Cuando ella se despertó ya era de día y la casa estaba silenciosa. De pronto, sobresaltada, se percató de que Johnny no estaba allí, y Hondo tampoco.
A través de la ventana vio a Hondo en el corral y a Johnny con él. Servían heno a los caballos. Se vistió rápidamente.
El suelo estaba mojado y la lluvia goteaba de los aleros, pero por el momento había cesado de llover. No había espacios abiertos entre las nubes. Cuando tuvo el desayuno en marcha, volvió al espejo para arreglarse el pelo con más cuidado.
Al abrir ella la puerta, Hondo alzó la vista.
—¡El desayuno está listo! —llamó ella, y él se encaminó al granero cargando con la horca. Volvieron juntos a la casa y, después de que Johnny se aseara, lo hizo Hondo.
Llevaba el pelo recién peinado cuando entró en casa. Debía tener cuidado con la mano vendada y tenía el hombro rígido. Evitó la mirada de ella, tomando asiento con rapidez. Comieron en silencio y cuando la taza de él estuvo vacía ella fue a por la cafetera.
—¿Más café?
—Gracias.
Estaba silencioso, hosco. En una ocasión arrancó a hablar pero se detuvo.
—Será mejor que después de desayunar te quites la camisa y me dejes arreglarla.
Él tomó un trago de café y dijo:
—No antes de que te enseñe algo.
Sacó el ferrotipo del bolsillo y se lo tendió a ella. Ella lo miró, y a continuación a él.
—¿Ed te lo dio?
—No. Lo cogí de su cadáver.
Ella lo sabía. Tuvo la intuición en el mismo instante en que vio el ferrotipo con la huella de bala. Guardó silencio, aunque sin sentir nada. No había nada que sentir. Lo habría más tarde, estaba segura. Pero Ed… Durante meses había sido como alguien que nunca hubiera existido realmente. Como alguien que hubiera pasado por la vida de Angie sin dejar huella.
—Está muerto.
Cuando ella pronunció estas palabras, las lágrimas acudieron a sus ojos. No hubo lamentos, tan sólo un manar de lágrimas. Permaneció sentada en silencio, sin que nada se pudiera decir para su consuelo.
—Intenté contártelo anoche. Quería hacerlo.
—No estoy sorprendida. Es… es como si hubiera pasado hace mucho tiempo. Supongo que en realidad nunca creí que volvería.
Hondo dio un sorbo al café y buscó palabras para explicar el resto. ¿Pero cómo decir a una mujer que habías matado a su marido? Uno de los dos iba a quedar en muy mal lugar. Él no estaba dispuesto a aceptar la culpa por algo que no había buscado. Y tampoco lo sentía por Ed Lowe. Lo sentía sólo porque el muerto era el marido de Angie.
La puerta se abrió de repente y Johnny entró a la carrera. Se lanzó sobre Hondo, agarrándolo del brazo.
—Cuidado con su mano, Johnny —Angie cruzó la estancia hasta la estufa—. Es muy noble por tu parte.
—¿Noble? —Hondo la contempló con la mirada gacha—. ¿Yo?
—Viniste para sacarnos de aquí.
—Quiero regalarte algo —dijo Johnny—. Mi emblema indio. Victorio me lo dio. ¿No es verdad, mamá?
Fue corriendo por su cinta para la cabeza. Hondo cambió de postura los pies debajo de la mesa y permitió a Angie que le rellenara la taza. Estaba profundamente conmovido. La posesión más preciada de Johnny, y quería regalársela a él.
Angie titubeó mientras volvía a dejar la cafetera sobre la estufa.
—Los indios —dijo— conceden gran valor a morir correctamente. ¿Murió Ed correctamente?
—Sí, señora. Lo hizo con corrección.
Angie retomó el planchado que había interrumpido cuando llegaron los indios. Algo en la actitud de Hondo la incomodaba, pero no podía concretar lo que sentía. No era propio de él estar tan silencioso.
Era algo sobre Ed. Allí pasaba algo malo, muy malo.
