DIECINUEVE

Hondo Lane interrumpió lo que estaba haciendo, ajustar las ruedas del carro de Angie Lowe, para ver cómo la columna de caballería asomaba sobre la colina y enfilaba hacia el valle. Era algo digno de ver. Deslumbrante, sí, pero más que eso; aquella era parte de la fuerza que Lord Wolseley, entonces comandante en jefe del ejército británico, había calificado como el mejor cuerpo de combate del mundo, y así lo parecía.

Y Hondo pensó, en pie junto a Angie y Johnny, que más le valía serlo.

Cuando los hombres hubieron desmontado en el patio del rancho, el oficial al mando y el explorador se aproximaron a caballo a Hondo y Angie. El teniente desmontó y, tras él, Búfalo hizo lo propio.

El teniente iba impecablemente ataviado. Su uniforme era perfecto tanto en su confección como en sus requisitos militares. Se acercó hasta quedar frente a Hondo y se detuvo, sacándose los guantes. Juntando los tacones, saludó mediante una inclinación.

—Dama, caballero, ¿me permiten que me presente? Teniente McKay, Escuadrón D, Sexto de Caballería.

Detrás de él, Búfalo sonrió a Hondo.

—¿Qué tal, Hondo, viejo ladrón? Teniente, este es Hondo Lane. Ha servido como explorador y llevado despachos para la caballería. A la señora no la conozco.

—Es la señora Lowe. Teniente… —Hondo sonrió a Baker—. Hola, Buf.

—Son ustedes afortunados —declaró el teniente McKay—. Evidentemente Victorio y sus renegados no han dado con este valle escondido.

—Victorio ha estado aquí —dijo Hondo—. A menudo.

—¿Y siguen ustedes vivos? ¿Un solo hombre ha resistido a Victorio?

—Ningún hombre solo resiste a Victorio. No mucho tiempo, en cualquier caso. Nos deja vivir aquí.

—Es nuestro amigo —dijo Angie.

—¿Amigo? ¿Victorio? —el teniente McKay estaba asombrado—. Señora, lamento decir algo tan desagradable en presencia de una dama, pero cerca de un millar de colonos, a ambos lados de la frontera, han sido escaldados por ese cobarde asesino.

Hondo alzó una ceja.

—Victorio puede ser un asesino, de acuerdo al manual. No lo sé. Pero si es un cobarde, nunca lo ha demostrado.

—¡Amén! —dijo Búfalo.

—Mis hombres acamparán aquí esta noche —dijo McKay, luego volvió al tema anterior—. Debo discrepar con usted, señor Lane. Ha escapado de nosotros durante doscientas millas. Mis exploradores y escoltas informan cada día de la presencia de su banda delante de nuestra posición, pero en cuanto nos disponemos a luchar, sale huyendo.

—Los indios cuentan una historia —dijo Hondo— sobre un cazador que persiguió a un puma hasta que fue este el que lo cazó.

McKay sonrió.

—La historia es más antigua de lo que piensan los indios. Se atribuye originalmente al primer ejército romano que entró en Tartaria. Un soldado dio con un tártaro y gritó. Su oficial respondió diciendo que volviera y llevara al prisionero, y el soldado dijo: «El tártaro no me deja».

McKay se rio de su propia historia, pero ni a Hondo ni a Búfalo les hizo gracia.

—Es una de las historias preferidas del coronel Mays, que enseña tácticas de caballería en West Point. Es una historia universal.

Hondo comenzó a liar un cigarrillo.

—¿Cuánto hace que salió de West Point, teniente?

McKay vaciló, no deseando responder. Sabía lo que implicaba la pregunta y no quería parecer un bisoño.

—Graduado en la clase del 69, señor.

Sus orejas enrojecieron un poco. No hacía mucho de eso, y lamentaba la duda sobre sus capacidades que implicaba la pregunta, si bien no era un tonto. Había oído al mayor Sherry e incluso al general Crook hablar con respeto de Hondo Lane.

—La historia que acaba de contar —dijo Hondo— puede aplicarse perfectamente aquí. ¿Ha oído hablar de Fetterman?

—¿El teniente coronel Fetterman, señor? ¿Se refiere a la masacre?

—Bueno —dijo Hondo—, llámelo como quiera. Fetterman era un buen hombre, supongo, pero cometió el error de tomar a los sioux demasiado a la ligera. Dijo: Dadme ochenta hombres y acabaré con toda la nación sioux. ¿Recuerda lo que pasó? —Hondo se llevó el cigarrillo a la boca—. Disponía de ochenta y tres hombres y duró menos de veinte minutos.

McKay se sonrojó un poco.

—Lo sé. Una emboscada, ¿no fue así?

