El grullo estaba ensillado y dispuesto detrás de los establos. Hondo Lane dobló la esquina llevando su rifle. Deslizó el Winchester en la funda y comenzó a fijar el atado de mantas tras el borrén trasero.
Miró por encima del hombro cuando oyó unos pies que se acercaban, sus dedos no abandonaron lo que estaban haciendo. Era Ed Lowe, y con él iba el sargento Young.
—¿Lo ve? —dijo Lowe enojado—. Es mi caballo. Esa es mi marca.
Señaló la E y la L en el hombro del caballo. El sargento Mike Young examinó la marca como si esperara encontrar que Lowe estaba equivocado.
Miró a Hondo.
—¿Es verdad lo que dice?
—Sí, es su caballo.
—¿Dónde lo cogiste?
Hondo miró a Lowe con desprecio casual.
—De su casa. Lo llevo de vuelta. Allí lo encontrará.
Young dudó. No quería verse involucrado. No merecía la pena por Ed Lowe. Sabía que era un embustero, y peligroso. Al mismo tiempo, le caía bien Hondo Lane; Young había participado en varias expediciones guiadas por él. Lo conocía y lo conocía bien.
Sabía también que, sin advertirlo, se había mezclado en algo de lo que preferiría no estar al tanto. Había orden de que nadie abandonara el campamento, pero Lane tenía trato estrecho con el mayor Sherry, y había hablado con él el día anterior. Había circulado la orden de que nadie saliera, si bien la había seguido el rumor de que no había que prestar atención a lo que hiciera Hondo Lane. Y el rumor había partido del sargento mayor.
El mayor Sherry sometía a sus hombres a una disciplina estricta, y disponía de una compañía de castigo y de una corte marcial para respaldarlo. El sargento mayor sólo tenía un par de puños, si bien podía ser muy convincente con ellos.
Con cautela, simplemente para que constara, el sargento Young dijo:
—Eso es ahora territorio injun. Hay órdenes estrictas de que ningún blanco vaya allí.
Hondo se tiró de la oreja.
—¿Sabes qué? Estoy un poco sordo. No oigo lo que dices.
Impávido, montó, azuzó al caballo y, manteniendo los establos entre él y el patio de armas, partió.
Lowe agarró al sargento por el brazo.
—¡No puede dejar que robe mi caballo!
Young se zafó de un tirón.
—Puede que Lane sea un cascarrabias hijo de lo que tú quieras, pero no pienso acusarlo de ser un ladrón de caballos, ni a la cara ni a su espalda.
Atropelladamente, Young dio media vuelta y se alejó, feliz de desentenderse del asunto. Oyó a Lowe maldecir detrás de él. Mientras se dirigía a su alojamiento vio a Phalinger salir del local del proveedor, y Young se detuvo en la entrada de su tienda para echar un vistazo. Al cabo de un momento, Ed Lowe apareció y se reunió con Phalinger. Intercambiaron unas palabras y partieron juntos.
El sargento mayor Joe O’Bierne salió de la tienda y miró adusto a Mike Young.
—¿Cuál es el problema?
Young señaló con la cabeza a los dos hombres que se alejaban y relató con detenimiento lo sucedido.
O’Bierne asintió.
—Has hecho bien, chico. No era asunto tuyo.
—Van a ir tras él, me parece a mí.
O’Bierne se encogió de hombros.
—Entonces corren con toda la responsabilidad de lo que les pase —soltó una risita—. Si no los cogen los indios lo hará Lane, y al diablo con ellos.
Hondo Lane avanzaba con rapidez, ignorante de los hombres que lo seguían. Sabía perfectamente a qué se enfrentaba. Entre el fuerte y su relativa seguridad y el valle donde se ubicaba el rancho de los Lowe mediaban muchas millas de paraje salvaje y desolado, recorrido y vuelto a recorrer por indios hostiles. Rara vez se desplazaban en partidas tan grandes como con la que se encontró la Compañía C el día de la masacre. Preferían moverse en grupos más pequeños, de entre ocho guerreros y una docena, lo que los hacía más peligrosos.
Los apaches podían surgir de cualquier lado. Aquel era su territorio, una tierra de pesadilla horneada por el sol, sin agua, sin árboles, sin ríos y donde apenas había unos pocos pozos. Salpicado por matas de chamise y cortada por angostas torrenteras y afloramientos de negra roca volcánica o arenisca, era un paraje siniestro y peligroso para viajar por él.
