la llevas encima? —le pregunté, y alargué el brazo para cogerla.

—No lo sé —respondió. Cerró el puño sobre la pistolita y se la guardó en el bolsillo del abrigo—. La encontré en un cajón en casa y empecé a llevarla encima. Supongo que para que me dé buena suerte.

Su abrigo constituía una seña de identidad inconfundible. Era una prenda impermeable comprada de saldo, con un forro de franela a cuadros, amplias solapas y aspecto de haber cumplido durante muchos años la misión de proteger de la lluvia las cargadas espaldas de una larga serie de casos perdidos, vagos y vagabundos. Desprendía un olor a estación de autobuses tan desolador que, con sólo acercarte a él, podías sentir que la mala suerte se te echaba encima.

—No estoy invitado. Lo digo por si se pregunta qué hago aquí —comentó. Se reacomodó con un gesto brusco la pequeña mochila que llevaba a la espalda y me miró a los ojos por primera vez. Era un muchacho bien parecido, de ojos grandes y oscuros que siempre parecían brillantes y humedecidos por las lágrimas, nariz recta, labios colorados y cutis limpio; pero había algo difuso e indeterminado en sus rasgos, como si todavía estuviese en pleno proceso de decidir qué rostro quería tener. Iluminado por la pálida luz proveniente de la casa parecía terriblemente joven—. La verdad es que me he colado. He venido con Hannah Green.

—No importa —dije. Hannah Green era la alumna más prometedora de todo el departamento. Tenía veinte años, era muy guapa y ya había publicado un par de cuentos en el Paris Review. Su estilo era sencillo y poético como la lluvia sobre una margarita; estaba particularmente dotada para las descripciones de campos vacíos y de caballos. Vivía en el sótano de mi casa por un alquiler de cien dólares al mes, y yo estaba perdidamente enamorado de ella—. Puedes decir que te he invitado yo. Es más, debería haberlo hecho.

—¿Qué hace aquí fuera?

—Pues la verdad es que me iba a fumar un canuto. ¿Te apetece?

—No, gracias —respondió con cierta incomodidad. Se desabrochó el abrigo y vi que todavía llevaba el ceñido traje negro y la escuálida corbata que había lucido por la tarde durante el debate sobre su relato, con una camisa a cuadros de tonos pálidos—. No me gusta perder el control de mis emociones.

Al oírle decir eso se me ocurrió que acababa de hacer un perfecto diagnóstico del gran problema de su vida, pero no dije nada y di una larga calada al canuto. Era agradable estar al aire libre a oscuras, rodeado de hierba húmeda, sintiendo la llegada de la primavera y la inminencia de alguna catástrofe. Supuse que James no se sentía cómodo estando allí de pie junto a mí, pero sabía que se habría sentido mucho peor dentro, sentado en un sofá, con un canapé en la mano. James Leer era un alma furtiva y escurridiza. No encajaba en ningún sitio y estaba mucho mejor lejos de los demás.

—¿Hannah y tú salís juntos? —le pregunté al cabo de un rato. Sabía que últimamente se habían visto y habían ido al cine juntos, al Playhouse y al Filmmaker’s—. ¿Estáis enrollados?

—¡No! —respondió sin vacilar. Estaba demasiado oscuro para comprobar si se había puesto colorado, pero lo que sí pude observar fue que había desviado la mirada—. Venimos de ver El hijo de la furia en el Playhouse. —Volvió a levantar la vista y se le animó la cara, tal como solía suceder cuando tenía la oportunidad de hablar de su tema preferido—. Con Tyrone Power y Frances Farmer.

—No la he visto.

—En mi opinión, Hannah se parece a Frances Farmer. Por eso quería que viese la película.

—Frances Farmer se volvió loca.

—Igual que Gene Tierney. También sale en la película.

—Parece interesante.

—No está mal. —Sonrió. Al hacerlo torcía la boca y mostraba toda la dentadura, lo cual le hacía parecer todavía más joven—. Creo que necesitaba animarme un poco.

—Supongo que sí —dije—. Hoy han sido muy duros.

Se encogió de hombros y volvió a desviar la mirada. Aquella tarde, al comentar el cuento de James, sólo uno de los alumnos dijo algo positivo sobre él: Hannah Green. Pero incluso su comentario se basaba en una magistral combinación de ambigüedad y tacto. En la medida en que era posible descifrar la trama del relato entre la maraña de frases fragmentarias y la insólita puntuación que caracterizaban el estilo de James Leer, éste narraba la historia de un chico víctima de abusos sexuales por parte de un sacerdote y al que, cuando empezaba a mostrar signos de desequilibrio emocional con un raro y destructivo comportamiento, su madre llevaba a confesarse con ese mismo sacerdote. El relato terminaba con el chico mirando a través de la rejilla del confesionario mientras su madre salía de la iglesia y desaparecía en el soleado exterior; las palabras finales eran: «Rayo. De luz». Se titulaba, de forma incomprensible, Sangre y arena. Como los de todos sus cuentos, el título había sido tomado de una película de Hollywood; otros relatos suyos llevaban títulos como: Swing Time, La llama de Nueva Orleans, Avaricia o A todo gas. Todos ellos eran piezas opacas y fragmentarias, centradas en las trágicas fisuras que se producían en las relaciones entre niños y adultos. Ninguno de los títulos parecía tener la más mínima conexión con la historia que se narraba. Otro tema recurrente era su visión tremendamente negativa del catolicismo. Los restantes alumnos tenían serios problemas para sacar conclusiones sobre lo que escribía James Leer. Se daban cuenta de que sabía lo que se hacía y tenía un talento innato para llevarlo a cabo; pero los resultados eran tan incomprensibles y poco gratos para el lector, que solían producir irritación, como la que había aflorado aquella tarde en el aula.

