Ningún hombre conoce la hora de su muerte, ni puede escoger el lugar y el modo de su final. Sólo se le concede morir con orgullo, correctamente, y es esa, de hecho, la medida definitiva de un hombre.
Los cuarenta y siete integrantes de la Compañía C cabalgaban a sabiendas de la posibilidad de la muerte, pues no había reclutas en las dos filas paralelas. Todos eran luchadores curtidos, familiarizados con el desierto, que conocían bien el carácter y las habilidades del enemigo.
La misión asignada a la Compañía C era peinar la cuenca para advertir, y si era posible escoltar al fuerte, a todos los ganaderos, mineros, tramperos y pioneros que habitaban la zona y no estaban al tanto del inminente estallido de las hostilidades. El oficial al mando era el teniente Creyton C. Davis.
A los treinta y dos años, Creyton Davis era un veterano. Graduado de West Point a tiempo de servir durante el último año de la guerra entre Estados, al concluir el conflicto fue transferido al oeste a tiempo de cabalgar con Carpenter para prestar auxilio a Forsyth en Beecher Island. Luego estuvo presente en la destrucción de los poblados de Bisonte Alto en el 69.
En los cinco años posteriores había prestado servicio en el desierto, destacado en una serie de puestos militares inhóspitos, lijados por el viento y recocidos por el sol, desde donde había luchado contra los apaches, los más salvajes y arrojados expertos en guerra de guerrillas.
Achicando los ojos contra el resplandor del sol, trató de ver más allá de las ondas de calor. Al otro lado se encontraban las montañas, y ante ellas, entre las ondulaciones líquidas, asomaban los puntiagudos tallos de los saguaros, esos extraños signos de exclamación del desierto.
Ningún sonido perturbaba la tarde en declive, salvo el crujido del cuero de las sillas, el roce de los avíos, el tintineo de las herraduras contra las piedras, y tales sonidos iban siempre con ellos.
El sudor le abría regueros entre el polvo que le cubría el rostro, y la sal le había dejado el uniforme rígido y gris. El cuello le picaba por el calor y el polvo, y tenía las partes expuestas del cuerpo en carne viva debido al sol. En ningún lugar de aquella vasta extensión se apreciaba movimiento alguno. Aun así, los apaches estaban allí, en alguna parte.
Cuando vio al jinete solitario, inmóvil, con la colina como telón de fondo, a punto estuvo de tirar de las riendas.
Cotton Lyndon era un hombre de complexión cuadrada, de cuarenta años, con el rostro tan veteado y arrugado por los años en el desierto que parecía dos décadas más viejo. El apodo le venía de su pelo, que una vez fue rubio como el maíz y era ahora de un blanco impecable, su único motivo de vanidad.
Situó su caballo junto al del teniente. Señaló en la dirección en que se dirigían.
—Hay agua allí.
—¿Qué opina?
—Están por los alrededores. No sé dónde.
—¿Ha visto rastro de Lane?
—No. Y no sabremos de él hasta que él quiera.
—El general lo está esperando. Van con retraso.
Lyndon inclinó el sombrero para cubrirse mejor del sol.
—Lo conseguirá —hubo una ligera variación en su voz—. Espero que usted y yo lo consigamos también.
Davis lo miró frunciendo la vista. Viniendo de Lyndon, había sonado ominoso. Davis conocía lo bastante a aquellos hombres para apreciar que a menudo sabían cosas sin ser capaces de explicar cómo las sabían. Era, suponía él, resultado de una percepción subconsciente.
Como si respondiera a sus pensamientos, Lyndon añadió:
—Es Victorio quien ronda por ahí.
Davis dejó avanzar a su caballo una docena más de pasos y se volvió en la silla.
—¿Sargento Breen? Hay agua delante de nosotros. Vamos a acampar.
Involuntariamente, Breen echó un vistazo al sol. Les quedaban por delante dos buenas horas de luz, y Davis no era hombre al que le gustara malgastar el tiempo.
