Al cabo de una hora cabalgando por el desierto no había visto rastro de vida. El sol estaba alto, el sudor descendía en regueros por el cuello de Hondo, y el grullo estaba oscurecido por el polvo. Y ante ellos se prolongaba la vasta y ondulada extensión de arena, roca y cactus que es el desierto del suroeste.
Allí no había ocasión de sentirse seguro. En algún lugar de la zona, el apache huido se había encontrado con sus amigos, y aquellos guerreros del desierto, duros e incansables, habían comenzado la búsqueda de Hondo.
El desierto… si bien un desierto extrañamente vivo. No una tierra yerma, sino una donde cuanto moraba en ella iba acompañado de fuego, espinas o aguijones. No obstante una tierra poderosa y rica para el hombre que la conociera. No se podía luchar contra el desierto y sobrevivir. Uno vivía con él o perecía. Uno aprendía a conocer los comportamientos del desierto, la vida que en él habitaba, y se movía con tiento y nunca cesaba de estar alerta, pues el desierto guardaba trampas y tretas para los no cuidadosos.
El grullo avanzaba posando los cascos con tiento, conocedor del paraje, sabedor de sus peligros, de todo lo que había que temer en él. Y a su espalda Hondo Lane no dejaba de observar. Escrutaba cada pequeña sombra, cada roca oscura, todo lo que pudiera servir de refugio, antes de seguir adelante. En una ocasión, mientras recorría la ladera rocosa de una colina, dio con el rastro fresco de un venado. Las huellas daban un quiebro brusco a la izquierda, ladera abajo.
Hondo hizo desviarse al grullo. Fuera lo que fuera que el venado había visto u oído, podía no seguir allí, pero Hondo no podía correr riesgos. Más adelante encontró el rastro de un león de montaña. Seguramente no habían sido los apaches.
Siguió un cañón hasta que se abrió a un pequeño valle por donde discurría un arroyo, con las orillas jalonadas por álamos de Virginia y sauces. Se metió entre la vegetación y desmontó. A continuación se quitó las botas y retrocedió, barriendo su rastro y dejando nada más que las huellas que apuntaban hacia el agua, como si su intención hubiera sido atravesar la corriente o seguir por esta.
Regresó con cuidado, evitando las ramas caídas. Los animales salvajes no pisaban las ramas caídas. Tampoco los indios. Sólo un caballo, una vaca o un blanco serían tan estúpidos. El peso de un caballo, de una vaca o de una persona rompería la rama y la hundiría en el suelo. Hondo se movió con precaución y, cuando estuvo al cobijo de los árboles, aflojó la cincha de la silla de montar y tomó asiento con la espalda contra un árbol.
Aún no había llegado el mediodía, faltaba una hora como poco, pero ya hacía mucho calor, a pesar de la época del año, y debía asegurarse de conservar las fuerzas del caballo y las suyas propias. Masticó algo de cecina y galleta seca mientras el caballo pastaba, luego se acercó al arroyo a través de la espesa maleza y bebió. Vació la cantimplora y la rellenó con agua fresca.
Tras descansar una hora se puso las botas y tensó la cincha. Desde el extremo de la pequeña arboleda, estudió con cuidado el terreno antes de ponerse de nuevo en marcha. Conociendo a los apaches, sabía que no había posibilidad de que perdieran su rastro. Todo lo que podía hacer era demorar su persecución cuanto le fuera posible. Cuando dejó la arboleda, avanzó con rapidez por el lecho del arroyo, sirviéndose del abrigo de los árboles. Abandonó la corriente por un estrato rocoso y ascendió directo hacia el costado del valle. Los últimos pies fueron trabajosos, pero alcanzaron la cima y un momento después estaban al otro lado.
Un valle ancho y largo se abrió ante él, punteado por los altos dedos centinelas de los saguaros; el borde aserrado de un afloramiento rocoso cortaba en vertical la ladera opuesta. Era de roca oscura, renegrida por el sol. El grullo estaba descansado y se movía con soltura.
De pronto un pájaro alzó el vuelo asustado a cierta distancia y al instante Hondo hizo virar al caballo. Los apaches aparecieron segundos después, pero el grullo ya iba al galope. Con gritos salvajes y agudos los indios espolearon a sus ponis y dio inicio la persecución.
El grullo era un animal rápido y potente, con fuego en las entrañas y que amaba correr. Lo demostró; las crines flameantes, la nariz al viento.
