La tormenta, que derivaba hacia el oeste sobre la vasta extensión del desierto y las montañas, había pasado por el pequeño rancho del valle antes de alcanzar a Hondo Lane y a los cuerpos de los veteranos de la Compañía C. Había surgido bramando del cielo, enviando ante ella una avanzadilla de lluvia que acribilló el suelo endurecido, levantó polvo y colmó el aire del peculiar aroma que trae la lluvia cuando golpea por primera vez la tierra seca.
Ni siquiera el acantilado pudo proteger a la cabaña de la fuerza de la tormenta y del restallido de los truenos, pero dentro reinaban el calor, el confort y el olor del café. Si bien era una casa vacía, pues el hombre estaba ausente.
El ruido del agua al discurrir por el arroyo la preocupaba, dado que había visto avenidas similares que desplazaban cuanto encontraban a su paso, y las había visto aparecer cuando el cielo estaba despejado y no llovía más que en las montañas distantes. Sin embargo ahora la lluvia era generalizada y la tierra cuarteada de su jardín la bebía con ansia.
Algo de agua quedaría retenida en el hueco tras la antigua presa. Duraría unas semanas, lo bastante para que ella regara varias veces, lo que podía suponer la diferencia entre una buena cosecha y ninguna cosecha en absoluto.
Johnny, más callado de lo habitual, la observaba con expresión seria.
—¿Va a volver ese hombre, mamá?
—No lo sé, Johnny. Está muy ocupado.
La misma pregunta rondaba su cabeza. ¿Volvería? ¿Por qué iba a hacerlo? Y si lo hacía, ¿qué haría ella?
La idea la perturbaba. ¿Por qué tendría que pensar en hacer algo? ¿Qué podía hacer?
Preocupada por lo que sentía, seleccionó la ropa para la colada, después limpió el polvo y fregó el suelo, tareas que no había planeado pero que hizo para mantener la cabeza ocupada. Aunque siguió pensando en él. ¿Habría encontrado refugio?
Rememorando lo sucedido durante su visita, trató de convencerse de que era un hombre duro, cruel. Su forma de tratar al perro, a Johnny… todo lo demás. Pero en su fuero interno ella sabía que no era cruel. Duro, sí. ¿De qué otro modo podía ser? ¿Y hasta dónde alcanzaba su dureza?
Las lecciones que hubiera aprendido las había recibido en una escuela amarga. Era la forma que conocía de enseñar, una forma dura pero rápida mediante la que no olvidabas lo aprendido. Recordó cómo se había alzado del jergón, arma en mano. ¿Qué clase de vida podía haber vivido un hombre para estar siempre tan alerta, incluso en sueños?
Casi había anochecido cuando la tormenta remitió en el valle y ella salió. El aire estaba milagrosamente fresco y limpio. Respirar era como beber agua fría. El cielo seguía cubierto por un manto nuboso y los truenos retumbaban en el cañón entre las colinas lejanas, al oeste. Masas bajas de nubes colmaban los huecos de las colinas y anidaban en los desfiladeros. De cuando en cuando los abultados domos resplandecían incandescentes por efecto de un rayo distante.
Las hojas goteaban, el agua susurraba contra las orillas del arroyo, marrón y arremolinada. Dio de comer a los caballos y se quedó en silencio en el patio, contemplando las colinas. Se había ido. Incluso sus huellas habían desaparecido. ¿Qué clase de mujer era ella, una mujer casada y una madre, que pensaba de ese modo en un hombre?
Un hombre que se había ido sin dejar rastro, como si nunca hubiera estado allí. Aunque no era cierto. Sus pisadas habían desaparecido del patio; no obstante, algo quedaba, intangible, pero presente. Algo que le hacía añorar la imagen de su caballo al partir, que le hacía recordar su forma de caminar, la extraña, sombría, casi solitaria expresión de sus ojos. El hambre en ellos cuando ella alzó de súbito la vista y se topó con la de él… Se sonrojó al recordarlo. Y el modo como la había besado, y lo que había dicho.
«Una mujer que camina con la cabeza erguida debería besar a un hombre antes de morir».
Repitió las palabras notando cómo se le aceleraba el corazón. ¡Qué cosa tan rara para decírsela a una mujer! Y el modo como la había besado… no fiero, no posesivo, no exigente, y no obstante mucho, mucho más que eso.
Un lento goteo caía de los aleros al barril colocado para captar la escorrentía. En el anochecer declinante, tras la lluvia, las colinas presentaban un verde adorable, más intenso del habitual. A la mañana siguiente llevaría a los caballos a las colinas para que pastaran y los ataría donde pudiera verlos desde el jardín. Fue al corral y apoyó la mano en el mojado travesaño superior y miró de nuevo las colinas. Parecían grabadas contra el cielo gris, cada vez más oscuro. Aquel lugar iba a parecerle muy solitario ahora, más que nunca.
