OCHO

Eran más de las diez de la noche cuando Hondo se despertó. Habituado a dormir a ratos, cuando y donde podía, su cuerpo no aceptaba un descanso prolongado y sin molestias. Dormir demasiado era peligroso y, a pesar del cansancio, se despertó de súbito.

Escrutó la oscuridad, sin moverse hasta que su mente supo dónde estaba y los incontables pequeños sonidos fueron identificados y cobraron relación. Lentamente, sus músculos se relajaron. Estaba en el fuerte.

Amodorrado, se incorporó y se pasó los dedos por el pelo. Sentía el cuerpo torpe y tenía mal sabor de boca. Maldijo, se acercó al cubo sobre la mesa y lo alzó para beber, luego escupió a la calle.

Estaba muy oscuro, no había estrellas. El frescor dejado por la lluvia persistía en la noche del desierto. Se lavó la cara, se peinó y cogió el sombrero. Desde el extremo de la calle llegaba el sonido de un piano desafinado, junto con una clara voz de tenor irlandés que cantaba «Brennan on the Moor», una antigua canción irlandesa sobre un salteador de caminos y su amada.

Hondo Lane se adentró en la noche y miró a su alrededor, escrutando la oscuridad, leyendo sus señales, antes de seguir adelante. Lejos, sobre las colinas, un coyote solitario ladraba al auditorio de estrellas. Una brisa leve agitaba los faldones de las tiendas. Una tienda, no muy lejos, dejaba ver el leve resplandor de una lámpara y Hondo Lane oyó un murmullo de voces y chasquidos de cartas.

Recorrió la calle hasta el almacén del proveedor. Sus botas crujían al pisar la grava y la arcilla del patio de armas. Dos hombres sentados fuera del almacén fumaban. Uno murmuró un saludo y Hondo respondió con un breve «Qué hay»; no lo conocía.

Dentro estaba abarrotado. Era un local alargado y lúgubre, sin color, sin luz, sin mujeres. Varios hombres estaban inclinados sobre la tosca barra del bar situada en un extremo. En el otro estaba el mostrador donde se dispensaban las mercancías, con estanterías detrás.

El tenor irlandés se apoyaba en el baqueteado piano de pared, llevaba un traje gris arrugado, que en algún momento había sido elegante, y un bombín abollado con el ala cubierta de rozaduras. Era un joven con un bigote gallardo, aunque el resto de su cara necesitaba un buen afeitado. El pianista era un vaquero que confirmaba el hecho de que en el crisol que era el oeste no se estimaban los talentos ocultos de los trotamundos.

Todos iban toscamente vestidos salvo los soldados. Unos pocos de estos todavía andaban por allí, aunque la mayoría ya se había retirado. Los que formaban el grupo eran vaqueros, ganaderos, mineros, vagabundos y exploradores. La tensión dominaba el ambiente, y nadie hablaba de lo que todos estaban pensando. Por la mañana una partida de enterradores saldría a dar sepultura a los cuerpos de la Compañía C; partida que tendría que armarse de fortaleza. No había nadie allí a quien no pudieran convocar para ir, y no había nadie que no hubiera perdido un amigo o un compañero de copas en la masacre de la Compañía C.

Hondo se dirigió al bar y el proveedor sacó de debajo de la barra una botella de whisky irlandés. Guiñó a Hondo, llenó su vaso y en voz baja dijo: «Invita la casa». La botella desapareció sin que los habituales del bar y la tienda llegaran a verla.

Hondo miró despacio a su alrededor. Se jugaba una partida de cartas en el otro extremo del local. Búfalo participaba y Hondo reconoció al hombre con el que había tenido el roce en el cuartel general. Había otro personaje al que había visto con anterioridad, no sólo allí sino también en El Paso, Texas. Un hombre de cara avinagrada y mirada serpentina con el hábito de ganar al póquer, sin que importara cómo. El último era Pete Summervel.

Pete tenía diecisiete años. Era un joven duro, fanfarrón y confiado en exceso. No llegaba a estar borracho, aunque se acercaba. Era evidente que no se encontraba en condiciones para jugar al póquer, y era evidente también que el jugador profesional lo estaba incitando a beber. Hondo vació el vaso de un trago y miró el juego. El hombre con el que había tenido el roce ese mismo día parecía hábil con las cartas. Hondo dejó el vaso, se pasó el dorso de la mano por la boca y se acercó a la mesa.

Ed Lowe levantó la vista cuando Hondo se detuvo junto a ellos, y se tensó.

—Tres seises y dos bonitos cuatros —dijo mostrando sus cartas—. Yo gano. Vamos con otra.

Pete levantó la vista también y sonrió.

—¡Hola, Hondo! Me rompiste el corazón cuando me enteré de que habías vuelto.

—¿Tu padre sabe que bebes ese brebaje que aquí llaman whisky, Pete?

Pete sonrió. El whisky hacía su efecto.

—Hace un mes que no lo veo.

Hondo le puso una mano en el hombro.

—Ya lo sé, y tengo que darte un mensaje de su parte. Vamos.

Pete se levantó, tambaleándose un poco.

