Hondo se masajeó las manos con delicadeza. Nadie había hecho nada por impedir que se prestara alivio. Alzó la mirada y se encontró con Victorio, que lo miraba a su vez. El viejo jefe respondió al comentario de Silva.
—Es un hombre valiente el que insulta en un momento así —dirigiéndose a Hondo dijo de súbito—: ¿Dónde están los soldados poni, hombre blanco? ¿Y cuántos hay?
—No lo sé, Victorio.
—¿Conoces mi nombre?
—Te vi en el consejo del tratado, en el fuerte Meade.
—¡El tratado! Es susurro del viento para el hombre blanco —su voz se volvió más afilada—. ¿Dónde están los soldados poni?
—No lo sé.
Victorio señaló la silla del grullo.
—Tu silla lleva la marca del soldado poni.
—Una vez fui soldado poni. Ahora no lo soy.
Victorio tomó asiento y miró a través del fuego las manos hinchadas de Hondo. Tenían mal aspecto, pero ya estaban mejor. La hinchazón la había causado la tensión de las ligaduras y, una vez sueltas, la mayor parte había desaparecido.
—Si no eres un espía, ¿qué buscas en nuestra tierra?
Hondo guardó silencio un instante, dudando, tras lo que habló más despacio que antes, con cuidado de que su voz transmitiera respeto.
—Eso sólo me concierne a mí, jefe. Lo que hago no supone ningún daño para el pueblo de Victorio, ni para ningún otro apache.
Victorio se puso en pie y se alejó cruzando el campamento. Y durante un rato Hondo se quedó a solas. Tenía los pies atados pero libres las manos. Flexionó los músculos y sintió mermar la hinchazón. Las muñecas estaban laceradas por las prietas tiras de cuero, pero la sangre volvía a fluir con normalidad.
Estudió la ranchería que lo rodeaba, en el seno de un valle poco profundo. Era una escena familiar y lejana para él… las tiendas bajas de arbustos o pellejos apilados sobre estructuras piramidales de palos, los caballos que pastaban, los niños jugando.
Salvo que entonces no era un prisionero. Era uno de ellos. Un extranjero, sí, pero un amigo y un compañero de caza y el hombre de Destarte. Y olió el aire del desierto, el olor del ciervo asado y de la carne de mula, el nopal puesto a secar y observó a la gente ocupada en sus tareas.
Permanecía sentado a solas. Conocedor de las costumbres de aquella gente, sabía la muerte que le aguardaba, sabía lo que harían y sabía que tenía que ser fuerte, no mostrar miedo, no mostrar dolor. Al coste que fuera, debía morir correctamente.
Y no era sencillo. Había visto morir a otros hombres, y los restos de los que habían muerto correctamente. Parecía imposible que un hombre resistiera lo que ellos. ¿Podría él hacer lo mismo?
Una squaw le llevó comida y él le dio las gracias en la lengua de ella y la mujer lo miró de soslayo, asombrada. Se fue, pero regresó con una calabaza hueca llena de agua fresca del arroyo.
¿Era por amabilidad o porque querían que tuviera fuerzas a la hora de enfrentarse a la muerte?
Decidió que la mujer había actuado por amabilidad; los demás, que no perdían detalle, no opusieron objeciones. La mujer era la squaw de alguien llamado Emiliano.
Era bueno estar vivo. ¿Cómo podía un hombre prepararse para la muerte cuando llegaba hasta él el olor del desierto? No quería morir, sino vivir, regresar con Angie… y Johnny.
Siempre había querido un hijo. ¿Pero qué hombre no quiere tener uno? ¿Quién prefiere morir y no dejar a otra persona que continúe adelante, que prosiga la estirpe, que perpetúe la sangre? ¿Quién prefiere malgastar lo aprendido? ¿Quién prefiere que muera con él?
El anhelo de hijos es tan antiguo como la vida. Tan antiguo como la vida en el planeta. Es lo que perpetúa las especies; se hace necesario para cada hombre y cada mujer tener descendencia. Tal fue la voluntad de la naturaleza. Todo lo demás vino después. Las especies deben seguir adelante, pervivir.
El deseo, el anhelo se halla por lo tanto profundamente arraigado. Y él, Hondo Lane, ¿qué dejaría como legado? ¿Su destreza con un arma? ¿Su habilidad para matar? ¿Para destruir?
