En el verano de 1958, en los periódicos de Pittsburgh apareció la noticia de que Joseph Tedesco, natural de Nápoles y ayudante de mantenimiento de las instalaciones deportivas de Forbes Field, había sido despedido por haber plantado un huerto ilegal en un declive de terreno desocupado situado junto al muro del estadio de béisbol. Era el tercer verano consecutivo que trabajaba allí; anteriormente había montado una serie de modestas empresas que siempre acababan fracasando, entre ellas un negocio casero de jardinería, un pomar y un semillero. Era un trabajador concienzudo, pero un gestor desastroso, y dos de sus negocios se fueron a pique por el caos que reinaba en los libros de contabilidad. Los restantes los perdió por su afición a la bebida. Un día, su bien cuidado pero demasiado exuberante huertecito —con sus tomates, calabacines y judías que se enroscaban alrededor de largos palos—, situado a unos ciento veinticinco metros de la base del bateador, fue descubierto con horror por un agente inmobiliario que estaba tratando de cerrar el trato para la venta de los terrenos del campo de béisbol a la Universidad de Pittsburgh. Al poco tiempo al señor Tedesco no le quedó otro remedio que pasarse el día sentado en la sala de estar de su casa, en Greenfield, con sus enormes calzoncillos por toda vestimenta, mientras sus antiguos compañeros se dedicaban a repintar con tiza las líneas semiborradas y a limpiar a fondo el campo. Entonces la injusticia de que había sido víctima saltó a los periódicos, lo que provocó airadas reacciones de la opinión pública y una protesta formal de los sindicatos. Y una semana después de que estallase el escándalo, el señor Tedesco había recuperado su trabajo, tras cumplir con su promesa de arrancar sus ilegales verduras y trasplantarlas al jardincito tamaño sello de correos de su casa de la avenida Neeb. Unas semanas más tarde, justo después del partido de las estrellas, en plena celebración del octavo cumpleaños del menor de sus hijos, la única niña, el señor Tedesco, que había bebido mucho, se atragantó con un trozo de carne mientras se reía a carcajadas de un chiste y murió, rodeado de su esposa, sus hijos, sus dos nietos y sus hileras de judías. Dominada por un extraño cariño póstumo, su hija lo recordaba como un hombre grandullón, gordo e incompetente; un mañoso hiperactivo, lleno de malos hábitos, que cometió una especie de suicidio por exceso de glotonería.
No sé hasta qué punto recuerdo bien la historia, pero me sirve para ilustrar lo difícil que me resulta explicar por qué una mujer tan sensata y tan amiga del orden como Sara Gaskell pudo malgastar siquiera una hora con un hombre como yo. Su madre, a la que había saludado en un par de ocasiones, era una dama polaca de aspecto robusto, tristona y reservada, que vestía ropa negra, lucía un bigote blanco y trabajaba en una lavandería. Para sacar adelante a su hija, huérfana de padre, tuvo que utilizar todas las armas a su disposición a fin de borrar el insustancial legado de fracaso y excesos de Joseph Tedesco y educar a la chica para que fuese siempre a lo seguro, aunque los éxitos conseguidos fueran modestos. Así que Sara dejó a un lado su temprano amor por la literatura, se puso a estudiar contabilidad y se diplomó en administración de empresas. Rechazó las propuestas matrimoniales de los dos primeros grandes amores de su vida para no comprometer su carrera, pero una vez convertida en rectora de nuestra universidad, a los treinta y cinco años, decidió que ya podía pensar en casarse.
Para tal fin eligió al jefe del Departamento de Inglés, que tenía todos sus asuntos en orden, una carrera sólida, hábitos hogareños y una colección de siete mil libros no simplemente colocados por orden alfabético, sino agrupados por épocas y países. En su condición de octava hija de una familia pobre de Greenfield, se sentía atraída por las refinadas maneras de Walter, su educación en Dartmouth, sus conocimientos acerca de la navegación a vela y el ático de sus padres en uno de los barrios más elegantes de Nueva York. A su madre le parecía un chico estupendo. Sara se dijo que era, literalmente, el mejor hombre con el que podía soñar. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de su madre, Sara seguía poseyendo una vena napolitana arrebatada y sentimental, lo cual, unido a cierto magnetismo que por lo visto descubrió que emanaba de mi persona, podría ayudar a comprender la buena gana con que ponía en peligro su estable existencia a cambio del dudoso placer de mi compañía.
La otra explicación factible era que mi amante era una adicta y yo producía su droga favorita. Sara leía cualquier libro que pusieses en sus manos —Jean Rhys, Jean Shepherd, Jean Genet— a un ritmo uniforme de sesenta y cinco páginas por hora, disciplinada e incansablemente, sin aparente placer. Leía antes de levantarse de la cama, sentada en el retrete o estirada en el asiento trasero del coche. Cuando iba al cine, llevaba un libro para leer antes de que empezase la película, y no era raro encontrársela de pie ante el microondas, con un tenedor en una mano y un libro en la otra, por ejemplo, releyendo At Lady Molly’s[6], por tercera vez (era una devoradora de sagas y series novelísticas) mientras calentaba un bol de sopa de fideos. Si no tenía nada más que leer, devoraba cuantos periódicos y revistas hubiese en casa —leer era para ella una especie de piromanía—, y si acababa con ellos se lanzaba sobre folletos de compañías aseguradoras, prospectos de hoteles, garantías de productos diversos, envíos publicitarios, cupones… En una ocasión vi cómo Sara, al terminar el libro de C. P. Snow que estaba leyendo en mitad de uno de los largos baños que tomaba para combatir el dolor de espalda, se lanzaba desesperadamente a examinar la etiqueta de un frasco de Listerine. Incluso había leído mi primer libro mucho antes de que nos conociéramos, y me complacía imaginar que fue mi primera lectora. Siempre he pensado que cada escritor tiene un lector ideal, y yo tenía la suerte de que al mío, además, le gustaba acostarse conmigo.
