CINCO

Hondo Lane metió al grullo entre los sauces y dejó que el caballo hundiera el negro hocico en la corriente fría y cristalina.

Ya era de día pero el sol permanecía oculto por crecientes nubes de tormenta. La mañana era fría. No hacía viento.

Al cabo de sólo dos días después de salir del rancho de Angie Lowe ya había alcanzado la orilla del arroyo Little Dutch. A ese ritmo le llevaría otros cuatro días llegar al fuerte. Si conseguía llegar.

Dos veces durante el primer día se había cruzado con los rastros de pequeñas partidas de apaches. El día anterior, mientras daba un rodeo tratando de evitar encuentros, se había librado por los pelos de que lo divisaran en una colina herbosa.

Por suerte había dejado al grullo en un arroyo al otro lado de la elevación, así que se tendió en la hierba, inmóvil, y consiguió no ser visto.

Un trueno resonó como una lejana descarga de disparos. Los cúmulos se habían oscurecido. Hondo se tumbó junto al arroyo y bebió y llenó la cantimplora. Sam había cruzado la corriente y bebía en la otra orilla. Alzó de pronto la cabeza, con agua goteando del morro.

Hondo agarró al grullo por el hocico y le tapó las fosas nasales.

Dos mescaleros llegaron al riachuelo, uno a lomos de un caballo con la marca del ejército de los Estados Unidos. El otro vestía una chaqueta azul de teniente, polvorienta y con manchas oscuras.

Se detuvieron a menos de una docena de pies. Hondo deslizó el cuchillo Bowie fuera de la funda. Un revólver sería más certero, pero podía haber más indios cerca. Tomó una decisión rápidamente.

Los mescaleros se volvieron, rápidos como gatos, y arremetió contra ellos. El indio más cercano trató de defenderse con las manos desnudas del cuchillo… demasiado tarde. La hoja se hundió y Lane la retorció y volvió a sacarla. El mescalero le agarró la muñeca y arrastró a Lane al suelo, muriendo debajo de él.

Se sacudió para liberarse y Hondo rodó para quedar de espaldas y vio que el otro indio también había caído. Encaramado a él, estaba Sam, pura rabia desatada. El gran perro le había saltado encima y el sorprendido apache no había tenido ni la menor oportunidad contra noventa libras de furia torrencial y gruñidora.

Lane se puso en pie tambaleándose y posó una mano sobre el perro.

—Está bien, Sam.

Reticente, el perro se retiró. Tenía un largo corte sobre las costillas. Con las orejas erguidas, gruñendo todavía, caminó con las patas rígidas alrededor del indio moribundo, y a continuación, en respuesta a otra orden de Hondo, fue a meterse en el agua fría.

Lane retiró la brida y la manta al caballo con la marca del ejército y dejó todo suelto. La montura tenía en el flanco un rasguño sanguinolento de no más de un día.

El mescalero con la chaqueta de oficial llevaba algo más consigo. Hondo se lo sacó del bolsillo. El estandarte de la Compañía C, pisoteado, polvoriento y ensangrentado.

Se puso en marcha dejando atrás el abrigo de los árboles, con cautela. La hierba se agitaba levemente y el aire olía a humedad. Sam iba alejado, en un flanco, trotando con la cabeza alzada, a sabiendas del peligro.

Vio entonces los buitres. Volaban a escasa altura sobre una colina lejana. Puso al grullo al trote y, volviéndose en la silla, miró hacia atrás. Sólo se movía la alta hierba, nada más que las distantes colinas se perfilaban contra el cielo.

Respiró profundamente, disfrutando del aire fresco y limpio. Penetró en el largo valle por el que habían llegado los apaches.

Por lo menos ochenta guerreros, seguramente más. Davis se había visto superado en proporción de dos a uno. Frunció la frente. Los indios se habían acercado en fila, no como si se dirigieran a la batalla.

Lo primero que vio fue un poni muerto. Se detuvo para inspeccionar el terreno. Contó nueve más, volvió a avanzar y vio demasiados como para contarlos. Había sangre en la hierba, donde habían caído los hombres. Vio una mancha blanca. Un soldado de caballería, desnudo y mutilado.

Al entrar en las colinas vio casquillos. Allí habían estado apostados dos, tres hombres. Entonces supo cómo había sucedido. Una emboscada. No de los indios sino del teniente Davis y la Compañía C. Y habían golpeado duro a los apaches.

