Más allá del diseminado villorrio de jacales y casas de adobe estaban las pulcramente alineadas tiendas de la unidad de caballería, y junto a ellas y formando dos de los lados del cuadrado, el almacén del proveedor, la intendencia, la panadería, el cuartel general, la herrería y los establos. Ninguna de las construcciones era imponente. Todas parecían tristes y escuálidas incluso después del baño dado por la lluvia.
Un puñado de exploradores y vagabundos de la frontera haraganeaban alrededor del almacén del proveedor, o sentados en los escalones de delante. Vieron al jinete solitario descender la pendiente y aventuraron especulaciones sobre quién era y de dónde venía. No eran tiempos para cabalgar solo, no había muchos dispuestos a correr el riesgo. Ni siquiera entre las almas endurecidas que mataban el tiempo junto al almacén del proveedor.
Un hombre se asomó a la entrada de un jacal, una estructura de troncos hincados en vertical en el suelo, emplastecida con barro y techada con ramas y más barro. Miró fijamente al jinete. Dijo algo por encima del hombro y otra cara apareció en la puerta y los dos salieron.
No hacía falta mucho para sacar a los hombres de los jacales, lugares más apropiados para los abundantes e indiferentes ciempiés, los escorpiones y alguna tarántula ocasional que para los seres humanos.
—Es él. Bien —Dick escupió una mascada de tabaco sobre un lagarto que no se lo tomó a mal y rio entre dientes—. Lo sabía.
Hondo llevó al grullo hasta el palenque y echó pie a tierra. Sam se detuvo a unos pies de distancia, contemplando a los exploradores sin sentir ninguna satisfacción por verlos. Ni siquiera jadeaba. Se limitó a sentarse y a mirarlos lúgubremente.
—Bueno —dijo Búfalo, un hombretón con bigotes y una camisa de piel de ciervo grasienta—, te debo una jarra de cerveza con zumo de tomate. Ajustaremos cuentas el día de paga —caminó alrededor del perro—. Ese bicho es tan amistoso como un puma.
Miró atentamente al grullo, fijándose en lo poco habitual del caballo. Búfalo tenía una mirada aguda y alerta y tan rápida a la hora de distinguir y catalogar como la de un apache. Hondo Lane había estado en muchos sitios y en ninguno lo había tenido fácil. El explorador podía verlo.
—Creía que tu pelo colgaba de alguna tienda apache. Aposté con Dick por ello. Eres una decepción, Hondo.
—Te gusta demasiado ganar. He reventado varios caballos.
—Tú te has reventado —dijo Dick—. Déjame llevarte el macuto.
El cuartel general era un edificio de adobe y tablas sin desbastar identificable por el mástil de la bandera. Un sargento permanecía sentado tras un cajón que hacía las veces de escritorio. Un soldado de caballería recién reclutado y un explorador ocupaban un banco contra la pared.
Un joven alto, tirando a atractivo, con expresión petulante e irritable, se dirigía al sargento. Era un hombre delgado que llevaba el revólver bajo y con parte del atuendo propio de un dandi de la frontera; si no llevaba el atuendo completo era sólo por su limitada liquidez.
—Digo que tengo derecho a hablar con ese estirado del mayor —el tono era insolente y se notaba que era el habitual en él—. Yo no hablo con subalternos.
—El mayor está durmiendo —el sargento habló en tono cuidadoso, no comprometedor. Su actitud revelaba a las claras que hablaba con un civil, un hombre que le disgustaba y al que estaría encantado de echar de la oficina si lo tuviera permitido. Al mismo tiempo, hablaba con la paciencia exasperada de quien sabe que debe mantenerse en paz con los civiles.
—Pues hace muy mal. Soy un ciudadano y quiero verlo.
—El mayor Sherry no ha dormido en tres días. Yo puedo decirle tanto como él. No sabemos nada del norte.
El jinete de caderas estrechas lo miró con desdén.
—Si me preguntaran a mí, yo diría que la caballería tiene miedo de Victorio. Y creo que la caballería de los Estados Unidos…
El mayor Sherry salió de la habitación situada tras el sargento. Era un hombre alto, nervudo y fuerte, aunque su rostro estaba surcado de arrugas y exhausto. El jinete, al percatarse de su presencia, dejó apagarse la voz.
—Estoy enormemente interesado en su opinión sobre la caballería de los Estados Unidos —dijo el mayor Sherry con sequedad—. Continúe, señor Como Se Llame.
—Soy Ed Lowe —dijo el hombre de caderas estrechas. Su tono perdió irritación ante la rudeza del mayor y se volvió quejoso—. Se supone que la caballería tiene que apoyar a los colonos. Tengo ganado al norte y…
—La Compañía C está peinando el norte para escoltar a cuantos colonos encuentre. La Compañía C tendría que haber vuelto hace una semana. Es todo lo que puedo decirle.