Sin embargo, ella dijo:
—Cuando Johnny sea lo bastante mayor, cuando llegue el momento de decírselo, le hará sentir orgulloso.
Johnny volvió con el emblema. Lo puso en la mesa, delante de Hondo.
—¡Aquí está! ¡Ahora eres un jefe!
Hondo tomó la cinta. Le dio vueltas entre las manos. Un momento después volvió a dejarla. Hablar a un niño… ¿Qué sabía él de eso?
—Johnny —dijo despacio, inseguro sobre las palabras a emplear—, me gustaría quedármela, porque es un regalo magnífico y muy bello. Creo que no podrías darme nada mejor. Pero, compréndelo, esta cinta te la dieron a ti, no a mí.
»Te la regaló Victorio. Él quiso que la tuvieras. Me encantaría que me hicieras un regalo, pero esto es tuyo. No sería correcto, de ningún modo, que me lo dieras.
»Victorio es un gran jefe. No hay mucha gente que le guste. Te debe admirar bastante para haberte dado esto, así que guárdalo bien.
»A ti y a mí, Johnny, nos queda mucho camino que recorrer juntos. Victorio quiere que aprendas cómo se las apaña un apache para sobrevivir. Es algo que merece la pena saber. Vives en este territorio, es mejor que lo conozcas lo mejor posible. Un hombre nunca sabe cuándo se verá perdido en el desierto, cuándo tendrá que encontrar comida, puede que agua. Tienes que aprender todo eso.
—¿Tú me enseñarás?
Hondo puso torpemente su mano sobre el hombro del chico.
—Me encantaría, hijo. Te lo aseguro. Creo que he aprendido tanto que ya no puedo aprender más. Necesito a alguien que a su vez lo aprenda de mí.
Cuando Angie lavaba la colada en un remanso del arroyo, Hondo descendió la colina a caballo con un antílope colgando detrás de la silla.
Angie alzó la mirada y sonrió.
—Más carne fresca. Nos estamos dando la gran vida.
Johnny pescaba sentado en una roca a poca distancia aguas arriba del remanso.
Hondo se deslizó de la silla y dijo tranquilamente:
—No te vuelvas muy rápido, pero hay un indio en la cresta del valle, justo debajo de aquel pino retorcido.
—No alcanzo a verlo. Debes de tener una vista increíble.
—He aprendido. También había uno allí antes de ayer.
Ató al grullo junto a un parche de hierba y regresó liando un cigarrillo.
—¿Por qué? No lo entiendo.
—Por el niño, creo. Victorio debe de haber enviado hombres para vigilarlo.
Dejó a Angie con la colada y dio unos pasos corriente arriba. Se quitó el sombrero y se pasó los dedos por el pelo.
Hacía fresco bajo los álamos, mejor que allá fuera, en el desierto. ¿Se estaba ablandando? ¿O es que aquella vida le había ganado?
—Si quieres mi opinión, ahí no va a coger ningún pez.
—Nunca lo hace —dijo Angie—, pero se mantiene entretenido.
—Y puede que un róbalo lo coja a él mientras está entretenido —miró a su alrededor, el ceño arrugado—. Por supuesto, no quiero entrometerme.
—Hazlo, por favor.
Ella metió una camisa del niño en el agua y la enjuagó. Cuando se irguió, dijo con calma:
—Necesita un padre. Está llegando a esa edad. Me quiere, pero yo soy una mujer. A veces sólo me tolera.
Hondo sonrió.
—Los niños son así. Espera a que se haga mayor. Entonces hará algo más que tolerar a una mujer bonita.
Ella se sonrojó un poco, complacida.
—Todavía le queda mucho tiempo.
—Crecerá antes de que te des cuenta.
—Yo… no quiero que viva aquí. No cuando sea mayor.
—No, señora. Pero ahora mismo está mejor aquí. Un niño debería aprender a cazar. A apañárselas por sí mismo. Aquí aprenderá mejor, y tú estás a salvo mientras Victorio viva.
