La puerta se cerró de golpe. Era Johnny. Con las manos en los bolsillos, el niño caminó lentamente hacia Hondo, mirando de par en par al caballo ensillado.
—¿Te vas?
—Sí.
—¿Puedo ir?
—Es mejor que te quedes con tu madre. Va a necesitarte.
Johnny no dijo nada, limitándose a patear el suelo. Miraba asustado al caballo. Hondo Lane se iba, partía sin él.
—Nadie se queda —dijo.
Hondo lo miró mientras llenaba las alforjas. Comprobó la munición. Suficiente, pero no mucha. Rellenó las vainas vacías del cinturón, revisó el revólver y el rifle.
—Pa se fue y no volvió nunca. Ahora te vas tú —Johnny lo contemplaba luchando por contener las lágrimas.
Hondo le dio la espalda. Era una vida solitaria para un niño, sin más compañía que su madre. El niño debería tener un padre. Se sintió asqueado y miserable al pensarlo. El niño no tenía padre y era por culpa de Hondo. Aunque en realidad nunca había tenido padre.
Llevó las alforjas al grullo y las aseguró.
—Cuida de tu madre, ¿entendido?
—Sí —Johnny lo contemplaba mientras retrocedía lentamente—. No vas a volver —dijo convencido.
Hondo terminó de cargar sus cosas, se volvió y, tomándose su tiempo, lio un cigarrillo. Sabía cómo se sentía el chico porque él había sentido lo mismo. Con la edad del niño es difícil ver partir a un amigo. Luego te habitúas. Aprendes que nada dura mucho. Es una lástima tener que aprender algo así.
Hondo rascó la cerilla y encendió el cigarrillo.
—Voy al fuerte. A lo mejor vas por allí algún día. Iremos a cazar juntos —se acuclilló ante el niño—. Estudia los rastros, hijo. Recuerda lo que te he enseñado e intenta aprender más. Cuando un hombre camina entre hierba crecida, la empuja en la dirección de su avance. En el caso del caballo o de la vaca, los cascos tienen un movimiento circular, de balanceo, y empujan la hierba hacia abajo y hacia atrás. Con ellos, la hierba aplastada señala la dirección de la que provienen.
Johnny se había acercado pero no miraba a Hondo, sino al suelo, escuchando.
—No hay dos animales ni dos personas que dejen el mismo rastro. Es como una firma. Cada uno es diferente. Estúdialos, hijo. Conocer los rastros es muy útil.
Apretó el hombro del niño y se puso en pie. Notaba la garganta tensa y atascada y fue a su caballo y tomó las riendas. Puso una mano en el pomo de la silla y cuando miró por encima de esta, vio a Angie, que lo miraba inexpresiva. Un mechón de cabello le colgaba sobre una oreja, mecido por el viento.
¡Qué blanco era su hombro, donde el vestido se le había abierto más allá del bronceado! Sintió que algo se tensaba en su interior.
—No tuve alternativa. Me obligó a hacerlo.
—Sabía que mentías… al hacerme pensar bien de él. Pobre Ed. No era la clase de hombre que muere correctamente. Ahora lamento haberle odiado tanto cuando descubrí lo chabacano y débil que era. Supongo que no podía evitar ser así. Nunca llegó a apreciar la belleza de esta tierra. No del modo en que mi padre y yo la veíamos. Él la llamaba la tierra olvidada por Dios.
Hondo continuó agarrado al pomo, temeroso de soltarlo, temeroso de que ese pequeño gesto pusiera el destino en su contra. Era como mantener los dedos cruzados.
—No tuve opción.
—Lo sé.
Él vaciló, esperó durante todo un minuto.
—¿Va a cambiar lo que sientes por mí?
—Nadie controla lo que siente. Lo que siento por ti no va a cambiar.
Johnny se había alejado hacia el arroyo. No quería que el hombre se fuera pero a lo mejor su madre podía hacer algo al respecto. Ella siempre parecía capaz de resolver las cosas.
—¿Qué hay de él? —preguntó Angie.
—¿Qué hay de él? —Hondo repitió la pregunta pensativo—. Bueno, se convertirá en un hombre. Se le ancharán los hombros. Tiene buena cabeza. Le dices algo y lo recuerda. Sabe moverse, es ágil. La otra noche, mientras dormías, se acercó a mi cama y me dio un beso. Eso me causó un sentimiento extraño. Era la primera vez que me besaba un niño —dejó al grullo con las riendas colgando—. Hay otras cosas que preferiría hacer en lugar de esto.
Johnny estaba acuclillado junto al arroyo mirando unas huellas, y Hondo fue despacio hacia allí.
Angie lo miró sintiendo un pánico repentino al darse cuenta de lo que pretendía.
Johnny levantó la vista de las diminutas huellas que había encontrado.
—Hondo, ¿de qué son?
Hondo se agachó.
—Esas son de ardilla. Las que sólo tienen cuatro dedos son de las patas delanteras. Las traseras tienen cinco —señaló otras huellas, más grandes—. Tejón. Síguelas y encontrarás agujeros donde guarda ratones de campo y ratas monteras. Los come. ¿Ves las marcas de las garras? Esas son de las patas delanteras. Nunca verás marcas de garras en las traseras. Con los gatos lo mismo, sólo dedos.
Hondo apagó el cigarrillo en la arena.
—Quiero contarte algo. Hace tiempo un hombre me atacó con un revólver. Lo maté.
—¡Bien! ¿Indio?
—No. Era un hombre blanco. No tuve opción. Ese hombre…
—¡No! —Angie le tapó la boca—. Tu rancho está en California… California está lejos. Demasiado lejos para que lleguen las habladurías.
