El primer escritor auténtico al que conocí personalmente fue un cuentista que firmó todas sus obras con el seudónimo de August Van Zorn. Vivía en la habitación del último piso de la torre del Hotel McClelland, propiedad de mi abuela, y enseñaba literatura inglesa en Coxley, una modesta universidad en la otra orilla del insignificante río Pensilvania que divide en dos nuestra ciudad. Su verdadero nombre era Albert Vetch, y creo que era especialista en Blake; recuerdo que en su habitación, sobre el descolorido papel de pared aterciopelado, destacaba una reproducción enmarcada de una de las imágenes de Jehová del genial visionario inglés colgada encima de un perchero de madera que había pertenecido a mi padre. La mujer del señor Vetch estaba internada en un sanatorio cerca de Erie desde la muerte de sus dos hijos adolescentes en una explosión ocurrida en su jardín trasero varios años atrás, y siempre tuve la impresión de que él escribía, en parte, a fin de ganar el dinero necesario para mantenerla allí. Escribió cientos de relatos de terror, muchos de los cuales aparecieron en revistas de la época como Weird Tales, Strange Stories, Black Tower y otras por el estilo. Eran cuentos macabros, a la manera de Lovecraft[1], ambientados en pequeñas y tranquilas ciudades de Pensilvania que, para su desgracia, habían sido fundadas en parajes donde los indios iroqueses practicaron sus torturas rituales o en tiempos remotos dejaron su huella dioses alienígenas sedientos de sangre. Pero estaban escritos con una prosa seca, concisa y, en ocasiones, casi humorística, cuyos ecos descubrí más tarde en las narraciones de John Collier[2]. Escribía de noche, con estilográfica, sentado en una mecedora de madera, con una pesada manta de lana a rayas sobre el regazo y una botella de bourbon encima de la mesa. Cuando estaba inspirado y escribía con fluidez, los chirridos del incesante vaivén de aquella mecedora llegaban hasta el último rincón del adormecido hotel mientras sometía a sus héroes a la horripilante suerte a que los condenaba su fascinación por lo monstruoso y lo inhumano.
Sin embargo, cuando, en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el mercado de las publicaciones de terror baratas empezó a declinar, los sobres blancos de papel verjurado con fabulosas direcciones de Nueva York dejaron de aparecer regularmente en la bandeja de porcelana irlandesa que había sobre el piano de mi abuela, y al final desaparecieron por completo. Sé que August Van Zorn trató de adaptarse a los nuevos tiempos: cambió la localización de sus relatos, optando por las urbanizaciones residenciales que rodean a las grandes ciudades, y potenció el humor, para tratar de vender, sin éxito, sus nuevas narraciones, más moderadas y con un toque de ironía, al Collier’s y al Saturday Evening Post. Entonces, cuando yo tenía catorce años, una edad a la que podía empezar a apreciar el trabajo del hombre insignificante, afable y modesto que había vivido bajo el mismo techo que mi abuela y yo durante los últimos doce años, un lunes por la mañana Honoria Vetch se lanzó a la rápida corriente del riachuelo que pasaba junto al sanatorio, atravesaba la ciudad y desembocaba en las amarillentas aguas del Allegheny. Su cuerpo jamás fue encontrado. Al domingo siguiente, al volver de la iglesia, mi abuela me pidió que le subiese la comida al señor Vetch. En circunstancias normales se la hubiera llevado ella misma —siempre decía que era imposible que, estando juntos, el señor Vetch y yo resistiésemos la tentación de hacernos perder el tiempo mutuamente—, pero estaba enfadada con él porque de todos los ociosos domingos de su vida había elegido precisamente aquél para no acudir a la iglesia. Así que mi abuela quitó la corteza del pan de un par de emparedados de pollo y los colocó en una bandeja junto con un salero, un melocotón y una biblia, y subí por las escaleras hasta la habitación de nuestro huésped, al que hallé sentado en su mecedora, que todavía se balanceaba lentamente, con un pequeño agujero de rebordes ennegrecidos en la sien derecha. A pesar de su gusto por la literatura de casquería, y a diferencia de mi padre, que, según tengo entendido, dejó todo hecho un asco, Albert Vetch acabó sus días limpiamente, vertiendo una cantidad mínima de sangre.