—¿Crees que no lo estaría si él muriera?
—No pretendo asustarte pero ¿qué hay de Silva?
Ella recordó el odio en la mirada del indio, el modo como se lanzó sobre ellos el primer día, cómo mató a Sam.
—Será jefe cuando Victorio muera —dijo Hondo—. Piensa en ello.
Johnny se acercó a Hondo arrastrando los pies, que se subió el sombrero sobre la frente y contempló al niño.
—¿Dónde está el sol?
—Allí —indicó Johnny.
—A tu espalda. —Hondo señaló la sombra que el niño proyectaba sobre el agua—. Sombra. Si tú puedes verla, el pez también. Pesca siempre con el sol de frente. Eso si quieres mi opinión. Y esa orilla es el sitio.
—¿Puedo, mami?
Angie dudó. Le asustaba el arroyo. Había pozas profundas y viejos tocones arrastrados por la corriente.
—Algunas de esas pozas son profundas. Me preocupa que ronde por ellas.
—¿No sabe nadar?
—Es tan joven.
—He visto a niños indios de su edad nadar en el río Missouri cuando estaba desbordado —contempló al muchacho mientras este cruzaba el arroyo caminando sobre las piedras. En la orilla opuesta, Johnny saltó a tierra—. ¡Eh, chico!
Johnny se detuvo y miró atrás, y la voz de Hondo llegó atravesando con facilidad la pequeña corriente.
—Hace calor a esta hora del día. Si yo fuera tú, pasaría por el lado de esa piedra que queda al sol. Cuando hace calor las serpientes están a la sombra; cuando hace frío, están al sol.
Johnny rodeó la roca, encontró un buen sitio, tomó asiento y lanzó el anzuelo.
—Hay una cosa graciosa. Los apaches no comen pescado.
—¿Qué? —Angie estaba asombrada—. Pensaba que todos los indios pescaban.
—Es lo que cree la mayoría de la gente. A lo mejor es porque los indios viven sobre todo en parajes desérticos, pero ningún apache come pescado.
—¡No había oído nunca algo semejante!
—Es cierto. Allá abajo, en el campamento Grant, los niños apaches solían rondar mendigando caramelos o galletas. Cuando los soldados de caballería se hartaban de ellos, abrían una lata de pescado y se la ofrecían. Todos salían corriendo —lanzó la colilla al agua—. Hay dos razones. En parte era por el pescado, en parte era por la etiqueta de la lata.
—¿La etiqueta?
—¿Has visto ese diablo rojo que aparece en algunas marcas de pescado? Asusta a los apaches. Lo llaman: carne fantasma —Hondo se acuclilló, mirándola lavar la ropa—. El indio se ha ido.
—¿Cómo lo sabes? No has mirado hacia allí.
—He mirado.
Angie se secó las manos.
—¿Crees que Victorio habla en serio cuando dice que hará de Johnny un apache?
—Si yo fuera tú, lo creería. Hay muchos muertos que no creyeron lo que decía Victorio.
—Parece querer al bebé.
—¿Bebé? Ese muchacho no es un bebé. Debe de tener cinco años, puede que seis.
—Tiene seis. Pero todavía es un bebé.
—Hace mucho que no hay un hombre por aquí. Trátalo como a un bebé y lo será. La protección excesiva arruina a un niño. ¿Cómo va a aprender a cuidar de sí mismo?
Hacía fresco en la vereda. Hondo apoyó la espalda en el tronco de un enorme y viejo álamo y contempló el agua. La ropa se secaba al sol y Angie estaba sentada en una piedra al borde del agua, el pelo un poco desordenado, encantador bajo el sol de la mañana. Hondo Lane la miró achicando los ojos, disfrutando de su belleza límpida, serena, y aun así incómodo por lo que se interponía entre ella y él.
El niño estaba corriente arriba y contemplaba el sedal que penetraba en el agua y se desplazaba despacio. Pasando por delante de Hondo, esquivó piedras, onduló en pozas y se deslizó suavemente junto al tronco meteorizado de un álamo derrumbado hacía mucho.
