Era básicamente una formalidad, una primera toma de contacto de los invitados al festival literario del fin de semana, destinada a hacer las oportunas presentaciones antes de que la cosa se pusiese en marcha y todo el mundo tuviera que ir corriendo de un lado para otro. Como se celebraba por la tarde, consistía en un bufé y los invitados tenían que mantener los platos en equilibrio sobre las rodillas; hacia las ocho menos cuarto, cuando tras la informal cena y gracias al alcohol la gente empezaba a confraternizar, llegaba el momento de dirigirse al auditorio del Thaw Hall para la conferencia del viernes por la noche, que daría uno de los dos invitados más ilustres de aquel año. Desde hacía ya once años, la universidad, bajo la batuta del marido de Sara Gaskell, Walter, director del Departamento de Inglés, cobraba a los aspirantes a escritor varios cientos de dólares a cambio del privilegio de recibir los sabios consejos de un panel formado por escritores más o menos conocidos, agentes literarios, editores y una variopinta fauna de personajes neoyorquinos dotados de una sorprendente afición al alcohol y a los chismorreos. Los conferenciantes se alojaban en los dormitorios de la universidad, vacíos durante las vacaciones de primavera, y eran guiados, como si de pasajeros de un crucero se tratara, a través de un apretado programa que incluía demostraciones varias de chispeante agudeza aplicada a la crítica literaria, charlas de autosuperación y lecciones sobre el blablablá del mundo editorial neoyorquino. De hecho, es lo mismo que se enseña en todo el país, y conste que no tengo nada en contra de ello, como tampoco lo tengo por lo que respecta a esa práctica consistente en llenar de americanos horribles una réplica flotante de Las Vegas y pasearlos por una docena de puertos turísticos visitados a una velocidad de treinta nudos. Por regla general, entre los invitados suelo encontrar a uno o dos amigos, y en una ocasión, hace muchos años, conocí a un chico de Moon Township que había escrito un relato tan extraordinariamente bueno que le había bastado para firmar un contrato con mi agente por una novela de la que todavía no había escrito ni una línea, novela que una vez terminada se publicó con gran éxito, se adaptó al cine y agotó varias ediciones; en esa época iba más o menos por la página trescientos de Chicos prodigiosos.
Como lo del festival literario era un invento de Walter Gaskell, la fiesta de apertura se celebraba siempre en su casa, un peculiar edificio de ladrillo, de estilo Tudor y con forma de sombrero de bruja, situado lejos de la calle en un frondoso paraje de Point Breeze, en un terreno que, según me comentó en una ocasión Sara, había sido propiedad de H. J. Heinz, el «rey del ketchup». A lo largo de la acera se veían restos de una vieja y maciza verja de hierro forjado, y en el jardín de los Gaskell, detrás del invernadero de Sara, asomaban un par de raíles oxidados, semienterrados entre la hierba, únicos vestigios de un trenecito con el que se había entretenido de niño algún heredero ya fallecido de Heinz. La casa resultaba demasiado grande para los Gaskell, que, al igual que Emily y yo, no tenían hijos. Y estaba repleta, desde el sótano hasta el desván, de objetos de la colección de recuerdos relacionados con el béisbol de Walter Gaskell, de modo que en las raras ocasiones en que me reunía allí con Sara a solas, nunca lo estábamos realmente: los amplios y oscuros espacios de la casa estaban llenos de la presencia de su marido y de los fantasmas de jugadores y magnates muertos. Walter Gaskell me caía simpático, y jamás logré echarme en su cama sin sentir que una áspera hebra de vergüenza atravesaba la iridiscente seda de mi deseo por su mujer.
En cualquier caso, no voy a pretender convencer a nadie de que nunca tuve intención de liarme con Sara Gaskell. Soy tan enamoradizo, y siento un desprecio tan absoluto por las consecuencias de mis actos, que desde el mismo momento en que empiezo una relación matrimonial me convierto, casi por definición, en adúltero. He pasado por tres matrimonios, y en todos ellos he sido, clara e incontrovertiblemente, el responsable de su disolución. Me propuse liarme con Sara Gaskell desde el mismo momento en que la vi por primera vez, liarme con sus delicados dedos, con el minucioso montaje de peinetas y pasadores gracias al cual su cabello rojizo no le llegaba hasta las caderas, con su conversación que fluía por innavegables recovecos entre orillas opuestas de ternura y mordaz ironía, con el humo de sus interminables cigarrillos. Solíamos vernos en un apartamento situado en East Oakland, propiedad de la universidad; Sara Gaskell era la rectora, y la conocí el día de mi llegada a la universidad. Lo nuestro había empezado hacía ya casi cinco años, sin otra evolución visible que la que va del nervioso forcejeo con la llave en una cerradura que no nos resulta familiar a la instalación en el apartamento de televisión por cable para pasar las tardes de los miércoles metidos en la cama, en ropa interior, viendo viejas películas. Ninguno de los dos tenía el más mínimo interés en dejar a su respectivo consorte, ni en hacer nada que pudiese quebrar el sosiego de lo que ya era un viejo amor, tranquilo y estable.
