APÉNDICE


EL REGALO DE COCHISE

Tensa y pálida, Angie Lowe se plantó ante la puerta de su cabaña con una escopeta de dos cañones en las manos. Junto a la puerta había un Winchester 73 y sobre una mesa, dentro de la casa, dos Colts Walker.

Delante de la casa había doce apaches montados en ponis blancos desgreñados, y uno de los indios había alzado una mano, con la palma hacia fuera. El apache que montaba el bayo con manchas blancas era Cochise.

Junto a Angie estaban su hijo de siete años, Jimmy, y su hija de cinco, Jane.

Cochise, sin apearse del caballo, guardaba silencio; los ojos negros e inescrutables escrutaban a la mujer, a los niños, la cabaña y el pequeño jardín. Miró los dos ponis del corral y las tres vacas. Su mirada se alejó hacia el pequeño almiar de heno cortado en la vega y más allá, a los pocos novillos que había en el cañón.

En tres ocasiones los apaches habían atacado aquella cabaña solitaria y en las tres los habían rechazado. En total, habían perdido siete hombres y tres habían resultado heridos. Habían muerto cuatro ponis. Sus bravos informaban de que no había ningún hombre en la casa, sólo una mujer y dos niños, y Cochise había acudido para conocer a la mujer, tan certera con el rifle, que estaba matando a sus guerreros.

Estos eran los mismos que habían vencido en fuerza, astucia y velocidad al mejor de los ejércitos americanos, que superaba a los apaches en la proporción de cien a uno. Sin embargo, una mujer sola con dos niños los había vencido, y era apenas mayor que una niña. Y ahora estaba preparada para luchar. Hubo un destello de admiración en los ojos de Cochise mientras la evaluaban. Los apaches eran un pueblo guerrero y respetaban el carácter luchador.

—¿Dónde está tu hombre?

—Ha ido a El Paso.

La voz de Angie fue firme, aunque estaba asustada como nunca lo había estado. Había reconocido a Cochise por las descripciones y sabía que si él decidía matarla o apresarla, eso es lo que sucedería. Hasta entonces, los asaltos esporádicos que había repelido eran de pequeñas bandas de guerreros que atacaban la cabaña cuando iban de paso.

—Lleva mucho tiempo fuera. ¿Cuánto?

Angie vaciló, pero mentir no formaba parte de su naturaleza.

—Se fue hace cuatro meses.

Cochise meditó en la respuesta. Sólo un estúpido abandonaría a una mujer así, a unos niños como aquellos. Sólo había una causa que pudiera impedir su regreso.

—Tu hombre ha muerto —dijo.

Angie aguardó, su corazón batiendo con fuertes latidos rítmicos. Hacía mucho que pensaba que Ed había muerto, pero el modo como Cochise lo había dicho no daba a entender que hubiera sucedido a manos de los apaches, sólo que tenía que estar muerto porque en otro caso habría regresado.

—Luchas bien —dijo Cochise—. Has matado a mis jóvenes.

—Tus jóvenes me atacaron —hizo una pausa y añadió—: Robaron mis caballos.

—Tu hombre ha muerto. ¿Por qué tú no te vas?

Angie lo miró sorprendida.

—¿Irme? ¿Por qué? Esta es mi casa. La tierra es mía. El arroyo es mío. No voy a irme.

—Este es un arroyo apache —le recordó Cochise razonablemente.

—Los apaches viven en las montañas —contestó Angie—. No necesitan el arroyo. Yo tengo dos hijos, yo sí lo necesito.

—Pero cuando el apache venga aquí, ¿dónde beberá? Su garganta estará seca y tú le negarás el agua.

El hecho de que Cochise estuviera dispuesto a hablar despertó sus esperanzas. Había habido un tiempo en que los apaches no estaban en guerra con el hombre blanco.

—Cochise habla con lengua doble —dijo ella—. Hay agua más allá —señaló hacia las colinas, donde Ed le había dicho que había manantiales—. Pero si el pueblo de Cochise acude en paz, podrá beber del arroyo.

El líder apache sonrió levemente. Semejante mujer podría criar a toda una nación de guerreros. Dedicó un gesto a Jimmy.

—¿El pequeño también dispara?

—Sí —dijo Angie, orgullosa—, ¡y muy bien, además! —señaló un brote que asomaba en lo alto de una chumbera—. Demuéstraselo, Jimmy.

