NUEVE

Angie salió a la puerta para sacudir la escoba. No vio a Johnny. Un escalofrío de temor la recorrió y salió al patio.

—¡Johnny! ¡Johnny!

No hubo respuesta. Protegiéndose los ojos del sol, escrutó las colinas. Johnny era un niño obediente. Ella le había dicho que no fuera a las colinas y hasta el momento la había obedecido, yendo sólo en compañía de su madre.

Asustada, rodeó a toda prisa la casa. No lo vio por ninguna parte.

—¡Johnny!

Su voz sonó muy alto y las colinas vacías se la enviaron de vuelta. El corazón le latía con fuerza. Se dirigió al corral.

—¡Johnny! ¡Johnny!

Y entonces de entre los árboles salieron dos caballos. Sobre uno de ellos iba Victorio, y Johnny montaba el otro.

El alivio descendió sobre ella como una ducha fría, si bien miró dudosa los duros rasgos del indio.

—Oh, pensaba… No sabía… No he oído nada.

—El apache no hace ruido.

El anciano indio bajó a Johnny al suelo, y sus modales fueron amables, casi paternales. Una mano se demoró en el hombro del niño.

—Mamá, Victorio dice que seré un buen guerrero.

El apache asintió e indicó al niño que fuera con su madre.

—Será un buen jinete, no tiene miedo.

—Mira, mamá. Tengo una cinta para la cabeza.

Orgulloso, se la mostró a su madre. Llevaba un ópalo de belleza excepcional en el centro.

Ella se arrodilló para mirarlo.

—¡Qué bonita! ¡Y tiene un ópalo!

—Es el emblema de su tribu —Victorio miró a Johnny—. Hablaré ahora con tu madre. Ve a la casa.

—Sí, Victorio.

Obediente, el niño dio media vuelta y corrió a la cabaña. Angie lo observó mientras se alejaba, un poco conmovida.

Victorio la miró con seriedad. Ella se preparó, pues sabía instintivamente lo que iba a venir a continuación, y sabía que debía escoger cada palabra con cuidado. Había visto pasar varias partidas de indios, y había visto las cabelleras frescas que portaban. Era consciente de que seguía viva gracias sólo a la intercesión de Victorio. Pasara lo que pasara, no debía ofenderlo.

—Una casa debe tener un hombre. Pequeño Guerrero debe tener un padre que le instruya.

—Mi marido volverá cualquier día.

Victorio reflexionó. Meneó la cabeza.

—Yo no lo creo. Yo creo que tu hombre está muerto. Deliberaré sobre ello.

Ella titubeó, tras lo que dijo con serenidad:

—La costumbre de mi gente es que una mujer elija a su hombre. Si mi hombre está muerto, habrá otro.

—Muchos bravos cabalgan conmigo.

—Siguen a un líder poderoso —dijo ella—, pero una mujer apache para un hombre apache, una mujer blanca para un hombre blanco.

Victorio pensó en esas palabras. Dijo:

—Pequeño Guerrero es hermano de sangre de Victorio. Debe crecer fuerte en las costumbres de Victorio.

Angie miró con franqueza al orgulloso anciano.

—Yo también lo pienso. Mi hijo no podría tener mejor modelo que Victorio. He oído de su grandeza. Y ahora lo he conocido y sé que también es cortés.

»Mi hijo —continuó lentamente— ha nacido para vivir en esta tierra. Deseo que lo sepa igual que lo sabe un apache. El hombre al que yo elija le enseñará las costumbres de los apaches.

No había expresión en el rostro del indio. Se limitó a dar media vuelta a su caballo.

—En esto yo pensaré —dijo, e hizo que el caballo se adentrara entre los árboles.

Durante mucho tiempo después de que él se hubiera ido, ella permaneció inmóvil, olvidado el fuerte sol, olvidado el trabajo que quedaba por hacer.