—¿Es guapa? —susurró la señorita Sloviak mientras subíamos por los escalones enlosados de la entrada de la casa de los Gaskell. Me dio un golpecito en el estómago, con un gesto que imitaba a la perfección la actitud condescendiente, pero en el fondo amable, de una mujer despampanante para con un hombre de escaso atractivo.
Se suponía que debía responder algo así como: «Para mí, desde luego, lo es», pero, en lugar de eso, dije:
—No tanto como usted.
Lo cierto es que Sara tampoco era más guapa que Emily, y carecía de su porte elegante y su coquetería. Era una mujer grande —alta, tetuda y con un gran trasero— y, como les ocurre a muchas pelirrojas, su belleza variaba según las circunstancias y resultaba inclasificable. Tenía las mejillas y la frente repletas de pecas, y la nariz, si bien de perfil resultaba coqueta y respingona, vista frontalmente parecía bulbosa. A los doce años ya había alcanzado la estatura y la constitución corporal que la caracterizaban, y creo que a causa de ese trauma —y de las exigencias de su status profesional— su vestuario habitual consistía de manera prácticamente exclusiva en pantis, blusas blancas de algodón y muchos trajes sastre de tweed de una gama cromática que iba del marrón claro al oscuro. Llevaba su maravillosa cabellera aprisionada entre un auténtico andamiaje de horquillas; por todo maquillaje, un toque cobrizo en los labios, y aparte del anillo de bodas, el único ornamento que lucía habitualmente eran unas gafas de leer con cristales en forma de medialuna colgadas del cuello con un largo cordón. Desnudarla era una temeridad, una especie de acto vandálico, como abrir las jaulas de un 200 repleto de animales o hacer saltar por los aires una presa.
—Me alegro de verte —le susurré en la oreja en el momento en que se hizo a un lado para que Crabtree y la señorita Sloviak pudiesen pasar al recibidor forrado de madera de roble.
Tuve que susurrárselo en un tono bastante alto, porque el chucho, un husky que respondía al nombre de Doctor Dee, se lo pasaba en grande saludando cada una de mis apariciones en la casa, fueran cuales fuesen las circunstancias, con un pasmoso despliegue de salvajes ladridos. Doctor Dee había quedado ciego de cachorro a causa de una fiebre cerebral, y sus extraños ojos azules tenían una desconcertante tendencia a tropezarse contigo mientras su cabeza apuntaba en otra dirección y pensabas —en mi caso lo deseaba con todas mis fuerzas— que se había olvidado de ti. Sara siempre echaba la culpa de la hostil recepción con que me agasajaba a su cerebro debilitado por las fiebres —desde luego, era un perro realmente desquiciado, olfateador obsesivo y aficionado a coleccionar de manera compulsiva todo tipo de palos—, pero el chucho ya era de Walter antes de casarse con ella, lo cual sospecho que algo tendría que ver con sus sentimientos respecto a mi persona.
—¡Calla, Dee! No le haga caso —le dijo Sara a la señorita Sloviak, cuya mano estrechó con un ligero destello de curiosidad científica en los ojos—. Terry, es un placer volver a verte. Vas muy elegante.
Sara era una experta en dar la bienvenida a los invitados y parecía encantada de vernos, pero su mirada resultaba ligeramente vaga y había cierta tensión en su tono de voz, por lo que me percaté de que algo la preocupaba. Al inclinarse para recibir un beso de Crabtree, dio un traspiés y perdió el equilibrio. La agarré por el codo para que no se cayese.
—¡Ten cuidado! —le dije.