La chumbera no estaba a menos de doscientas yardas, y el Winchester era grande y pesado, pero lo alzó decidido y lo afirmó contra la jamba de la puerta como su padre le había enseñado, apuntó un instante y disparó. El brote de la chumbera se desintegró.

Hubo gruñidos de apreciación entre los cobrizos guerreros. Cochise rio entre dientes.

—El pequeño guerrero dispara bien. Es bueno que tú no tengas hombre. Engendraríais un ejército de pequeños guerreros para luchar contra mi gente.

—No tengo ningún deseo de luchar contra tu gente —dijo Angie serena—. Tu gente tiene sus costumbres y yo las mías. Yo vivo en paz cuando me dejan en paz. No pensaba —añadió muy digna— que el gran Cochise hiciera la guerra a las mujeres.

El apache la miró e hizo dar media vuelta a su poni.

—Mi gente no te dará más problemas —dijo—. Eres la madre de un hijo fuerte.

—¿Qué hay de mis dos ponis? —reclamó ella a su espalda—. Tus guerreros se los llevaron.

Cochise no dio media vuelta ni miró atrás, y el grupo de jinetes lo siguió. Angie retrocedió hasta entrar en la cabaña y cerró la puerta. Se dejó caer sentada, pálida, con las piernas temblando.

A la mañana siguiente, cautelosa, fue al arroyo a por agua. Sus ponis estaban de regreso en el corral. Los habían devuelto durante la noche.

Lentamente pasaron los días. Angie aró una pequeña sección de la vega y la plantó. Sin ayuda, cortó heno y levantó otro almiar. Vio en varias ocasiones a los indios, pero no la molestaron. Una mañana, cuando abrió la puerta, un cuarto de antílope aguardaba en uno de los escalones de la entrada, aunque no había ningún indio a la vista. Varias veces durante las siguientes semanas, vio huellas de mocasines cerca del arroyo.

En una ocasión, al salir de la cabaña al amanecer, vio a una niña india que tomaba agua del arroyo. Angie la llamó y la niña se volvió rápidamente hacia ella. Angie se acercó y le ofreció un pañuelo de seda roja brillante. La niña apache se fue complacida.

Y a la mañana siguiente había otro cuarto de antílope en la entrada, pero no vio a indio alguno.

Ed Lowe había construido la cabaña en el cañón West Dog en la primavera de 1871, pero fue Angie quien escogió el lugar, no Ed. En Santa Fe te habrían contado que Ed Lowe era atractivo, holgazán y simpático. Era también, para su desgracia, diestro con el revólver.

El padre de Angie había llegado a Nueva York procedente del condado de Mayo, y de Nueva York había ido a Mississippi, donde se convirtió en un duro y pendenciero barquero fluvial. En Nueva Orleans conoció a una bonita chica cajún y se casó con ella. Juntos partieron hacia el oeste rumbo a Santa Fe, y Angie nació en el camino. Ambos padres fallecieron de cólera cuando Angie tenía catorce años. Vivió con una familia irlandesa durante los tres años siguientes, y entonces, con diecisiete, se casó con Ed Lowe.

Santa Fe no ejercía buena influencia sobre Ed, y Angie no dejó de insistir hasta que se trasladaron al sur. Era territorio apache, pero siguieron adelante hasta alcanzar unas viejas ruinas españolas en West Dog. Allí había pasto, agua y abrigo contra el viento.

Había leña y piñones y caza. Y Angie, con su buen ojo irlandés para la tierra, supo que las cosechas se darían bien. La casa la levantaron sobre las ruinas de la antigua construcción española, aprovechando los gruesos muros y el suelo. El emplazamiento estaba admirablemente seleccionado desde el punto de vista defensivo. La casa se ubicaba en un recodo de un risco, bajo un saliente que le prestaba cobijo, de modo que sólo era posible acercarse desde dos direcciones, que se podían cubrir fácilmente apostándose en la puerta y las ventanas.

Durante siete meses, Ed trabajó duramente y sin pausa. Plantó la primera cosecha, construyó la casa y se reveló como un mañoso. Reparó el arado viejo que compraron, limpió el arroyo y cubrió el fondo y los laterales con losas de piedra. Si echaba de menos a sus alegres amistades de Santa Fe, no dio muestras de ello. Las provisiones empezaron a escasear, y cuando él finalmente partió para reponerlas, Angie lo vio alejarse con punzadas de angustia en el pecho.