—Puede que no encontremos más agua y quiero a los hombres descansados —dijo Davis—. Mañana nos espera un día duro.
El emplazamiento le satisfizo de inmediato. Una corriente de agua, escuálida, cristalina y fría, partía de un manantial a unas cincuenta yardas. Este lo formaba el agua que se filtraba por una docena de grietas en la roca.
El lugar escogido para acampar estaba en una hondonada al pie de una protectora pared de piedra, y a unas veinte yardas el terreno formaba una ladera que sería una perfecta línea de fuego. El campamento quedaba oculto desde la llanura por un caballete de rocas volcánicas a unos cientos de yardas de distancia.
Fue un alivio inesperado después de tantas horas sobre la silla, y los hombres se instalaron con rapidez, reuniendo a los caballos en un cercado y organizando las guardias. El viejo Pete Britton, incorporado recientemente como explorador, subió a lo alto del farallón para otear el terreno. Hubo poca charla, los hombres se asearon en el arroyo, llenaron las cantimploras y aprovecharon el descanso regalado.
El sol declinaba, las sombras se propagaron desde el acantilado y un humo tenue se elevaba de las escasas hogueras. El teniente Davis recorrió la cresta de la colina y sirviéndose de su catalejo inspeccionó el caballete volcánico y a continuación la planicie. No vio nada.
Ahora era él quien tenía el presentimiento. A pesar de todo, albergaba una sólida confianza. Si tenía que enfrentar problemas serios, no podría hacerlo en compañía de mejores hombres. El sargento Breen tenía un historial de veinte años y había estado en el suroeste cuando Mangus Colorado estaba en activo, y también Cochise. Después prestó servicio en Bull Run, Shiloh y en los territorios salvajes.
El cabo Owen Patton había cabalgado con Nathan Bedford Forest y llegado a teniente. Era un joven alto y delgado con un cabello rubio y ondulado que se peinaba hacia atrás. Era el mejor tirador de la compañía y uno de los jinetes más diestros. O’Brien había sido comerciante antes de alistarse, veterano de numerosas batallas con los indios. Silvers y Shoemaker habían sido cazadores de búfalos.
La luz tenue y brumosa del anochecer se extendía sobre el desierto, y las nubes estaban manchadas por el rosa del sol poniente. Davis se detuvo junto al arroyo, bebió de la fría corriente y regresó a su petate, al lado del acantilado. Se desprendió del sombrero de campaña, tomó asiento y extrajo los útiles de escritura de sus alforjas.
Lyndon abrió los ojos y lo miró. Era la primera vez que veía a Davis escribir estando de patrulla. El sargento Breen también se percató de ello y cruzó una mirada fugaz con Lyndon. Ningún correo sería enviado de regreso. La compañía estaría de vuelta al cabo de dos días… si volvía.
Breen pasó revista a los guardias y les advirtió que estuvieran atentos, tras lo que volvió al campamento. Lyndon estaba encendiendo la pipa.
—Demasiado tranquilo ahí fuera —dijo Lyndon—. Me gustaría que Pete ya estuviera de vuelta.
—Ahí lo tienes.
Pete Britton tenía cincuenta años, todos ellos vividos duramente, cuarenta en territorio indio. No se detuvo, ni miró hacia Lyndon y Breen, sino que siguió hasta donde estaba sentado Davis.
Este alzó la vista.
—¿Sí?
—Es inútil ir adonde los MacLaughlin.
Davis se sintió enfermo y vacío. Le gustaban los MacLaughlin, se había sentado a su mesa más de una docena de veces. Tres hombres robustos y dos mujeres, cuatro niños.
—¿Está seguro?
La irritación de Pete Britton quedó patente en el tono de la respuesta.
—¿Seguro? Estoy seguro del todo —señaló con la cabeza hacia el norte—. Humo. Demasiado para un pequeño fuego. El establo y la casa, muy probablemente, en algún momento de esta tarde.
