Crabtree y yo nos conocimos en la universidad, un lugar en el que no esperaba conocer a nadie. Después de graduarme en el instituto, hice lo imposible por evitar ir a la universidad, especialmente a Coxley, que me había ofrecido una beca anual y una plaza de alero en el equipo titular. En esa época era, y sigo siéndolo, un tío alto —metro noventa— y fuerte; ahora estoy gordo, algo a lo que he tenido que resignarme. Pero aunque por aquel entonces me movía por el campo con la gracia de un cetáceo en pleno océano, como lucía unas gafas cuadrangulares de montura negra y los zapatos de charol, pantalones de sarga y discretos chalecos con cuello de pico que mi abuela me obligaba a llevar, hacían falta grandes dosis de imaginación y optimismo para creer que cuatro años de estudios gratuitos podrían convertirme en una estrella del fútbol americano. En cualquier caso, no tenía la menor intención de jugar para Coxley —ni para nadie—, así que un buen día de finales de junio de 1968 le dejé a mi pobre abuela una nota bastante pomposa y dije adiós a las sombrías colinas, pequeñas ciudades y casas con retorcidos pináculos del oeste de Pensilvania que tanto habían obsesionado a August Van Zorn. Y no volví a aparecer por allí hasta veinticinco años después.

Omitiré muchas de las cosas que siguieron a mi cobarde huida de casa. Diré, simplemente, que el año anterior había leído a Kerouac y me veía a mí mismo como una mezcla de proscrito, poeta y pionero, una especie de John C. Frémont[4] cargado con toda la sabiduría del zen, una buena dosis de anfetas y un bloc de papel pautado y tapas jaspeadas, de esos que valen cuatro cuartos, en el bolsillo trasero de los vaqueros. Creo que todavía me veo de esa manera, aunque no soy el más indicado para opinar sobre mí. En cualquier caso, seguí las pautas escrupulosamente: hice autoestop, viajé clandestinamente en los trenes de mercancías que cruzan el país, bailé con chicas de pequeñas ciudades de provincias en las fiestas locales, trabajé como jornalero, peón y camarero, vi desfilar ante mis ojos el áspero paisaje americano tumbado en un vagón de mercancías y bebiendo vino barato; y aunque no lo hiciera, muy bien podría haberlo hecho. Trabajé parte de un verano en un infernal parque de atracciones en la ciudad de Texarkana, interpretando al incordiante payaso que provoca a los transeúntes llamándolos pichacortas para que intenten hacerlo caer en un tanque de agua. Y me pegaron un tiro en la mano izquierda en un bar en las afueras de La Crosse, Wisconsin. Utilicé todo este material en mi primera novela, Tierras bajas, de 1976, que recibió buenas críticas y a veces, en momentos de desesperación, considero mi obra más honesta. Tras unos años sobrellevando una existencia triste y a menudo marginal, aterricé —una vez más siguiendo los cánones establecidos— en California, donde me enamoré de una chica que estudiaba filosofía en Berkeley. Me convenció para que no siguiera malgastando con una vida errabunda lo que llamaba, con una absoluta y entusiasta convicción que no he podido borrar de mi mente un solo instante y me ha causado más de un quebradero de cabeza, mi don. Ese conmovedor homenaje a mi talento me dejó atado a aquel lugar por un tiempo, el suficiente para llenar y enviar una solicitud de admisión en la Universidad de California. Estaba a punto de irme de la ciudad —solo— cuando llegó la carta con una respuesta afirmativa.

Terry Crabtree y yo nos conocimos al principio de nuestro penúltimo año de carrera, cuando aterrizamos en la misma clase de narrativa breve, un curso introductorio en el que yo había intentado ser admitido un semestre tras otro. Crabtree se había apuntado por un impulso súbito y fue admitido gracias a un cuento escrito en el instituto, que narraba el encuentro en un balneario entre un envejecido Sherlock Holmes y un joven Adolf Hitler que había viajado de Viena a Carlsbad para robarles sus joyas a viejas damas inválidas. Era, sin duda, un pastiche notable, y más siendo obra de un chico de quince años. El problema era que se trataba de una pieza única. Crabtree no había escrito nada más desde entonces, ni una sola línea. En el relato aparecían detalles sexuales sumamente peculiares, también detectables —todo hay que decirlo— en su autor. En esa época Crabtree era un chico arisco y delicado, con un rostro que era todo frente y dentadura, cuya extrema timidez le llevaba a sentarse siempre al fondo del aula. Vestía un traje muy ceñido y corbata, pasadísimos de moda, y una bufanda de cachemir roja que, cuando apretaba el frío, se anudaba al cuello bajo las solapas levantadas de la americana. Yo, por mi parte, me sentaba en mi esquina, con mi incipiente barba y mis gafas redondas de montura metálica, y anotaba meticulosamente todo lo que decía el profesor.