Ella no sabía si amaba a Ed. El arrebato inicial de entusiasmo había quedado atrás, y Ed Lowe había resultado ser menos de lo que esperaba. Pero él lo había intentado; eso Angie se lo reconocía. Y no había sido fácil para él. Era amigo de la compañía y tenía debilidad por la charla ingeniosa e intrascendente, cosas que añoraba en la soledad del territorio apache. Y cuando él partió, ella no sabía si volvería a verlo. No lo hizo.

Santa Fe estaba a gran distancia hacia el norte, pero la floreciente localidad de El Paso se hallaba a menos de cien millas al oeste, y fue hacia allí adonde Ed Lowe se encaminó por provisiones y semillas.

Tomó unas copas —las primeras en meses— en un salón. Cuando el licor le hubo templado el estómago, Ed Lowe miró complacido a su alrededor. Sintió una preocupación pasajera al pensar en su mujer y los niños, allá en territorio apache, pero no era propio de Ed Lowe preocuparse durante mucho tiempo. Tomó otra copa y se apoyó en la barra, charlando con el barman. Todo lo que Ed pedía a la vida era comida suficiente, un caballo, una copa de cuando en cuando y compañeros con los que conversar. No es que tuviera nada importante que decir. Simplemente, le gustaba hablar.

De pronto, una silla chirrió contra el suelo y Ed se dio media vuelta. Un hombre alto y fornido, con una tupida mata de pelo negro y una camisa ajada por la intemperie, se encontraba acorralado. Ante él, al otro lado de la mesa, estaban tres jóvenes malencarados, evidentemente hermanos.

Ches Lane no se percató de que Ed Lowe lo observaba desde la barra. Sólo tenía ojos para los hombres ante él.

—¡Lo has hecho a propósito!

La afirmación suponía un reto.

El hombre de ancho pecho situado a la izquierda dejó ver una sonrisa de dientes rotos.

—Así es, Ches. Lo he hecho a propósito. Tú mataste a Dan Tolliver en el Brazos.

—Él empezó la pelea.

Ches se daba cuenta de lo grave de la situación. Estaba acorralado, y por tres de los pendencieros y vengativos Tolliver.

—Eso no cambia nada —dijo el Tolliver de pecho ancho—. ¡El que derrama sangre de los Tolliver, muere a manos de los Tolliver!

Ed Lowe se acercó desde la barra.

—Tres contra uno es muy desigual —dijo en voz baja y amistosa—. Si el caballero del rincón no tiene inconveniente, me pondré de su lado.

Dos de los Tolliver lo miraron. Ed Lowe sonreía relajado, la mano rondando el revólver.

—¡No te metas! —dijo con aspereza uno de los hermanos.

—Ya estoy metido —contestó Ed—. ¿Por qué no os largáis, chicos?

—Ni hablar de…

La mano del hombre se lanzó por el arma y la estancia se colmó de ruido.

Ed sonreía tranquilamente, despreocupado como siempre. El revólver apareció en su mano. Lo sintió brincar, vio al más cercano de los Tolliver salir lanzado hacia atrás y le disparó de nuevo cuando caía al suelo. Sólo tuvo tiempo de ver a Ches Lane empuñando dos pistolas y caer a otro Tolliver antes de que algo le atravesara el estómago. Retrocedió hasta topar con la barra, sintiéndose mal de pronto.

Cesó el ruido; la estancia quedó en silencio, tomada por el acre olor de la pólvora. Tres Tolliver yacían muertos en el suelo y Ed Lowe agonizaba. Ches Lane se acercó.

—Hemos acabado con ellos —dijo Ed—, claro que sí. Pero ellos han acabado conmigo.

Su expresión cambió de repente.

—Dios del cielo, ¿qué será de Angie?

Y entonces se derrumbó y quedó inmóvil en el suelo, la sangre manchando su cabeza y mezclándose con el serrín.

Con expresión rígida, Ches alzó la mirada.

—¿Quién es Angie? —preguntó.

—Su mujer —dijo el barman—. Está al noreste, en territorio apache. Me estaba hablando de ella. También hay dos niños.

Ches Lane contempló el cuerpo desmañado de Ed Lowe. Aquel hombre le había salvado la vida.

Él podría haberse enfrentado a uno, también a dos; pero contra tres habría acabado muerto. Ed Lowe, al involucrarse, había salvado la vida de Ches Lane.

—¿No dijo dónde?

—No.

