El viento susurraba entre los enebros y besaba las esqueléticas mejillas de los cactus y dos caballos y dos jinetes recorrían las colinas. Hondo Lane, el asesino del río Brazos, y un niño de seis años, montado sobre Old Gray.
Surcaban en silencio la mañana, pero los ojos de Hondo permanecían atentos al desierto. Era un riesgo llevarse al chico de ese modo, pues había otros apaches además de los de Victorio, pero aun así el niño tenía que aprender, y no había mejor momento que aquel.
Un pájaro alzó el vuelo, se alejó unas yardas y desapareció entre la maleza.
—¿Lo has visto? Iremos por donde ha ido. Quiero que te fijes bien en él.
El ave reemprendió el vuelo minutos después.
—Es una codorniz de Gambel, Johnny. Bebe mucho, así que nunca la encontrarás muy lejos del agua. Merece la pena recordarlo.
Siguieron adelante. El sol estaba alto y calentaba con fuerza. No habían llevado almuerzo, deliberadamente.
Mientras avanzaban, Hondo señalaba las plantas que los indios usaban como alimento, como medicina o para hacer fuego. Hacía detenerse al niño para examinar las hojas y aprender si crecían en terreno bajo o en las laderas de las montañas. Había otras plantas que los indios recolectaban para elaborar tintes o jabón o por sus fuertes fibras.
—Siempre tienes que ser el primero en ver al otro —dijo Hondo—. Entonces tú puedes dejar que te vea o no, como prefieras. Nunca hagas un fuego con humo, ni siquiera en tiempo de paz.
Hizo que su caballo rodeara un peñasco.
—Lo mejor es un fuego pequeño, a ser posible debajo de un árbol. Si hay algo de humo, las ramas y las hojas lo dispersan. No habrá una columna.
»Usa leña seca. El mezquite es bueno, nunca produce humo. Ten cuidado con el arbusto gomoso que te he enseñado. Da un humo denso y abundante.
Se detuvo.
—Eso de allí —dijo señalando un arbusto con forma de escoba de unos cuatro pies de alto— es hierba del pasmo. Los apaches mastican sus ramas para curar el dolor de muelas.
Un momento después se detenían junto a otra planta.
—Cachanilla. Los apaches fabrican flechas con los tallos rectos. La usan también para hacer jaulas y cestas. Huele bien. Por la noche, a veces puedes olerla a bastante distancia —siguieron adelante y poco después dijo—: Los pimas usan la cachanilla para hacer un té con el que se limpian los ojos.
En la falda de una colina vieron unos huesos y un viejo trozo de pellejo. Hondo Lane hizo un alto y lio un cigarrillo.
—Ciervo —dijo asintiendo—. Muerto hace mucho. ¿Ves las huellas que hay cerca?
—Sí —Johnny se irguió en la silla y las escudriñó—. ¿De qué son?
—Lobo. Más grandes que las de un coyote.
—A lo mejor era un perro.
—No. El perro camina directo hacia su objetivo. El lobo es suspicaz. Avanza en círculos, se para, huele, olfatea el aire. El lobo es más cuidadoso.
Dejaron atrás los restos del animal. No quedaban más que algunos huesos y el pellejo.
—Ahora un gato, puma o tigre, no hay marcas de uñas. Con el perro o el lobo sí. El gato retrae las uñas. Puma o león de montaña, no hay diferencia, a veces no dejan huellas. Son increíblemente ligeros. Si tienen buenos motivos, pueden saltar hasta treinta pies.
Remontaron una ladera prolongada y Hondo continuó hablando, ajeno al paso del tiempo y a la distancia, pero sin dejar nunca de buscar, alerta siempre para señalar algo de interés.
—Sólo un estúpido o un novato lleva adornos brillantes en la ropa. Sólo un estúpido monta un caballo blanco. Se ve desde muy lejos. Los adornos bonitos y relucientes son para los afeminados, la gente de ciudad. Llévalos aquí y algún injun verá los reflejos a diez millas de distancia. Perderás muy rápido la cabellera.
—¡Ahí hay uno de esos pájaros! —dijo Johnny de pronto—. ¡La codorniz que me enseñaste!
—Cierto. Tienes buena vista, hijo —se detuvo—. El mediodía está próximo. Debería haber agua no lejos de aquí.
Estudió el paraje e hizo que el grullo descendiera una larga ladera hacia un afloramiento de roca.
—Podría estar allá abajo. La lluvia se filtra en el terreno. A veces el agua subterránea forma una especie de charca entre la arcilla y un estrato de arenisca. Si este se quiebra, es probable que ahí encuentres un manantial. Allá delante hay una falla. Puede que también agua.