Uno de los grandes atractivos de la recepción inaugural del festival literario era, al menos para mí, la oportunidad que brindaba de contemplar a Sara Gaskell con zapatos de tacón y un vestido.
—Lo siento —dijo mientras se sonrojaba de arriba abajo, hasta la cara interna de sus pecosos brazos—. Son estos malditos zapatos. No sé cómo se las arregla la gente para dar un paso con los pies enfundados en estas cosas.
—Es cuestión de entrenamiento —sentenció la señorita Sloviak.
—Tengo que hablar contigo —le dije a Sara en voz baja—. Ahora.
—¡Qué gracioso! —comentó, con su habitual tono de chanza. No me miró, pero le dedicó una sardónica sonrisa a Crabtree, pues sabía que estaba al corriente de lo nuestro—. Yo también tengo que hablar contigo.
—Creo que él tiene más necesidad —sugirió Crabtree, y le tendió su abrigo y el de la señorita Sloviak.
—Lo dudo —replicó Sara. El vestido (una pieza completamente amorfa de rayón negro con escote recto y mangas cortas de encaje) se le subía un poco por detrás y se le pegaba a los pantis, de manera que cuando cruzó con sonoros taconazos el recibidor, con los brazos y el cuello desnudos, haciendo equilibrios sobre los tobillos y con el pelo recogido con el relativo desaliño que reservaba para las grandes ocasiones, había una desmañada magnificencia en sus movimientos, una precipitación inconsciente, que me pareció encantadora. Sara ignoraba por completo qué aspecto tenía y qué efecto podía provocar en un hombre su cuerpo voluminoso y paquidérmico. En equilibrio sobre los modestos cinco centímetros de sus tacones, se desprendía de ella cierto aire de calculada osadía, como ocurre con esos rascacielos, poco corrientes, que se van ensanchando a medida que se alejan del suelo: sesenta y tres pisos acristalados sobre una punta de acero.
—Tripp, ¿qué le has hecho a este perro? —preguntó Crabtree—. Parece que apartar sus ojos de tu yugular es superior a sus fuerzas.
—Es ciego —le informé—. No puede ver mi yugular.
—Pero apuesto a que sabe perfectamente cómo dar con ella.
—Oh, vamos, ¡basta, Doctor Dee! —dijo Sara—. ¡Ya está bien!
La señorita Sloviak miró con inquietud al perro, que, situado entre Sara y yo, había adoptado su actitud favorita, inmóvil, mostrando la dentadura y lanzando unos ladridos de talante operístico.
—¿Por qué le detesta tanto? —quiso saber la señorita Sloviak.
Me encogí de hombros y noté que me sonrojaba. No hay nada más embarazoso que haberse ganado la desaprobación de un animal perspicaz.
—Le debo algún dinero —respondí.
—Grady, cariño —dijo Sara mientras me tendía los abrigos—. ¿Puedes dejarlos encima de la cama de la habitación de invitados?
El tono de su voz dejaba entrever claramente que se trataba de una estratagema.
—No sé si sabré dar con ella —me disculpé, aunque me había revolcado con Sara sobre esa cama en más de una ocasión.
—Bueno, en ese caso te enseñaré el camino —dijo Sara, que por su tono parecía desconcertada.
—Creo que será lo mejor —dije.
—Entre tanto —dijo Crabtree—, nosotros nos pondremos cómodos. ¿Os parece bien? Bueno, viejo Doctor, ¿cómo va eso, perrito?
Se arrodilló para acariciar a Doctor Dee, aplastó su frente contra el atormentado semblante del perro y empezó a murmurarle cariñosamente secretos editoriales. Doctor Dee dejó de ladrar y se puso a olfatear la melena de Crabtree.
—Terry, ¿puedes buscar a mi marido y decirle que encierre a Doctor Dee en el lavadero hasta que acabe la fiesta? Gracias. No te preocupes, lo reconocerás en cuanto lo veas. Tiene los ojos iguales que los de Doctor Dee y es el hombre más apuesto de la sala. —Era cierto. Walter Gaskell era un prototípico habitante de Manhattan, alto, de cabello cano, cintura ajustada y hombros amplios, con unos ojos azules de los que emanaba esa mirada luminosa y vacía típica de los alcohólicos rehabilitados—. Un vestido precioso, señorita Sloviak —añadió Sara, que ya había empezado a subir por las escaleras.
—Es un tío —le dije a Sara mientras subía detrás de ella cargado con el montón de abrigos.