Hondo miró al grullo, que pastaba perezosamente a la sombra, y más allá de este, a las colinas. Un hombre podía acostumbrarse a aquello. Sonrió al pensar en el mayor Sherry. Probablemente estaría frenético para entonces, lo habría dado por muerto y creería que su cabellera colgaba en alguna tienda apache.
—¡Mami! ¡Mami! ¡He cogido uno!
Johnny se acercaba corriendo sobre las rocas con un pez que se retorcía en el extremo del sedal. Hondo no estaba impresionado. Se arrancó un fleco de la camisa de piel de ciervo.
—Puedes atravesarle las agallas con esto, si quieres.
—Gracias, Emberato.
Angie se volvió hacia Hondo.
—Siempre te llama Emberato.
—Mi nombre apache. Yo se lo dije.
—¿Qué significa?
Hondo se encogió de hombros, apoyando ahora un hombro contra el árbol.
—No se pueden traducir las palabras apaches al inglés. Significa Mal Carácter.
Angie lo miró de nuevo, estudió su perfil. ¿Mal Carácter? ¿Cómo podía tener semejante nombre? ¿Habían tomado demasiado en serio sus gruñidos? Era tan dulce como aquel perro feo. Todo lo que Sam necesitaba era una oportunidad. Y unas pocas caricias. La idea la hizo sonrojar, pero le divirtió también, y dedicó a Hondo una breve mirada. Él miraba al niño con su pez.
Otro pensamiento le vino a la mente.
—Has cortado el fleco de tu camisa. ¿No te preocupa quedarte sin adornos si cortas todos?
—No es un adorno. No sólo eso. Los flecos ayudan a la piel de ciervo a desprenderse el agua. Para eso están.
Johnny ató el pez a un palo y lo dejó colgando en el agua, a continuación volvió junto a Hondo y Angie.
—¿Dices que no sabe nadar? —Hondo se levantó—. Dirás lo que quieras, pero a mí me parece que el chico sabe.
Agarró de pronto a Johnny por la trasera de los pantalones y lo lanzó a la parte más profunda de la poza.
Angie se puso en pie de un salto, gritando. Se abalanzó hacia el agua pero Hondo le puso una mano en el hombro.
Johnny volvió a la superficie, chapoteando y debatiéndose. Angie estaba furiosa. Forcejeó para soltarse pero él la sostuvo con firmeza mientras Johnny nadaba torpemente y llegaba a una roca. Aferrado a ella, se volvió hacia Hondo.
—¡Emberato! ¡Lo conseguí!
—No tienes más que estirar el brazo, tomar un puñado de agua y atraerlo hacia ti, no muy rápido. Mantén los dedos juntos para que no se escape. Así aprendí yo, por si te interesa saberlo.
Soltó a Angie, que lo miró, su enfado apagándose.
—A veces eres tan cruel.
—¿Lo soy? El niño sabe nadar, ¿no?
Recogió las riendas del caballo y sacó el pez del agua.
—Limpiaré el pescado por él. Lo bueno sería que lo cenara esta noche, que comiera su presa.
—¿Pero cómo va a volver?
—Nadando.
—¡Puede ahogarse! —protestó ella, mirando preocupada a Johnny, que pataleaba alegremente en el agua fría.
—No creo.
Dio media vuelta y se alejó junto con el caballo. Johnny aulló detrás de él, tras lo que se deslizó en el agua y braceó con torpeza hasta la orilla. Estaba henchido de orgullo infantil.
—¡Sé nadar, mami! —dijo.
Hondo Lane había desaparecido camino del establo y Angie tomó a Johnny de la mano y se encaminó a la casa. Todavía no había superado el enfado por su repentina y, en opinión de ella, brutal iniciativa. Se dijo que aquel hombre era cruel. Severo. No era la persona adecuada para estar con un niño. Pero no podía negar el hecho de que ahora Johnny sabía nadar.