Cuando Angie hubo recogido dos puñados de tallos tiernos de calabaza india, los puso en la cesta y se irguió para contemplar las colinas. Estaban marrones ahora, la hierba agostada por el calor ardiente del verano.
Los días habían pasado despacio, cada uno con su cuota de trabajo, y a medida que transcurrían las jornadas ella iba más a menudo al umbral para observar las colinas que la rodeaban. Hondo no había dicho nada de volver, y aun así, en su fuero interno, Angie estaba convencida de que tenía el propósito.
¿Realmente había apreciado ella tal intención en él, o era nada más que una proyección de sus deseos?
Y se estaba quedando sin tiempo. Victorio podía volver en cualquier momento y decirle que debía tomar una decisión en ese mismo instante. Quizá tendría que haberse ido con Hondo cuando quiso llevársela. Ahora estaría con él. Aunque no soportaba la idea de dejar aquello, el lugar donde tanto había trabajado, donde había visto a su padre construir la casa y colocar los postes del corral.
Un hombre podía ir de un lado a otro, pero una mujer debía pertenecer a un lugar, aunque no fuera más que una casucha en la falda de una colina. Una mujer debía tener un hogar, y aquel era el de ella. El de ella y el de Johnny.
Se había librado una gran batalla. Lo sabía por las cabelleras que había visto y por las monturas de la caballería que cabalgaban los apaches. Habían sacrificado y devorado a uno de los caballos a menos de media milla arroyo abajo. No sabía por qué preferían la carne de caballo y de mula a la de una buena ternera, pero así era; apreciaban la carne de mula por encima de cualquier otra.
Su padre le dijo en una ocasión que a los tramperos de los viejos tiempos la carne que más les gustaba era la de puma, que preferían antes que la del más tierno venado. Y podían elegir lo que les placiera, en una tierra donde sólo los indios habían cazado y donde campaban multitud de presas.
Cogió la cesta y regresó a casa, apartándose un poco del camino para echar un vistazo a los arbustos a lo largo de la corriente. Habría bayas una vez que avanzara la estación. Quizá bastantes para guardar algunas en conserva para el invierno. Ese año sería el primero en que Johnny podría ayudarla, y ansioso como estaba de parecer un hombre, ella estaba segura de que haría más de lo que esperaba de él.
Había llegado a casa y lavaba los tallos de calabaza cuando oyó estruendo de cascos. El rancho estaba en silencio y un instante después se hallaba tomado por media docena de jinetes indios que galopaban en círculo, recogiendo objetos del suelo sin apearse de las monturas, desmontando y volviendo a montar, como en una enloquecida función circense.
Rifle en mano, se plantó en la puerta, mirando consternada a los indios que galopaban y aullaban. Vio a Victorio, quien aguardaba en silencio junto a la puerta.
—Creía que el apache era siempre silencioso.
—Salvo en la ceremonia de búsqueda de squaw.
Angie sintió que se le detenía el corazón. Se quedó paralizada por un instante.
—¿La qué?
—Ceremonia para buscar nueva squaw. Los bravos muestran sus habilidades para que la squaw elija.
Victorio dio un paso adelante y alzó una mano.
—¡Hola!
Los indios formaron en línea y alzaron los caballos sobre las patas traseras, a continuación aguardaron inmóviles.
—Tú elegirás a uno. No es bueno que Pequeño Guerrero crezca sin un padre que le enseñe los deberes de un hombre.
Fascinada, ella miró a Victorio y a continuación a los otros indios. Físicamente, eran magníficos especímenes. Dos eran altos, el resto tenía la constitución típica de los apaches: torso de barril y altura media. Todos lucían sus más llamativos atuendos, aunque al menos dos llevaban partes de uniforme arrebatadas a soldados muertos.
Victorio señaló al situado más a la izquierda.
—Ese es Emiliano. Muy valiente y tiene seis caballos. Dos squaws, pero una es vieja y morirá pronto. Buen cazador. Nunca hay hambre donde él está.
»Ese es Kloori. Diez caballos, sólo una squaw. Es…
Angie entró apresuradamente en la casa, sintiendo un dolor en el pecho, casi demasiado asustada para respirar. Mientras trataba de recuperar la calma, las lágrimas asomaron a sus ojos. Oyó a Victorio entrar tras ella y se volvió para mirarlo a la cara.
Dirigiéndose a Johnny, el indio dijo:
—Ve con mi caballo.
—Sí, Victorio.