Ches Lane se alzó el sombrero sobre la frente.

—¿Qué hay al noreste?

El barman apoyó las manos en la barra.

—Cochise —dijo.

Durante más de tres meses, Ches Lane recorrió la zona arriba y abajo en busca de la mujer. El problema era que no tenía ninguna pista sobre la ubicación de la casa de Ed Lowe. Revisar el caballo de Ed no le había dicho nada. Lowe había adquirido semillas y munición; las semillas indicaban un buen suministro de agua, y la munición problemas. Pero en aquel paraje siempre había problemas.

Un hombre había muerto por salvarle la vida, y Ches Lane tenía un profundo sentido de la obligación. Aquella mujer esperaba en alguna parte, si continuaba con vida, y era deber de él localizarla y cuidar de ella. Cabalgó hacia el noreste, buscando alguna pista, pero no dio con ninguna. Las tormentas de arena habían eliminado toda posibilidad de seguir hacia atrás el rastro dejado por Lowe. En realidad, el cañón West Dog se hallaba más al este que al norte, pero él no tenía modo de saberlo.

Fue al norte, bordeando los escarpados montes San Andreas. El calor lo abrasaba, el viento caliente le cuarteaba la piel. Le creció el pelo, reseco y rígido y aclarado por la intemperie. Al dirigirse al norte, los apaches supieron pronto de su presencia. Luchó contra ellos en un solitario pozo de agua y luchó contra ellos en ruta. Mataron a su caballo y él pasó la silla de montar al de refresco y siguió adelante. Lo arrinconaron entre las rocas y él mató a dos y escapó durante la noche.

Siguieron su rastro a través de White Sands y dejó atrás otros dos muertos. Luchaba con furia y sin piedad, nada podía hacerlo cejar en su empeño. Se desvió al este por los lechos de lava y continuó más allá aún, hasta el Pecos. Sólo vio a dos hombres blancos, y ninguno sabía nada de una blanca.

El barbudo rio con aspereza.

—¿Una mujer sola? ¡No duraría ni un mes! A estas alturas los apaches la han hecho prisionera o está muerta. ¡No seas idiota! Lárgate de este territorio antes de que te maten.

Escuálido, ajado por el viento y despiadado, Ches Lane insistió. Los mescaleros lo acorralaron en Rawhide Draw y les plantó cara hasta que cedieron. Los apaches se pegaban a su rastro con denuedo.

La total determinación de aquel hombre les fascinaba. Nacidos y criados en una tierra escabrosa y solitaria, los apaches eran conocedores de las dificultades de la supervivencia; sabían lo que un hombre tenía que hacer para vivir, cuál era el modo en que debía vivir. Incluso mientras trataban de matar a aquel hombre, lo amaban, pues era uno de los suyos.

Los pantalones vaqueros de Lane acabaron hechos un harapo. Dos agujeros de bala adornaban el viejo sombrero negro. El impermeable estaba hecho jirones; la silla de montar, tan amorosamente cuidada hasta entonces, estaba cubierta de arañazos causados por la grava y la maleza. Por la noche limpiaba las armas y por el día seguía los rastros. En tres ocasiones encontró ranchos quemados hasta los cimientos; los buitres y los coyotes limpiaban los huesos dispersos de los antiguos pobladores.

Una vez se topó con un carromato cubierto, la lona flameaba al viento, un hombre yacía derrumbado en el pescante, con un revólver cerca de la mano. Estaba muerto y también su mujer, y sus cantimploras castañeteaban como calaveras vacías.

Más escuálido cada día, Ches Lane siguió adelante. Una noche acampó en un cañón cerca de unos robles blancos. Oyó el casco de un caballo golpear contra una piedra y se apartó del pequeño fuego, pistola en mano.

Los jinetes eran hombres blancos, y eran dos. Joe Tompkins y Wiley Lynn se dirigían al oeste, y Ches Lane adivinada el porqué. Los conocía de antes y les contó lo que estaba haciendo.

Lynn soltó una risita. Era un hombre de rostro flaco, pelo rubio y lacio, y uñas sucias.

—Una forma rara de conseguir una mujer. Las hay más fáciles.

—No es por diversión —contestó Ches cortante—. Tengo que encontrarla.

Tompkins lo miraba fijamente.

—¡Ches, estás loco! Esa gente es dueña del territorio, hace lo que quiere. Eso significa que la chica está muerta. Ninguna mujer puede durar tanto en territorio apache.