—En cierta medida. Una emboscada a la que se dejó conducir por engreído —Hondo sonrió—. Usted no es igual, teniente, pero no tome a Victorio a la ligera. Napoleón nunca supo nada que ese viejo apache ignore.

—¡Oh, vamos, señor! —McKay estaba sorprendido y sospechaba que le estaba engañando—. ¡No puede creer tal cosa!

—Por supuesto que lo creo —Hondo no podía estar más serio—. Teniente, ¿cuál diría usted que es el objetivo de un líder enfrentado a una fuerza superior a la suya?

La mirada de McKay buscó la de Hondo. Sentía curiosidad, más por el hombre con quien hablaba, se percató de pronto, que por la enseñanza sobre el desierto y los indios que pudiera proporcionarle.

—Bueno, así de pronto yo diría que hostigar al enemigo y retrasar el enfrentamiento hasta que pudiera llevarlo a un terreno de su elección, pero por encima de todo mantener intactas sus propias fuerzas.

Hondo asintió.

—No soy militar, teniente, pero yo diría que no es un plan muy equivocado. ¿Y no es eso precisamente lo que está haciendo Victorio?

El teniente McKay arrugó el ceño.

—Bueno… sí —admitió—, más o menos.

Búfalo dedicó una sonrisa a Hondo cuando el teniente se retiró a inspeccionar el área de acampada.

—Si querías darle algo en que pensar, lo has conseguido —se rio—. Tiene mucho que aprender, ese chico —asintió—. Pero está bien. Me gusta. Aunque preferiría que fuera el mayor quien estuviera al mando.

El teniente McKay fue a la casa, donde Angie se había detenido en la puerta.

—Señora Lowe, mis órdenes son peinar el territorio hasta las Colinas Gemelas. Iremos allí mañana y regresaremos por la noche para escoltarla a usted y a su niño a lugar seguro.

—Estamos seguros. Tenemos la palabra de Victorio.

—¡La palabra de un criminal indio! —McKay estaba incrédulo—. Aunque Lane esté dispuesto a correr el riesgo, no creo que usted deba hacer lo mismo.

—Daré por buena su palabra. Prefiero quedarme.

—Lo lamento. Mis órdenes son llevarme a todos los colonos supervivientes —vaciló. Era una mujer muy atractiva y no le gustaba la idea de dejarla allí. Llevaba sólo unas pocas semanas en la frontera, pero ya había visto los cadáveres de varios colonos. No había sido una visión grata—. Si me excusa, señora…

Hondo y Búfalo se acercaron a la casa.

—Es muy agradable —dijo Angie— y muy joven.

—Sí, señora —coincidió Búfalo, con un asomo de preocupación en el tono—. Sin duda lo es.

—¿Eres el explorador de su patrulla?

—Llevo veinte días con ellos, Hondo. Se han cobrado muchas cabelleras.

Angie se dirigió a Johnny.

—Fíjate en el teniente McKay, Johnny. Esos son los modales que quiero que tengas —y volviéndose hacia los hombres dijo—: Tiene unos hermosos ojos. Y ese pelo precioso, negro y rizado.

—Ese pelo colgará del poste central de una tienda apache —Hondo se dirigió ahora a Búfalo—. Tu tenientillo hará que te maten.

Búfalo se encogió de hombros. McKay no era el primero al que había visto llegar a territorio indio. Ni, con suerte, sería el último. Algunos tenían lo que había que tener, otros no. Algunos no disponían más que de porte, algunos eran todo pulimento y algunos se curtían hasta convertirse en soldados de primera. Como el mayor Powell, por ejemplo, en Kearney. Si él hubiera estado al mando el día en que Fetterman partió… Era inútil pensarlo. Fetterman le superaba en rango, forzó la situación y partió en busca de gloria con ochenta y tres hombres de lo mejor.

—Ya sabes cómo funciona —dijo Búfalo—. Nosotros, los exploradores, tenemos que educar a los oficiales jóvenes.

De pronto recordó algo.

—¿Sabes una cosa? ¿Te acuerdas de cómo me pegaste en el fuerte? Mi medicina no debía de ser buena. Me rompiste un diente y empezó a dolerme tanto que tuve que ir al barbero para que me sacara lo que quedaba. ¡Amigo, aquello dolió de verdad! Si llego a cogerte ese día, no habrías vuelto a ver salir el sol.

Angie se asomó a la puerta secándose las manos.

—Hondo, veo que los soldados están encendiendo los fuegos para la cena. Por supuesto, no puedo invitar a tanta gente a cenar con nosotros en la cabaña, pero si tu amigo, el señor…

—Claro, Búfalo cenará con nosotros —se volvió para mirar al gran cazador de búfalos—. Nos conocemos desde hace ocho o diez años. Tú tienes que tener un apellido. ¿O no?

Búfalo lo miró ofendido.