El teniente Creyton C. Davis permaneció inmóvil; su entrenamiento de oficial se impuso a todo lo demás. Si ordenaba que se pusieran en movimiento, podían encontrar a uno o dos todavía con vida. Podría rescatarlos. Por otro lado, marcharía en la oscuridad con hombres fatigados, contra un enemigo cruel e implacable que sabría que iban hacia ellos. Y si los indios ya habían partido, ellos no podrían seguir su rastro hasta que se hiciera de día.
Si daba la orden de ponerse en marcha y perdía a algún hombre, le pedirían explicaciones. Si no la daba y todavía quedaba alguien de la familia a quien se pudiera salvar, se las pedirían igualmente. Continuó sin moverse, luego dijo:
—Gracias, Pete. ¿Algo más que pueda decirme?
Pete Britton meneó la cabeza.
—Cuando amanezca, puede.
El viejo se alejó para reunirse con Breen y Lyndon, que habían estado escuchando. Britton señaló con la cabeza hacia el teniente.
—No es estúpido. Me temía que nos hiciera ir tras ellos a oscuras.
Breen extendió su petate y se quitó las botas. Permaneció sentado un minuto, contemplando las primeras y débiles estrellas, y se tapó con las mantas. Cuando finalmente se durmió, oía todavía el rascar de la pluma del teniente.
La primera luz del alba encontró a Davis en pie, con una taza de café en la mano. Miró alrededor buscando a Britton.
—Ha salido antes del amanecer —dijo Lyndon.
Sacaron a los caballos del cercado, los ensillaron y montaron, y la compañía se puso en marcha. El polvo se levantaba a su paso, el sol arrancaba destellos a los rifles. Davis hizo que su caballo siguiera el rastro que conducía a la casa de los MacLaughlin.
No tenía dudas sobre lo que Britton le había dicho, pero era su deber comprobarlo, y enterrar los cuerpos si los encontraban. No era una tarea agradable, pensaba, para acometerla de buena mañana.
Cotton Lyndon avisó levantando una mano y se alejó hacia el flanco y remontó la ladera. Davis lo observó, frunciendo un poco el ceño, luego se volvió en la silla.
—¿Sargento?
—¿Sí, señor?
—Vamos a tener problemas. No se de dónde vendrán ni cuándo. Haga que corra la voz. Nada de cabezadas en la silla, nada de distracciones. Quiero a todos alerta. Esta no es una patrulla de rutina.
Breen retrocedió en la formación y Davis volvió a mirar hacia donde estaba Lyndon. Este avanzaba con calma, manteniendo a su montura en la cresta, de manera que él pudiera mirar al otro lado asomando nada más que el sombrero y los ojos.
Crecía la nube de polvo, el sol calentaba cada vez más. A través de una abertura entre los árboles, Davis vio un atisbo de verde vivo. Los álamos de Virginia del rancho MacLaughlin.
Cuando pasaron de la quebrada al amplio valle, todo estaba tranquilo bajo el sol matutino. Donde se había alzado el rancho vieron ruinas ennegrecidas y una columna de humo que se elevaba perezosa. Davis apretó los labios. Recorrió el valle con la mirada.
—¿Sargento?
Cuando Breen llegó a su altura, Davis dijo con rapidez:
—Quiero un perímetro de defensa de inmediato. Seleccione un grupo que se encargue de las tumbas. Habrá cuerpos allí. Que el cabo Patton escoja a seis hombres e inspeccione aquellos árboles.
—¿Cree que siguen aquí, señor? —Breen estaba dudoso—. No es su estilo, señor.
—Son apaches, Breen.
—Sí, señor. Por supuesto, señor.
Breen retrocedió. El teniente tenía razón, por supuesto. No se podía predecir lo que haría un apache, salvo que sería lo menos esperado. Breen había oído de Davis que era demasiado precavido. Con los apaches no se podía ser demasiado precavido.