—Tengo hambre —dijo Johnny.
—También yo —Hondo miró al niño—. ¿Has visto algún insecto últimamente?
—Abejas. Había una abeja en una flor allá atrás. Otra pasó volando.
—¿En qué dirección?
Johnny frunció el ceño. Finalmente indicó una dirección.
—Por allí, creo.
—Correcto. Pero no tienes que pensar. Debes darte cuenta al momento. Las abejas pueden conducirte al agua. Necesitan agua y acuden a ella a menudo. Así que fíjate hacia dónde van.
Frenó repentinamente a su caballo. Johnny se detuvo y lo miró con curiosidad. A continuación, percatándose de que esperaba algo de él, el niño miró atentamente a su alrededor. Vio de pronto el cuerpo redondeado y feo de un lagarto dorado y marrón tendido sobre una roca cercana. Tenía la cola plana y era repulsivo. Por instinto, el niño alejó a su caballo de él.
—Monstruo Gila, hijo. Muy venenoso. Déjalo en paz y él te dejará en paz. Ningún animal salvaje quiere tener nada que ver con el hombre. Está en tu mano alejarte de él o darle la oportunidad de que sea él el que se aleje. En cuanto a este lagarto que tenemos aquí, ten cuidado. No tiene intención de moverse. Le gusta el sitio donde está.
Un estrato rocoso quebrado se alzaba en ángulo agudo hacia el cielo; alzado por algún movimiento pretérito del terreno, asomaba como un hueso quebrado, con el borde desmoronado y roto. El viento, la arena y la lluvia lo habían suavizado apenas. Debajo encontraron un pozo con agua, un puñado de sauces del desierto y un álamo todavía joven.
Hondo se apeó y ayudó al niño a bajar de su silla, después condujeron a los caballos a la sombra para que se refrescaran. Con la ayuda de Johnny, Hondo recogió madera seca para hacer fuego. Una abeja zumbó junto a ellos, a continuación otra.
Cogió a Johnny por el brazo y le señaló algo. Un pequeño enjambre revoloteaba alrededor de una grieta en la roca encima de ellos.
—Ahí arriba hay una colmena. También montones de miel.
—¿Podemos coger un poco? —Johnny estaba ansioso—. ¿Podemos quitarles un poco?
Hondo estudió la situación.
—Será difícil. Puede que luego.
Previamente había matado un conejo, lo había desollado y limpiado y salado. Lo puso ahora a asar sobre el fuego. A continuación condujo a los caballos al agua. Se alejó a pie de las rocas, manteniéndose entre la vegetación, y estudió el terreno. En dos ocasiones esa mañana había visto huellas de caballos sin herrar. Había apaches en los alrededores.
Regresó junto al niño y comió su parte del conejo al mismo tiempo que Johnny quitaba las espinas de un higo chumbo como le había enseñado. Mientras el niño comía la fruta del desierto, él pensó en lo rápido que había pasado la mañana, y en cuánto la había disfrutado. Y era el hijo del hombre al que había matado.
¿Cómo podía un hombre abandonar a un niño como aquel? Irse sin decir nada a Angie. ¿Qué impulsaba a un hombre que lo tenía todo en el mundo a largarse a un fuerte y matar el tiempo jugando y estafando a los extranjeros de paso y los soldados?
—Regresamos —dijo de pronto—. Tu madre puede preocuparse.
Tenía en mente los ponis sin herrar. El niño había aprendido bastante por esa mañana. No tenía sentido correr riesgos. Mientras Johnny rellenaba su cantimplora, él se alejó entre las rocas para mirar en la dirección opuesta. Se agachó de súbito.
Cuatro indios habían salido de la quebrada por el que habían llegado ellos. Incluso a aquella distancia distinguía que eran apaches de montaña, no de aquella zona. Estudiaban el terreno, en apariencia perplejos.
Si llevaban un tiempo siguiéndolos tenían razones para sentir curiosidad, pues los caballos habían vagado de un punto de interés a otro, pasando por plantas, huellas y rocas. Ahora miraban hacia la roca aserrada bajo la que brotaba el manantial.
Hondo Lane regresó rápidamente. Había una cavidad entre las rocas.
—Johnny —dijo en voz baja—, tenemos problemas. Apaches de montaña… no de los de Victorio.
El niño, se percató, parecía más entusiasmado que asustado. Johnny soltó una risita y lo miró sonriente.
—¿Vamos a luchar?
