DOCE

Cuando Phalinger y Ed estaban a un cuarto de milla de donde Hondo se había detenido para acampar, Lowe frenó a su caballo.

—Mira —dijo en voz baja—. Lo tenemos. Está acampando ahora mismo. Será muy precavido, así que lo dejaremos estar. Volveremos por la mañana, antes de que se levante o cuando lo esté haciendo, y lo cogeremos.

El jugador se encogió de hombros.

—Tú mandas —dijo, y escrutó las colinas.

—Entonces tendrá los dedos agarrotados.

Phalinger dedicó a Lowe una leve mirada de desprecio.

—No corres muchos riesgos, ¿verdad?

—¿Por qué actuar como un imbécil?

Desde la posición escogida por Lowe resultaba visible la torrentera. No veían a Hondo Lane, ni él podía verlos a ellos, pero era imposible que abandonara el campamento sin alertarlos.

Phalinger se mantuvo callado. Cuanto más avanzaban, menos le gustaba lo que estaban haciendo. No era un hombre dado a los titubeos. Lowe sabía poco de él, al margen de su completa ausencia de escrúpulos y de que en la mesa de juego era un cómplice que conocía bien las cartas y que trabajaba bien con un socio. Phalinger había cometido un asesinato en Missouri, se había trasladado al oeste hasta llegar a Kansas, y luego al sur, a Texas. Lo buscaban en ambos lugares.

No obstante, sabía apreciar a un hombre valiente, y Hondo Lane lo era. A pesar de que trabajaba con Lowe, lo despreciaba. Ni siquiera Phalinger sabía que Lowe había abandonado a su mujer en territorio indio. De haberlo sabido, lo habría matado al instante.

Phalinger estaba inquieto. Su lugar de acampada era bueno. No necesitaban fuego. Tenía comida y whisky. Sin embargo, volvía a sentir el presentimiento de antes. Hondo Lane portaba la soldada del ejército de varios meses y una pequeña bolsa con oro, de su propiedad. Sería un botín cuantioso, y el juego no había ido bien últimamente. Eran muchos los que habían perdido contra ellos y se había corrido la voz. Era hora de cambiar de aires, y sin dinero era imposible.

Miró a Lowe con desconfianza. ¿Qué motivaba a aquel hombre? ¿Qué había en él además de codicia y odio? Nadie era por completo mala persona. Phalinger, que era malo en muchos aspectos, sabía que no lo era del todo. Tendido sobre la espalda miraba las estrellas, pensando en Lowe. Llegó a la conclusión de que Lowe era débil… débil y envidioso.

Siempre atacaría, pensó Phalinger, todo lo que fuera más fuerte y mejor que él.

La única razón por la que Lowe no lo había abandonado ni acabado con él era que se consideraba más listo o más valiente. La idea era mortificante.

—Más vale que sea mañana —las palabras brotaron súbitamente de sus labios—. Yo me vuelvo.

—Será mañana.

Hondo había acampado en seco en el cañón. También sin fuego. Estaba demasiado cerca de su objetivo como para correr riesgos. Por otro lado, de cuando en cuando había visto un rastro de polvo a su espalda, y en una ocasión había captado un fugaz reflejo del sol sobre algo que iba tras él.

Podía equivocarse, por supuesto. Pero parecía que alguien lo seguía, y no eran indios.

Para dormir había escogido un pequeño claro en mitad de un soto de caoba silvestre y nopales. Había también algo de mezquite. Allí dormiría sin miedo; ningún ser humano podría acercarse sin hacer un ruido considerable.

En la fina arena excavó un hueco para las caderas y extendió la lona impermeable y las mantas. Dormiría, como siempre, pistola en mano.

La silla de montar estaba junto a él, el rifle en la funda y el caballo atado a escasos pies. Sam se metió bajo la maleza deslizándose sobre el vientre y apoyó el oscuro hocico sobre las patas delanteras y contempló al hombre que amaba.

El hombre tenía costumbres extrañas, pero era el amigo de Sam, se entendían. Aquella noche Sam también estaba inquieto. En dos ocasiones a lo largo del día había captado un olor tenue, vagamente familiar, aunque apenas perceptible. Estaba un poco nervioso, nada más que eso.