Hondo echó un vistazo atrás y comprobó que ganaba terreno, pero de repente oyó la llamada quejumbrosa de Sam y al volverse vio a cuatro indios más que descendían desde la cumbre que había ante él. Virar para eludirlos suponía perder terreno pero no había más opción. Introdujo al caballo al galope en un cañón sinuoso y remontó el costado en ángulo abierto.
Ahora había al menos ocho apaches tras él y ganaban terreno. Alcanzó la cumbre para toparse al otro lado con una larga pendiente gris de esquisto. Ni hablar de detenerse. El grullo se lanzó adelante, perdió pie, comenzó a bajar como pudo. Sam los seguía de cerca y se perdió entre la nube de polvo. El caballo forcejeaba en busca de asidero para los cascos, lo encontró y Hondo se volvió en la silla y vio a Sam emerger del polvo, cojeando.
Tras un rápido vistazo a los indios, Hondo se inclinó y cogió al perro herido en brazos y retomaron la carrera.
Había perdido demasiado tiempo. Los apaches habían cubierto la distancia que los separaba y, cuando salió de la pendiente, convergieron a su alrededor. Con el perro en brazos no había forma de empuñar un arma, y los indios saltaron de sus monturas y lo arrancaron de la silla. Peleó desesperado. El perro saltó y mordió a Silva, que era uno de los atacantes, pero la masa de indios estaba ya sobre él.
Tumbaron a Hondo Lane con la cara contra el polvo y le ataron las manos a la espalda usando tiras de cuero de res.
Sam permanecía a unas yardas. Gruñía y aguardaba la ansiada orden de atacar. Esta no llegó. Hondo miró a su alrededor. Nueve indios.
La mirada de Silva cayó sobre Sam y ordenó con aspereza al más cercano de los guerreros que empuñara su arco.
Hondo hizo una seña con la cabeza.
—¡Sam, vete! ¡Sam, vete!
De inmediato, el perro dio media vuelta y desapareció entre la maleza, a gran velocidad a pesar de la cojera. Una vez al abrigo de la vegetación, se detuvo y se tendió sobre el vientre, gruñendo por lo bajo pero sin abandonar el cobijo.
Silva golpeó a Hondo en la cara. Los ojos le relucían de triunfo. Esa noche habría una gran fiesta en el poblado. Aquel era un hombre fuerte. Si además era valiente, podía aguantar vivo mucho tiempo… ¿Pero por qué retrasarlo? ¿Por qué esperar a la noche? Él cantaría sus hazañas cuando volvieran, tenía al hombre allí mismo.
—El hombre blanco habla nuestra lengua —dijo—. Eso es bueno. Sabrá lo que le aguarda.
—Tu bastón luce muchas cabelleras.
—Cierto.
Hondo hablaba despacio, con claridad, proveyendo a sus palabras de un denso desprecio. Conocía al apache, sabía que así avivaría su furia.
—Las conseguiste de squaws y papooses y perros. Tu pueblo estará orgulloso de ti.
Hondo habló en español y a continuación en la lengua de los apaches. Un indio soltó una carcajada, pero los ojos de Silva ardían con un espantoso enfado. No esperaba el insulto.
—Yo te aseguro —dijo el apache— un gran sufrimiento.
—No tiene mérito —se burló Hondo— torturar a un hombre capturado. Eres la mujer de tu poblado, un cazador de conejos. ¡Sin la bravura de estos otros serías comida para los coyotes!
Hondo Lane calculaba fríamente sus palabras. Conocía aquel paraje y a los hombres que lo tenían cautivo. Siempre existía, pensaba uno, la posibilidad de escapar. Pero con los apaches apenas había alguna. El apache trataba con brutalidad a sus prisioneros, se mantenía siempre cerca. El prisionero sólo podía esperar la muerte… una muerte lenta, colgado cabeza abajo sobre una hoguera, o atado a un hormiguero, o al suelo para que se asara al sol. O bien podía morir rápido. Si conseguía enojar lo bastante a Silva.
Pero Silva era tan paciente como vengativo. No tenía ningún deseo de proporcionar al blanco una muerte rápida y librarle de las horas de tortura que tenía planeadas. Y el blanco tenía coraje. Era fuerte, con músculos potentes y nervudos. Moriría despacio y, cuando al final su resistencia se quebrara, sería un triunfo que recordar.
El enfado que los insultos causaron en Silva fue como un alambre al rojo que lo atravesara. Pero el hombre estaba maniatado, hecho prisionero. Una venganza postergada sería mucho más dulce. Y cuando ataron a Hondo Lane sobre un caballo lo hicieron tan fuerte que las manos se le hincharon. Se pusieron en marcha, por colinas alargadas, una pequeña columna de apaches, montando ponis a pelo, los rostros planos inmóviles, carentes de expresión.