No… También estaban el desierto y las montañas y el amor por las cosas fuertes, cosas de hombres. El crujido del cuero de la silla de montar bajo el sol, el sabor del agua fresca y limpia, el comportamiento de la caza y de los caballos, los pequeños trucos del trabajo manual… todos saberes antiguos, elementales en la sangre de un hombre, construidos sobre el instinto primitivo de preservar la raza, la estirpe, la especie.
Y él estaba allí sentado, preparado para morir… ¿Por qué? No dejaba nada tras él. Unas pocas personas que lo recordarían durante un día o una hora. Un hombre necesitaba algo sobre lo que construir. Un hombre sin una mujer, sin un hogar y sin un hijo no era en absoluto un hombre.
Johnny. Aunque no tuviera ningún hijo propio, al menos podía legar a Johnny lo que sabía, cómo vivir en el desierto y las montañas, el millar de pequeñas cosas que había aprendido por sí mismo, a costa de amargura y esfuerzo, y también la filosofía resultante.
Lo que la vida le había enseñado era bueno y provechoso, ¿acaso debía morir con él?
Contempló la ranchería, la solitaria miseria del poblado apache, y supo que tenía que vivir. No había hecho nada, nada en absoluto.
Y aquella gente… ¿cómo podía él culparla? Eran la Gente. Ese era el significado de su nombre. Habían creído que eran las únicas personas que existían. No obstante, cuando llegaron los primeros americanos, los recibieron con amigabilidad, y a cambio obtuvieron guerra. Contraatacaron con fiereza. Ninguno imaginaba que luchaban en vano. Vieron llegar sin cesar hombres blancos, con sus soldados, con sus ponis, sus provisiones inagotables y sus cartuchos de latón.
El apache supo que su hora había pasado. Supo que el hombre blanco le arrebataría hasta el último rincón de tierra, pero no estaba en su naturaleza el someterse. Lucharía, entonaría su canto fúnebre y perecería. Y él, Hondo Lane, era sólo una pequeña parte de un conjunto mucho más amplio, y en nada afectaría a tal conjunto que él no siguiera viviendo, que quedaran cosas sin hacer, que quisiera un hijo, que una mujer lo esperara. ¿De veras lo esperaba? Cuando su mente dio forma a la pregunta, no le cupo ninguna duda al respecto.
La había besado porque una mujer no debía morir sin que alguien la besara, sin que alguien la amara. Sin embargo, después del beso no había sido lo mismo. Él se había ido, aunque mientras se alejaba a caballo supo que regresaría. Y allí estaba ahora, un prisionero junto al fuego, aguardando a morir torturado a manos del más diabólico y habilidoso de los torturadores.
Victorio se puso en pie y a una señal suya todos los demás se levantaron también y se acercaron a Hondo, que los contempló inmóvil.
Había llegado la hora.
Lo forzaron a tenderse de espaldas en la arena y le ataron las manos a estacas clavadas en el suelo, con los brazos en cruz. A continuación, sirviéndose de un trozo de corteza, Silva tomó unos tizones al rojo de la hoguera y los dejó caer sobre la palma de la mano de Hondo.
Sintió un dolor que lo atravesaba, le llegó el olor de su carne quemada, pero miró fijamente a Silva y dijo con acritud:
—Silva arranca la cabellera a niños. ¡No caza más que conejos!
—Esto acaba de empezar. Nosotros, los apaches, somos pacientes.
Silva dejó ver su odio y su sensación de triunfo.
Detrás de Victorio, dos guerreros habían dado con las alforjas de Hondo y revisaban el contenido. De repente uno se irguió con un gruñido. Había encontrado el ferrotipo de Johnny. Se acercó a toda prisa a Victorio y le mostró la fotografía.
Hondo vio lo que sucedía, con los dientes apretados contra el espantoso dolor de la carne quemada.
Súbitamente, Victorio retiró a patadas las ascuas de la palma de Hondo.
—¡Soltadlo!
Una pareja de indios se adelantó para obedecer la orden y Silva saltó entre ellos y el prisionero, la cara roja por el enojo.
—¡Eso no pasará!
La voz de Victorio fue monocorde, fría.
—Necesito a este hombre.
—¡Eso no pasará!
Victorio lo miró con fiereza y ordenó a los otros:
—¡Obedeced!