Considero a Albert Vetch el primer escritor auténtico al que conocí no porque durante un tiempo lograse vender sus relatos a diversas revistas, sino porque fue el primero aquejado del mal de la medianoche, el primero que permanecía pegado a su mecedora y su fiel botella de bourbon, el primero con la mirada perdida en lontananza, marcada por el insomnio incluso a pleno día. De hecho, ahora que lo pienso, fue el primer escritor, auténtico o no, que se cruzó en mi camino, en una vida que, en conjunto, ha estado un tanto excesivamente cargada de encuentros con representantes de ese gremio quisquilloso y excéntrico. Instauró un modelo con arreglo al cual, en tanto que escritor, he vivido desde entonces. Tan sólo espero que la existencia que atribuyo al señor Vetch no sea fruto de mi invención.
La vida y los relatos de August Van Zorn me rondaban la cabeza aquel viernes, mientras me dirigía al aeropuerto para recoger a Terry Crabtree. Me resultaba imposible pensar en él sin recordar aquellos relatos fantásticos, ya que nuestra larga amistad había comenzado, por así decirlo, gracias a la oscura existencia de August Van Zorn, gracias al completo y miserable fracaso que había contribuido a destrozar el alma de un hombre a quien mi abuela solía comparar con un paraguas roto. E incluso, al cabo de veinte años, nuestra amistad había acabado pareciéndose a una de las pequeñas ciudades de los relatos de Van Zorn: era una estructura que había terminado por sustentarse, sin que hubiéramos sido conscientes de ello, sobre una delgadísima membrana de realidad bajo la cual yacía una enorme y adormecida Cosa con un amarillento ojo que empezaba a entreabrir y con el que nos observaba escrutadoramente. Tres meses atrás, Crabtree había sido invitado a participar en el festival literario de aquel año —yo me las arreglé para que así fuera—, y durante todo ese tiempo, a pesar de que dejó numerosos mensajes para mí, sólo hablé con él en una ocasión, durante cinco minutos, una tarde de febrero, cuando volví a casa, ya bastante entonado, de una fiesta en casa de la rectora, para ponerme una corbata y reunirme con mi mujer en otra fiesta que daba su jefe en el Shadyside. Mientras hablaba con Crabtree me fumaba un porro y agarraba el auricular como si fuese una correa de sujeción y yo estuviese en el centro de un interminablemente largo túnel aerodinámico en el que el viento silbara e hiciera que mi cabello revoloteara alrededor de mi rostro y mi corbata ondeara a mi espalda. A pesar de que tuve la vaga impresión de que mi viejo amigo me hablaba con un tono que combinaba la irritación y la reconvención, sus palabras pasaron volando junto a mí, como virutas para embalaje, y las saludé con la mano mientras se alejaban. Aquel viernes fue una de las pocas ocasiones desde que éramos amigos en que no me entusiasmaba la idea de volver a verlo; incluso diría que esa perspectiva más bien me horrorizaba.
Recuerdo que aquella tarde les dije a los alumnos de mi curso que se marchasen a casa más temprano, con el pretexto de la celebración del festival literario. Al salir del aula todos miraron al pobre James Leer. Recogí las fotocopias anotadas y subrayadas de su último y estrambótico relato, así como las críticas mecanografiadas de los demás alumnos, guardé todo en la cartera, me puse la chaqueta y, al volverme para salir, vi que el chico seguía sentado al fondo del aula, en el centro del círculo de sillas vacías. Sabía que habría debido decirle algo para consolarlo —sus compañeros habían sido tremendamente duros con él, y parecía deseoso de escuchar algún comentario mío—, pero tenía el tiempo justo para llegar al aeropuerto y me cabreaba que se comportara siempre de aquel modo para despertar compasión, así que me limité a decirle adiós y salí.