—Claro que tengo apellido. ¿Qué piensas que soy? —intentó imitar el fruncimiento de ceño del teniente—. Señora Lowe, mi nombre es… —vaciló, sonrojándose—. Baker. Eso es… Baker —miró a Hondo con desprecio—. ¡Pensabas que no tenía apellido!

Búfalo miró con calma a su alrededor.

—Estaba intentando caer en a qué me recuerda este sitio, Hondo. Es al rancho que tienes en California. Donde estuvimos antes de ir a luchar con aquella gente al norte. Bajo una quebrada como esa, con un arroyo y colinas bajas alrededor…

Angie miró a Hondo.

—¿Tienes un sitio parecido a este?

—Al este de San Dimas.

—Igual que esto. Todo me recuerda a… —Búfalo dudó, dirigiendo una breve mirada a Angie, y concluyó atropellado—. Sí, me lo recuerda mucho. Sin duda.

—Puede usted asearse en la palangana que hay en el banco. La toalla está colgada ahí mismo.

—¿Asearme? ¿Toalla? Claro.

—Es maravilloso, Hondo. Me refiero a lo de tu rancho. Que nuestros gustos se parezcan tanto. Escogiste una hondonada con un arroyo, como yo.

—Me gustaría que pudiéramos pasar juntos el invierno en algún sitio donde no tengamos miedo de que a alguien le corten la garganta por la noche.

Permanecieron junto a la puerta, viendo cómo montaban el campamento. Volvía a haber un indio en la cresta de la colina, pero era de prever y Hondo no dijo nada hasta que Búfalo se acercó secándose las manos. Búfalo hizo mención de ello y él asintió.

—Lo he visto. No merece la pena decírselo al teniente. Enviaría una patrulla para cogerlo, y esos chicos necesitan dormir.

Búfalo colgó la toalla de un gancho al lado de la puerta.

—No subestimes al teniente. Es joven, pero diferente de la mayoría. Sabe escuchar y no tiene miedo de hacer preguntas. La mayoría piensa que lo sabe todo.

Búfalo miró incómodo la mesa. Angie había sacado un mantel a cuadros rojos y había servilletas a juego junto a los platos. Búfalo miró a su alrededor, avergonzado.

—No he… comido en una mesa semejante en tantos años como llega a tener un mapache, señora. Reconozco que estoy un poco torpe.

Ella sonrió.

—Confiamos en que venga a comer con nosotros a menudo, Búfalo, así que no se preocupe.

Búfalo se sonrojó. A continuación, cuando se percató de lo que significaban las palabras de la mujer, miró a Hondo e hizo amago de hablar, pero Hondo frunció el ceño y él cerró la boca.

Cuando terminaron, Angie se levantó y llevó a la mesa una tarta de manzana que comenzó a cortar.

—Hondo, ¿querrías pedir al teniente que se uniera a nosotros para tomar una ración de tarta y un café? Estoy segura de que le gustaría.

Cuando Hondo salió, Angie se volvió hacia Búfalo.

—Señor Baker —dijo con calma—, ¿conocía usted a Ed Lowe? ¿Mi esposo?

—Ese no… —empezó a decir. Pero al oír las últimas palabras, calló de repente—. Sí —dijo al cabo de un momento—. Lo conocí.

Ella dudó y volvió a ocuparse del pastel. El brusco arranque de la contestación respondía, al menos en parte, a lo que ella de verdad quería saber. Búfalo Baker no dijo más, y cuando el teniente entró en la casa, Angie hablaba sobre los indios.

Búfalo se disculpó y el teniente tomó asiento. Miró a Johnny y sonrió.

El teniente McKay podía no saber mucho acerca de cómo combatir a los indios pero sí del tipo de cosas sobre las que una mujer solitaria desea que le cuenten. Habló brevemente sobre el fuerte y de lo que las mujeres llevaban en Washington, Nueva York y Richmond. Al cabo de unos minutos cambió de tema. Miró a Hondo con aspereza.

—¿Qué cree que Victorio hará ahora? ¿Continuará huyendo?

—No. No por mucho tiempo, en cualquier caso. Está listo para la lucha.

—Señor Lane, yo estoy al mando, pero he pensado en lo que dijo. No rechazo los consejos. Usted conoce a los apaches. ¿Qué me recomienda?

Hondo contempló su café. No cabía duda sobre la sinceridad de aquel hombre, y deseó de pronto que, pasara lo que pasara, el teniente sobreviviera. En la frontera necesitaban hombres dispuestos a aprender.

—No puedo recomendarle nada, teniente. Salvo que cuando se enfrente con Victorio sólo será porque él estará dispuesto. Y lo estará porque creerá que puede acabar con usted o causarle un gran daño. Así que cuando se encuentre con él, mire bien a su alrededor, porque hará exactamente lo que usted no espere.