Cuando el niño salió, el anciano indio dijo con severidad:
—Pequeño Guerrero nunca tiene que ver lágrimas. El apache no llora.
Angie se recompuso. La desesperación le prestó coraje.
—Jefe, no puedes obligarme… Estoy casada.
—¿Casada? Ah, sí, la palabra del hombre blanco para eso. Tú eres estúpida. Tu hombre está muerto.
—No. No sé si está muerto. Entre mi gente no es tan fácil. Yo… yo tengo que estar segura. Pero aunque sea cierto, no sé… yo…
Victorio no parecía escuchar. Señaló a los guerreros que esperaban.
—Sachito. Guerrero valiente. Muchos caballos, no pega demasiado a las squaws. Canta con voz fuerte.
Buscó desesperada un argumento que pudiera hacerle cambiar de idea, algo en lo que pudieran coincidir. Creyó dar con algo.
—No lo entiendes. Iría contra mi religión. Vosotros, los apaches, tenéis vuestra religión y vivís de acuerdo a ella. Sé que es así. ¿Lo comprendes? ¿No entiendes que si la mía me dicta que…?
Victorio se impacientaba. Habló con rapidez y mayor dureza. No estaba habituado a discutir con mujeres, y los guerreros que aguardaban fuera representaban el orgullo de su pueblo, no podían ser desdeñados a la ligera por cualquier mujer.
—Cuando religión te hace actuar como estúpido, es religión equivocada —hizo una pausa, tras la que dijo bruscamente—: ¡Muy bien! Yo he tomado una decisión. Esperaremos —señaló hacia las montañas—. Pronto llegarán las lluvias de la siembra. Si tu hombre vuelve para entonces, bien. Si no, tú tomas bravo apache. Así sea.
Salió de la casa sin mirar atrás, montó en su poni y, seguido por los guerreros, abandonó la hondonada. Angie, con el corazón latiendo con fuerza, miró cómo se alejaban.
Una vez más, por breve tiempo, estaba a salvo. Después ya no tendría salida. Durante unos minutos pensó en huir de inmediato, al amparo de la noche. Pero se dio cuenta de lo absurdo de la idea, pues en cuanto amaneciera los tendría tras su rastro y ya no habría más aplazamientos… si es que no la mataban en ese mismo instante. Y había uno de ellos, al menos, dispuesto a hacerlo. Recordaba el odio en la mirada de Silva.
No había posibilidad de escapar; sabía lo diestros que eran los apaches siguiendo un rastro, y ella lo ignoraba todo sobre ocultar sus huellas, y con Johnny no podría viajar rápido. Ni siquiera estaba segura de dónde estaba el fuerte. Y puede que ni siquiera allí estuviera a salvo. ¿Quién sabía si el fuerte seguía existiendo? Habían muerto muchos soldados, puede que todos.
No obstante, comenzó a trazar un plan. No sabía lo que haría Hondo. Era una tontería pensar que iba a volver, y la posibilidad de que Ed regresara era todavía menor. Como siempre, sólo podía contar consigo misma.
Lo que debía hacer era mantener la calma, pero pensar en un plan y hacer preparativos. Necesitaría dos caballos, necesitaría comida y munición. No sabía con exactitud dónde estaba el fuerte, pero sí dónde estaba El Paso, y El Paso era lo bastante grande como para resistir un ataque de los indios. También había allí un puesto del ejército, y exploradores.
En alguna parte entre las cosas de su padre había un mapa —recordaba haberle visto dibujarlo— y si lo encontraba podría trazar una ruta de huida. Y él le había enseñado, cuando ella no era más que una niña pequeña, a viajar guiándose por las estrellas. Llegaría el momento en que los bravos de Victorio estarían lejos, en la batalla, incursionando en México o en alguna otra parte. Había aprendido a reconocer tales ocasiones; a menudo las partidas pasaban por la hondonada cuando iban de camino.
En la próxima ocasión que pasaran, ella cogería los caballos y partiría al momento.
Esa noche, después de que Johnny se durmiera, guardó munición en las alforjas y llenó dos cantimploras. Si tenía que esperar mucho, siempre podría cambiar el agua. Preparó cecina y la dejó junto a unas galletas secas, donde pudiera cogerla y empaquetarla rápidamente.
Encontró el mapa en el baúl de su padre. Era cuadrado, de veinte pulgadas de lado, las líneas y las anotaciones trazadas con su meticuloso esmero. Era una pequeña obra de arte. Localizó el rancho, luego buscó una ruta entre colinas y cañones.