—Apague la luz, por favor —me pidió con voz mortecina y vacilante.
Era consciente de que no debía hacerlo, pero, aun así, lo hice; ahí tienen una buena razón para que dejara mandado que esculpieran en mi lápida sepulcral unas palabras pidiendo perdón, o una de ellas, tal vez, porque mi tumba va a necesitar todo un monumento con frases de arrepentimiento grabadas en los cuatro costados con letra pequeña y muy apretada. Dejé a James Leer allí, sentado a solas en la oscuridad, y me planté en el aeropuerto casi con treinta minutos de antelación respecto de la hora a que tenía prevista su llegada el vuelo de Crabtree, lo cual me permitió quedarme un rato sentado en el coche, en el aparcamiento del aeropuerto, fumándome un canuto y escuchando a Ahmad Jamal[3]; y no voy a pretender que no hubiese estado planeando esa idílica media hora desde el momento en que les dije a mis alumnos que se fueran. A lo largo de los años he ido renunciando a muchos vicios, entre ellos el whisky, el tabaco y las diversas drogas que te liberan de las leyes de Newton, pero la marihuana y yo hemos seguido siendo compañeros inseparables. Aquel día tenía una bolsita de cierre hermético con treinta gramos de fragante hierba procedente del condado de Humboldt, California, en la guantera del coche.
Crabtree bajó del avión con un pequeño maletín de lona y una bolsa portatrajes colgada del brazo; una persona alta y atractiva caminaba junto a él. Esa persona lucía una larga melena, negra y rizada, un imponente abrigo rojo encima de un vestido negro y zapatos, también negros, con tacón de aguja de diez centímetros, y se reía, evidentemente encantada, de algo que Crabtree le susurraba sin apenas mover los labios. La verdad es que, a primera vista, me pareció que dicha persona no era una mujer, aunque no acababa de estar seguro.
—¡Tripp! —exclamó Crabtree mientras se acercaba tendiéndome la mano libre. Me dio un abrazo y yo lo apreté contra mí durante un par de segundos, tratando de determinar por la firmeza de su caja torácica si todavía me apreciaba—. Me alegro de verte. ¿Qué tal estás?
Lo solté y di un paso atrás. Llevaba dibujada en la cara su típica mueca de desdén, y su mirada era penetrante y severa, pero no parecía enojado conmigo. Con la edad había ido dejándose el pelo más largo, pero no para compensar una incipiente calvicie, como hacen algunos cuarentones coquetos, sino como manifestación de una vanidad más pura e incontestable: tenía una hermosa cabellera, espesa y castaña, que caía como un tupido cortinaje sobre sus hombros. Llevaba una gabardina de un discreto tono oliváceo y corte impecable sobre un elegante traje italiano en seda verdoso metálico, mocasines de cuero trenzado sin calcetines y unas gafas redondas, de escolar, que no le había visto nunca.
—Tienes un aspecto magnífico —dije.
—Grady Tripp, te presento a la señorita Antonia… ¡Ejem! La señorita Antonia…
—Sloviak —añadió la aludida, con una típica voz de mujer guapa—. Encantada de conocerle.
—Resulta que vive a dos pasos de mi casa, en Hudson —dijo Crabtree.
—¡Hola! —saludé—. Es mi calle favorita en Nueva York. —Traté de estudiar discretamente la arquitectura del cuello de la señorita Sloviak, pero llevaba anudado un vistoso pañuelo estampado. Supuse que eso, hasta cierto punto, podía ser una pista—. ¿Traéis equipaje?
Crabtree se quedó el maletín de lona y me tendió la bolsa portatrajes, que resultó ser sorprendentemente ligera.
—¿Esto es todo?
—Esto es todo —respondió—. ¿Podemos acompañar a la señorita Sloviak?