Y con la llegada de la tarde el calor se transformó en un ser vivo. El sol pendía en el amplio cielo y pareció crecer hasta que todo el firmamento fue un gran reflector que vertía su calor sobre el desierto, el cual lo reflejaba. Y la vasta distancia era un espacio a través del que se desplazaban las diminutas figuras de los apaches y su cautivo, y a lomos de su caballo, Hondo Lane se extravió en un mundo de dolor y calor donde no había más que sufrimiento y el espacio se volvía borroso y no existía el tiempo…
Los momentos se convertían en horas y las horas en semanas y los días en años. Las manos se le habían hinchado terriblemente, tenía la camisa empapada y el sudor se le colaba en los ojos, que le ardían, ribeteados de rojo y achicados contra el sol y el resplandor del paraje.
Aun así, tras la monotonía del viaje, tras la inexpresividad de su rostro, que no veía más que un mundo rezumante de dolor, tras todo ello merodeaba la inquieta desesperación de un hombre fuerte que ansia vivir. Ahora no había posibilidad… pero podía haberla más adelante.
Sentía un amargo deseo de luchar, de morir en batalla, si es que no lograba escapar, vivir. La amargura que le suponía la captura era como un veneno. Miró con ojos enrojecidos el malvado rostro de Silva, sabiendo por instinto que era su enemigo. Aquel era al que tenía que matar.
La lejanía rielaba por el calor. El sudor le recorría el cuerpo bajo la camisa. Le dolían las manos y sentía el mordisco perverso del cuero tensado, que le abría la carne.
Alzó la cabeza y miró a Silva. Escupió.
—¡Squaw! —dijo con desprecio. El odio le rompía la voz—. ¡Anciana!
Silva volvió la cabeza, los ojos brillando de odio. Volvió a mirar al frente.
Hondo Lane estaba tentado de clavar las espuelas al grullo y embestir al indio para acabar con aquello, sin que le importara estar maniatado. Pero el sentido común le señaló lo inútil de actuar así. Ya llegaría la ocasión. Tenía que esperar. Flexionó los dedos rígidos e hinchados. Pero no hizo ningún ruido. No gimió, no maldijo.
Las manos le dolían con cada paso del caballo, cada movimiento suponía un sufrimiento añadido.
Dejó caer la cabeza hacia delante y que su cuerpo se meciera con la marcha del grullo, y su mente se enfrascó en el recuerdo. El rancho junto al arroyo, el agua limpia, fría, la mujer de ojos claros, expresivos, su forma de moverse tranquila por la casa, y la voz de un niño… Creció la añoranza y el dolor quedó olvidado. Recordó el susurro de los álamos, el buen sabor del café, el olor del humo de leña del hogar.
Le llegó entonces olor a humo, y otro olor familiar, más antiguo. Una ranchería apache.
Levantó la vista y los vio. Todo le era familiar, bien arraigado en la memoria, las imágenes, los olores. Casi trató de localizar los desenvueltos movimientos de Destarte. Pero ella estaba muerta.
Vio las caras planas de los hombres, de expresión dura, los pómulos anchos, las mandíbulas cuadradas, las cintas para el pelo.
¿Cuántas veces había regresado a un lugar semejante después de una cacería? ¿Cuántos meses había pasado viviendo con gente como aquella? Podía haber alguno que lo conociera. Podía haber algunos con los que hubiera cazado, y con los que hubiera hecho incursiones en México para robar caballos para su pueblo.
Se sentó erguido, la cabeza alta, sin mirar ni a derecha ni a izquierda. Si tenía que morir, les enseñaría cómo lo hacía un hombre, les dejaría claro mediante desprecio e insultos que en su interior ardía un fuego que no podía apagarse. Conocía el corazón del apache y su manera de pensar.
Cuando se detuvieron, miró las caras cobrizas a su alrededor, vio a un hombre que permanecía apartado y lo reconoció.
Hondo Lane dijo en voz bien alta.
—Me avergüenza haber sido capturado por guerreros que cabalgan en compañía de una anciana.
Lo derribaron de la silla y le cortaron las ligaduras. Lo empujaron junto a una hoguera. A su lado había una cazuela con agua y, sin pedir permiso, hundió en ella las manos hinchadas y sintió de inmediato cómo el frescor del agua aliviaba el dolor.
Victorio abandonó su posición apartada, entró en el círculo de hombres que rodeaba la hoguera y lo miró.
—El blanco habla nuestra lengua —dijo Silva—. Muchos insultos han salido de su boca.