Nadie conocía mejor el arte de ocultarse que el apache. El color de su piel, su instintivo conocimiento del terreno y su capacidad para vivir durante días sin más que un poco de agua y menos comida aún hacían de él un temible antagonista. Hondo Lane se adentró en aquella tierra recalentada sabiendo exactamente lo que le aguardaba. Había vivido con los apaches. Conocía sus costumbres y, en buena parte, su manera de pensar, y sabía mejor que nadie lo poco probable de que Angie Lowe y Johnny continuaran con vida.
No obstante, también sabía que el indio era una criatura antojadiza y que, si bien era cruel con los enemigos o con aquellos que pensaba que eran enemigos, podía ser cortés con los niños. No se sabía de ningún apache que pegara a sus hijos. Podían pegar a sus mujeres, pero nunca a los niños. Y el hecho de que Angie Lowe hubiera sobrevivido tanto tiempo probaba que tenía suerte. Quizá continuara teniéndola.
Como de costumbre, primero escrutaba el terreno y sólo entonces avanzaba. Conocía bien el paraje, aunque no se fiaba. Se mantenía alejado de las zonas bajas, buscando el cobijo de las cumbres, justo por debajo de estas, y estudiaba cada rastro reciente. No llevaba encima nada brillante. El tono apagado del grullo se confundía con el desierto, al igual que la ropa de él.
Sin más armas que el arco y las flechas, la lanza y la maza de guerra o el cuchillo, el apache había gobernado aquella vasta tierra durante generaciones, y cuando se introdujo el rifle, aprendió rápidamente a utilizarlo y se convirtió en un adepto. Aunque siempre estaba falto de munición, el apache se convirtió en un gran tirador, en muchos casos sin nadie que lo superara.
Al mediodía Hondo condujo al grullo a una torrentera y desmontó, dejando al caballo a la sombra de un saliente de roca. Había caoba silvestre seca en el fondo del cañón, y la recogió, junto con algunas ramitas más del suelo, secas también. Comió cecina y galleta seca y bebió dos tazas de café hecho con prisas.
La madera seca no produjo humo y, cuando el café estuvo caliente, Hondo apagó el fuego, enterró con cuidado las cenizas y barrió luego la superficie con una rama. Se acuclilló para terminar el café y fumar, dejando que decayera el calor mientras el grullo pastaba la hierba que crecía junto a la pared del cañón.
Sam jadeaba tendido a la sombra, a unas yardas de distancia. Hondo se recostó contra la pared de roca y dormitó. No se movió hasta al cabo de dos horas, momento en que tensó la cincha al grullo y volvió a montar.
Tomándose su tiempo, recorrió la torrentera, estudiando el paraje con detenimiento antes de pasar a terreno abierto. Siguió avanzando durante toda la tarde, a ritmo sostenido pero variando varias veces de rumbo. Se detuvo en varias ocasiones para escrutar a su espalda. En una de ellas vio un leve rastro de polvo. ¿Nada más que un remolino? ¿O alguien lo seguía?
Al anochecer se encontraba cerca del pozo del Hombre Muerto, y se tomó su tiempo para acercarse. A una milla del agua se cruzó con las huellas de cuatro ponis sin herrar. El rastro tenía apenas una hora. Dio una orden a Sam y el perro avanzó sigiloso, explorando el terreno. Hondo se situó entre unas rocas desde donde divisaba los alrededores del pozo. No había nada a la vista. Vio entonces a Sam.
El perrazo se acercaba al agua con el vientre pegado a las rocas. Sus cautelosos movimientos apenas revelaban su presencia. Hondo aguardó, el rifle dispuesto por si era necesario cubrir al perro, pero de pronto Sam se irguió, olfateando el aire, pareció dudar y trotó hacia el pozo. Hondo Lane puso un pie en el estribo y se encaramó a la silla. El grullo, que olía el agua, avanzó ansioso.
El agua del pozo del Hombre Muerto se filtraba entre la roca. Estaba remansada pero era buena, y Hondo bebió, luego dejó beber al caballo. El morro de Sam ya estaba mojado. Los apaches habían estado allí pero no se habían quedado mucho tiempo. Hondo volvió a montar y siguió adelante. En dos ocasiones antes del anochecer se detuvo para escrutar a su espalda. No vio nada.
Lejos, detrás de él, dos jinetes emergieron de una hondonada. Ed Lowe iba a la cabeza, Phalinger lo seguía de cerca. Phalinger era un hombre flaco y moreno. Observaba las cada vez más oscuras colinas.
—Esto no me gusta, Ed.
Lowe no dijo nada. Ya había ido más lejos de lo que era su intención, pero dar media vuelta no entraba en sus planes. Era bueno siguiendo un rastro, aunque Phalinger era mejor. Habían tenido que echar mano a todas sus habilidades para seguir a Hondo Lane, a pesar de que el jinete no hacía excesivos esfuerzos por ocultar sus pasos.