Mientras cortaban las ligaduras de Hondo y lo liberaban, Silva gritó:
—¡Reclamo el derecho de sangre! —estaba fuera de sí—. Es mi derecho. Así está escrito.
Hondo se miró la mano quemada. Unas grandes ampollas habían empezado a formarse, pero la mano no estaba dañada en tanta extensión como había pensado, ni tan profundamente. Era una mano dura, encallecida por el trabajo y el manejo de las armas. Por un tiempo estaría lisiada, pero seguiría siendo una mano firme, con dedos que podían moverse y asir cosas.
El hombre medicina se había adelantado con los cuchillos. Hondo apenas era consciente de lo que sucedía. Se apretó la muñeca de la mano herida, el rostro contraído por la agonía.
Oyó entonces, a través del dolor, las palabras que el hombre medicina murmuraba al bendecir los cuchillos, y levantó de pronto la vista.
—Que la vida concluya limpiamente.
—Que la vida concluya limpiamente —repitió Victorio—. Así está escrito.
Silva se despojó de la chaqueta, un guerrero ágil, poderoso, en la cumbre de la juventud. Victorio se dirigió a un círculo trazado a toda prisa en el suelo y lanzó los cuchillos a la tierra, en extremos opuestos.
—Hombre blanco, ¿tú comprendes?
—He vivido muchos inviernos con los mimbreños.
Se levantó rápidamente, aunque la torpeza de los pies recién liberados le hizo tambalearse. Silva se lanzó por uno de los cuchillos y Hondo cogió el suyo con la mano quemada, luego se lo pasó a la izquierda, como se hacía con la pistola en el famoso truco de la frontera. Lo atrapó limpiamente y Silva se acercó con los ojos reluciendo de ansiedad.
Hondo se movió en círculos, sabedor de lo peligroso de su adversario. Era fuerte, no estaba herido y rebosaba de furia. Sería peligroso en cualquier circunstancia. Silva adelantó la mano izquierda, pero le desconcertaba que Hondo sujetara el cuchillo con la mano equivocada. Tendría que haberlo hecho con la derecha, así él podría sujetarle la muñeca. Tras moverse en círculos estudiando la situación, arremetió de pronto. Hondo sintió cómo la afilada punta del cuchillo le desgarraba la camisa. A continuación asestó un fuerte pisotón al pie desnudo de Silva y lanzó un tajo. El indio se apartó pero el cuchillo trazó una línea roja a lo largo de su hombro, de la que de inmediato manó sangre.
Giraron uno alrededor del otro, y más allá las caras sudorosas los contemplaban entusiasmadas. Hondo oía la respiración de los guerreros. Veía el resplandor de la hoguera, veía el ansia en sus ojos, pues para ellos se trataba de un gran acontecimiento, del mayor de los espectáculos. Luchadores ellos mismos, sabían reconocer y respetar a uno de los suyos, y eran conscientes de a lo que se enfrentaban aquellos dos hombres.
Silva se acercó agachado, lanzando aguijonazos. Hondo saltó hacia atrás y arremetió. El cuchillo de Silva lo alcanzó, la hoja se le hundió en el hombro.
Antes de que el indio pudiera sacar el cuchillo, Hondo sujetó la empuñadura, presionándola contra la herida para que no pudiera retirar el arma. Cayeron al suelo y Hondo agarró a Silva por el pelo y lo obligó a echar atrás la cabeza, exponiendo la garganta cobriza, y apoyó el filo de su cuchillo contra la garganta del indio y miró a Victorio.
Victorio se plantó sobre ellos y dijo con voz calmosa:
—El hombre blanco te permite escoger, Silva.
Silva dudó; su odio era un ser vivo, combativo. La decisión era entre rendirse y morir. Y no estaba preparado para morir. Si vivía, podría matar al blanco más adelante y hacerse con su cabellera.
—Yo escojo —murmuró.
Victorio hizo un gesto y Hondo liberó a Silva y retrocedió. Pero siguió aferrando el cuchillo.
Silva miró fijamente a Hondo y a continuación se alejó a zancadas hacia su tienda.
—Hombre blanco —dijo Victorio—, ¿eres consciente de que has ganado una nueva vida?
—Soy consciente de que al que llaman Victorio es un gran jefe, y un jefe tiene en cuenta todo lo que sucede.
—Puede que vivas. O puedes morir. Comprobaremos qué está escrito.