Éste era otro auténtico escritor, un delgado y apuesto vaquero, descendiente de una antigua familia de rancheros del Gran Valle Central de California; era devoto de Faulkner y en su juventud había publicado una voluminosa y controvertida novela que fue llevada al cine con Robert Mitchum y Mercedes McCambridge como protagonistas. Era dado al epigrama, y yo llené un cuaderno entero, que posteriormente perdí, con sus gnómicas declaraciones, que cada noche me aprendía de memoria; una facultad que con el tiempo también acabé perdiendo. Juro, aunque no puedo aportar las pruebas pertinentes, que una de sus sentencias decía: «Al final de cada relato, el lector debe tener la sensación de que el viento ha barrido las nubes y ha aparecido por fin la luna». Tenía maneras aristocráticas, lucía botas de piel de serpiente y conducía un Jaguar modelo E, pero tenía la dentadura hecha un desastre, llevaba la bragueta siempre abierta y su vida familiar era un bastante divulgado fárrago de procesos judiciales, lesiones fortuitas y estancias en clínicas privadas. Parecía, al igual que Albert Vetch, estar al mismo tiempo dotado de poderes paranormales y en Babia: era una de esas personas que de pronto son capaces de adivinar, con una exactitud que te deja pasmado, los más íntimos pesares de tu corazón y un instante después dan media vuelta y, mientras se despiden de ti agitando alegremente la mano, se parten la cara contra una puerta cristalera cerrada y necesitan veintidós puntos de sutura en la mejilla.

Fue siendo alumno de ese hombre cuando empecé a preguntarme si los literatos no sufren alguna variedad de desequilibrio mental, desequilibrio que, pensando en el trepidante balanceo nocturno de Albert Vetch, he denominado el mal de la medianoche. Este mal es un insomnio de origen emocional: el paciente se siente en todo momento —aunque escriba al amanecer o a media tarde— como si estuviese echado en un asfixiante dormitorio, con la ventana abierta de par en par, mirando un cielo lleno de estrellas y aviones y escuchando el golpeteo de un postigo, el paso de una ambulancia, el zumbido de una mosca atrapada en una botella vacía, mientras todo el vecindario duerme a pierna suelta. Ése es el motivo por el cual, en mi opinión, los escritores —al igual que quienes padecen insomnio— son tan propensos a sufrir accidentes, se sienten obsesivamente corroídos por el cáncer de la mala suerte y las oportunidades perdidas, tienen tanta predisposición a darle mil vueltas a todo y son incapaces de dejar de pensar en algo que les ronde por la cabeza por mucho que se les inste a ello.

Pero a estas conclusiones llegué mucho más tarde, después de largos años de verme afectado por el mal de la medianoche. Por aquel entonces me sentía, simplemente, intimidado por la fama de nuestro profesor, por sus botas de piel de serpiente y por mi convencimiento de que aquel hombre estaba en posesión de los más recónditos secretos del arte de contar historias. En cada clase se comentaban dos relatos, y en la primera ronda de trabajos me tocó entregar el último, justamente después de Crabtree, quien, según había podido constatar, no hacía el más mínimo esfuerzo por anotar los axiomas que llenaban el viciado aire del aula; además, nunca intervenía en clase, salvo con algún comentario ocasional, lacónico, pero indefectiblemente amable, sobre la banalidad del relato que se estaba comentando en aquel momento. Como es natural, su reserva se interpretaba como signo de arrogancia, y la opinión generalizada, sobre todo cuando lucía su bufanda de cachemir, era que se trataba de un esnob de tomo y lomo. Pero me había percatado desde un principio de que se mordía las uñas, hablaba con un tono de voz bajo e inseguro y se turbaba cada vez que alguien le dirigía la palabra. Siempre estaba en su rincón, embutido en su ceñidísimo traje, pálido y con aire molesto, como si nuestra compañía le incomodase pero su exquisita educación le impidiese decirlo.

Tenía la sospecha de que Crabtree padecía el mal de la medianoche, pero ¿y yo?