La compañía entró en el patio del rancho y se detuvo. Allí estaban los cuerpos. Tras un rápido vistazo, el teniente Davis apartó la mirada. MacLaughlin, sus dos hijos, las mujeres. Todos muertos. Eso era mejor que ser hechos prisioneros, salvo, quizá, para los niños. Los apaches, guerreros despiadados, eran amables con los niños, a los que a menudo adoptaban en sus tribus y criaban con cariño. Con las mujeres era distinto.
Miró alrededor. Patton se dirigía con seis hombres al pequeño soto, el grupo encargado de las tumbas ya se había puesto a trabajar y el perímetro defensivo estaba en posición. Volvió a mirar alrededor. No había señal de Lyndon.
Nervioso, fue al extremo del patio y escrutó las colinas. Ningún jinete, ningún rastro de polvo.
Breen se acercó, sombrero en mano, enjugándose la cara.
—Un trabajo desagradable, señor. Se ensañaron con ellos.
—¿Cuántos cree usted?
—Puede que una docena. No más de veinte —Breen se puso el sombrero—. No había nada que pudiéramos hacer, señor. Fue antes de lo que Britton pensaba. Ayer por la mañana, diría yo —señaló el corral—. Los caballos no comieron todo el heno que tenían servido.
Davis asintió. Eso coincidía con lo que él había observado. Los indios debían de haber estado esperando al amanecer, tendidos perfectamente inmóviles, probablemente repartidos alrededor del rancho.
MacLaughlin había muerto en el corral, alcanzado por tres flechas. Jim MacLaughlin, el mayor de los chicos, evidentemente había recibido algún aviso, porque había corrido a la puerta pistola en mano. Había una mancha de sangre en el establo, que podía significar un apache muerto o herido. Y Alex MacLaughlin yacía en el suelo con un cubo caído al lado.
—Debía de volver del arroyo —dijo el sargento Breen—. Vio algo y gritó. Entonces lo alcanzaron. Jim corrió a la puerta y abrió fuego. Una de las mujeres tiene las manos ennegrecidas, como si hubiera estado disparando ese viejo rifle de carga frontal.
Davis tensó los labios. El cabo Patton se detuvo ante él y le dedicó un breve saludo marcial.
—El bosquecillo está limpio, señor. Hemos encontrado el sitio donde varios apaches pasaron la noche. Parece como si hubieran estado allí bastante tiempo.
El grupo de las tumbas se encontraba de regreso, con las caras grises y asqueadas.
—Muy bien, sargento. Monten.
Ya estaban sobre las sillas y en marcha cuando vieron al jinete. Un caballo descendía hacia ellos en una carrera alocada y a su espalda se bamboleaba un hombre. Cotton Lyndon.
Pero un Cotton Lyndon al que nunca antes habían visto. La mata de pelo blanco de la que tan orgulloso se sentía estaba manchada de sangre. Le habían arrancado tiras de piel. La sangre chorreaba de las heridas y manchaba los flancos del poni resollante al que iba atado.
Patton se adelantó al galope y detuvo al caballo y los demás se congregaron alrededor del hombre agonizante. Por un momento, mientras lo bajaban al suelo, la mirada de Lyndon cayó sobre Davis.
—Victorio… Debe de haber unos… setenta hombres —Lyndon aferró a Davis por una manga—. ¡Váyase! ¡Váyase, Davis, mientras todavía pueda! —se quedó sin aliento pero continuó agarrado a la manga como una presa agónica—. ¡Le están siguiendo! Mescaleros, mimbreños, chiricahuas y tontos… ¡todos juntos! ¡Y hay más en camino! Vuelva al… fuerte.
El cuerpo del explorador se desplomó en la hierba. El teniente Davis se irguió.
—Sargento, entiérrenlo aquí mismo.
Volvió a montar. No había señal de Pete Britton. No había señales de indios. Y no había encontrado a Hondo Lane.