—No creo que haya inconveniente —dije con una ligera punzada de recelo, ya que empezaba a entrever la tarde que nos esperaba. Conocía demasiado bien la expresión de los ojos de Crabtree. Me estaba mirando como si fuese una criatura modelada por su cerebro y sus manos y estuviese a punto de pulsar el botón que haría que saliese corriendo espasmódicamente a campo traviesa, para llevar la desolación a las alquerías y despojar de su virginidad a las doncellas campesinas. Crabtree tenía muchas ideas de este estilo en el magín, y si caían en sus manos los medios para provocar algún lío, los utilizaría sin piedad aquella misma noche. Si la señorita Sloviak no era un travesti, sin duda Crabtree encontraría la manera de convertirla en uno—. ¿En qué hotel se aloja?
—Oh, vivo aquí —respondió la señorita Sloviak, y apareció en su rostro un rubor que le sentaba muy bien—. Bueno, mis padres viven aquí, en Bloomfield. Pero puede dejarme en el centro de la ciudad y tomaré un taxi desde allí.
—De acuerdo. De todos modos tenemos que ir al centro, Crabtree —dije, tratando de dejar claro que estaba allí por él y consideraba a la señorita Sloviak una invitada sólo temporal a nuestra fiesta particular—. Para recoger a Emily.
—¿Dónde es esa cena a la que vamos?
—En Point Breeze.
—¿Queda lejos de Bloomfield?
—No demasiado.
—Entonces, estupendo —dijo Crabtree, y, tomando a la señorita Sloviak del codo, se encaminó hacia la zona de recogida de equipajes moviendo con rapidez sus escuálidas piernas para acompasar su paso al de ella—. Vamos, Tripp —me llamó, volviendo la cabeza por encima del hombro.
El equipaje de su vuelo tardó un buen rato en salir, y la señorita Sloviak aprovechó el retraso para ir al lavabo; al de señoras, por supuesto. Crabtree y yo la esperamos, sonriéndonos mutuamente.
—Colocado como siempre, ¿eh? —dijo.
—¡Cabroncete! —solté—. ¿Qué tal estás?
—En paro —respondió, con una expresión sumamente risueña.
Empecé a esbozar una sonrisa, pero algo, un estremecimiento del músculo de su mandíbula, me hizo comprender que no bromeaba.
—¿Te han despedido? —pregunté.
—Todavía no —respondió—. Pero se ve venir. Me he pasado la semana haciendo llamadas telefónicas, y he comido con un par de personas. —Continuó moviendo las cejas y sonriendo, como si aquella desagradable perspectiva le divirtiese. Como Terry Crabtree poseía una notable capacidad de autodesprecio, hasta cierto punto así era, sin duda—. Pero no están haciendo cola, precisamente.
—Pero ¡por Dios!, Terry, ¿por qué? ¿Qué ha pasado?
—Una reestructuración —respondió.
Hacía un par de meses, la editorial que publicaba mis libros, Bartizan, fue absorbida por Blicero Verlag, un enorme consorcio mediático alemán, y los rumores de que los nuevos propietarios iban a despedir a mucha gente sin ningún miramiento habían llegado incluso hasta el lejano Pittsburgh.
—Creo que no cuadro en el nuevo perfil empresarial.
—¿Cuál es?
—Ser competente.
—¿Adónde irás?
Meneó la cabeza y se encogió de hombros.
—Bueno, ¿qué te ha parecido? —me preguntó—. La señorita Sloviak, quiero decir. Iba sentada a mi lado. —En alguna parte sonó un timbrazo que indicaba que iba a dar comienzo el carrusel de maletas. Creo que ambos pegamos un salto—. ¿Sabes a cuántos aviones he subido con la esperanza de que mi billete me colocase junto a alguien como ella, sobre todo en mis viajes a Pittsburgh? ¿No crees que dice mucho en favor de esta ciudad que haya sido la cuna de alguien como ella?
—Es un travestí.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó, como anonadado.
—¿No es cierto?
—Creo que ésa es suya —dijo al tiempo que señalaba una enorme maleta rectangular de cuero de potro moteado cubierta con lo que parecía una funda de plástico para un almohadón de sofá, la cual empezaba a asomar entre las tiras de goma en la cinta transportadora de equipajes—. Supongo que eso debe de servir para que no se le ensucie.