Sólo uno de los caballos se podía montar, tendría que domar al otro. Por fortuna, pensaba, tenía tiempo. Si no era así, siempre podía llevar a Johnny en el mismo caballo que ella. Fue al corral y se quedó con los caballos hasta que anocheció por completo, hablándoles y dándoles de comer.
No podía hacerse con ellos como hizo Hondo con el suyo, pero el caballo que ella necesitaba era un animal mucho menos peligroso que aquel, y había visto a su padre y a Hondo trabar amistad con una montura, lo que suponía tener ganada la mitad de la batalla. Emplearía esas mismas tácticas; aquellos caballos eran todo de lo que disponía.
Una vez tomada la decisión, planificó con minuciosidad cada movimiento. Había un viejo candado… Puede que los indios lo forzaran, pero al menos trataría de proteger su casa hasta que volvieran.
Aguardaría hasta agotar todas sus demás opciones. Quizá pudiera escapar durante las lluvias. Con la lluvia borrando sus huellas tendrían mayores posibilidades. Aunque eso suponía exponer a Johnny a la furia de la tormenta… pues cuando las lluvias de la siembra llegaran, lo harían en forma de tormenta.
Era casi medianoche cuando Angie finalmente se acostó. Durante la mayor parte del tiempo había planeado qué hacer. Al final podía tener que actuar de manera exactamente contraria a lo pensado, pero al menos disponía de un plan. Lo que hiciera dependería de la situación del momento, pero el mero hecho de tener un plan le otorgaba confianza y mayor sensación de seguridad.
Aun así, cuando cerró los ojos, su último pensamiento fue que Hondo Lane podía volver. Y la pregunta persistió en su cabeza: ¿Qué había sucedido entre los dos para que ella estuviera tan segura de lo que él sentía? Habían dicho tan poco, había pasado tan poco. Sin embargo la convicción estaba allí, y una certeza profunda de que aquel era el hombre con el que ella podría ser feliz, el hombre con quien quería pasar el resto de su vida.
Pero eso nunca podría ser. Incluso si ella escapaba de los indios, si sobrevivía a todos los enfrentamientos, y si Hondo sentía por ella lo mismo que ella por él, no habría para ellos dos ninguna posibilidad de alcanzar la felicidad. Siempre estaría Ed Lowe. Podía estar muerto, aunque Angie no se hallaba preparada para creerlo. Y era su marido, el padre de su hijo.
Con la llegada del día se le ocurrió algo. Los apaches sabían cuántos caballos había en el corral, y cuando vieran que faltaban dos sabrían que ella había huido. Pero también podía pensar en algo al respecto. Esa misma mañana condujo fuera del rancho a dos de los caballos y los ató para que pastaran la hierba que crecía bajo los árboles, fuera de la vista de los indios en tránsito. Haría lo mismo de vez en cuando, al mismo tiempo que ella se mantenía visible. De ese modo los indios no sospecharían cuando se percataran de la ausencia de los caballos. Había varios sitios donde podía atarlos de manera que quedaran fuera de la vista, y donde nadie los encontraría a no ser que los estuviera buscando. Así su desaparición no sería repentina y no provocaría indagaciones.
No obstante, incluso mientras trabajaba y daba vueltas a su plan, era consciente de que las oportunidades de escapar eran escasas. Había una única razón, y más que suficiente, que la empujaba a intentarlo. No había nada más que pudiera hacer.
Colgaba la colada cuando oyó caballos que se aproximaban. Volviéndose a toda prisa, vio a tres indios que entraban a caballo en el patio. Hacía apenas dos horas que había cambiado a sus caballos de sitio, ¡y los indios ya estaban allí!
Silva era uno de ellos.
Rodearon el corral, atentos a las huellas. Uno cabalgó en la dirección por donde estaban los caballos. Volvió poco después y dijo algo a Silva. Este se encogió de hombros e hizo que su poni se adelantara hacia Angie.
Ella le plantó cara, erguida, con rostro serio. Mostrar terror podía significar la muerte, y sabía que, de todos ellos, Silva era el que menos temía a Victorio. Era una especie de subjefe.
—¿Qué quieres?
Él la miró con insolencia.
—Puede que pronto tú seas mi squaw.
—¿Tu squaw? —su desprecio era manifiesto—. ¡De todos los bravos de todos los pueblos apaches, tú serías el último al que escogiera, El que Lucha con Mujeres!