Hondo entró por la puerta detrás de Lowe, seguido por Sam. El perrazo se tendió en el umbral. Hondo atravesó la estancia y colgó la silla de montar de un gancho en la pared, junto a varias más. A continuación miró sobre el hombro.
—La Compañía C no volverá.
Se volvió despacio, como si vacilara en dar las noticias, y dejó sobre el escritorio del sargento el estandarte arrugado y manchado de sangre de la Compañía C.
El mayor Sherry miró el estandarte, el rostro rígido y de pronto envejecido. Crey Davis… Tendría que comunicárselo a su mujer. ¿Por qué se ofrecería voluntario para servir en Arizona?
Allí estaba toda la información. Hondo facilitaría los detalles, pero en realidad sólo hacían falta para los informes. Desalentado de pronto, el mayor Sherry se dio cuenta de que prefería no saberlos. Habían muerto buenos amigos… buenos soldados, buenos guerreros. La Compañía C había sido su mejor unidad, la más dura.
Al levantar la vista se encontró con Ed Lowe. Con una punzada de disgusto dijo enfadado:
—Váyase. Tengo asuntos que atender.
Y a continuación dijo:
—¡Sargento!
Estaba claro lo que eso significaba, y el sargento se puso bruscamente en pie. Rodeó el escritorio.
—¡Largo! —dijo—. ¡Y no vuelvas por aquí a molestar!
Lowe dio media vuelta enfadado y se encaminó a la puerta. Hondo había regresado junto a la pared para colgar la pistolera. Lowe se topó de frente con el enorme perro y, aunque quedaba espacio de sobra para pasar, su ira se inflamó de repente.
—¡Quita de en medio, chucho sarnoso!
Echó el pie hacia atrás para asestar una patada.
Sam se levantó con un movimiento ágil, casi gatuno, y se agazapó con los músculos prestos a saltar. Los belfos mostraron los dientes pero ni ladró ni gruñó, limitándose a mirar a Lowe con el rostro deformado por la resolución.
Amilanado por tan súbita reacción, Ed Lowe retrocedió. Echó mano a su arma.
La pistolera de Hondo colgaba del gancho pero el Winchester seguía en su mano izquierda, sujeto por el cañón. Lo lanzó hacia delante y la mano que antes sostenía el cañón aferró la culata. Al mismo tiempo armó el percutor. Lowe se quedó paralizado al oír el chasquido, volvió la cabeza.
El arma no llevaba a equívoco. Se apoyaba en la cadera de aquel hombre y el cañón le apuntaba al estómago desde menos de ocho pies de distancia. Ed Lowe miró el rifle y su mirada se elevó al rostro sombrío, castigado por la intemperie, de Hondo Lane. Algo en Ed Lowe pareció recular y replegarse.
—Si ese chucho es suyo, quítelo de en medio.
Hondo ni le dedicó una advertencia ni lo amenazó.
—Pase alrededor de él.
—¡Que me cuelguen si alguna vez doy un rodeo por un perro sarnoso!
La expresión de Lane no se alteró. Habló con tono impasible.
—Un hombre siempre debe hacer lo que piensa que debe.
Una mosca zumbaba en la habitación. En el exterior, un caballo piafó y hubo un chasquido de hierro contra hierro. Ed Lowe permanecía paralizado.
No sabía quién era aquel hombre. Podía tratarse de cualquiera. Aunque su actitud era demasiado tranquila, demasiado despreocupada. Ed Lowe era bueno con un arma. Creía que había pocos mejores. Pero de pronto se vio examinando la mano que le había tocado y no le gustaron sus cartas.
Había algo en aquel desconocido que hacía pensar que estaba familiarizado con situaciones semejantes. Ed Lowe forzó la memoria, tratando de reconocer su cara, en busca de cualquier pista. Le gustaba saber contra quién se enfrentaba.
Tampoco le gustaba la palmaria satisfacción del sargento. A este no le disgustaría verlo muerto, y parecía convencido de verlo en breve. Y Ed Lowe no tenía las agallas necesarias para averiguar si tal deseo iba a cumplirse.
La mosca zumbó. Alguien rio fuera y concluyó el fugaz instante de duda. Ed Lowe había sido claramente invitado a jugar y era consciente de ello. Todo lo que tenía que hacer era arriesgarse… Sintiéndose mareado y vacío de pronto, Ed Lowe rodeó al perro y salió apresuradamente a la calle.
Siguió un momento de silencio y el sargento emitió un breve suspiro, con verdadero pesar.
—Pensé que nos libraríamos de él —dijo a nadie en particular—. Se lo había buscado.
Hondo apartó al perro con el pie.
—No bloquees la puerta —dijo tranquilo.
El mayor Sherry señaló el estandarte.
—¿Dónde lo encontró?
—A medio día de camino al sur de las Colinas Gemelas.
—¿Cómo?
—Lo llevaban dos indios. Pueblo del Perro Corredor, de los mescaleros.
