Hacia el oeste la tierra resplandecía. La columna surcaba como una serpiente gris y azul las pardas colinas. El sudor chorreaba de las caras de los soldados y el polvo ensuciaba el azul de los uniformes. Muchos estaban manchados con la sangre de los enemigos y no pocos con la sangre manada de sus propias venas. Los carromatos rodaban y traqueteaban, se tambaleaban al pasar sobre las piedras, y en uno de ellos un hombre maldecía en voz alta, con aspereza, monótonamente.
Las sillas crujían, los hombres escrutaban las colinas. El sudor oscurecía los flancos de los caballos. El sol ardía. Los uniformes estaban rígidos por el polvo y el sudor rancio, y los labios de los hombres cuarteados. De cuando en cuando llegaba un viento suave que los refrescaba como un trago de agua de río, limpia y fría.
El sargento Young se enjugó el rostro y miró a Hondo.
—¿Cree que vendrá por nosotros?
—Estoy seguro.
—¿Cuánto tiempo tenemos?
—Tres o cuatro horas.
—Me gustaría que el teniente estuviera en pie.
Hondo Lane no dijo nada. Sabía cómo se sentía el sargento. Andaban lamentablemente cortos de oficiales en la frontera.
Lane retrocedió a lo largo de la columna y examinó las colinas tras ellos. Nada todavía, pero era demasiado pronto. No obstante, en cuanto la medicina estuviera lista, Silva no esperaría mucho. Era peligroso, pero demasiado impaciente. Decidido y despiadado, pero no tan astuto como lo era el viejo Victorio.
El polvo se posaba tras la columna, donde no había más que las huellas dejadas por esta, un rastro nítido que nada podría borrar. Ni siquiera una buena tormenta. Y tras ellos iban los mescaleros y sus aliados.
Contempló el terreno abrasado y solitario e hizo dar media vuelta al grullo. Aún había tiempo, pero esconderse y descansar sería peor que inútil. Debían seguir adelante, llegar lo bastante cerca del fuerte como para que una columna de refuerzo pudiera alcanzarlos.
Cabalgó remontando la columna y continuaron adelante, siempre con cautela, hacia el oeste y la distante línea de colinas tras la que estaba el fuerte, demasiado lejano todavía.
Hubo un breve alto al mediodía en un pozo cuyas aguas se extinguieron cuando bebieron los caballos. Ningún hombre probó más agua que la de las cantimploras, y aun así apenas unos sorbos. Los caballos eran la prioridad, y todos los caballos bebieron.
El teniente McKay deliraba, hablaba de Richmond, de la academia y de una chica en algún lugar que dijo no, aunque no podría haber encontrado a otro hombre mejor.
El sol estaba alto y calentaba con fuerza. Tras quince minutos de descanso, la columna se puso en marcha de nuevo. Los hombres se tambaleaban sobre las monturas, exhaustos después de tantas millas, pero conscientes de lo que aún les quedaba por hacer. En los carromatos, el hombre que maldecía había perdido el sentido y otro, con una clavícula rota y la cabeza vendada, cantaba, acompañado por una mandolina, canciones de antaño.
A través de la tórrida quietud vespertina, aparecieron bajando por las colinas, los cobrizos cuerpos manchados por el polvo del camino, y la columna dispuso en círculo sus escasos carromatos y los rifles abrieron fuego. Los indios se retiraban, luego volvían a aparecer, moviéndose con rapidez, algunos a caballo, la mayoría a pie. Los apaches eran magníficos corredores.
Ojos fríos apuntaban y disparaban. Nubecillas de polvo saltaban en la falda de la colina. Un apache se detuvo en mitad de la carrera como si hubiera chocado de cabeza con un obstáculo y cayó, el agudo grito de agonía pervivió sobre las colinas después de que él hubiera muerto.
Concluyó el ataque, el tumulto se extinguió, la ladera era un paraje estéril y vacío, poblado nada más que por muerte.