Separados por un cuarto de milla tres hombres miraban el cielo nocturno. Uno estaba descontento con la situación, pero dispuesto a aceptar los beneficios resultantes del asesinato; el segundo pensaba en primer lugar en el asesinato y a continuación en los beneficios; y el tercero, tendido en la arena entre arbustos y espinos, pensaba en una cabaña, en el resplandor de una hoguera sobre el rostro de una mujer y en la sombra de esta, proyectada sobre la pared, mientras él trataba de dormir.

La sombra en movimiento de una mujer sobre una pared y los suaves sonidos que hacía al trajinar. Había pasado mucho tiempo, un tiempo prolongado, agitado y solitario, desde que oyó tales sonidos.

El grullo dio con algo de hierba y se puso a pastar. El sonido de sus mandíbulas en movimiento era relajante. El hombre que pensaba en la mujer se durmió.

Dos veces esa noche el perro se despertó y miró al hombre, seguidamente escuchó con las orejas erguidas. ¿Había oído algo a lo lejos? Escuchó y la noche escuchó también a su alrededor y no había sonido alguno, y el oscuro hocico volvió a apoyarse en las patas extendidas sobre la arena, y los ojos del perro se cerraron, y el caballo dormía también.

Un coyote se acercó al borde de la torrentera y alzó la nariz al cielo, pero captando los olores del perro y del hombre, se retiró con cautela.

Tres millas al suroeste un mescalero seguía un rastro y de pronto se detuvo. Sus pies, sensibles a través de los mocasines, habían detectado algo extraño. Se arrodilló, tanteó con los dedos y encontró la entalladura dejada por una herradura.

Susurró algo a los demás, que se congregaron a su alrededor, y los tres parlamentaron en voz baja, lanzando miradas al norte y al este. A continuación condujeron a sus caballos a una hondonada entre colinas y se dispusieron a aguardar hasta la mañana.

Había un hombre blanco ante ellos, posiblemente más de uno. Eso suponía cabelleras que conseguir, triunfos que sumar, y regresarían al poblado convertidos en hombres más fuertes gracias a la muerte de sus enemigos. Sus oscuras caras se relajaron y no dijeron más. Y ellos también durmieron.

Y el planeta giró lentamente en el vasto cielo nocturno, y las estrellas miraban hacia abajo, y el aire estaba fresco y olía a humedad. A lo lejos, sobre las montañas, se acumulaban las nubes. ¿Quizá las lluvias de la siembra?

Bajo un cielo sereno, el planeta giraba, los caballos pastaban y los hombres dormían, y la muerte esperaba a que llegara la mañana.

Una estrella brillante pendía del cielo como una lámpara lejana cuando Hondo abrió los ojos. No se quedó tumbado. Despertar significaba levantarse, y así lo hizo, se puso rápidamente en pie, se abrochó la cartuchera, enfundó el arma y se puso las botas.

Sam se levantó en un único y sigiloso movimiento mientras Hondo enrollaba las mantas. El perro emitió un gruñido bajo y Hondo lo miró, en guardia.

Los indios estaban cerca, y sus movimientos alarmaron a una víbora, que se enroscó y emitió una advertencia breve pero clara. Hondo se relajó pero Sam siguió gruñendo.

—¡Ya basta, Sam! Lo oigo.

En ese instante, con los sentidos agudizados por el peligro, se percató de algo más. El perro estaba más inquieto de lo que nunca le había visto, y no dirigía su atención hacia el ruido que había alertado a la víbora.

Bastó un instante, después de que los oídos de Hondo captaran el sonido, para que, con el instinto de un animal salvaje, se tendiera en el suelo y rodara al abrigo de un costado de la torrentera, con la espalda resguardada por la parte más espesa del soto. A la vez que rodaba desenfundó el Winchester.

Y tras esa reacción rápida, instintiva, en busca de refugio, todo quedó callado e inmóvil. El mismo movimiento de Hondo había sido prácticamente silencioso.