—Terry, ¿qué va a ser de ti? —le pregunté. Sentía como si el timbrazo todavía me estuviese reverberando en el pecho. ¿Qué va a ser de mí?, pensé. ¿Qué va a ser de mi novela?—. ¿Cuántos años llevabas trabajando en Bartizan? ¿Diez?
—Sólo diez, si no cuentas los últimos cinco —respondió mientras se volvía hacia mí—, que es lo que supongo que haces.
Me miró con el aire tranquilo y la combinación de malicia y afecto que me eran tan familiares. Antes de que abriese la boca, ya sabía qué me iba a preguntar.
—¿Qué tal va la novela? —dijo.
Alargué el brazo para coger la maleta de la señorita Sloviak antes de que pasase de largo ante nosotros.
—Muy bien —respondí.
Se refería a mi cuarta novela, o a lo que se suponía que iba a ser mi cuarta novela, Chicos prodigiosos, que le había prometido a Bartizan hacía más de cinco años. Mi tercera novela, El mundo subterráneo, había ganado un premio PEN y, con sus doce mil ejemplares, había vendido el doble que las dos anteriores juntas; como consecuencia de ello, Crabtree y sus jefes en Bartizan se habían sentido lo suficientemente optimistas acerca de mi inminente ascenso al status de, como mínimo, autor de culto para adelantarme una ridícula suma de dinero a cambio tan sólo de una fatua sonrisa del atónito autor, es decir, de mí, y de un título inventado sobre la marcha, fruto de una idea que se me habría ocurrido mientras meaba en el urinario de aluminio del lavabo de caballeros del estadio Three Rivers. Por suerte para mí, no tardé en dar con un argumento absolutamente soberbio para una novela —tres hermanos nacen, crecen y mueren en una pequeña ciudad embrujada de Pensilvania— y me puse a trabajar en él sin dilación; desde entonces había estado puliéndolo con diligencia. No tenía problemas de motivación ni de inspiración, sino al contrario: ante la máquina de escribir siempre me he mostrado entusiasmado y competente, pues jamás he sufrido eso que llaman «terror a la página en blanco», algo en lo que nunca he creído, además.
El problema, a decir verdad, era precisamente que me ocurría todo lo contrario. Tenía demasiado material sobre el que escribir: demasiados edificios imponentes y miserables que construir, calles a las que dar un nombre y campanarios que hacer repicar; demasiados personajes que hacer emerger de la tierra como flores cuyos pétalos arrancaba de los complejos y frágiles órganos interiores; demasiados atroces secretos genéticos y crematísticos que desenterrar, enterrar de nuevo y volver a desenterrar; demasiados divorcios que conceder, herederos que desheredar, citas que concertar, cartas que desviar hacia manos malignas, inocentes criaturas que enviar a la muerte víctimas de fiebres reumáticas, mujeres a las que dejar insatisfechas y desesperadas, hombres a los que arrastrar hasta el adulterio y el robo, fuegos que encender en el corazón de viejas mansiones. La novela narraba la historia de una familia y para entonces constaba ya de dos mil seiscientas once páginas, cada una de ellas revisada y reescrita media docena de veces. Y a pesar de los años que llevaba en ello y de las ingentes cantidades de palabras utilizadas para plasmar los excéntricos devaneos de mis personajes, éstos todavía no habían llegado a su cénit. Me encontraba todavía lejos del final.
—Ya la he terminado —dije—. Bueno, prácticamente la he terminado. Ahora estoy…, ya sabes, dándole pequeños retoques.
—Estupendo. Esperaba poder echarle un vistazo en algún momento durante el fin de semana. ¡Oh, creo que allí viene otra! —Señaló una pequeña maleta con un estampado rojo a cuadros, también cubierta con un envoltorio de plástico, que avanzaba hacia nosotros en la cinta transportadora—. ¿Crees que será posible?
Recogí la segunda maleta —que era más bien un bolso con forma de achaparrada medialuna y goznes en los costados— y la deposité en el suelo junto a la primera.
—No lo sé —respondí—. Mira lo que le pasó a Joe Fahey.