—No si podemos evitarlo —dijo Hondo—. Y no estés tan ansioso, muchacho. La gente acaba herida cuando lucha.
Llevó a los caballos a la cavidad entre las rocas y aguardaron. Oyó de pronto el golpe de un casco contra una piedra y vio los esbeltos cuerpos cobrizos de los indios. Apaches de la tribu Montaña Blanca, por su aspecto. Estudiaban las huellas junto al manantial.
Hondo retiró la trabilla que aseguraba la culata de su revólver.
—Empieza la acción —dijo en tono plano y áspero—. Ve detrás de las rocas y quédate ahí, ¿entendido?
Se irguió lentamente y, casi al instante, los apaches lo vieron. Empuñaba el rifle. La distancia no superaba las cuarenta yardas.
—¡Hola, hermanos!
Habló pronunciando con claridad. Era consciente de que Johnny, incapaz de resistir la curiosidad, se había asomado junto a él.
Los apaches los contemplaban, indecisos sobre cómo interpretar a la extraña pareja. Pero pronto fue él el sorprendido pues, tras observarlos un poco más, los indios se acercaron cautelosos. No era a Hondo a quien miraban, sino a Johnny. Hondo se dio cuenta de pronto de que el niño llevaba puesta la cinta de Victorio. El ópalo captaba la luz y la devolvía reflejada a los ojos de los indios. Un niño con una cinta apache era motivo de desconcierto.
—¿El niño es apache?
La voz del indio sonó dubitativa, dado que a pesar de la piel intensamente bronceada de Johnny, era evidente que se trataba de un niño blanco.
—¡Hermano de sangre de Victorio! —Hondo se aseguró de pronunciar el nombre lo bastante fuerte como para que resonara contra las rocas—. ¡Es Pequeño Guerrero!
Dubitativos, temiendo todavía una trampa, los indios se aproximaron más. Uno desmontó. Su rostro era estrecho y mezquino, y la mirada ladina. Hondo se fijó en él y ya no lo perdió de vista.
Los apaches se detuvieron a una docena de yardas y miraron al niño y a Hondo. Los rifles eran difíciles de conseguir, y el de Hondo era el nuevo Winchester 73, que hacía diecisiete disparos sin necesidad de recargar. También llevaba una pistola, y estaban los caballos. Aun así el nombre de Victorio tenía gran peso para los apaches.
—¿Qué hacéis vosotros aquí?
—El niño aprende a conocer el desierto.
Dieron por buena la respuesta. Eso explicaba las huellas erráticas.
—Es el deseo de Victorio —añadió—. Pequeño Guerrero debe conocer el desierto como lo conoce un apache.
Tres de los bravos estaban evidentemente interesados y Johnny, en pie junto a Hondo Lane, tenía un aspecto indómito que les divertía y despertaba su interés.
—¿Pequeño Guerrero cobra cabelleras? —preguntó el apache más cercano, sonriente.
Sólo el indio alto que había desmontado preocupaba a Hondo. Los demás estaban fascinados por el joven. El porte y la actitud de Johnny eran los de un apache, y eso les hizo soltar risitas.
—¿Pequeño Guerrero cobra cabelleras? —repitió el indio.
—¡No de perros ni de mujeres! —Johnny no había escuchado a Victorio en vano—. ¡Id en paz!
Uno de los indios se rio a carcajadas y los tres a caballo comenzaron a dar media vuelta.
El cuarto indio no se movió; miraba a Hondo.
—A ese lo conozco —dijo de pronto—. Era explorador para los soldados poni.
La tensión fue repentina; los otros tres se volvieron rápidamente, mirando a su compañero y a Hondo.
—Fui explorador de los soldados poni —reconoció Hondo—. También he vivido con los mimbreños. ¿Eso tampoco te gusta?
El tono fue retador. Retroceder o mostrarse vacilante no habría traído nada bueno.
—Yo he matado soldados poni —presumió el bravo.
—Y yo he matado apaches.
Se miraron fijamente. Uno de los otros dijo algo acerca de Victorio, pero el indio alto respondió con desprecio. Era en parte por el rifle, en parte por los caballos, pero sobre todo porque el indio era pendenciero. Hondo conocía a blancos así.
—¡Llevo la cabellera de un soldado poni en las crines de mi caballo!
—De un jinete poni viejo —dijo Hondo despreciativo—, con canas en el pelo y muchos años a sus espaldas.
—¿Tú eres amigo de Victorio? —dijo el apache desdeñoso—. ¡Yo digo que mientes!
Hondo lo ignoró. Se dirigió a los otros.