Se quedó quieto, escuchando, sin apenas respirar. Una abeja zumbó cerca de él, se posó en un arbusto. Hondo podía ver la textura de las alas, la flexión de los diminutos músculos del cuerpo. El grullo, consciente en apariencia de la repentina tensión, permanecía inmóvil. Ningún sonido perturbaba la cristalina belleza de la mañana. No había nada allí.

Y de repente había algo.

Dos jinetes aparecieron sobre la cima del cañón, los rifles dispuestos, nítidamente perfilados contra el cielo matutino.

Lowe y Phalinger habían conducido a sus caballos sobre arena fina. En un primer momento consideraron la idea de entrar a rastras en el cañón, pero Lowe tenía presente el peligro que suponía el perro, y no tenía intención de acercarse al animal. Sería más sencillo ir a caballo y abrir fuego desde unas veinte yardas. Hondo se enfrentaría a dos tiradores y eso lo haría dudar un instante, si llegaba a verlos, lo que les daría la oportunidad de abatirlo.

El plan era perfecto, salvo por un aspecto. No habían contado con el permanente estado de alerta de Hondo Lane, ni con el buen oído del perro.

Tampoco sabían nada de los apaches.

A Phalinger aquello no le gustaba nada. El corazón le percutía en el pecho y tenía la boca seca. No había desayunado y necesitaba desesperadamente un café. Había terminado el whisky durante la larga noche y tenía los nervios a flor de piel. Todo estaba demasiado tranquilo. Le conmovía la belleza de la mañana. Algo que se alojaba muy profundo en su interior le urgía a detenerse, respirar, gozar. Aquello era algo que no encontrabas en la botella. Era brillante, límpido, demasiado bello.

Phalinger había matado a gente. Había disparado a hombres por la espalda, y no dudaría en hacerlo de nuevo. Sin embargo amaba la vida, mucho, y en aquel terrible momento de lucidez vio en la desgarradora belleza de la mañana que había malgastado su existencia. Miró a Lowe, queriendo hablar.

No llegó a hacerlo. Lowe estaba alerta, tenso. El rifle preparado. Lowe era un asesino, como lo son muchos seres cobardes, y no aceptaba que hubiera personas y otras criaturas vivientes superiores a él. El padre de Angie siempre había sido mejor que él, pero con la vista puesta en el rancho, Ed Lowe había disimulado, engañando al padre con más éxito del que tendría con la hija.

Los caballos pisaban tierra blanda. Avanzaban paso a paso. Se amplió su visión de la torrentera, la mañana crecía en claridad. El sol se alzaba sobre la orilla más alejada, a su espalda. Habían trazado un rodeo para contar con tal ventaja, así Hondo tendría que disparar con el brillo del sol de cara.

Phalinger oyó el canto de un ave. Oía las suaves pisadas de los caballos. Una hoja le acarició la cara y sobre las colinas lejanas había nubes bajas. Los cañones, morrenas y valles elevados se mostraban con nitidez bajo la brillante atmósfera. Le gustaba la sensación del caballo moviéndose debajo de él, le gustaba cómo olía. Le gustaban el olor de la salvia y el del cedro… ¿Por qué había esperado tanto para fijarse?

Lowe reclamó su atención mediante una seña. El rifle de Phalinger se alzó. Ahora era cuestión de vida o muerte. Descendieron la pendiente.

Vieron el claro entre la maleza, el caballo… ¡y nada más!

Por espacio de un único y terrible momento, ambos hombres se quedaron en suspenso. Esperaban un blanco, estaban preparados para ello… y no había nada.

Entonces, un reflejo del sol en el cañón de un rifle a la derecha de Phalinger le hizo volver la cabeza. Por espacio de un instante vio, de forma breve pero clara, al apache, vio el cuerpo cobrizo y esbelto, y vio la boca del cañón a menos de cuarenta yardas, y supo que contemplaba su propia muerte.

Alzó su rifle y oyó unas palabras débiles y apresuradas, pronunciadas por él mismo.

—¡Oh, Dios!

Y entonces la bala le alcanzó en la mandíbula y le atravesó la garganta, y se derrumbó.

Su caballo dio un brinco hacia delante, cuando él todavía no había terminado de caer. Vagamente, oyó más disparos, pero no eran contra él, ni era él el tirador. Yacía boca abajo con sabor a sangre y a tierra en la boca y se ahogaba y volvía a ver la mañana brillante, tal como la había visto momentos antes, y con sus últimas fuerzas se dio media vuelta para mirar el cielo.