Lane andaba allá fuera, en alguna parte, y sus despachos eran importantes. Pensó en qué hacer a continuación, teniendo presentes las casas que había más lejos. La decisión era suya, y podía suponer la vida o la muerte para los pobres desgraciados que seguían en sus ranchos o campamentos, inadvertidos. También podía significar el fin de sus hombres.
Los miró inexpresivo. Conocía a cada hombre de la compañía. Estaba al tanto de sus problemas, cargas y aflicciones. Clanahan, que bebía demasiado. Nabors, de trato hosco, y Sandoval, que tenía una cicatriz de cuchillo hecha por una señorita[1] en Tucson.
Se adentraron cada vez más en el desierto a medida que transcurría la mañana. El teniente Crayton C. Davis cabalgaba ahora junto a un estandarte. Elevó la mirada a las colinas y pensó en Victorio.
Taimado como un lobo, el viejo jefe era un luchador fiero y vengativo. Lo hecho a Lyndon era una advertencia de lo que les esperaba a los demás, si los atrapaba con vida. ¿Y cómo había cogido a Lyndon con vida? ¿A Cotton Lyndon, tan buen conocedor de las tretas de los apaches? ¿Y dónde estaba el viejo Pete?
La compañía iba ahora al trote y rodeó un grupo de colinas bajas. Encontraron otro rancho calcinado y dieron sepultura a los muertos. Davis dudó, pero tomó una decisión.
—Sargento, que los hombres rellenen aquí las cantimploras. Vamos al sur, hacia Mescal Springs. Cuando lleguemos a terreno abierto desmontaremos y llevaremos a los caballos de las riendas.
—¿Desmontar?
—Sí, sargento —Davis titubeó, y luego dijo convencido—: Emprendemos el regreso, sargento. Estos ranchos dejan claro lo que encontraremos más adelante. No tiene sentido continuar. Si allí queda alguien vivo, es que sabe más de los indios que nosotros —hizo una pausa—. Desmontaremos en terreno abierto, donde no puedan emboscarnos. Así descansarán los caballos. Acamparemos temprano, igual que anoche. Cuando los hombres hayan descansado, volveremos a montar y proseguiremos despacio. No me gusta dar la espalda a una buena pelea, pero si las tribus están en pie de guerra, hay que informar al general.
»Más aún —añadió sonriendo—, podemos tener ocasión de atrapar al viejo en persona. Anda a la espera de algo, puede apostar por ello. De más guerreros, posiblemente. Creo que planea sorprendernos en terreno complicado, donde nos pueda tender una emboscada. Si cree que vamos a pasar al sur de Mescal, seguramente aguardará. No hay mejor emplazamiento para una emboscada.
Breen asintió, a la espera. El teniente Davis siempre le hacía partícipe de lo que pensaba. No era intransigente a la hora de aplicar las ordenanzas, y opinaba que, si sus hombres estaban al tanto de lo que les esperaba, harían cuanto fuera posible para hacerle frente.
—En cuanto descubra que hemos dado media vuelta, tendremos pelea.
—¿El teniente espera capturarlo?
Davis dudó.
—Si podemos, sargento. Si podemos.
La llanura se abrió ante ellos y, una vez que se hubieron adentrado en la misma, el teniente frenó la columna e hizo desmontar a los hombres para ahorrar esfuerzo a los caballos. Se dirigían hacia parajes escabrosos; al día siguiente, cada milla de terreno podría albergar una trampa. ¿Esperaría Victorio? ¿O atacaría a la primera oportunidad?
Victorio podía estar aguardando un contingente de apaches de otra tribu. Una batalla exitosa y un botín abundante harían mucho por cimentar la lealtad de sus aliados. Nadie lo sabía mejor que Victorio.
Caminaban despacio. Hacía mucho calor. Se levantaba el polvo. Un correcaminos pasó disparado ante ellos, un borrón pardo contra el fondo del desierto. Una serpiente de cascabel siseó debajo de una mata de mezquite. Siguieron adelante.
Una milla, tres. Las colinas estaban más cerca. Ni rastro de Pete Britton.