—Se adentra en territorio injun, y nosotros también —añadió Phalinger.
—¿Qué cacareas? Lleva encima un montón de dinero, y lo sabes. Además, no irá mucho más lejos antes de acampar.
Phalinger se encogió de hombros.
—No encontramos su campamento anoche.
—Lo haremos esta vez.
Continuaron adelante, localizando alguna huella ocasional del caballo herrado. Lowe disponía de la ventaja adicional de saber adónde se dirigía Lane. Había dicho que volvía al rancho, y Lowe lo creía. Era una razón añadida para seguir. Nadie en el fuerte tenía que enterarse jamás de que había abandonado a Angie y a su hijo en el rancho. Si llegaban a saberlo, no le permitirían quedarse ni un minuto más.
Eso había supuesto una ventaja. En El Paso sabían que estaba casado. En el fuerte no sabían nada de él, salvo que tenía un rancho y ganado. Nunca había mencionado a Angie.
Al principio había tenido intención de volver con ella. No eran los indios lo que le preocupaba, sino los largos días sin compañía en el rancho. Tampoco quería trabajar. Ni hablar de ello. Era más fácil jugar a las cartas y ganar el dinero a los que trabajaban. ¿Por qué, entonces, hacer el tonto? Además, poseía el rancho y el ganado. Cuando los apaches se calmaran contrataría a un par de hombres para reunir los novillos y los vendería al ejército. Al resto del ganado lo dejaría pastar libre, y a su debido tiempo el número aumentaría. No estando él allí, perdería unas pocas cabezas, pero las longhorns sabían apañárselas. Una vaca longhorn plantaba cara a todo lo que caminara. Se decía que habían amilanado a grizzlis.
Trató de no pensar en Angie. Recordar sus ojos acusadores le incomodaba. Era buena chica, lo único malo era su empecinamiento en quedarse en el rancho. Como si no pudieran estar mejor en el pueblo. Y no quería que jugara. Aunque él ganaba, ¿no? Sonrió brevemente, pensando en ello. Pero su mujer no sabía nada al respecto, y no era asunto suyo. Además, él había trabajado como dos hombres cuando el viejo estaba vivo.
—Mucho movimiento de apaches —dijo Phalinger—. Si no lo alcanzamos esta noche, me vuelvo.
Ed Lowe sintió crecer el enfado, pero lo sofocó. Phalinger no era alguien con quien andarse con tonterías, a lo que había que sumar que Lowe quería su compañía y su ayuda. Ed Lowe era lo bastante inteligente como para saber que no iría a ninguna parte enfrentándose solo a Hondo Lane. Este se había ganado su reputación por las malas.
—Debe de llevar con él mil dólares —dijo Lowe, azuzando la codicia de Phalinger—. ¿Dónde más vamos a conseguir esa cantidad? Podremos ir a Frisco.
—Si seguimos con vida.
Siguieron avanzando mientras atardecía, ahora más lentamente. Para cuando llegaron al pozo del Hombre Muerto sólo estaban a unas millas por detrás de Hondo. Encontraron las huellas de su caballo, superpuestas a las de las monturas indias.
—Muy bien —accedió Lowe—. Será esta noche o nos volvemos.
Continuaron adelante. Lowe se enjugó el sudor de la cara. Notaba que estaban cerca, y ahora que su objetivo se encontraba casi a su alcance tenía la boca seca y estaba tenso.
Las colinas proyectaron sombras alargadas, el sol desapareció tras las montañas a su espalda y el aire refrescó. La camisa de Lowe estaba pegajosa y lo hacía sentir incómodo. Cada poco rato se detenían para escuchar. Phalinger se aproximó.
—Ed.
Lowe se volvió. El jugador estaba pálido y tenía la expresión congelada.
—Tengo un presentimiento, Ed. Un presentimiento de jugador. Es mejor que nos retiremos.
La creciente irritación de Lowe ahogó sus propias dudas.
—¡No seas imbécil! —habló en voz baja—. Dentro de una hora lo tendremos justo donde queremos. Hasta que demos con él no pienso regresar.
Los caballos pisaban sobre arena. Oyeron susurrar unas hojas más adelante. Las hojas significaban álamos, y los álamos significaban agua. Ed Lowe sintió crecer el odio. Quitó la trabilla al revólver, azuzó al caballo para seguir adelante, luego aminoró la marcha.
Captó un sonido débil: un casco sobre una piedra, el crujido de una silla de montar.
Lowe se detuvo, la sensación de triunfo lo sofocaba.
—¡Lo tenemos! —susurró—. Sigamos un poco más. ¡Lo tenemos justo donde queremos!