—Les ha parecido detestable —dijo—. Creo que les ha indignado más que cualquiera de los otros.

—Lo sé —admití—. Siento haber permitido que las cosas se salieran de madre.

—No se preocupe por eso —respondió, y movió los hombros para reacomodar las correas de su mochila—. Supongo que a usted tampoco le ha gustado el cuento.

—Bueno, James, no, yo…

—No tiene importancia —dijo—. Lo escribí en sólo una hora.

—¿Una hora? Pues tiene mérito. —A pesar de sus terribles defectos, era un denso e intenso ejercicio de escritura—. Me cuesta creerlo.

—Antes de redactarlos, los escribo mentalmente. Me cuesta conciliar el sueño, así que lo hago mientras estoy echado en la cama. —Suspiró y añadió—: Bueno, supongo que tiene que volver dentro. La conferencia debe de estar a punto de empezar.

Levanté la muñeca buscando alguna fuente de luz para consultar el reloj. Eran las ocho menos veinticinco.

—Tienes razón —admití—. Vamos.

—Es que… bueno… —dijo—. Creo que me voy a casa. Me parece que todavía estoy a tiempo de tomar el setenta y cuatro.

—¡Oh, vamos, no digas tonterías! —protesté—. Entra a tomar una copa y después ven a la conferencia. Te va a gustar. Y, además, ¿has estado alguna vez en casa de la rectora? Es realmente bonita, James. Vamos, te presentaré a la gente.

Le mencioné los nombres de los dos escritores que aquel año eran los invitados de honor.

—Ya los conozco —dijo fríamente—. Y, por cierto, ¿qué son todos esos programas de partidos de béisbol?

—El doctor Gaskell los colecciona. Tiene una infinidad de recuer… ¡Oh!

De pronto, ante mis ojos el aire se llenó de lentejuelas y noté que mis rodillas entrechocaban. Para mantener el equilibrio me agarré al brazo de James, que me pareció ligero y delgado como un tubo de cartón.

—¡Profesor! ¿Se encuentra bien?

—Estoy bien, James. Sólo un poco colocado.

—Esta tarde en clase, no tenía usted muy buen aspecto. A Hannah también se lo ha parecido.

—Últimamente no duermo bien —le expliqué. De hecho, durante todo el mes pasado había padecido súbitos brotes de vértigos y aturdimiento, que me sobrevenían en los momentos más impensados y me llenaban el cráneo de estrellitas, como si acabara de recibir un mazazo—. Ya se me pasará. Pero será mejor que vuelva a meter ahí dentro mi viejo y gordo cuerpo.

—Muy bien, de acuerdo —dijo, y liberó su brazo de la presión de mi mano—. Le veré el lunes.

—¿No piensas ir a ninguno de los seminarios?

Negó con la cabeza y dijo:

—No creo. Tengo…, tengo muchos trabajos atrasados.

Se mordisqueó el labio, dio media vuelta y se marchó por el jardín en dirección a la casa, con las manos de nuevo metidas en los bolsillos. Imaginé que con la derecha asiría la lisa empuñadura nacarada de su pistola de juguete. Mientras se alejaba, la mochila golpeteaba contra su espalda y las suelas de sus zapatos rechinaban. No sé por qué, pero sentí lástima al verlo marcharse. Tenía la impresión de que era la única persona cuya compañía me habría resultado grata en aquel momento, precisamente porque era arisco y solitario y estaba desesperado, presa del desasosiego y el aturdimiento causado por los múltiples síntomas del mal de la medianoche. Porque, sin duda, lo padecía. Antes de doblar la esquina, James alzó la vista hacia las ventanas de la parte trasera de la casa y permaneció muy quieto, con la cara levantada e iluminada por las luces de la fiesta. Miraba a Hannah Green, que estaba junto a la ventana del comedor, dándonos la espalda. Su melena pajiza estaba despeinada y se desparramaba en todas direcciones. Explicaba alguna cosa gesticulando ostensiblemente con las manos. Todos los que la escuchaban se reían a carcajadas.

Al cabo de unos instantes, James Leer desvió la mirada y se marchó. Su cabeza fue absorbida por la sombra que proyectaba la casa.

—¡Espera un momento, James! —dije—. ¡No te vayas todavía!

Se volvió y su rostro emergió de la sombra. Me acerqué a él balanceando la colilla del porro.

—Entra un minuto —le propuse, con un susurro que sonó tan siniestro y poco amistoso que me sentí avergonzado—. En el piso de arriba hay algo que creo que deberías ver.