DIECIOCHO

El impacto de ver morir a un hombre y de que lo obligaran a cobrar un triunfo de su cadáver fue una severa prueba para Johnny, pero Hondo vio a la mañana siguiente que se iba recuperando. Estaba un poco callado y dispuesto a quedarse en casa por ese día, pero no parecía que la experiencia le hubiera afectado en demasía. Hondo dudó y finalmente optó por no decir nada a Angie por el momento. Pero ella intuyó que algo había pasado y él acabó contándoselo.

—Sin la cinta de Victorio —dijo Hondo— podríamos haberlo pasado mal.

—O si no hubieras matado a aquel indio.

Eso le hizo callar. Tenía muy presente que había matado a otro hombre. Ya era bastante malo haber matado al marido de una mujer y estar ahora con esta sin haberle dicho nada a ella. Pero no importaba cuántas veces intentara explicárselo, las palabras necesarias nunca acudían. Ella notaba que algo le preocupaba y eso la hacía sentir inquieta.

Él había entrado en la casa para devolver a su sitio la taza de café, dejando a Angie sentada junto al arroyo. Johnny dormía. El ferrotipo estaba en una estantería sobre su cabeza. Hondo Lane se detuvo a mirarlo, mordiéndose el labio y pensando.

No podía haber hecho nada más. Lowe actuó a traición, y había sido un mal hombre, se mirase como se mirase. No obstante, tenía que dar una explicación. Debía decírselo a Angie, y lo haría en ese mismo momento.

Estaba anocheciendo pero aún no había oscurecido del todo. Los álamos emitían su incesante susurro y el arroyo parecía inusualmente ruidoso. El sonido no era muy fuerte pero, en ausencia de otros, era más evidente.

Durante todo el día él había trabajado en el rancho, ocupado en las pequeñas tareas que un hombre mañoso y provisto de herramientas siempre encuentra en un lugar como aquel. Había trabajado consciente en todo momento de la presencia de la mujer en la casa. Las cosas eran como debían ser… un hombre y una mujer trabajando en algo, para algo. No cada uno por su parte, sino como un equipo.

Salió de la casa y cruzó el patio en dirección a donde ella permanecía sentada a solas junto al arroyo. Ella se volvió para mirarlo. Como reacción, su rostro adquirió una expresión de una belleza tan incuestionable que lo perturbó. Él sabía que a ella le gustaba, probablemente más que gustarle… ¿Pero por qué? Para él ella era una mujer, aunque también algo excepcional y maravilloso.

—Angie, tengo algo que decirte, y no va a ser fácil.

—Entonces no me lo digas todavía —alzó el rostro hacia la luna. Las hojas de los álamos eran como pequeños espejos plateados que atrapaban la luz—. Sólo mira. ¡Qué extraña parece la luna en esta estación del año! Cuando yo era niña, mi madre me decía que era un balancín. Ya sabes, ese tablón inclinado con el que juegan los niños. ¿Los apaches tienen un nombre para ella?

—Bermaga, la luna de la siembra… al igual que a la primera lluvia la llaman lluvia de la siembra. No plantan su maíz hasta que la luna no está así.

—Te gustaba vivir con los apaches, ¿no?

No respondió. El arroyo susurraba contra las orillas, gorgoteaba alrededor de las rocas como acostumbra a hacerlo el agua y rielaba con la luz de la distante luna. Un caballo piafó y resopló en el corral.

—No tienen cerraduras.

—No entiendo.

—El hombre blanco cierra su cabaña. No hay forma de poner una cerradura en una tienda. Pero puedes pasar fuera toda una temporada y tus cosas continuarán allí. Nadie roba. A las ancianas sin hombres para proveerlas de alimento los jefes les dejan la mitad de lo que hayan cazado antes de ir a su tienda con sus mujeres y sus hijos. No hay lugar para el egoísmo en el apache. Sí, me gustaba vivir con ellos.

A ella le agradaba su voz. Era lenta, en cierto modo descansada, y bajo sus palabras residían la comprensión y la compasión. Nada de: apáñatelas como puedas o muérete. Ella ya había tenido suficiente de eso. Cuanto más te encontrabas con esa actitud, más la hacías tuya. Sin embargo aquel hombre había conocido la soledad y la dureza.

—Me parece que a mí también me gustaría esa parte, tal como hablas de ella.

—Sé que te gustaría.

Ella intentó ver su cara en la oscuridad creciente, pero los perfiles se habían vuelto borrosos, no podía ver detalles ni la expresión de su rostro.

—¿Cómo lo sabes?

Hondo pasó el peso de un pie al otro, buscando las palabras correctas.

—Porque eres una mujer afectuosa. Porque te sientas a observar a un niño pequeño cuando este hace algo como dibujar en el barro de la orilla del arroyo y en las comisuras de tu boca aparece una sonrisa y un hombre puede ver que lo que miras te hace feliz. Tus manos son bonitas y están limpias cuando pones la carne guisada ante un hombre, y tu cara está feliz mientras él come.

Angie estaba sorprendida. No sabía que él se había percatado de esas cosas. Experimentó un repentino deseo de acercarse en la oscuridad y tocarlo. En lugar de eso dijo:

—Te fijas en todo. Gracias. Muchas gracias.

Un ruido leve y lejano despertó la atención de Hondo. Escuchó. El ruido había cesado.

Ella se hallaba ahora cerca de él. Estaba oscuro. Escuchó un momento más.