Con la llegada del día, los dos hombres siguieron hacia el oeste y Ches Lane se desvió al sur.

El antílope y el ciervo son criaturas peculiares, a menudo su curiosidad las conduce a la muerte. La vaca longhorn, que pronto se convierte en salvaje en las llanuras, adquiere el mismo rasgo. Es esencialmente curiosa. Cualquier elemento nuevo o movimiento extraño le hace levantar la cabeza y poner las orejas alerta. Muchas veces se puede atraer a una longhorn, al igual que a un ciervo, a una distancia de un tiro de piedra sin más que algún truco que llame su atención, como agitar un pañuelo, ocultarse bajo una piel de animal o incluso, simplemente, pasar a pie cerca de ella.

Esta característica de las bestias salvajes se repite en el indio. El jinete solitario que luchaba tan desesperadamente y conocía tan bien el desierto, pronto se convirtió en objeto de habladurías entre los apaches. Alrededor de las hogueras de cada ranchería debatían sobre aquel extraño jinete que parecía dirigirse a ninguna parte, pero que nunca dejaba de cabalgar, como un perro-lobo escuálido siguiendo un rastro. Cabalgaba por mesas y cañones; escrutaba las huellas en cada pozo de agua; oteaba largamente desde cada cumbre. Resultaba obvio que buscaba algo, ¿pero qué?

Cochise había regresado a la cabaña del cañón West Dog.

—Pequeño guerrero muy joven —dijo—, muy joven para cazar. Tú te unirás a nuestro pueblo. Tomarás a un apache como esposo.

—No —Angie meneó la cabeza—. Las costumbres de los apaches son buenas para los apaches, y las costumbres del hombre blanco son buenas para el hombre blanco, y la mujer.

Los indios se alejaron al galope sin decir nada, pero esa noche, como había hecho otras muchas noches después de que los niños se durmieran, Angie lloró. Sollozó en silencio, la cabeza apoyada en los brazos. Era tan bonita como siempre, pero su rostro había adelgazado por la preocupación y el esfuerzo de los últimos meses, las semanas y los meses sin esperanza.

Las cosechas eran pequeñas aunque de buena calidad. El pequeño Jimmy la ayudaba en el trabajo. Por las noches, Angie se sentaba a solas en los escalones de la entrada y observaba a las sombras congregarse en el fondo del largo cañón, escuchaba a los coyotes que aullaban en la cordillera de las Guadalupes, oía resoplar a los caballos en el corral. Vigilaba, esperanzada todavía, aunque para entonces ya sabía que Cochise estaba en lo cierto. Ed no volvería.

Pero aunque estuviera dispuesta a abandonar el primer hogar de verdad que había conocido, podía no haber adónde huir. Allí la protegía Cochise. Otros apaches de otras tribus no estarían tan dispuestos a dejarla en paz.

Al amanecer ya estaba en pie. El aire matutino era diáfano y fresco, aunque pronto volvería a hacer calor. Jimmy fue al arroyo por agua, y, después de desayunar, los niños jugaron mientras Angie cosía a la sombra de un álamo grande y viejo. Era domingo, un día cálido y encantador. De cuando en cuando, levantaba la vista para mirar hacia el cañón, sonriendo a medias por su insensatez.

El patio de tierra endurecida estaba barrido, las sartenes colgadas en la pared de la cocina, ordenadas y brillantes. Los niños llevaban el pelo cortado y había un pequeño ramo de flores en un jarrón sobre la mesa de la cocina.

Al cabo de un rato, Angie dejó la costura y se cambió de vestido. Se peinó con cuidado y, mirándose en el espejo, vio con repentina lástima que era atractiva, y nada más que una niña.

Resuelta, dio la espalda al espejo y, cogiendo una Biblia, volvió bajo el álamo. Los niños dejaron de jugar y se acercaron, pues aquel era su ritual de los domingos, el único que seguían. Ella abrió la Biblia y leyó despacio.

—«… aunque camino por el valle de la sombra de la muerte, no temeré ningún mal; pues Tú estás conmigo; Tu báculo y Tu cayado me confortan. Dispones una mesa ante mí en presencia de mis enemigos. Tú…»

—Mamá —Jimmy le tiraba de la manga—. ¡Mira!