—Así que los mescaleros también se han alzado. Eso hacen todas las tribus apaches.
Hondo se subió el sombrero sobre la frente y empezó a liar un cigarrillo.
—Fui hasta allá arriba —dijo— siguiendo el rastro de los mescaleros. Davis tendió una emboscada a Victorio. Calculo que acabó con veinte o más. Estaba reorganizándose tras la emboscada cuando lo alcanzaron por detrás. Otro grupo, puede que un centenar de hombres. No tuvo ninguna oportunidad.
—¿Cayeron todos?
—Sí. No tomaron prisioneros, si a eso se refiere —Hondo vaciló un instante, tras lo que dijo con calma—: Clanahan luchó por el cuerpo de Davis hasta el final. Murieron juntos, él y el teniente.
—¿Clanahan? —los ojos del mayor brillaron un poco. Lo recordaba, un irlandés grandullón, de pelo negro, con cara de bruto. Un borracho, un alborotador, una fuente de problemas, pero un luchador. Y un miembro del ejército—. Era un buen hombre.
Hondo describió brevemente lo ocurrido, de acuerdo a las señales vistas en el terreno. Fue una narración clara y precisa, y valiosa. Cada batalla suponía una lección; había algo que aprender en cada una. Al mayor Sherry no dejaba de maravillarle lo que aquellos hombres parecían capaces de leer en el terreno, aunque había visto demasiadas pruebas que demostraban lo que decían como para dudar de ellos.
—Vencieron —dijo Hondo—, pero a un alto coste. Les golpearon duro.
Dio una larga calada y se encaminó a la puerta, pero se detuvo.
—¿Algún colono de la cuenca del norte mientras he estado fuera? ¿Alguno hace poco?
—Unos pocos.
—¿Una mujer guapa? ¿Buena gente? ¿Con un niño pequeño, de unos seis años?
—No. Todos de mediana edad y mayores.
Hondo Lane salió y encontró a Búfalo esperándolo con su macuto. Fue a cogerlo pero Búfalo apartó la mano.
—Yo lo llevo.
Hondo se adentró en el frescor de la noche. Así que no habían ido. Había esperado que, después de que él partiera, Angie hubiera cambiado de idea. Ella podía haber llegado al fuerte mientras él estaba en el norte siguiendo el rastro de la Compañía C. Pero no había sucedido.
Búfalo caminaba junto a Hondo, cambiando el macuto de mano.
—El viejo Pete Britton servía de explorador en la Compañía C. Pasé un invierno con Pete en las montañas. Un cascarrabias.
—Fue el último en caer —dijo Hondo—. Aguantó quizás una hora, él solo en lo alto de una colina.
Caminaron en silencio. En la puerta del jacal donde Hondo se detuvo, Búfalo dejó el macuto.
—El viejo Pete se preocupaba demasiado. Aquel invierno se pasó casi todo el tiempo en la cama. Reúma, eso tenía. Le asustaba acabar lisiado.
Fumaron en silencio. Hondo le describió el cuerpo. Búfalo dejó caer el cigarrillo y se alejó sin decir más. Hondo se quedó a solas, contemplando la noche.
No era un hombre que anduviera pensando en mujeres. Nunca había vivido con una… No sabría cómo hacerlo. Tampoco sabría cómo tratar a un niño. Y las mujeres… Con las indias era distinto. Al cabo de un tiempo las conocías. Pero una chica como Angie, bueno, eso sería diferente. Era un estúpido por el mero hecho de considerarlo. ¿Qué tenía él para ofrecer a una mujer?
Tomó asiento en el umbral y se sacó las botas. Vio a un soldado acercarse siguiendo la hilera de tiendas. Era el mismo al que había visto en el cuartel general.
—Ese tipo, el que se quejaba al mayor. ¿Quién era?
El soldado se detuvo, le gustaba aquel hombre y estaba deseoso de charlar con él.
—No sé cómo se llama.
—¿Por qué no entró directamente a hablar con él?
—Por la misma razón por la que rodeó a su perro cuando usted se lo dijo —calló un instante, ansioso por hablar pero dudando—. Los indios a los que quitó el estandarte de la Compañía C, ¿muertos?
—Eso es.
Hondo se puso en pie y pasó al interior. El soldado permaneció fuera, en la oscuridad, una sombra borrosa entre la negrura más profunda de la noche.
El catre emitió un crujido. Casi al instante llegaron los ronquidos. El soldado se quedó a solas, observando las tinieblas, pensando en otra noche, en su pequeño pueblo de Nueva Inglaterra. Una noche como aquella, fría, silenciosa…
Hubo una chica. No recordaba su nombre, sólo que era una chica callada y bonita. Deseó poder recordarlo. Le habría gustado escribirle una carta.
Pensó en la Compañía C, yaciendo bajo la lluvia y las estrellas.
Un hombre necesita a alguien en quien pensar, necesita tener a alguien en algún sitio…