—Como fantasmas —dijo alguien.
Habían desaparecido, se habían disuelto en el paisaje, al modo de los apaches. Un disparo de rifle. Un soldado soltó un grito y murió. Hondo corría por el borde interior del círculo. Daba las órdenes en voz baja, con tono áspero. El sargento Young lo imitaba. El tumulto regresó de súbito y con él la columna volvió a la vida y se puso en marcha a toda velocidad, los carromatos de tres en fondo, al galope, rodeados por la caballería.
Esto tomó a los apaches por sorpresa. Muchos iban a pie, entre las rocas. No estaban preparados. El apretado cúmulo de carromatos y hombres coronó una colina y acometió la prolongada bajada hacia el valle. Una milla, dos… Aparecieron indios por detrás lanzando aullidos, errando los disparos pero sin cesar de perseguirlos.
Hondo gritó a Young y el sargento lanzó una orden. Diez soldados se apartaron, formaron en línea y echaron rodilla a tierra. Aguardaron un instante, dejando que los indios se acercaran más. La descarga llegó como un sonido sólido, que golpeó y detuvo el avance de los indios. Rápidamente, los hombres arrodillados volvieron a disparar.
Dejando el caos tras ellos, montaron de nuevo y se lanzaron tras la columna.
—¡Lo intentaremos otra vez! —gritó Young.
—No funcionará —dijo Hondo—. Ahora se dispersarán.
Algunos de los atacantes habían seguido adelante, atajando por las colinas, y ahora descendían, manando de las crestas como una avalancha oscura de la que brotaban centelleos de color y fuego. Los carromatos volvieron a disponerse en círculo y los soldados se apearon de las monturas. Hondo apoyó la culata del Winchester en el hombro y disparó con cuidado, midiendo cada disparo.
Los ataques iban y veían. Los apaches nunca cargaban de frente. Eran guerreros taimados y cautelosos, conocedores de la importancia de mantenerse a cubierto, se movían con cuidado, sin malgastar tiempo ni disparos. Se acercaron y a continuación se acercaron más todavía.
Eran escurridizos. Los blancos apenas alcanzaban a distinguirse. Un asomo cobrizo contra el fondo del desierto, luego nada, ningún movimiento. Avanzaron arrastrándose, más próximos cada vez, empleando abrigos de apenas unas pulgadas para cubrirse. Cuando atacaran de nuevo, su carga arrancaría desde apenas unas yardas de la caballería. Hondo iba de un lado a otro, advirtiendo a los soldados de que estuvieran alerta. Distribuyó a los escasos hombres con revólveres de modo que cubrieran cada yarda de terreno.
Transcurrió media hora. El sol caía desde un cielo extenso y bruñido. El sudor cubría los rostros y cuellos de los soldados a la espera. La sal les hacía parpadear. Los rifles quemaban, caldeados por el sol del desierto.
Los apaches conocían el valor de la espera, y, mientras esperaban, seguían acercándose. Se produjo un disparo de rifle aislado. Un soldado había visto asomar una pierna morena y había disparado. La bala desgarró un talón al indio, que volvió a desaparecer.
El silencio pendía pesado sobre el círculo. Rielaban ondas de calor. Un hombre tosió, un caballo pateó el suelo espantando a una mosca. No hubo más ruido. Hondo cambió de mano el Colt para secarse la palma sudorosa. Aguardaron, arrimados a su escasa cobertura.
De pronto cincuenta hombres a caballo cargaron desde lo alto de una colina. Las miradas y los rifles se alzaron y, al instante siguiente, los indios más cercanos cargaron también. Fue un ataque perfecto, salvo que no contaban con los pistoleros dispuestos por Hondo.
Sólo eran seis pero dispararon a quemarropa. La descarga mermó la fuerza del ataque, y los indios que alcanzaron las barricadas fueron recibidos con culatazos de rifles. Y entonces llegaron los jinetes.