Ches Lane había llegado a un cañón angosto a media tarde y decidió acampar allí. Tenía pocas posibilidades de dar con otro emplazamiento igual de adecuado, y estaba exhausto, los músculos blandos por el cansancio. El cañón era una hendidura en el lecho rocoso de cuya presencia no había ninguna indicación hasta que se llegaba a él. Tras una breve búsqueda, Ches dio con una ruta para acceder al fondo y acampó bajo un saliente rocoso que le prestaba abrigo contra el viento. Había agua y un pequeño parche de hierba.

Después de beber y revolcarse en el suelo, el caballo pastó ansioso la hierba verde y rica, y Ches hizo una hoguera sin humo sirviéndose de vieja madera de deriva tomada del fondo del cañón. Era su primera comida caliente en días, y cuando hubo dado cuenta de ella, apagó el fuego, lio un cigarrillo y se reclinó satisfecho.

Antes de que se hiciera de noche, subió al borde del cañón para echar un vistazo a los alrededores. El sol estaba bajo y se habían alargado las sombras. Después de media hora de escrutinio, se convenció de que no había nada vivo en millas a la redonda, al margen de la habitual vida del desierto. Regresó al fondo del cañón, trasladó al caballo a una zona con más hierba y extendió su petate. Por primera vez en un mes, durmió sin temor.

Se despertó sobresaltado a la luz del día. El caballo había oído algo, tenía la cabeza erguida. Rápidamente, Ches llevó a la montura debajo del saliente de roca. Se puso las botas, enrolló el petate y ensilló el caballo. Seguía sin oír nada.

Trepó de nuevo a la cima del cañón, recorrió el desierto con la mirada sin ver nada. De vuelta junto a su caballo, montó y recorrió el cañón rumbo a la planicie que se extendía a su extremo. Al salir de la boca de la hendidura fue a parar en mitad de una partida de guerra de más de veinte apaches, invisibles hasta que se pusieron en pie tras las rocas, los rifles apuntándole. No tuvo ninguna oportunidad.

Rápidamente, le ataron las muñecas al pomo de la silla; también le ataron los pies. Sólo entonces vio a quien dirigía la partida. Era Cochise.

Se trataba de un indio enjuto y fibroso, que había superado los cincuenta años, el cabello negro entreverado de gris, los rasgos nítidos y poderosos. Miraba fijamente a Lane, y no había nada en su rostro que revelara lo que estuviera pensando.

Varios de los guerreros jóvenes hablaban atropelladamente y agitaban los brazos. Ches Lane no comprendía nada de lo que decían, pero permaneció erguido sobre la silla, la cabeza alta, a la espera. Entonces Cochise habló y la partida se puso en marcha, guiando el caballo de Ches.

El sol calentaba con fuerza y las millas se hacían largas. No le ofrecieron agua ni él la pidió. Los indios lo ignoraban. En una ocasión, uno de los bravos puso su caballo a su altura y golpeó a Ches con saña. Lane no emitió sonido alguno, no dio muestras de dolor. Cuando por fin se detuvieron, fue ante un inmenso hormiguero que bullía de grandes hormigas rojas del desierto.

Sin contemplaciones, le desataron los pies y lo tiraron de la silla. Él se plantó sobre sus talones y les gritó en español:

—¡Los apaches son mujeres! ¡Me atan al hormiguero porque les asusta pelear contra mí!

Un indio lo golpeó y Ches le devolvió una mirada de furia. Si iba a morir, les enseñaría cómo lo hace un hombre. No obstante, conocía la naturaleza impredecible de los indios, su gran respeto por el valor.

—¡Dame un cuchillo y mataré a cualquiera de tus guerreros!

Lo miraron con fijeza, y un apache fornido ordenó a los demás que lo soltaran. Cochise dijo algo y el enorme guerrero respondió enfadado.

Ches Lane señaló el hormiguero.

—¿Es ésta muerte para un guerrero? He combatido a tus hombres más fuertes y he vencido. No he dejado rastro que puedan seguir, y durante meses he vivido entre vosotros, y ahora sólo me habéis capturado por casualidad. Dame un cuchillo —dijo en tono grave—, ¡y lucharé contra él! —señaló al indio robusto de oscuro rostro.

La cruel boca del guerrero se tensó, y este golpeó a Ches en la cara.

El hombre blanco saboreó la sangre y la cólera.

—¡Mujer! —dijo Ches—. ¡Coyote! ¡Me tienes miedo! —ante la indecisión de los indios, Ches se volvió hacia Cochise—. ¡Libera mis manos y déjame luchar! —solicitó—. Si venzo, déjame ir.