—Sí, se hizo famoso —dijo Crabtree—. Con su cuarto libro.
John José Fahey, otro escritor auténtico al que conocí, sólo escribió cuatro novelas: Noticias tristes, Melancólico, Aplausos y despedidas y Ocho sólidos años luz de plomo. Joe y yo nos hicimos amigos durante el semestre que pasé como profesor invitado, hacía casi doce años, en una universidad de Tennessee, donde él coordinaba los cursos de escritura creativa. Cuando lo conocí, Joe era un escritor disciplinado, con un admirable talento para la digresión narrativa, que se vanagloriaba de haber heredado de su madre mexicana, y muy escasos hábitos malos o ingobernables. Era un tipo extremadamente cortés y a sus treinta y dos años tenía el cabello cano por completo. Tras el moderado éxito de su tercera novela, sus editores le dieron un adelanto de 125 000 dólares para estimularle a que les escribiese la cuarta. Su primera tentativa abortó casi de inmediato. Se lanzó bravamente a una segunda, a la que se dedicó durante un par de años hasta que llegó a la conclusión que era una pura mierda y lo dejó correr. La tercera fue rechazada por los editores antes incluso de que Joe la hubiese terminado, porque, según ellos, resultaba ya demasiado larga y no encajaba en su línea editorial.
Después de eso, John José Fahey cayó en picado y se convirtió en un fracasado irrecuperable. Acabó consiguiendo que lo echasen de aquella universidad de Tennessee, donde era profesor numerario, presentándose borracho en horas lectivas, dirigiéndose con imperdonable crueldad a los alumnos menos dotados de sus clases y, en una ocasión, blandiendo desde la tarima una pistola cargada ante sus pupilos con la finalidad de enseñarles a escribir sobre el miedo. También logró ahuyentar a su esposa, que lo abandonó de mala gana y se llevó consigo la mitad del fabuloso anticipo. Al cabo de algún tiempo, Joe regresó a su Nevada natal y vivió en una sucesión de moteles. Años más tarde, mientras esperaba para cambiar de avión en el aeropuerto de Reno, me topé con él. No iba a ninguna parte; simplemente, se había dejado caer por allí. Al principio, fingió que no me reconocía. Se había quedado sordo de un oído y tenía una actitud fría y distante. Sin embargo, después de unas copas, acabó confesándome que por fin, tras siete tentativas, había enviado a su editor lo que consideraba el aceptable manuscrito final de una novela. Le pregunté cómo se sentía con respecto a lo que había escrito.
—Es aceptable —respondió fríamente.
Quise saber si conseguir acabar el libro le había hecho sentirse muy feliz. Tuve que repetirle la pregunta un par de veces.
—Feliz como un jodido pez en el agua —sentenció.
Después de aquel encuentro, empecé a oír rumores. Oí que poco después Joe trató de reescribir la séptima versión, tentativa que abandonó cuando su editor, perdida ya la paciencia, le amenazó con emprender acciones legales. Oí que hubo que suprimir pasajes enteros, debido a su vaguedad, su falta de lógica y su tono excesivamente amargado. Oí toda clase de comentarios desfavorables. Al final, sin embargo, Ocho sólidos años luz de plomo resultó ser un libro francamente bueno y, gracias a la publicidad adicional que le dio la precoz y absurda muerte de Joe —no sé si recuerdan que lo atropelló una furgoneta blindada que transportaba la recaudación de un casino—, se vendió muy bien. Los editores recuperaron con creces su inversión, y todo el mundo coincidió en que era una lástima que Joe Fahey no viviese para poder disfrutar de su éxito, aunque nunca he estado seguro de que fuera así. Ocho sólidos años luz de plomo, por si no han leído la novela, es el espesor de la coraza de ese metal con la que uno debería revestirse para evitar verse afectado por los neutrinos. Me temo que hay jodidos bichitos de ésos por todas partes.
—Vale, de acuerdo, Crabtree —dije—. Te dejaré leer…, no sé, una docena de páginas, o algo así.