—Claro, Hondo.

—Vamos al bar, allí podremos hablar. Estos caballeros te disculparán.

—Yo no.

Las palabras fueron pronunciadas en voz baja, pero Hondo las oyó claramente. Se volvió. Era el hombre con el que había tenido el roce.

—He perdido casi cien dólares.

—Me lo creo —dijo Hondo con suavidad—, si juegas contra Búfalo. Vamos, Pete.

Lowe se levantó con rapidez y agarró a Hondo por la pechera de la camisa.

—¡Espera un momento!

Hondo miró la mano que sujetaba su camisa, alzó la mirada hasta encontrar los fríos ojos de Lowe.

—Acabo de comprarla —dijo con tranquilidad.

Los otros hombres a la mesa se habían levantado también.

Hondo empujó a Pete para quitarle de en medio cuando Lowe lanzó un puñetazo. Fue lo peor que Lowe pudo hacer. En cuanto atacó, Hondo alzó su izquierda para librarse de la mano que le sujetaba la camisa. A continuación se coló en el arco del izquierdazo de Lowe y le lanzó un uppercut de derecha directo a la barbilla.

Lowe se tambaleó y Hondo lanzó un derechazo que mandó a Búfalo a un rincón del local. Lowe fue a parar al suelo con dureza pero, mientras Búfalo se erguía, se repuso a medias.

—¿Por qué me has pegado a mí? —preguntó Búfalo, tan sorprendido como dolorido.

—Porque eres el más peligroso.

Hondo empezaba a apartarse cuando Lowe echó mano del arma.

—¡Por la espalda no! —gritó Búfalo—. ¡Enfunda esa arma!

Volviéndose con rapidez, Hondo arrancó la pistola de la mano de Lowe de una patada y, agarrándolo por la pechera de la camisa, lo obligó a ponerse en pie. Hundió la derecha en el estómago de Lowe y lo apartó lo justo para golpearlo en la cara con ambas manos. Lowe arremetió fintando pero Hondo bloqueó un derechazo y le cruzó un golpe de izquierda. Lowe se tambaleó y Hondo se adelantó imperturbable. Golpeó el torso de Lowe con la izquierda, con la derecha.

Lowe retrocedió, no gustándole el castigo, y Hondo lo abofeteó. Fue una bofetada potente, brutal, que hizo girar a Lowe sobre los talones. Hondo lo remató con un directo de derecha.

Lowe cayó despatarrado y Hondo lo levantó cogiéndolo por la parte de atrás del cuello de la camisa y por la cintura de los pantalones y, cuando alguien abrió la puerta, lo lanzó a la calle. Lowe aterrizó de bruces en la grava y Hondo aguardó un instante en la puerta.

Ed Lowe se dio la vuelta. Temblaba de furia y miró fijamente a Hondo.

—¡No he terminado contigo! —dijo pronunciando con torpeza.

—Te estaré esperando —dijo Hondo, y volvió al salón.

La puerta se cerró y Ed Lowe se quedó en el suelo, contemplando la negrura.

Los dos hombres sentados fuera no se habían movido. El cigarrillo de uno desprendía un resplandor rojizo.

Lowe se recompuso y, tembloroso, se puso en pie. Escupió la sangre que brotaba de un labio cortado. Estaba aturdido y sentía un dolor agudo en un costado.

—¡Lo mataré! —dijo a la noche—. ¡Lo mataré por lo que ha hecho!

El cigarrillo brilló brevemente.

—Si yo fuera tú —dijo una voz con parsimonia—, me consideraría afortunado porque él no llevara un arma. Era Hondo Lane.

Dentro, Hondo se acercó a Búfalo. Posó una mano sobre el hombro del hombretón.

—Lo siento, amigo. No sabía quién iba a meterse en la pelea y no te quería dentro.

Búfalo soltó una risita.

—No pasa nada. A mí me preocupaba que se metiera el chico. Ed y esa víbora de El Paso le estaban timando.

Hondo hizo una seña con la cabeza apuntando al suelo.

—Es la segunda vez que me las veo con ese bocazas inútil. ¿Quién es, por cierto?

—Dice llamarse Lowe. Ed Lowe.

Ed Lowe… Hondo miró el espejo detrás del bar. El marido de Angie, y vivo.

¿Qué clase de hombre dejaría solos a su mujer y su hijo en tiempos como aquellos? Y en el cuartel general sólo armaba escándalo por su ganado. No había dicho palabra de su mujer ni del niño.

Cuando la Compañía F partió del fuerte con la luz del día, Hondo Lane estaba allí para verla. Con ella cabalgaba una compañía de exploradores comandada por el teniente Crawford. Eran una mezcla de apaches, yaquis, opatas y mexicanos, además de unos pocos americanos. Todos eran expertos luchadores. Era una fuerza muy poderosa para una misión que consistía en enterrar muertos, pero las órdenes eran explícitas. Bajo ninguna circunstancia tratarían de seguir a Victorio ni se enzarzarían en combate, a no ser que les atacaran.