El teniente hizo montar a la columna y avanzar al paso, y llegaron a Mescal Springs a las cuatro de la tarde. Protegidos por una guardia doble, se tendieron a descansar.
El sol cayó tras las colinas, largas sombras se extendieron, las matas de mezquite se transformaron en grumos de oscuridad contra el gris del desierto. Los caballos estaban almohazados y habían bebido. Encendieron unas pocas hogueras, prepararon café.
Sentado contra un peñasco, el teniente Davis esperaba. Era un joven esbelto con el rostro oscurecido por el sol del desierto, un rostro agradable, ahora sereno e inexpresivo.
Hizo una seña a Breen y a Patton. Se acercaron y se arrodillaron junto a él.
—Nos pondremos en marcha a medianoche —les dijo—, manteniéndonos al abrigo de la ladera, por la arena. Si encontramos un camino adecuado, al cabo de una milla montaremos y seguiremos al trote.
Cuando se retiraron, extendió sus mantas. No iba a dormir, lo sabía. Pero podía descansar un poco…
Una mano lo sacudía. Era Breen.
—Es la hora, teniente. Medianoche.
Davis se irguió asombrado. Había dormido cuatro horas. Se puso en pie a toda prisa, se estiró el uniforme, comprobó su arma. Su caballo estaba ensillado y aguardaba por él.
Imperaban la oscuridad y el silencio. Situándose a la cabeza, inició la marcha. La ladera era de arena suave, sin piedras, como la mayor parte del fondo del valle. La pequeña columna avanzaba sin ruido.
Caminaron por espacio de diez minutos. El cabo Patton se adelantó desde la cola de la columna.
—Parece tranquilo, señor.
—Muy bien —se volvió en la silla—. Sargento, haga correr la voz. Montamos. Al paso durante otros diez minutos.
Tras ese tiempo puso la columna al trote. Conteniendo el ritmo, continuaron recorriendo el valle. Si había logrado eludir a los indios, hasta la mañana no habría peligro de que los siguieran. Eso les daría una buena ventaja. Pensaba por adelantado, visualizando el terreno, y conocía bien el paraje.
No era buen lugar para una emboscada, no era lo que deseaba Victorio. Aunque había un sitio entre unas colinas bajas… Siguió adelante, en dirección al fuerte, si bien ya tenía un plan. Era una oportunidad de atrapar a Victorio y no pensaba dejarla correr. La derrota del jefe de guerra apache podía poner fin al levantamiento. Sin duda resolvería durante un tiempo el problema. Hasta que eligieran a otro jefe.
Sostuvo los caballos al trote durante una hora, tras lo que los puso al paso. Durante toda la noche se movieron en silencio, haciendo nada más que dos descansos breves. Al amanecer el terreno se desplegó más llano; para el mediodía podrían estar a menos de cuarenta millas del puesto.
De pronto vio las colinas. Sería allí… Detuvo la columna e impartió las órdenes con premura. Una vez en el sitio, le pareció todavía mejor de lo que recordaba.
El valle que habían venido recorriendo había quedado atrás, dejando paso a un paraje de suaves elevaciones. Dos colinas bajas se alzaban a los lados de una pradera, avanzó por esta y luego se desvió a la derecha y ocultó a los caballos en una quebrada. En la ladera de la colina opuesta había huecos perfectos para esconderse.
—Cabo —dijo Davis mirando a Patton—, coja a Silvers y a Shoemaker y vayan a esa otra colina. Cuando el enemigo se haya adentrado bien en la pradera, abran fuego contra ellos. Quiero tres indios abatidos con los tres primeros disparos. Luego hagan otra descarga, monten, y vuelvan aquí dando un rodeo. ¿Entendido?
—Sí, señor —Patton dudó—. ¿Estará usted aquí, señor?
Davis asintió.
—Cuando ustedes abran fuego, creo que correrán hacia esta colina en busca de refugio.
—Sí, señor.