Cochise dijo algo al indio fornido. Al instante, todos se quedaron inmóviles. Luego un apache se apresuró a cortar de un tajo las ligaduras de Ches. Este se liberó de las correas y se frotó las muñecas para reactivar la circulación. Un indio le tiró un cuchillo a los pies. Era su propio cuchillo Bowie.

Ches se quitó las botas de montar. Calzado sólo con los calcetines, sosteniendo bajo el cuchillo, con el filo hacia arriba, miró al guerrero fornido.

—No te prometo nada —dijo Cochise—, salvo una muerte honorable.

El guerrero se acercó a él caminando como un gato. Cauteloso, Ches comenzó a moverse en círculos. No sólo tenía que vencer al apache, sino también escapar. Se permitió una mirada de reojo a su caballo. Estaba solo. Ningún indio lo guardaba.

El apache se aproximaba con rapidez, lanzaba cuchilladas aviesas. Ches, que había aprendido a pelear con cuchillo en el Bayou de Luisiana, giraba la cadera a tiempo y la hoja pasaba a escasa distancia de él. Atacó habilidosamente, pero el apache consiguió desviar el cuchillo, que no se hincó en la carne. Sin embargo, al pasar entre el torso y el brazo del indio, le abrió un corte profundo en el antebrazo izquierdo.

El indio arremetió de nuevo, como un gato enfurecido, chorreando sangre. Ches se hizo a un lado, pero un tajo de revés lo arañó, y sintió el afilado mordisco de la hoja. Se detuvo, firmemente plantado sobre los talones, para recobrar aliento.

No había bebido en horas. Tenía los labios cuarteados. Sudaba, y el sudor le picaba en los ojos. Miró fijamente los malévolos ojos negros del apache y se lanzó contra él. El indio arremetió a su vez, y Ches dio un paso a un lado como los boxeadores y giró sobre los talones.

El quiebro repentino hizo que el indio pasara de largo, pero, al tropezar con una piedra, Ches no logró hundir el cuchillo en los riñones del apache. La punta trazó una fina línea roja a través de la espalda del indio. Este fue rápido. Antes de que Ches pudiera recobrar el equilibrio, aferró la muñeca de la mano con que el hombre blanco sostenía el cuchillo. Desesperadamente, Ches hizo lo mismo con el indio, y forcejearon pecho contra pecho.

Viendo una oportunidad, Ches flexionó de repente las rodillas, luego levantó una y se echó hacia atrás, lanzando al apache a la arena por encima de su cabeza. Un instante después, se había puesto en pie y estaba sobre el apache. El guerrero había perdido el cuchillo y yacía en el suelo mirando hacia arriba, con la mirada oscurecida por el odio.

Fríamente, Ches retrocedió, recogió el cuchillo del indio y se lo tendió desdeñoso. Hubo gruñidos entre los demás apaches, y entonces su antagonista se abalanzó contra él. Pero la pérdida de sangre lo había debilitado, y Ches se apartó con rapidez, desvió la hoja y hundió el cuchillo hasta la empuñadura en el vientre del indio.

Los negros ojos de este lo miraron con furia, si bien no hubo ningún lamento. Un tirón y el guerrero acabaría destripado, pero Ches se hizo a un lado.

—Es un hombre fuerte —dijo Ches—. Para mí es suficiente haber vencido.

Pausadamente, caminó hasta su caballo y montó. Miró a su alrededor, todos los rifles le apuntaban.

Así que no había conseguido nada. Confiaba en que la compasión generara compasión, que el respeto de los apaches hacia un buen luchador le proporcionara la libertad. Se había equivocado. Una vez más, lo ataron a su caballo, pero no le quitaron el cuchillo.

Cuando por fin acamparon, le dieron de comer y de beber. Lo ataron de nuevo y le echaron una manta por encima. El amanecer los encontró a caballo. En español, les preguntó adónde lo llevaban, pero no dieron señales de haberle oído. Cuando volvieron a detenerse, fue junto a un corral de madera, cerca de una cabaña de piedra.

Cuando Jimmy habló, Angie se puso rápidamente en pie. Con alivio, reconoció a Cochise, pero al instante se dio cuenta de que aquella era una partida de guerra. Y entonces vio al prisionero.

—No tomar hombre apache, tú tomar hombre blanco. Este hombre buen cazador, buen luchador. Él guerrero fuerte. Tú tomarlo.