Algunos cayeron abatidos pero una docena saltó con sus monturas al interior del círculo. Un bravo robusto arremetió con su caballo contra Hondo, lanza en alto. El paso dado a un lado salvó a Hondo, que aferró hábilmente la lanza e hizo al indio perder el equilibrio y caer de la silla. Aterrizó sobre el cuello y, cuando trataba de levantarse, Hondo le asestó una patada en la barbilla y le disparó.
Un caballo estaba en el suelo, relinchando. El interior del círculo era un tumulto de hombres peleando. Del exterior llegaba un pesado ladrido de rifles que demostraba que continuaban llegando apaches. El teniente McKay, apoyado en el codo, disparaba su pistola.
Hondo golpeó una cabeza con el cañón del revólver, la oyó quebrarse, vio una lanza que le apuntaba y se hizo a un lado. Y entonces, entre el torbellino de polvo y humo, vio a Silva.
El rostro del indio era una máscara contraída de furia; hizo cargar a su caballo contra Hondo. El hombro del animal golpeó a Hondo, que rodó por el suelo. Silva se apeó y lanzó hacia él, cuchillo en mano. Hondo se levantó a tiempo y su patada golpeó a Silva debajo de la rodilla. El indio se detuvo en mitad de la carrera y otro apache se interpuso. Hondo golpeó y derribó a este, atrapó su lanza rota a tiempo de detener la de Silva. Desvió el golpe y a continuación atravesó al indio como este había hecho con el perro.
Silva cayó, la lanza lo desgarró y Hondo dijo:
—¡Muere igual que mi perro!
Tan repentinamente como comenzó, se detuvo el ataque. Un enjambre de apaches giraba a su alrededor y un momento después habían desaparecido, llevándose a Silva.
De pronto no quedó más que el polvo que se posaba y los lamentos de los heridos y los moribundos.
Los carromatos volvieron a rodar, salvo que ahora había más heridos, más sillas vacías, más cabezas vendadas.
El sargento Young retrocedió hasta el carromato donde viajaba Hondo.
—¡Les hemos dado bien! —dijo—. ¡Eso les ha hecho daño!
—No nos molestarán.
—¿No cree que volverán a atacar?
—Ha muerto otro jefe. Llegaremos al fuerte antes de que dispongan de otro.
Angie comenzó a vendar una herida en el brazo de Hondo. Este tendió las riendas a Johnny, que las aceptó entusiasmado.
—¡No sabe guiar un carruaje! —protestó Angie.
—Para cuando lleguemos a California será un experto.
Lanzó un grito agudo a los caballos y siguieron adelante.
Angie terminó con el brazo y lo sujetó con un cabestrillo, y a todo lo largo de la columna no había más que traqueteos, el sonido de las pisadas de los caballos y algún gemido ocasional proveniente de un carromato.
Detrás de ellos, en el extremo de la columna, sonó una mandolina y una voz de bajo arrancó a cantar «Sweet Betsy from Pike».
Mucho después, cuando la columna descendía la larga falda en dirección al patio de armas, Hondo alzó la vista de las riendas que ahora sostenía. Vio ondear la bandera, a las tropas formar en el patio para retreta y, al oeste, el paisaje iluminado por el sol poniente, donde un rosa pálido teñía las nubes y se difuminaba con la altura, y del patio de armas llegaron las claras notas de una corneta.
Oyó la orden del sargento Young, vio formar a los hombres y cómo, magullados y heridos y ensangrentados, marchaban orgullosos rumbo al patio de armas.
Apreció su fiero orgullo. Pero él tenía la mente en una amplia vega cubierta de hierba recién segada, en una casa de cuya chimenea pronto volvería a manar humo, y donde las sombras se acurrucarían bajo los árboles con la llegada de la noche, sombras serenas. Y junto a él una mujer sostenía en brazos a un niño dormido… una mujer que estaría allí con él, en aquella casa, ante aquel fuego.