—Angie, tengo que decirte algo. No me gusta mentir, ni vivir una mentira. La anterior vez que estuve aquí, antes de que Victorio me trajera…

—¿Sí?

—Después de eso llevé un despacho. Luego hubo algún problema. Maté a un hombre —el ruido de antes se repitió, más cerca. Él se apresuró a apartar a Angie de la piedra donde estaba sentada. Tenía la pistola en la mano—. Hay alguien en los sauces.

—No dispares, hombre blanco —era la voz de Victorio. Salió caminando de entre los árboles—. Pequeño Guerrero tiene un cuchillo. Duerme con él.

—¿Has estado en la casa? —preguntó Angie.

—Sí.

—Di al bravo que está detrás de ti —dijo Hondo— que no camine por el agua. Hace unos minutos he estado a punto de matarlo.

Victorio se rio, luego dijo alzando la voz:

—Koori, eres muy torpe. Ve con los caballos.

—Casi le disparo.

—Es muy joven. Aprenderá.

—Si vive.

—Tú eres un apache —Victorio hizo una pausa tras el cumplido, luego se dirigió a Angie—: Una tienda es un lugar vacío si no hay hijos. Mi tienda está vacía. Pequeño Guerrero es un tesoro para mí. ¡Escúchame bien! Los soldados poni están cerca. Pronto tendrá lugar una batalla que será recordada. Primero vendrán aquí. Tú no irás con ellos, hombre blanco.

—No iré con ellos.

—El jefe de los soldados poni te preguntará. Tú dirás que has visto a los apaches dirigirse al oeste.

—Eso no lo haré.

—¿No?

—No.

Se produjo un largo silencio durante el que las hojas continuaron susurrando. Un pez brincó en el agua.

—Tú tienes un buen hombre —dijo Victorio a Angie—. Aprécialo.

—¡Lo hago!

Victorio desapareció en la oscuridad. Los dos se quedaron mirando en la dirección por la que se había ido, tratando de penetrar con la vista en las tinieblas, y entonces ella lo rodeó con los brazos y apoyó la cabeza en el pecho de él.

Con un brazo sobre los hombros de Angie, él escuchó.

—Ahora están montando.

—No oigo nada.

—Ahora se están yendo. Ocho indios, diría yo. Puede que nueve.

Ella no era capaz de oír nada. Para ella la noche estaba en completo silencio… y de pronto oyó una cosa.

—Hay algo en esos árboles.

—Una ardilla. Nuestra charla la ha despertado y está alerta. Hay nueve indios.

Ella se apartó de él y alzó la mirada para verle la cara. Su rostro era vagamente visible ahora, las estrellas brillaban y la luna estaba baja, sobre los árboles.

—Te quiero.

Lo dijo de modo repentino, sorprendiéndose a sí misma. Se llevó la mano a la boca.

—No quería decirlo… Sí, sí quería. Sé que es impropio… Mi marido ha muerto hace tan poco y…

—No creo que los corazones sepan nada de calendarios.

Él la besó con dulzura, apretándola contra él, y por un momento guardaron silencio.

—Has estado maravilloso al rehusar mentir para Victorio.

—Creo que me estaba poniendo a prueba. Los indios odian la mentira. Y yo opino igual. Pero supongo que hay veces en que tienes que mentir, si eso hace las cosas más fáciles para alguien.

—Me siento rara… renovada. Como si oyera música. Estoy siendo tonta, ¿verdad?

—No. Los apaches tienen una palabra… Como ya te he dicho, no puedo traducir con exactitud. Lo mejor de lo que soy capaz es: «respirar feliz».

—Bésame otra vez.

Sus labios se encontraron en la oscuridad y luego ella se apoyó contra él y durante largo rato no hablaron. Estaba refrescando. La luna había descendido, situándose por debajo de la línea de las colinas. En algún lugar un coyote lanzó su lamento solitario al ancho cielo. Un búho ululó.

—No me tomes por loca, pero esta noche, con esta luna, no soporto la idea de dormir bajo techo. Iré por unas mantas.

—Las traeré yo, si quieres.

—No. Quiero hacerlo yo. Es lo que haría una squaw. Quiero sentirme como una squaw. Tiene que ser bueno. Bueno de verdad.

Ella se alejó en la oscuridad y él escuchó el agua sobre las piedras. Tras él chirrió la ardilla.

Hondo se irguió y miró a su alrededor.

—Ardilla, si sigues molestándome, mañana te comeré en estofado.

La ardilla chirrió una vez más, inquieta, y luego se hizo el silencio. El arroyo susurró y en la casa se cerró una puerta y luego se oyeron unos pasos. Hondo Lane se acercó a los árboles.

—Mejor aquí —dijo cuando llegó ella—. Hay hojas en el suelo. Si alguien se acerca, nosotros lo veremos primero.

Ella le tendió las mantas y la lona para colocar sobre el suelo y él las extendió bajo los árboles. Angie se arrodilló y estiró bien lona y mantas sobre las hojas.

—Nunca te olvidas de eso, ¿no? De ser el primero en ver lo que sucede.

—Espero que nunca deje de hacerlo.

Se sentía muy incómodo, receloso.

—Es una buena forma de perder el pelo, no darse cuenta de lo que pasa.

Se sentó y se quitó las botas. Los álamos susurraron más suavemente. La ardilla emitió un chirrido breve e inquieto y luego calló.

El coyote solitario habló al cielo y el arroyo susurró atropellado alrededor de las rocas. Un trozo de barro cayó a la corriente con un débil chapoteo.

Era de noche y no se oía nada. O al menos no mucho.