—¿La docena que yo elija?
—De acuerdo, tú las eliges.
Me reí, pero me barruntaba qué doce páginas elegiría: las doce últimas. Lo cual iba a ser un serio problema, porque, como sabía que Crabtree iba a venir a la ciudad, durante el último mes me había dedicado a escribir cinco «capítulos finales» distintos, sometiendo a mis pobres personajes a medio perfilar a una amplia gama de desastres bíblicos, baños de sangre shakespearianos y pequeños accidentes domésticos, en un desesperado intento por conseguir hacer aterrizar antes de hora el gigantesco y veloz dirigible del cual era el desquiciado comandante. Por tanto, no existían «doce últimas páginas», sino sesenta, todas disparatadamente precipitadas, azarosas y violentas, el equivalente literario de la catástrofe ocurrida en el aeródromo de Lakehurst, Nueva Jersey, en 1937, en la que ardió el Hindenburg. Le dirigí a Crabtree una sonrisa idiota y la mantuve hasta que se apiadó de mí y miró a otro lado.
—Recoge eso —me dijo.
Bajé los ojos hacia la cinta transportadora. Envuelta, como las dos maletas, en una gruesa funda de plástico fijada con cinta adhesiva, avanzaba hacia nosotros una extraña caja de cuero negro, del tamaño de un cubo de basura, cuya forma respondía a una caprichosa geometría, como si hubiese sido diseñada para transportar intacto el corazón de un elefante, con todas sus válvulas y ventrículos.
—Debe de ser una tuba —aventuré. Me mordisqueé la cara interior de la mejilla y miré a Crabtree con los ojos entrecerrados—. ¿No crees?
—Supongo que sí —dijo Crabtree—. También está envuelta en plástico.
La recogí de la cinta transportadora —resultó ser más pesada de lo que parecía—, la coloqué junto a las dos maletas y nos volvimos hacia donde estaba el lavabo de señoras, a la espera de que la señorita Sloviak se reuniese con nosotros. Pasados varios minutos sin que hiciera acto de presencia, decidimos alquilar un carrito. Le pedí un dólar a Crabtree y, tras un breve toma y daca con el distribuidor automático de carritos, cargamos en él las maletas y lo empujamos sobre la moqueta hacia el lavabo de señoras.
—¿Señorita Sloviak? —la llamó Crabtree a la vez que golpeaba caballerosamente con los nudillos en la puerta de los servicios.
—Ahora mismo salgo —respondió ella.
—Probablemente, está volviendo a sujetar con velcro la cinta de plástico con que se echa el pito hacia abajo para que no se le note —comenté.
—¡Tripp! —dijo Crabtree. Me miró a los ojos y aguantó la mirada tanto como le permitió el agitado estado de sus receptores de placer—. ¿De verdad que la tienes prácticamente terminada?
—Claro —respondí—. Por supuesto que sí, Crabtree. ¿Sigues dispuesto a ser mi editor?
—Claro —dijo. Dejó de mirarme y se volvió para contemplar el menguante desfile de maletas en la cinta transportadora—. Todo saldrá bien, ya lo verás.
En ese momento la señorita Sloviak salió del lavabo de señoras, con el peinado recompuesto, un toque de color en las mejillas, los párpados sombreados con un tono verde claro y oliendo a lo que reconocí como Cristalle, el perfume que usaban tanto mi mujer, Emily, como mi amante, Sara Gaskell. No resultó una sorpresa muy agradable, como pueden imaginarse. La señorita Sloviak echó un vistazo al equipaje en el carrito, miró a Crabtree y en sus labios pintados se dibujó una amplia y casi intolerablemente coqueta sonrisa que dejó al descubierto su dentadura.
—Dígame, señor Crabtree —dijo con una estimable imitación de Mae West—. ¿Eso que asoma ahí, en el carrito, es una tuba, o simplemente es que se alegra usted de verme?
Al mirar a Crabtree descubrí, para mi sorpresa, que se había puesto colorado como un tomate. Hacía mucho tiempo que no le veía reaccionar así.