Había una nube blanca, tan pequeña, tan sola, tan blanca contra el vasto domo azul de la mañana. Pues el día había llegado. Allí estaba, y Phalinger contempló el cielo y vio desvanecerse la nube y supo que se moría e intentó hablar a través de la sangre y no hubo palabras, ya no hubo más…

Ahora no había nada y un instante después dos jinetes se recortaron en el cielo. La amplia separación que mantenían entre sí hizo sonar una campana de alarma en el cerebro de Hondo, pero al mismo tiempo se percataba de que aunque eso era lo que había alertado a Sam, no era lo que había alertado a la víbora. Y los disparos le dieron la razón.

Vio caer al hombre más cercano, lo vio golpear el suelo, oyó un grito leve y desesperado. A continuación vio caer al otro.

Los apaches habían estado siguiendo a Hondo Lane. No esperaban encontrarse con otros dos hombres. No tenían motivos para esperar que hubiera tres.

Una cabellera arrancada del cadáver de un enemigo no es un triunfo tan grande como cuando se obtiene de uno vivo. Los tres apaches arremetieron al unísono… para morir.

El apache más cercano era alto y de constitución magnífica, y atacó con entusiasmo, rifle en alto. La bala disparada por Hondo Lane le alcanzó debajo del esternón, en ángulo, y le atravesó el costado pasando bajo el corazón. El espléndido salto del apache fue su último movimiento, pues cuando tocó el suelo, toda aquella fabulosa fortaleza se había convertido en una masa muerta, reventada, arruinada, que entregaba su sangre a la arena.

Hondo disparó rápido, vio caer al segundo indio, el tercero desapareció.

Por un instante, Hondo se quedó inmóvil. El segundo hombre blanco abatido por los apaches había caído al lecho seco del torrente. Hondo llegó hasta él reptando a través de la maleza. Era Ed Lowe.

En el mismo instante en que llegó junto a él y posó el rifle en el suelo, el indio restante apareció de entre los arbustos y saltó a lomos del caballo de Phalinger y se perdió de vista.

Hondo comprobó el estado de Lowe y se acuclilló.

—No es muy grave.

Lowe, temblando sin control, se irguió. Empezaba a volverle el color a la cara. Tenía sangre en la camisa. Extrajo una fotografía del bolsillo del pecho.

—Este ferrotipo me ha salvado.

La bala le había alcanzado en el pecho en un ángulo abierto y rebotado contra el ferrotipo, dañándole la piel más con una quemadura que con un desgarro.

Hondo Lane se puso en pie recogiendo el rifle.

—Preferiría no haber dejado marchar a ese indio. Ahora todos los apaches desde aquí al fuerte estarán en alerta.

—¿Quieres decir que estamos rodeados?

—¿Qué otra cosa puede significar?

Lane se volvió para estudiar meticulosamente el terreno. Era hora de moverse. Era imposible saber lo lejos que estaban el resto de los indios.

Cuando Lane le dio la espalda, Ed Lowe se dio cuenta de dos cosas, que allí estaba el hombre al que había ido a matar, y que sólo quedaba un caballo, el de Lane.

Hondo oyó el repentino gruñido de Sam. Se hizo a un lado al mismo tiempo que se daba media vuelta y vio una imagen fugaz del arma de Lowe. Disparó el rifle desde la altura de la cadera y la bala volvió a lanzar a Lowe sobre la arena. Los músculos se le convulsionaron, casi irguiéndolo. Hondo Lane no volvió a disparar.

Lowe trató de levantarse, se derrumbó y ya no se oyó nada más en la brillante mañana del desierto.

Hondo contempló lo que había sido el marido de Angie y recogió el ferrotipo. Era una imagen de Johnny.

Se dejó caer sentado en la arena, con la cara gris y el gesto horrorizado. Sosteniendo el ferrotipo y el rifle, cobró conciencia de lo sucedido. Y Sam se arrimó y se acurrucó junto a él, gimiendo por lo bajo. Y en esa ocasión le fue permitido acercarse.