Hasta ese momento siempre había estado convencido de mi talento, pero a medida que pasaban las semanas, y caía sobre nuestras espaldas todo el peso de las inexcusables doctrinas y pesadillas del oficio de escribir —aprender a reconocer qué estaba «en juego» en un relato, cuándo había que colocar la mística aura de la manifestación de su realidad esencial alrededor de la cabeza de un personaje, la importancia de lo que al profesor le gustaba denominar el «riesgo espiritual» para perfilar adecuadamente a los personajes—, el temor a que la obstinada displicencia de que hacía gala Crabtree tuviera como consecuencia que su trabajo eclipsara al mío hizo que me bloquease y me fuese imposible dar pie con bola. Durante la semana anterior a la entrega de mi relato, me pasé las noches en vela ante la máquina de escribir, bebiendo bourbon y tratando de desenmarañar el horrible lío simbólico en que había acabado por convertir una sencilla historia que me contó mi abuela acerca de un odioso gallo negro que mató a su perro cuando era niña.

A las seis en punto de la mañana del día de la entrega, abandoné y decidí dejarme llevar por mi subconsciente. Había pasado la última hora vagando mentalmente por las habitaciones en que había vivido mi abuela (un año antes telefoneé a casa desde una cabina en algún lugar perdido de Kansas y recibí la noticia de que la mujer que me había educado acababa de morir de neumonía aquella misma mañana), y de pronto, mientras el sabor de azúcar quemado del bourbon me llenaba la boca, para mi sorpresa, me vinieron a la memoria Albert Vetch y los cientos de relatos pasto del olvido en que había plasmado la amargura de su cósmico insomnio. Había uno de ellos —uno de los mejores—, titulado Hermana de las tinieblas, que recordaba bastante bien. Lo protagonizaba, cómo no, un arqueólogo aficionado que vivía con su hermana inválida y soltera en una vieja casa con torrecillas. Un día, rebuscando entre los restos de un emplazamiento funerario indio de la zona, encontró un extraño sarcófago que no era de origen indio, vacío y con la efigie medio borrada de una mujer con una siniestra sonrisa. Se lo llevó a casa en plena noche y se obsesionó con él. Mientras lo restauraba, se cortó una mano con una navaja y la sangre cayó sobre el sarcófago, que se recalentó súbitamente y emitió un extraño resplandor; la herida cicatrizó y él sintió una intensa sensación de bienestar. Después de un par de experimentos con indefensos animales domésticos a los que hirió y sometió a la misma cura, el protagonista convenció a su hermana para que se tumbara en el sarcófago a fin de sanar sus piernas paralizadas por la poliomielitis. Por razones inexplicables, al menos hasta donde yo podía recordar, la chica se transformó en la encarnación de Yshtaxta, un súcubo de una lejana galaxia que obligó al héroe a acostarse con él —en el género que practicaba Van Zorn se permitían algunas escenas subidas de tono, siempre y cuando se abordasen de manera eufemística y con toques grotescos—, el cual, una vez hubo absorbido toda la fuerza vital del desgraciado arqueólogo, se dispuso a hacer lo mismo con el resto de los hombres de la ciudad, o eso era, al menos, lo que siempre imaginé, con la vaga esperanza de que algún día, en las horas de mayor quietud de las noches pensilvanas, apareciese en mi ventana una mujer de tres metros, rodeada de un aura luminosa, con colmillos y ansias de inmortalidad.

Puse manos a la obra y reconstruí el relato lo mejor que pude. Reduje los elementos sobrenaturales y transformé el tema de la indescriptible Cosa venida del más allá en una extraña psicosis de mi protagonista, que habla en primera persona; magnifiqué el tema del incesto y le añadí un poco más de erotismo. Me pasé unas seis horas escribiendo febrilmente hasta terminar el relato. Una vez listo, tuve que salir corriendo para ir a clase, y llegué al aula con cinco minutos de retraso. El profesor estaba leyendo el relato de Crabtree en voz alta, su método predilecto para «sumergirnos» en la obra. No tardé en percatarme de que lo que estaba escuchando no era un refrito confuso y torpemente faulknerianizado de un oscuro cuento de terror de un escritor desconocido, sino el mismísimo Hermana de las tinieblas, con la transparente, magra y sosa prosa de August Van Zorn. La consternación que me produjo sentirme atrapado, a punto de ser puesto en evidencia y, sobre todo, superado en lo que consideraba mi ingenioso juego, sólo fue igualada por mi sorpresa al percatarme de que no era la única persona en la Tierra que había leído los relatos del pobre Albert Vetch. Pero fue en aquel momento, mortificado y presa de un pánico creciente a medida que el profesor iba pasando las páginas, cuando sentí el primer chispazo de la intensa, aunque no exenta de altibajos, amistad que me ha unido desde entonces a Terry Crabtree.