Tenía un problema, y sabía que recorría una estrecha senda entre la vida para ella y su hijo y la muerte para ambos. A pesar de todo, no había mentido. Quería que su hijo aprendiera a vivir de la tierra tal como lo hacía un apache, si bien debía mantenerse fiel a su sangre, fiel a su Dios y fiel a su gente y su país.

¿Cuánto tiempo le concedería Victorio? No mucho, estaba segura. ¿Y qué le esperaba entonces? A menos que llegara el ejército, a menos que ella huyera y abandonara la casa, todo cuanto tenía en el mundo, debería tomar un marido de entre los bravos de Victorio.

¿Qué había dicho ella? «El hombre al que yo elija le enseñará las costumbres de los apaches».

¿Y quién, de entre los hombres que conocía, podía hacerlo? Enrojeció y se mordió el labio, evitando siquiera pensar en su nombre. Pero cuando tomó otra vez la escoba, afrontó el hecho. Nunca le había gustado andarse con rodeos. En los solitarios meses que había pasado había aprendido a conocerse a sí misma, y sabía que sólo había un hombre que respondiera a sus necesidades.

Era una mujer casada y pensaba en Hondo Lane.

¿Pero qué era lo que hacía de una mujer una mujer casada? ¿Su marido había ejercido como tal? ¿Había permanecido a su lado? ¿Dónde estaba ahora, en aquel momento crucial para ella?

Nunca había sido su marido, no como su padre lo fue para su madre. Era un joven con el que ella se casó y con el que, por un tiempo, convivió. Y él no había dejado huella, ni siquiera en su hijo.

En su imaginación, lo hizo enfrentarse a Victorio, y vio claramente la reacción del anciano jefe, comprendió su desprecio. Y a continuación imaginó a Hondo Lane, que permanecía firme ante Victorio, como debía hacer un hombre.

Trabajó sin descanso, si bien no pudo dejar de pensar. No le fue posible quitarse el problema de la cabeza; había nacido para llevar una vida cristiana, la habían educado para vivir en la moralidad y en la honestidad. Su padre siempre fue alguien con quien podía hablar, y de aquellas charlas, de su sabiduría sin ambages, de sus sencillas verdades, había surgido la persona que hoy era.

Cada uno de nosotros recibe una vida que vivir. Lo que debemos hacer es vivirla con honor y morir habiendo dejado huella, dejar tras nosotros hijos fuertes. Nada perdura mucho una vez que el momento de cada cual ha pasado. La riqueza sólo es importante para los simples de mente. Lo crucial es hacer lo mejor que se pueda hacer con lo que a uno le ha tocado.

Eso era lo que su padre le había enseñado y en eso creía ella. La tarea de una mujer es mantener la casa, educar bien a los hijos, proporcionarles la mejor preparación posible antes de que inicien sus propias vidas. Por eso ella se había quedado allí. Por eso se había atrevido a resistir a pesar de la revuelta de los indios. Era su hogar. Era donde encendía el fuego. Allí estaba todo lo que podía proporcionar a su hijo, además de la certeza de ser querido, las enseñanzas que podía transmitirle, su educación. Y podía proporcionarle también una pronta confianza en la estabilidad, en lo correcto de pertenecer a un lugar.

Ahora todo eso se veía bajo amenaza. Lo que había salvado sus vidas podía apartar a su hijo de la que debería ser su vida. Estaba emocionado por las atenciones del anciano jefe, ansiaba la compañía de un hombre. ¿De qué otro modo iba a aprender un niño a convertirse en un hombre?

¿Era una tonta por pensar siempre en Hondo Lane? Era un asesino.

Pero su padre también le había enseñado contención a la hora de emitir un juicio, a no juzgar a ningún hombre ni a ninguna mujer a partir de generalidades, de la clase a la que pertenecían, sino atendiendo a cada persona en particular, a las circunstancias de cada una.