Hondo los contempló con rostro sombrío. Había pocas posibilidades de que dieran con Victorio, aunque en la compañía de exploradores había gente lo bastante experimentada como para encontrarlo sin que importara dónde se escondiera, si lo tuvieran permitido. Las órdenes del mayor Sherry eran claras, y no tenía intención de ir más allá a menos que la situación se volviera drástica. Causar la muerte de buenos hombres tratando de vengar a los caídos de la Compañía C sería más que estúpido. Cuando Crook se presentara, las cosas serían diferentes.

Hondo los vio alejarse y volvió al jacal, donde se puso a remendar su ropa. Pensaba en Angie. No era asunto de él. Ella tenía marido. Pero no debería estar sola allí.

Inquieto, fue al corral y almohazó al sorprendido grullo, luego le dio de comer dos zanahorias que encontró en un pequeño huerto cerca del extremo del pueblo.

Búfalo se aproximó caminando.

—Andate con cuidado, Hondo —le advirtió—. Ese tal Lowe no va a olvidar lo que le hiciste anoche.

—Lo tendré presente.

Siguió trabajando un poco más en el caballo y luego lo dejó ir con una palmada en el hombro. Mientras miraba al grullo atravesar el corral, preguntó:

—¿Lowe lleva mucho por aquí?

—Un mes. Puede que más. Juega al póquer —Búfalo escupió una mascada de tabaco—. Anda con esa serpiente de Phalinger.

Durante todo el día llegaron noticias de movimiento de indios. Veinte chiricahuas habían abandonado la reserva, todos guerreros jóvenes. Algunos tontos habían sido vistos cruzando el río Francisco en dirección al sur. Las tribus se estaban congregando.

Dos grupos de colonos llegaron al fuerte, rendidos por el viaje, y encontraron refugio en las tiendas vacías de una unidad del ejército que estaba ausente. En cada ocasión, Hondo los interrogó, pero venían del sur y no había noticias de nadie del valle. Aguardaba nervioso el regreso de la partida de enterradores. No tenían órdenes de ir más allá de la escena de la masacre, pero los exploradores cubrirían más terreno y podían traer alguna información.

El fuerte estaba más silencioso de lo normal. No había charla ni jarana en el bar del almacén del proveedor. Los hombres iban y venían con prisas y las patrullas a caballo que dejaban el fuerte salían y entraban puntuales. La última patrulla del día informó de un enfrentamiento con un puñado de apaches durante el que un indio resultó muerto y un soldado herido.

A medida que transcurrían las horas, crecía la tensión. La partida de enterradores no regresó hasta el mediodía del día siguiente. No había visto a ningún indio, aunque se cruzó con los rastros de varios grupos pequeños.

Poco después del regreso de la partida, Hondo entró en el cuartel general. El sargento alzó la vista.

—¿Está el mayor Sherry?

—Está. Aguarde un momento.

El sargento regresó.

—Pase. Dice que quería hablar con usted de todos modos.

Sherry estaba recostado en su silla mirando por la ventana el patio de armas recalentado. Era un hombre adusto y elegante de cuarenta y cuatro años, un soldado profesional que conocía y al que le gustaba la frontera. Conocía el terreno, a los indios y a los hombres que comandaba. Los años de servicio luchando contra el enemigo habían erradicado todo residuo de pulimento. Era un guerrero y no deseaba ser nada más. Había estado entre los puestos más altos de su clase en West Point pero nunca había tenido intención de servir en el este. Conocía el manual de tácticas de combate, aunque la mayor parte de lo que sabía lo había aprendido en el campo de batalla, contra unos enemigos que eran los mayores expertos en guerra de guerrillas que el mundo hubiera conocido.

—¿Qué tiene en la cabeza, Lane?

—Quiero ir ahí fuera —Lane señaló con la cabeza hacia las colinas—. Asunto personal.

Sherry se volvió hacia el escritorio y barajó los papeles.

—Lo siento, Lane. No puede ser. Por el momento, el general lo quiere aquí —ordenó los papeles en un montón—. ¿Asunto personal, dice usted?

—Sí, señor. Hay una mujer ahí fuera, con un niño. No quisieron venir. Ahora sería mejor que lo hicieran.

El mayor sacó su pipa y la cebó.

—Usted vivió con los apaches, ¿no es cierto?

—Sí, señor.

El mayor Sherry acercó una cerilla a la cazoleta.

—He recibido orden de retener a todos los exploradores. El general tiene algo en mente. No obstante, me gustaría, y sé que a él le gustaría también, disponer de algo de información sobre Victorio. Si alguien puede conseguirla, es usted.

Hondo Lane cambió de postura en la silla, a la espera. El rostro del mayor no varió de expresión.

—La situación ahí fuera es muy peligrosa. Cualquiera que salga solo sería un estúpido. Y tenemos órdenes de detener a todo el mundo, sin excepciones.

Hondo Lane se puso en pie y se acercó a la puerta.

—¿Es todo, señor?

—Sí —el mayor Sherry fumaba y miraba por la ventana. Cuando Hondo se puso el sombrero y abrió la puerta, Sherry se volvió hacia él—. Lane —dijo discretamente—, tenga cuidado.