No abrí la boca durante el debate que siguió a la lectura del relato de Van Zorn; nadie pareció apreciarlo excesivamente —éramos demasiado serios para disfrutar de semejante catálogo de fantasmagóricas bufonadas, y demasiado jóvenes para captar el trasfondo de aflicción que emanaba de su estilo—, pero nadie se mojó y dio su sincera opinión. Yo era el que iba a pagar el pato. Le entregué mi relato al profesor, y éste empezó a leerlo, con su habitual tono plano y seco como las tierras de un rancho, monótono como un desierto. Jamás he sabido con certeza si fue debido a la tediosa manera de leer del profesor, a las laberínticas e indigestas frases sin signos de puntuación de mi pseudofaulkneriana prosa con las que tenía que lidiar o al rijoso final del cuento, absolutamente carente de misticismo y redactado en diez minutos tras cuarenta y seis horas sin dormir, pero lo cierto es que nadie se percató de que, en esencia, se trataba del mismo relato que había presentado Crabtree. Al terminar la lectura, el profesor me miró con una expresión a un tiempo triste y benevolente, como si estuviese viendo la magnífica carrera que me esperaba como vendedor de cables eléctricos. Los que habían sucumbido al sopor recuperaron la compostura y se inició un breve y poco animado debate, durante el cual el profesor concedió que mi prosa tenía un «innegable vigor». Diez minutos después bajaba por Bancroft Way de regreso a casa, azorado y decepcionado, pero sin dejarme vencer por el desaliento; a fin de cuentas, el relato no era del todo mío. Me sentía extrañamente halagado, casi entusiasmado, al pensar en el innegable vigor de mi prosa, en el torrente de historias capaces de estremecer al mundo que me venían a la cabeza pidiendo ser escritas y en el simple y feliz hecho de que mi falsificación había colado sin mayores problemas.

O casi. Al detenerme en la esquina de Dwight sentí una palmada en el hombro; me volví, y allí estaba Crabtree, con sus ojos brillantes y su bufanda roja de cachemir revoloteando agitada por el viento.

—August Van Zorn —dijo, y me tendió la mano.

—August Van Zorn —repetí, y nos dimos un apretón de manos—. ¡Es increíble!

—Carezco por completo de talento —admitió—. Y tú, ¿qué excusa tienes?

—La desesperación. ¿Has leído otros cuentos suyos?

—Un montón. Los devoradores de hombres, El caso de Edward Angel, La casa de la calle Polfax… Es estupendo. No puedo creer que hayas oído hablar de él.

—Oye —dije mientras pensaba para mis adentros que mi vinculación con Albert Vetch no se limitaba a haber oído hablar de él—, ¿te apetece tomar una cerveza?

—No bebo —respondió Crabtree—. Pero puedes invitarme a un café.

Me apetecía una cerveza, pero, desde luego, en las inmediaciones de la universidad era mucho más fácil conseguir un café, así que entramos en una cafetería, precisamente en una que había evitado durante las dos últimas semanas, ya que la frecuentaba la tierna y perspicaz estudiante de filosofía que me había rogado con suma dulzura que no siguiera malgastando mi don. Un par de años después, se convirtió en mi esposa durante algún tiempo.

—Hay una mesa debajo de las escaleras, al fondo —dijo Crabtree—. Suelo sentarme allí. No me gusta que me vean.

—¿Por qué?

—Prefiero seguir siendo un misterio para mis condiscípulos.

—Ya veo, pero entonces, ¿por qué hablas conmigo?

—Por Hermana de las tinieblas —respondió—. No me he dado cuenta hasta al cabo de varias páginas, ¿sabes? Ha sido con lo del ángulo de las entradas en la frente del protagonista, que «desequilibraba ligeramente el resto de su cara».

—Me habrá venido a la cabeza —admití—, porque lo he escrito sin consultar el original.

—Pues tienes una memoria enfermiza.

—Pero al menos tengo talento.

—Tal vez sí —dijo, y bizqueó para contemplar la llama de la cerilla que acababa de encender al tiempo que protegía con una mano el cigarrillo sin filtro que sostenía entre los labios. En aquella época fumaba Old Gold. Actualmente se ha pasado a otra marca, baja en alquitrán y de cajetilla azul claro; cigarrillos de mariquita, los llamo cuando quiero hacerle rabiar.