Dio la espalda al pensamiento recogiéndose la falda con un gesto rápido y mordiéndose el labio para tratar de contener unas lágrimas repentinas. Se las enjugó a toda prisa y, echando atrás los hombros, regresó a la casa. Sin embargo en la puerta, reticente a cerrarla a la noche donde él estaba, volvió a dirigir la mirada a las colinas. Y las colinas silenciosas permanecían serenas. En el breve tiempo que había pasado fuera, el verde se había disipado, las oscuras alas de la noche ensombrecían el valle.
Cerró la puerta y echó la tranca. No tenía sentido seguir pensando. Era un hombre con su propia vida, un hombre que se había detenido una noche, comprado un caballo y partido. Otros habían pasado por allí y se habían ido. Él no era diferente… Sí, sí que lo era.
Aquel era su hogar. Ella no tenía tiempo para pensamientos peregrinos acerca de vagar por las colinas tras un jinete desconocido. Tenía una casa y un hijo. Era muy propio de ella no pensar tampoco en Ed. No creía que lo hubieran matado, pero no regresaría, a menos que estuviera herido y huyera de algo. Él había salido de su vida… un chiquillo incapaz de cumplir los votos propios de un hombre.
Y de una mujer.
Y ella los había cumplido. Incluso ahora que él se había ido y su matrimonio era una recuerdo que no había dejado tras de sí más que a Johnny. E incluso en eso había fracasado Ed; era un hombre que no dejaba marca sobre nada, ni siquiera en su hijo.
Ella tenía bastante con pensar en el niño; con asegurarse de que creciera alto y fuerte; que se convirtiera en poblador de aquellas tierras; en padre, llegado el momento; que aprendiera a construir y no a destruir; que aprendiera a servirse de la tierra y a cuidarla, sin malgastar sus frutos. Ese era su propósito, su problema.
Su padre le había dicho: «No poseemos la tierra, Angie. La cuidamos confiando en el mañana. Vivimos de ella, pero debemos mantenerla fértil para tu hijo y para los hijos de este y para los que vendrán a continuación».
No obstante, mientras servía la cena sus pensamientos no tenían que ver con la tierra. Oía los crujidos de una silla de montar y la voz baja y calmosa de un hombre fuerte.
Y cuando se tumbó en la cama y subió las mantas hasta la barbilla, miró la oscuridad y recordó la pregunta de Johnny. «¿Va a volver ese hombre, mamá?»
Casi había concluido la mañana cuando Angie cogió los dos cubos y se encaminó al pozo. El sol estaba alto y sólo unos mechones de nubes algodonosas flotaban en el amplio cielo. Había trabajado sin descanso durante toda la mañana alrededor de la casa, dando de comer a los caballos y comprobando cuánta agua había detrás de la presa. No era tanta como había confiado, pero suficiente para regar unas cuantas veces. Había retirado el barro acumulado tras la compuerta construida por su padre, así que el agua manaría libremente cuando la abriera. En favor de la discreción, había renunciado a su idea de llevar los caballos a las colinas. No creía que los apaches fueran a molestarla, pero los caballos eran una tentación y no quería provocarlos.
Llenó el primer cubo, luego el segundo. No se oía nada, y estaba examinando las colinas cuando algo la hizo mirar a su espalda.
Un indio había salido de entre los árboles y, a lomos de un poni jadeante y de aspecto fiero, la miraba fijamente. Ella no había oído nada ni notado ningún movimiento.
Apareció otro y luego otro más. Y, procedentes de entre los árboles, se materializaron como por arte de magia, hasta conformar una docena.
Ella había visto pasar indios a caballo, de cuando en cuando los había visto en el arroyo, pero esa era la primera vez que veía a tantos y de tan cerca.
Eran hombres de altura media que parecían más bajos debido a la anchura de sus hombros y los pechos fornidos. La mayoría tenían rostros crueles, de labios finos, y todos eran fibrosos y de constitución fuerte, de piel oscura, ahora polvorienta, con el lacio cabello negro colgando hasta los hombros, sujeto por nada más que cintas en la frente.
Uno de ellos iba a lomos de una montura imponente y, por su apariencia, Angie supo que era el jefe. Su mirada pasó al apache alto y de mirada malvada que susurraba al anciano. De las crines del caballo del indio alto colgaban jirones sanguinolentos de piel y pelo. Cabelleras, y ninguna tenía más de un día.
Se sintió débil y mareada, pero se obligó a mantener la compostura. Pálida y asustada, consiguió hablar con voz firme al dirigirse al anciano.
—Tú eres Victorio.
—Yo soy al que llaman Victorio.
—Tus caballos han abrevado aquí.
Él no alteró la expresión de sus negros ojos. Su rostro podría estar tallado en caoba.