Hondo se puso lentamente en pie, aliviado. Johnny se apartó, siguiendo las huellas del tejón.
—California está lejos. Él necesita un padre. Le gustas, Hondo.
—Es fácil decir que California está lejos, que él no oirá nada. Pero podría pasar —la miró—. ¿Y entonces qué?
—Entonces lo afrontaremos. Nadie vive sin tener que enfrentarse a algo de cuando en cuando. Funcionará. Lo sé.
Las hojas de los álamos susurraban y Hondo miró hacia las colinas. Ella tenía razón, por supuesto. Harían frente al problema cuando este llegara. Para entonces él sería como un padre para el niño, y se comprenderían el uno al otro.
—Los apaches no tienen ninguna palabra para decir amor —contó—. ¿Sabes qué dicen para casarse, en la ceremonia de toma de squaw?
—Dímelo.
—Varlebena. Significa «para siempre». Es todo lo que dicen.
Angie le apoyó una mano en el brazo.
—Para siempre —dijo suavemente.
—Para siempre.
Se quedaron juntos y en silencio, el brazo de él alrededor de la cintura de ella. El grullo miraba en derredor impaciente, pateando el suelo para espantar una mosca. Johnny se acercó a zancadas, siguiendo el arroyo. Miró a Hondo y a su madre.
—¿Vas a quedarte?
—Sí.
—He visto el agujero del tejón.
El niño se alejó hacia los corrales y Angie alzó de pronto la vista.
—Odiaría tener que dejar este sitio. ¿El teniente puede obligarnos?
—Supongo que sí —los dos se volvieron para mirar la casa—. De todas formas, será mejor así —dijo él—. En mi rancho no hay problemas. Victorio no va a vivir para siempre.
—Tracé planes para irme una vez, antes de que volvieras.
—Puede que tengamos que hacerlo. En cualquier caso —dijo mirando a su alrededor— hay más pasto y árboles en mi rancho. Cuando me fui hablaban de construir una escuela no lejos de allí. Deberíamos pensarlo.
—Muy bien.
Ella levantó la vista para mirarlo.
—Hondo, yo… Mi padre. Está enterrado allá, entre los árboles. A él… le gustaban mucho los álamos. No quiero dejarlo.
—No lo harás.
Ante la mirada perpleja de ella, Hondo añadió:
—Se fue. Pero vive en ti y en Johnny. Estoy convencido de que un hombre no muere si deja atrás a un hijo o una hija.
—Entonces, ¿partimos?
—Esperaremos.
Oyeron retumbar de cascos y traqueteo de ruedas sobre piedras antes de ver nada, y Johnny llegó corriendo, y sobre la cresta del valle apareció un carromato con los caballos a galope tendido. Estos recorrieron el sendero al límite de sus fuerzas y al detenerse levantaron una nube de polvo que se posó a su alrededor y sobre ellos y el carromato. Búfalo Baker conducía. Saltó al suelo y sacó del carromato al teniente McKay, inconsciente. El movimiento lo reanimó un poco.
—Cogimos a Victorio —dijo Búfalo.
—No lo entiendo —musitó McKay, dándose cuenta apenas de lo que sucedía—. Nos tenían rodeados. Podían habernos hecho pedazos. Entonces se retiraron.
Hondo recogió la cinta para la cabeza que había caído del carromato al levantarse el teniente.
—Pertenece a Victorio.
—Lo matamos —dijo Búfalo— en la última carga.
—Eso fue. Por eso se retiraron. Si un jefe muere, significa que la medicina es mala.
Se volvió hacia Angie.
—Iremos con el escuadrón. Victorio ha muerto.
Búfalo pasó ante ellos y cruzó, cargado con el teniente, la puerta que Angie les sostuvo abierta.
—Ahora Silva es el jefe. Recoge tus cosas.
—Espera. Tengo algunas medicinas. A lo mejor puedo ayudar al teniente McKay.
—Gracias, señora Lowe. Le estaría agradecido si examinara a los hombres y viera qué puede hacer por ellos.
—Pero está usted sangrando y…
—Sí, señora, y muchos de los hombres están sangrando también. Lamento pedir a una dama que realice tarea tan desagradable, pero…
Cuando ella se fue, McKay se tendió en la cama, respirando con pesadez. Sus ojos fueron a posarse en Hondo.
—Estaba usted en lo cierto. Victorio nos tendía un señuelo. Como ve, mis tropas consiguieron salir de allí.
Se desmayó, tras lo que Hondo le abrió la camisa y se puso a trabajar. Disponía de los toscos conocimientos que los hombres acaban por adquirir en la frontera, donde los médicos escasean y las medicinas lo hacen aún más.
—No sabía mucho —dijo Búfalo—. Nos llevó derechos a una emboscada. Pero no me avergüenzo de él, en absoluto. Todos los agujeros de bala los tiene en la parte delantera del cuerpo.
Hondo había calentado agua en la estufa y, con gran cuidado, limpiaba la sangre de las heridas con una esponja.
—Todos los jovenzuelos de West Point son iguales.
—Tienen que aprender.
—Unos aprenden, otros mueren. Pienso igual que tú. Pero nunca he visto a uno del que me avergonzara.
Continuó limpiando las heridas, luego les aplicó remedios indios. Los había usado consigo mismo, sabía que funcionaban.
Finalmente se irguió.
—Es mejor que los saquemos de aquí. Acerca el carromato, pon los arneses a los caballos y carga a los heridos. Tenemos unos cuantos. No nos queda mucho tiempo.
—¿Crees que Silva vendrá?
—Sí —Hondo Lane miró hacia la puerta y vio a Angie, que se acercaba a la casa—. Será lo primero de su lista.