Arrebolada y sorprendida, Angie miró atentamente al prisionero, en cuyos ojos oscuros percibió un destello de humor.

—¿Es este el destino peor que la muerte del que he oído hablar? —preguntó él amablemente.

—¿Quién eres tú? —quiso saber ella, dándose cuenta al instante de que era una pregunta completamente absurda.

Los apaches habían retrocedido y observaban con curiosidad. Ella no podía hacer nada por el momento, salvo aceptar la situación. Evidentemente, los indios pensaban que le hacían un favor, y no sería prudente ofenderlos. En caso de no haberle llevado al hombre, podrían haberlo matado.

—Me llamo Ches Lane, señora —dijo él—. ¿Querría usted desatarme? Me sentiría mucho más seguro.

—Por supuesto.

Confusa aún, se aproximó al hombre y le desató las manos. Un indio dijo algo y los otros soltaron risitas; a continuación, con un grito, dieron media vuelta a los caballos y abandonaron el cañón al galope.

Su partida la dejó repentinamente indefensa, el sombrío orbe de soledad hecho añicos por obra del completo desconocido que estaba ante ella, el hombre alto y barbudo traído del desierto como regalo.

Se alisó el delantal, pálida de pronto al darse cuenta de lo que implicaba que le hubieran hecho entrega de aquel hombre. ¿Qué pensaría él de ella? Angie se volvió apresuradamente.

—Hay agua caliente —dijo de modo atropellado, tratando de evitar que él hablara—. La cena está casi lista.

Entró a toda prisa en la cabaña y se detuvo ante la estufa, con la mente en blanco. Miró a su alrededor como si acabara de despertarse de pronto en un lugar desconocido. Oyó verter agua en la palangana que había junto a la puerta y oyó al hombre coger la navaja de Ed. Ella no había retirado la caja con sus herramientas de afeitar. Haberlo hecho sería…

—Tiene usted un buen sitio aquí, señora. Buen trabajo.

Ella titubeó, luego se asomó decidida a la puerta.

—Sí, Ed…

—Es usted Angie Lowe.

Lo miró sorprendida de que la conociera. Mientras se afeitaba, él le habló de Ed y de lo sucedido en el salón.

—Ed era así. Nunca tenía en cuenta las consecuencias de sus actos hasta que era demasiado tarde.

—Para mí fue una suerte que no lo hiciera.

Sin la barba parecía más joven. Había cierta solemnidad serena en su rostro. Ella volvió adentro y puso platos en la mesa. Era consciente de que él estaba en la puerta, observándola.

—No tiene que quedarse —dijo ella—. No me debe nada. Lo que hizo Ed lo hizo porque quiso hacerlo. Usted no es responsable.

Él no respondió, y cuando ella volvió a acercarse a la estufa le echó un breve vistazo. El hombre miraba hacia el valle.

Hubo una estudiada deferencia en la forma de moverse del hombre cuando ocupó su lugar en la mesa. Los niños lo contemplaban con los ojos de par en par y en silencio; hacía mucho desde la última vez que un hombre se había sentado a aquella mesa.

Angie no recordaba cuándo se había sentido así. Era consciente de la torpeza de sus manos, que nunca parecían estar en el lugar correcto ni haciendo lo que debían. Apenas probó la comida, al igual que los niños.

Ches Lane no tenía los mismos reparos. Se dio cuenta de lo hambriento que estaba. Después de la carne mal cocinada de las acampadas solitarias y apresuradas, aquella estaba tierna y sabrosa. Galletas recién hechas, miel del desierto… Levantó la mirada de pronto, avergonzado por su apetito.

—Estaba usted hambriento de veras —dijo ella.

—Un hombre no puede cocinar gran cosa en ruta.

Más tarde, después de coger su petate de la silla de montar y extenderlo sobre el heno del establo, él volvió a la casa y tomó asiento en el escalón inferior de la entrada. El sol se había puesto y los dos contemplaron las sombras de los riscos tenderse a través del valle. Una codorniz emitió una llamada lastimera, uno de los apacibles sonidos del crepúsculo.

—No tiene usted que preocuparse por Cochise —dijo ella—. Pronto se irá a México.

—No pensaba en Cochise.

Eso la dejó sin nada que decir, y Angie oyó de nuevo a la codorniz y contempló una estrella solitaria y brillante.

—Un hombre podría acostumbrase a esto —dijo él con calma.