—Tú fuiste advertida.
—No puedo irme. Mi marido está fuera. Y esta es mi casa.
Victorio la miró y los indios aguardaron. Una brisa errática levantó el polvo del patio en un remolino y lo dispersó. Las ramas de los álamos susurraron.
—Este arroyo es apache.
—Los apaches viven en las montañas —contestó Angie—. No necesitan este arroyo. Yo tengo un hijo. Yo sí lo necesito.
—Pero cuando el apache venga aquí, ¿dónde beberá? Su garganta estará seca. Tú le privarás del agua.
—Hay agua más allá —dijo ella señalando las colinas—. Pero si el pueblo de Victorio viene en paz, puede beber aquí. ¿Cuándo se lo he negado?
La voz de Victorio estaba ensombrecida por la impaciencia, y, con una punzada de miedo, ella se dio cuenta de que la conversación había concluido.
—Hemos jurado que no quedarán blancos en territorio apache —se volvió hacia el indio alto—. ¡Silva!
Habló con rapidez en la lengua de los apaches y Angie vio la sonrisa fugaz en el rostro de Silva. Este se apeó del poni. Acarició las crines del palomino de Victorio y dijo algo, evidentemente comparando su color con el del cabello de Angie. A continuación desenfundó el cuchillo y avanzó hacia ella.
Angie no gritó. No debía. Al igual que tampoco debía permitirles notar su miedo. Permaneció erguida, con expresión de desprecio. Y entonces Johnny salió a la puerta.
Llevaba el Colt Walker. Sostenía la gran pistola alzada, apuntando a Silva.
Silva se detuvo, y uno de los indios soltó una risita. Incluso Silva sonrió ante la ridícula imagen del niño con un arma casi tan grande como él, y aparentemente decidido a emplearla.
Angie dio media vuelta y corrió en busca del rifle que estaba en el porche, pero un indio la atrapó por la espalda. Al mismo tiempo, Johnny disparó.
El arma apuntaba alto y la bala rozó la cabeza de Silva, derribándolo. Johnny, lanzado hacia atrás por el retroceso de la pistola, cayó también al suelo.
Zafándose del indio que la sujetaba, Angie corrió hacia Johnny. Silva yacía inconsciente.
Victorio continuaba montado en su poni, inexpresivo. Contempló al niño.
—Tú eres madre de un niño valiente —dijo despacio—. Es bueno que no tengas un hombre. Los dos criaríais un ejército de guerreros que lucharía contra mi pueblo.
—No deseo luchar contra tu pueblo —Angie habló con dignidad—. Tu pueblo tiene sus costumbres, yo tengo las mías. Yo vivo en paz cuando me dejan en paz. ¡No sabía —dijo con la barbilla alzada— que el gran Victorio hacía la guerra a las mujeres!
Victorio se apeó del caballo y desenfundó el cuchillo. Angie sujetó con fuerza a su hijo, deseando haber recogido la pistola del suelo, donde ya no le era útil. No había nada que hacer.
El indio se aproximó a ellos, más alto de lo que a ella le había parecido, un jefe de la cabeza a los pies. Los indios a su espalda permanecieron en silencio sobre las monturas.
Victorio tomó el pulgar del niño y le hizo un pequeño corte con la punta del cuchillo, a continuación hizo lo mismo con su pulgar. Presionó juntos los dos dedos, mezclando la sangre.
—Él es mi hermano de sangre. Yo le doy el nombre de Pequeño Guerrero, del poblado del Perro de la Luna de los apaches chiricahuas —miró a Angie con un asomo en la mirada de algo que podría ser amabilidad—. Tú cuidarás bien de él. Como madre de un guerrero chiricahua, puedes vivir aquí en paz.
Silva se puso en pie de un salto, lanzando miradas a su alrededor. Se llevó una mano a la cabeza. La retiró ensangrentada. Cuchillo en mano, arremetió, pero Victorio habló con aspereza. Enfurruñado, Silva regresó a trancos a su poni.
Angie seguía agarrando a Johnny. Victorio montó en el palomino.
—Sabía que eras un gran guerrero —dijo ella—. Deseo que algún día alguien se hermane con tus hijos.
El rostro de acero se tornó salvaje.
—Mis hijos han muerto… en una prisión del hombre blanco.
Partieron al galope. Tan sólo Silva miró atrás, y Angie supo interpretar aquella mirada. A partir de ese día sólo Victorio se interpondría entre ella y la vergüenza y la cólera de Silva. Y supo que la historia de la derrota de Silva se narraría en los poblados, y que su odio se templaría hasta volverse maléfico.
Cogió la pistola del suelo. Estaba cargada. Incluso no estando con ellos, Hondo Lane había sido la razón de que siguieran a salvo. Él la había avisado y ella había cargado el arma.