En la colina opuesta, adonde los apaches habían huido en busca de refugio, vio más caballos y manchas blancas.

En la cima de la colina se detuvo y oteó alrededor. Vio lo que quedaba de la Compañía C, los desnudos cuerpos de los muertos, caídos con sangre y gloria, como debían hacer los soldados. Algunos habían perdido la cabellera.

El teniente Davis había recibido tres disparos, dos le habían atravesado el cuerpo, un tercero en la cabeza para rematarlo. Su cuerpo no estaba mutilado. Tampoco el del fornido Clanahan, que yacía cerca de él.

Habían muerto juntos, el teniente y el alborotador.

Próxima a ellos había una botella de whisky rota. Hondo Lane lio un cigarrillo y fumó. Se imaginaba la escena… El teniente ofreciendo la botella al hombre al que tantas veces había enviado al calabozo por pelearse estando borracho, pero un hombre dispuesto a morir junto a un oficial al que respetaba.

Acabó rápido el cigarrillo. Aquel no era lugar para entretenerse. Aun así no se fue aún. Se detuvo a buscar a alguien que tenía que estar allí. Lo vio a unas treinta yardas.

El viejo Pete Britton había sido el último en caer. Era evidente por los casquillos que rodeaban su cuerpo. A pesar de que los apaches necesitaban armas, no se habían llevado los dos rifles que había usado. Su cuerpo no estaba mutilado. Eran muestras de respeto a un gran luchador.

A juzgar por las señales, el viejo debía de haber aguantado al menos una hora más que el resto. En su viejo y endurecido rostro había una lobuna expresión de mofa. Había derrotado a los miedos de la vejez: la soledad, la enfermedad y la pobreza.

Sólo cuando ya estaba sobre la silla vio algo blanco en un matojo de hierba de oso. Era una extensa carta, dirigida a la señora Martha Davis.

De regreso en el valle, averiguó el resto de la historia. La emboscada había funcionado, un golpe decisivo, si no una victoria concluyente. Y luego los mimbreños habían llegado por su espalda. Algo que Davis no se esperaba…

Brevemente, rastreó los alrededores, leyendo los últimos lúgubres detalles de la historia, claramente escritos. A continuación puso al grullo en dirección al valle a trote firme. Así que había empezado, y con una victoria aplastante por parte de los apaches. Si bien una victoria que les había costado cara. Los apaches cargaban con muertos y heridos; había manchas de sangre en la hierba y muchas señalaban el lugar donde había muerto un hombre.

Se rascó la mandíbula sin afeitar, mirando al oeste con gesto sombrío. Sentía el viento en la nuca, la hierba agitarse a su alrededor, y las crines del grullo hondeaban, y el viento trajo consigo unas gotas de lluvia gruesas y dispersas.

Con la lluvia golpeándole las marcadas mejillas, rebuscó su impermeable entre el atado de mantas. Cuando se lo hubo puesto, se mantuvo en terreno bajo, lejos de las colinas, donde caerían los rayos. Y entonces llegaron la lluvia y el viento de verdad. Primero un fuerte vendaval y a continuación el aguacero. Un trueno bramó en la lejanía y un rayo golpeó la cumbre a su derecha y le llegó olor a azufre y hierba achicharrada.

El grullo tironeaba, deseoso de correr, y le permitió hacerlo. La lluvia rugía y el viento tumbaba la hierba. En cuestión de minutos, un hilo de agua marrón corría por el fondo del valle, y la corriente creció rápido. Desplazó al caballo a un terreno unos pies más elevado y retomó el rumbo.

De repente un arroyo le cortó el paso. La arena ya estaba empapada y recorrida por hilos de agua. Dudó, oyendo el bramido del agua que descendía por el cauce, sabiendo que la pared líquida estaría allí en cuestión de segundos. Se la jugó.

Hizo al grullo descender el terraplén de la ribera y le fustigó las ancas. El animal, sorprendido, brincó debajo de él y, bufando de terror, se lanzó al galope tendido. Al llegar al centro del cauce Hondo vio la muralla líquida corriente arriba, crestada de grandes troncos. La arrolladora pared de agua marrón se abalanzaba sobre él colmando el cauce de lado a lado, y Hondo clavó las espuelas al grullo y el caballo arremetió dolorido y alcanzó la otra orilla. Los cascos resbalaron en la arcilla, se afianzaron y mediante dos fuertes empellones quedó a salvo del agua.

—Buen chico —Hondo palmeó el hombro del caballo—. Vamos a conseguirlo.