En Hondo Lane había distinguido algunas de las virtudes de su padre. La resolución, la honestidad, la constancia y la laboriosidad. Quizá fuera un asesino, pero un hombre tiene que vivir como tiene que vivir. Había cosas que un hombre debía afrontar y debía llevar a cabo, y que una mujer no podría entender, al igual que era cierto lo contrario.

Esa noche las colinas estaban solitarias. Un coyote ladró a la luna y en el silencio siguiente llegó la llamada de una codorniz.

¿Cuánto tiempo tenía? ¿Cuánto faltaba hasta que Victorio regresara y le exigiera una decisión? Pero los indios no permitían tomar decisiones a las mujeres… ¿o sí lo hacían? Había oído que no, y a pesar de eso, conociendo a las mujeres, no estaba segura. Sonrió a la oscuridad de la noche.

Johnny la siguió y se sentó junto a ella en los escalones de la entrada.

—¿Mamá? ¿Crees que al hombre le gustará mi cinta para la cabeza? ¿Qué te parece?

—Estoy segura, Johnny.

A continuación, con cuidado, pensando en el futuro, dijo:

—Eres un niño blanco, Johnny, y aunque puede que algún día vivas con los indios, siempre serás un niño blanco. El señor Lane vivió con los indios, y siguió siendo un hombre blanco.

La oscuridad se extendió, arracimándose alrededor del establo, y en la oscuridad ella olió la salvia y oyó a los caballos en el corral. Al este había una estrella baja sobre las montañas.

¿Volvería él? ¿Lo haría a tiempo?

—¡Mamá! —Johnny le tiraba de la mano—. ¿Qué tengo que aprender para ser un guerrero?

—Tienes que aprender a rastrear animales salvajes, a cabalgar, a cazar, a encontrar comida en el desierto… Muchas cosas.

—¿Aprenderé a montar tan bien como el hombre?

El hombre…

—Sí, creo que sí —vaciló brevemente—. Puede que él vuelva y te enseñe. Es un buen hombre, Johnny.

—Me cae bien —Johnny contempló la silenciosa estrella—. También me cae bien el perro.

—¡Pero intentó morderte!

—¡No me conocía! —dijo Johnny—. ¡No sabía que yo era su amigo! Si un perro deja que cualquiera lo toque antes de ser amigos, alguien podría hacerle daño.

Angie captó un sonido leve. Escuchó conteniendo el aliento.

Era un caballo… varios caballos.

Y entonces los vio, una docena de indios, avanzando en fila hacia el arroyo, justo fuera del cerco de luz de la casa. Los ojos de un caballo captaron la luz y la reflejaron.

Un indio se separó del grupo y se dirigió hacia ellos. Angie se puso en pie, reconociendo a Silva.

Él se detuvo y la contempló, había orgullo en su actitud, así como desprecio. Hizo un gesto, señalándola, y alzó una cabellera que colgaba de su cinturón. Era fresca, pelirroja.

Otro indio se acercó a él por detrás y le dijo algo. Silva vaciló, paseando la vista entre ella y el niño. El otro indio habló de nuevo. La única palabra que ella comprendió fue «Victorio». El segundo indio pronunció el nombre varias veces. Finalmente, Silva dio media vuelta y regresó con los demás.

Ella permaneció muy quieta, sujetando a Johnny con fuerza hasta que oyó partir a los caballos.

Durante largo rato después de que se hubieran ido, estuvo intranquila. En la casa, volvió a comprobar la pistola. Desde que Hondo la había cargado, y desde que Johnny había estado a punto de matar a Silva, siempre la mantenía cargada.

Silva regresaría. Y lo haría solo. Luego culparía a otros indios por lo sucedido. No había olvidado, ni olvidaría. La única esperanza de Angie era disponer de un hombre. ¿Pero quién podría plantar cara a Silva si algo le sucedía a Victorio?

Lanzó la pregunta a la noche y su corazón le dio la respuesta.