—Déjalos ahí —me dijo, con una entonación teatral al tiempo que señalaba con un gesto de guía turístico una pequeña habitación de paredes azul claro, suelo de parqué, un mirador y techo alto como el resto de las habitaciones de la casa. Entré con los abrigos; Sara me siguió y cerró la puerta. En la pared de la izquierda, al lado de un armario Imperio, colgaban un par de marcos oblongos que contenían programas de partidos de béisbol. Les había echado un vistazo en otra ocasión, y sabía que correspondían a los encuentros disputados por los Yankees de Nueva York durante la temporada 1949-50. La pared de enfrente estaba cubierta de fotografías del estadio de los Yankees, tomadas en diferentes épocas de su historia. Contra esa pared se apoyaba la cabecera con columnitas de una cama de la que pendían faldas de tela blanca con volantes. La cama estaba cubierta por una sábana blanca y lisa, sin mantas ni colcha. Hice que Sara se tumbase en ella, y los abrigos de Crabtree y la señorita Sloviak resbalaron y cayeron al suelo. Subí a la cama, me coloqué junto a Sara y contemplé la expresión inquieta de su rostro.
—¡Hola! —dije.
—¡Hola, muchachote!
Le levanté la falda y puse la palma de la mano sobre el nacimiento de su cadera izquierda, donde el elástico de los pantis se ceñía sobre su piel. Deslicé la mano bajo el elástico hasta acariciar por enésima vez el vello de su pubis; era un gesto automático, como el del tipo sin suerte que hunde la mano en el bolsillo buscando su patita de conejo. Sara posó sus labios en mi cuello, por debajo del lóbulo de la oreja. Sentí cómo trataba de relajar los músculos de su cuerpo apoyándose contra mí. Me desabrochó el botón superior de la camisa, deslizó la mano por mi pecho y me acarició el pezón izquierdo.
—Me pertenece —dijo.
—Por supuesto —admití—. Es todo tuyo.
Después guardamos silencio durante un minuto. La habitación de invitados estaba justo encima de la sala y se oían las florituras pianísticas de Oscar Peterson revoloteando a nuestros pies.
—¿Y bien? —dije finalmente.
—Primero tú —respondió.
—De acuerdo. —Me quité las gafas, contemplé las motas de polvo en los cristales y me las volví a poner—. Esta mañana…
—Estoy embarazada.
—¿Qué? ¿Estás segura?
—Hace nueve días que debería haber tenido la regla.
—Bueno, nueve días, eso no significa…
—Estoy segura —dijo—. Sé que estoy embarazada, Grady, porque a pesar de que el año pasado, al cumplir los cuarenta y cinco, abandoné toda esperanza de tener hijos, hace un par de semanas volví a acariciar esa idea. Quiero decir que me di cuenta de que la acariciaba. Supongo que recuerdas que incluso hablamos de ello.
—Lo recuerdo.
—Por lo tanto, está claro.
—¿Y cómo te sientes?
—¿Cómo te sientes tú?
Reflexioné unos instantes.
—Bueno, yo diría que es un complemento interesante a las noticias que tengo que darte —dije—. Emily me ha abandonado esta mañana. —Noté que se quedaba muy quieta, como tratando de oír pasos en el pasillo. Me callé y escuché un momento, hasta que me percaté de que, simplemente, estaba esperando a que continuase—. Creo que va en serio. Se ha ido a pasar el fin de semana a Kinship, pero me parece que no piensa volver a casa.
—¡Oh! —dijo con flema, como si yo acabase de comentar un hecho moderadamente interesante sobre la fabricación del yeso—. En ese caso, supongo que lo que deberíamos hacer es divorciarnos de nuestros respectivos cónyuges, casarnos y tener el niño, ¿no?
—Muy sencillo —respondí.
Seguí tendido en la cama, con la cabeza echada hacia atrás, contemplando los rostros melancólicos e iluminados por el sol de los jugadores de béisbol en las fotos que colgaban de la pared que teníamos detrás. Estaba tan pendiente de la respiración fatigada y desacompasada de Sara, que me resultaba imposible respirar con normalidad. Tenía el brazo izquierdo aprisionado bajo su cuerpo y empezaba a sentir el hormigueo de la falta de circulación sanguínea en las yemas de los dedos. Me fijé en la mirada triste y competente de Johnny Mize. Me pareció la clase de hombre que no dudaría en aconsejar a su amante que abortase, aun tratándose de su primer hijo y posiblemente del único que podría concebir.
—¿La amiga de tu amigo Terry es realmente un tío? —preguntó Sara.
—Creo que sí —respondí—. Sobre todo conociendo a Crabtree.
—¿Y él qué te ha comentado?
—Que quiere echarle un vistazo a mi libro.
—¿Se lo vas a enseñar?
—No lo sé —dije. La mano ya se me había dormido por completo, y empezaba a sentir un hormigueo en el hombro izquierdo—. No sé lo que voy a hacer.
—Yo tampoco —aseguró Sara. De uno de sus ojos brotó una lágrima, que se deslizó por el caballete de su nariz. Se mordisqueó el labio y cerró los ojos. Estaba tan cerca de ella, que podía examinar el trazado de las venas de sus párpados.
—Sara, cariño —dije—, me estás aplastando. —Sacudí suavemente el brazo, tratando de liberarlo—. Estás echada encima de mi brazo.
No se movió; se limitó a abrir los ojos, ya secos, y me miró con severidad.
—Pues me parece que vas a tener que aguantarte —dijo.