El caballo sacudió la cabeza impaciente y se pusieron en marcha. La lluvia caía sobre ellos como perdigones, el suelo herboso bajo sus pies se anegaba, ráfagas de viento les lanzaban el agua en cortinas, y grandes látigos luminosos azotaban las colinas oscuras. Las piedras resplandecían como gemas y el velo gris de la lluvia cancelaba las distancias no dejando más que el mundo líquido y rugiente a través del cual se movían, hombre y caballo, unidos ahora por el mutuo terror a la tormenta.

Una docena de veces tuvo que desviarse para evitar torrentes de agua espumosa que discurrían por cauces antes secos. Vio un álamo de grandes dimensiones desarraigado y tendido en el suelo. Vio hierba alta aplastada y el granizo los azotó y luego cesó.

No se detuvo porque no había lugar para detenerse. Siguió adelante, aturdido por la furia desatada de los elementos, pensando en la casa del valle y preguntándose cómo estaría Angie. Debería tener un hombre. No era bueno para una mujer vivir sola. Ni para un hombre.

Y el niño… El muchacho necesitaba un padre.

Desde un punto bajo entre colinas captó un atisbo de algo, y sacudió las riendas para acercarse. Era un tejado chato, un refugio con fachada de piedra, en parte excavado en el costado de una colina. Apeándose del caballo, abrió la puerta. El sitio era espacioso y seco.

Fue trabajoso meter dentro al caballo pero lo consiguió. Al fondo había un palenque y un pesebre. Se desprendió del impermeable y cogió leña de una pila de raíces de mezquite e hizo fuego en el tosco hogar. Quedaba un poco de grano del que se había llevado de casa de Angie, y colgó al caballo un saco de comida, tras lo que lo cepilló para secarlo todo lo posible.

Las llamas crecieron y la estancia empezó a caldearse. Hondo echó la tranca a la puerta y preparó algo de comer, luego se tumbó sobre las tablas del camastro y dormitó. El resplandor de las llamas ondulaba sobre su rostro, la lluvia rugía y azotaba el tejado.

¿Qué clase de hombre dejaría a una mujer como aquella en territorio apache? Ahora tenía los ojos abiertos y estaba enfadado, pensando en ello. Era toda una mujer. Y una persona… una persona como Dios manda.

En algún punto del hilo de sus pensamientos se quedó dormido, y mientras dormía la lluvia continuó rugiendo, los rastros se borraron y los cuerpos de los silenciosos hombres de la Compañía C recibían la lluvia con los ojos abiertos y el viento con el pecho desnudo, pero la sangre y el polvo habían sido limpiados, y los rasgos austeros del teniente Davis contemplaban el cielo, donde jugueteaban los rayos y la tormenta liberaba su furia. El teniente Creyton C. Davis, graduado de West Point, veterano de la Guerra Civil y las Guerras Indias, favorito en los salones de baile de Richmond, héroe de un romance en Washington, muerto entre la alta hierba de una colina solitaria, al oeste de todo.

El fuego se retrajo y parpadeó al quedarse sin combustible, y con el frescor del anochecer Hondo Lane abrió los ojos, miró el techo y se puso en pie.

Había cesado la lluvia. No hacía viento. En el exterior todo estaba en silencio. Abrió la puerta y salió. Nubes rotas flotaban encima de él, y a lo lejos, en el oeste, la tormenta se revolvía y bramaba como un sargento borracho en sueños.

Lane sacó al caballo y tensó la cincha, montó y puso rumbo al oeste, siguiendo la tormenta.

Y las nubes estaban coronadas de fuego. Destellos carmesíes recorrieron el cielo y aparecieron las estrellas. Hacía frío e imperaba la serenidad.

Las millas fueron quedando atrás. En la distancia surgió un leve rastro de humo, luego asomaron los muros del pueblo, lavados por la tormenta, y el patio de armas oscurecido por la lluvia, el almacén del proveedor y el cuartel del ejército al oeste del Río Grande.

Hondo Lane se bajó el ala del sombrero e hizo que el grullo bajara la pendiente. Al menos, pensaba, el fuerte seguía allí.

Pero tras sus pensamientos se albergaba el recuerdo de una mujer de expresión plácida y de un niño, de una casa a la vera de un arroyo, y de una mujer que se movía por la vivienda mientras él dormía. Se revolvió incómodo en la silla y juró al caballo zanjar esos recuerdos y los sentimientos que le despertaban.