—Pequeño Guerrero es hermano de Victorio. Herirlo implicará una venganza de sangre. Victorio lo protege. ¡Yo me protejo solo!
Se volvió de repente y lanzó al indio alto un puñetazo cruzado que le alcanzó en la boca. Fue un golpe potente, asestado con malicia, y el indio se tambaleó y se desplomó.
Yació por un instante, con los ojos reluciendo, sangre fluyendo de un labio aplastado. Luego se puso en pie como un gato y el cañón de su rifle comenzó a alzarse. Era exactamente lo que Hondo esperaba que hiciera. Deliberadamente, dejó que el cañón se elevara. Entonces echó mano al revólver y disparó.
Sostenía el rifle con la mano izquierda, por el cañón. La derecha quedaba libre para tirar del gatillo, si decidía usar el arma. La aparición del Colt fue una completa sorpresa.
La bala alcanzó en el corazón al indio, que emitió un gruñido. La bala de su rifle se hundió en el suelo ante los pies de Hondo y a continuación el indio cayó de bruces.
Para los confiados apaches, que nunca habían visto a un pistolero en acción, la aparición del revólver fue como cosa de magia. Miraron a Hondo, miraron el arma y luego dieron la vuelta al indio caído y observaron la herida. Atemorizados, miraron fijamente a Hondo.
Llegó de pronto hasta ellos un estrépito de cascos y una docena de jinetes descendió a la hondonada donde brotaba el manantial y rodeó al pequeño grupo. Victorio iba en cabeza. Sus ojos viejos y duros se fijaron en primer lugar en Johnny, que estaba en pie junto a Hondo, pálido y con expresión crispada, pero sin señal de lágrimas ni de miedo.
A continuación miró a los otros indios, y Hondo se apresuró a hablar.
—Sólo uno de ellos buscaba la guerra —dijo—. Ese ha muerto. Los otros son hombres de verdad.
Victorio los escrutó y un apache dio un paso adelante. Se mostró orgulloso.
—Nosotros hablamos con admiración de Pequeño Guerrero —dijo—. Este quería la cabellera de ese otro —señaló a Hondo.
Victorio los miró, luego a Johnny. El apache que había hablado repitió lo que Johnny había dicho sobre no cobrar cabelleras de perros ni de mujeres, y los ojos viejos y duros de Victorio brillaron y los otros se rieron. Nadie parecía lamentar la muerte del indio alto. Hondo enfundó el arma. Uno de los otros dijo algo al respecto a Victorio, mencionando un arma mágica. Victorio miró a Hondo y asintió.
—El guardián de mi hermano está bien elegido —dijo.
A continuación levantó su maza de los triunfos y señaló a Johnny.
—¡Coge la maza! —ordenó—. ¡Remata el triunfo!
Johnny vaciló. Hondo se alegró de que Angie no estuviera presente.
—Johnny —dijo asegurándose de que lo oía—, debes hacer lo que Victorio te dice. Coge la maza que te ofrece y golpea al indio con ella.
Los ojos del niño estaban muy abiertos y asustados. Aun así se adelantó como un autómata y, tomando la maza, golpeó al indio muerto. Devolvió la maza y regresó con Hondo. Su cara estaba rígida y pálida pero sin asomo de lágrimas.
—¡Bien! —gruñó Victorio—. ¡Pequeño Guerrero pronto será Gran Guerrero!
Hondo levantó al niño y lo subió a su silla, luego montó en su caballo. Dirigió una mirada al jefe.
—Ha sido un día largo. Pequeño Guerrero ha aprendido a reconocer las huellas del lobo y del tigre. Ha aprendido sobre la hierba del pasmo y el mezcal y muchas cosas más. Ha cazado y cocinado su presa y ha obtenido un triunfo. Es suficiente.
Victorio asintió y los dos partieron a caballo dejando a sus espaldas la hondonada del manantial, y apenas habían llegado al desierto cuando la cara de Johnny se contrajo. Guiado por un instinto repentino, Hondo lo alzó de la silla y lo puso en la suya; para entonces Johnny ya estaba llorando. Asombrado por verse abrazando a un niño que lloraba, Hondo se limitó a sujetarlo sin decir nada.
Al cabo de largo rato, Johnny alzó la mirada para mirar a Hondo, pero este pareció no darse cuenta. Luego se apoyó contra el brazo de Hondo y observó el desierto.
Hasta que no estuvieron cerca de casa Johnny no regresó a su silla.
—Ha sido duro —dijo Hondo—. Lo has hecho bien, Johnny.
—¡Mira! —dijo Johnny señalando—. ¡Ahí hay cachanilla!