Las aletas de la nariz de Silva se ensancharon y el enojo se hizo patente en su mirada. Sería mejor no ir demasiado lejos, se dio cuenta ella. Aquel hombre tenía un temperamento explosivo y era vengativo por naturaleza. No había olvidado la derrota a manos de su hijo. La historia debía de haber provocado no pocas risas en los poblados.
Uno de los dos guerreros que cabalgaban con él era Emiliano. Ella lo identificó de inmediato como uno de los que habían ido con Victorio a la ceremonia de búsqueda de squaw. Era un indio esbelto y fuerte, alguien que no se dejaba intimidar.
—¡Yo no lucho con mujeres! —exclamó Silva enfadado—. ¡Yo mato soldados! ¡Tengo muchos triunfos!
Notando que despertaba la simpatía de los otros indios, ella contestó:
—¡Y mi hijo triunfó ante ti, bravo guerrero! ¡Y no tiene más que seis veranos! ¿Qué habría pasado si tuviera doce?
Silva se lanzó hacia ella, lanza en mano, pero la dura voz de Emiliano lo detuvo.
Silva hizo girar al caballo y ambos indios quedaron cara a cara, sopesando el temple del otro. El tercer apache miró a Angie y a esta le pareció distinguir una leve sonrisa. Fuera lo que fuera lo que se dijo entre Silva y Emiliano, el primero apartó de pronto a su caballo y se alejó.
Los otros permanecieron allí un momento y Angie dijo con calma:
—Gracias, Emiliano. Contaré a Victorio lo sucedido.
Él le sostuvo brevemente la mirada, tras lo que los dos guerreros dieron media vuelta a los ponis y siguieron a Silva. Sólo entonces Angie se percató de la gravedad de lo sucedido. ¿Y si Emiliano no hubiera estado allí? ¿Y si Silva hubiera tenido a su lado a guerreros más próximos a su carácter?
Él nunca cometería el mismo error, supo ella por instinto.
De pronto le temblaban las rodillas, los músculos de las piernas se le estremecían sin que pudiera controlarlos. Se sentó en los escalones de la entrada y pasó largo rato hasta que pudo ponerse en pie.
Había sido una tonta al quedarse. Una tonta de remate. ¿Qué bien le haría ella a su hijo si se los llevaban a un poblado indio? ¿De qué le serviría entonces el rancho a cualquiera de los dos?
No volvería a pensar en Hondo Lane. No pensaría en Ed. Ninguno acudiría. El segundo era desleal y pusilánime, el primero no tenía razones para volver. Ninguna razón auténtica. Ella era una mujer solitaria y la soledad la había llevado a magnificar el respeto mostrado por él y un beso casual, interpretándolo como algo que en realidad no existía.
Pensaría en una única cosa: escapar. Cuando llegaran las lluvias de la siembra, partiría. Y si las lluvias eran copiosas, borrarían sus huellas y ella tomaría una dirección que los indios nunca esperarían. Así podría escapar.
Durante la noche algo la despertó súbitamente. Aguardó un momento durante el que no oyó más que silencio; a continuación, un súbito estrépito de cascos que recorrió el endurecido suelo del patio y un grito ronco. Siguió un largo momento durante el que no hubo ningún sonido, después un disparo y tras él un prolongado lamento como el de un alma en pena.
Acuclillada junto a la ventana, rifle en mano, atisbó fuera y no vio nada, sólo la luz de la luna en las hojas de los álamos, sólo el tejado blanquecino del establo, sólo las colinas desiertas.
¿Un sueño? No. Johnny estaba acurrucado a su lado, temblando, en parte por el frío y en parte por el miedo. Se colgó del brazo de ella.
—¡Mamá! ¿Mamá, qué fue eso? ¿Qué ha pasado? ¿Ha vuelto el hombre?
¿Ha vuelto el hombre?
Sintió crecer en ella algo similar al horror. ¿Había regresado y lo habían matado en la misma puerta?
No se durmió otra vez. Cuando Johnny volvió a la cama, ella se abrigó con una manta y tomó asiento al lado de la ventana, con el rifle en las manos.
Lentamente, con un estremecimiento callado, pasó la noche. Un amarillo tenue cubrió el cielo oriental, las copas de los álamos se doraron, como las lanzas iluminadas por el sol de un ejército que marchara. Las sombras del patio se replegaron, agazapándose en el granero y bajo los arbustos a lo largo del arroyo. Una codorniz envió una llamada interrogativa y en algún lugar al otro lado de la hondonada otra codorniz respondió.
Ya era por la mañana.