—Si no tienes talento, ¿cómo conseguiste que te admitieran en la asignatura? —le pregunté—. ¿No tuviste que presentar una muestra de tus textos?

—Antes sí que lo tenía —respondió mientras apagaba la cerilla sacudiendo despreocupadamente la mano—. Escribí un buen relato, uno solo. Pero eso no me preocupa. No pretendo convertirme en escritor. —Entonces se calló un momento, a la espera de que sus palabras hicieran mella. Me dio la impresión de que llevaba mucho tiempo esperando poder mantener aquella conversación. Me lo imaginé en su casa, lanzando sofisticados penachos de humo a su imagen en el espejo de su dormitorio, mientras se retocaba una y otra vez la bufanda de cachemir—. Me inscribí para aprender todo lo que pueda no sólo sobre la escritura, sino también sobre los escritores. —Se recostó en el asiento y empezó a desanudarse la bufanda—. Pretendo convertirme en el Max Perkins de nuestra generación.

Su expresión era seria y solemne, pero en su mirada seguía habiendo un ligero aire de mofa, como si me estuviese retando a admitir que no sabía quién era Maxwell Perkins[5].

—¿Ah, sí? —dije yo, decidido a responder a su pomposidad y arrogancia con idénticas armas. Había dedicado largas horas a impresionar a mi espejo con agudezas e intrépidas miradas de escritor. Tenía un jersey de pescador griego, y cuando me lo ponía me halagaba pensar que mi frente se parecía a la de Hemingway—. Bueno, pues yo pretendo ser el nuevo Bill Faulkner.

Sonrió y dijo:

—Pues te queda mucho más camino por recorrer que a mí.

—¡Vete a la mierda! —repliqué, y le cogí un cigarrillo del bolsillo de la camisa.

Mientras nos bebíamos los cafés, le hablé de mí y de mi errabundeo de los últimos años, adornando el relato con impúdicas referencias a desmelenados aunque imprecisos escarceos sexuales. Noté que reaccionaba con cierta incomodidad cuando le hablaba de chicas y le pregunté si salía con alguna, pero ante su monosilábica respuesta, cambié rápidamente de tema. Le expliqué la historia de Albert Vetch, y al acabar, comprobé que le había emocionado.

—Entonces… —dijo con aire solemne. Metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó un delgado libro encuadernado en cartoné con sobrecubierta de color ante. Me lo ofreció, sujetándolo con ambas manos como si se tratase de una taza llena hasta el borde— debes haber visto esto.

Era una antología, publicada por Arkham House, de los veinte mejores relatos de August Van Zorn.

Las abominaciones de Plunkettsburg y otros relatos —leí—. ¿Cuándo se ha publicado?

—Hace un par de años. Es una editorial especializada. No es fácil de encontrar.

Hojeé algunas de las páginas de bordes cortados a mano del libro que Albert Vetch no vivió lo suficiente para ver publicado. En las solapas había un texto laudatorio y una sorprendente fotografía del hombre sencillo, culto y miope que durante años, en su habitación de la torre del Hotel McClelland, había bregado con oscuros remordimientos, con la vacuidad de la existencia y con los estragos del mal de las noches pasadas en vela. Desde luego, nada de eso era evidente en la fotografía. En ella tenía un aspecto relajado y hasta parecía un hombre apuesto, con ese cabello ligeramente despeinado que parece el más idóneo para un especialista en Blake.

—Quédatelo —me ofreció Crabtree—, ya que lo conociste tan de cerca.

—Gracias, Crabtree —dije, lleno de nuevo de un súbito e irracional afecto hacia aquel individuo pequeño y delgaducho, con su bufanda, su torpeza y sus calculadas exhibiciones de arrogancia y desdén. Exhibiciones que, por supuesto, con el tiempo dejaron de ser premeditadas y se transformaron en una actitud inconsciente que no provocaba precisamente una admiración universal—. Tal vez algún día seas mi editor, ¿eh?

—Tal vez —dijo—. Desde luego, vas a necesitar uno.

Sonreímos y nos dimos la mano, y entonces la chica a la que había tratado de evitar se me acercó por la espalda y me tiró un jarro de agua con hielo por la cabeza, con lo que empapó no sólo mi persona sino también el libro de August Van Zorn, que quedó completamente destrozado; bueno, al menos así es como lo recuerdo.