Se hizo el silencio, el escaso polvo levantado se posaba a su alrededor. El sol ganó altura, la tierra desprendía un olor suave. Zumbaban unas pocas moscas. Una hora transcurrió lentamente. Los hombres bebían de las cantimploras. Aguardaron.
Clanahan fue el primero en verlos. Davis sintió que se le tensaba la piel del cráneo. Habían recibido refuerzos. Eran más de setenta. Noventa o más.
No había problema.
No parecían temer nada, desconocían lo que les aguardaba. Penetraron a ritmo sostenido en la pradera. Dos indios iban adelantados, y de súbito uno tiró de las riendas. Davis supo al instante que había visto la hierba doblada por donde habían pasado los caballos. El indio dio media vuelta a su poni y lanzó un grito agudo.
Del otro lado de la pradera llegó crujido de disparos. El indio cayó del poni al galope y rodó por la hierba. Cayeron otros dos, el segundo guerrero destacado y un hombre de la columna.
Funcionó a la perfección. De inmediato, los indios rompieron a correr en busca de cobijo, directos hacia la colina detrás de la que se ocultaban Davis y la compañía.
Corrían desbocados y Davis los dejó acercarse. Cuando estaban a distancia suficiente para disparar a quemarropa, abrió fuego. Una descarga cerrada golpeó a los indios al galope y los que iban en cabeza cayeron en un amasijo de gritos, caballos heridos y hombres aullantes. Disparando metódicamente, la Compañía C hizo llover plomo sobre la masa de cuerpos. Y un momento después los indios huían a la carrera.
Unos disparos aislados, después silencio. El cabo Patton se acercó corriendo jadeante y se tendió a cubierto. Saludó brevemente.
—Silvers ha muerto, señor. Se enzarzó con un apache y los dos están muertos, señor.
—Gracias, cabo. Prepárese. Van a volver.
Hubo disparos esporádicos y Davis examinó la pradera y la ladera. La emboscada había acabado con diecisiete indios y la mitad de caballos. También había habido heridos, que se habían llevado con ellos.
Estudió la llanura herbosa por donde habían desaparecido los indios. Se produjo un pequeño movimiento en la hierba. Disparó a aquel punto y vio a un indio erguirse y desplomarse.
Analizó la situación. No conseguirían nada más quedándose allí, disparando desde tan lejos. Al menos habían dado una lección a Victorio.
—¿Sargento?
—¿Sí, señor?
—Traiga los caballos. Nos vamos.
Clanahan gritó:
—¡Teniente! ¡Mire!
Davis se volvió y vio al jinete. En un primer instante pensó que era un apache, pero seguidamente se dio cuenta de que un indio nunca cabalgaría así. Iba encorvado, pegado a la espalda del caballo, azuzando al animal, y este llevaba estribos y hubo un reflejo de sol sobre cuero pulido; el teniente reconoció el caballo.
El jinete cabalgaba todo lo rápido que podía y no se detuvo hasta encontrarse dentro del círculo de soldados. Entonces frenó bruscamente, haciendo alzar la cabeza a su montura y se deslizó al suelo. Era Pete Britton.
Su viejo y endurecido rostro estaba gris y había sangre en su camisa.
—Teniente —dijo con voz serena—, tiene usted a más de cien mimbreños acercándose por detrás.
El teniente Creyton C. Davis se quedó paralizado. Tenía el sombrero en la mano y sintió que el viento le revolvía el pelo.
—¿Qué posibilidades tenemos de alcanzar el fuerte, Pete?
—Ninguna en absoluto —Pete Britton vaciló, tras lo que dijo con calma—: Atrapé a un indio. No era tan bravo como él pensaba y acabó hablando. Dijo que cuarenta mescaleros salieron anoche de la reserva. También hay más mimbreños en camino. Está usted atrapado, teniente. Mi impresión es que sólo sabemos una parte. Creo que hay media nación apache entre nosotros y el fuerte.
—¿Podría pasar un hombre?
—Quizás.
—Quiero enviar un mensaje.
El viejo Pete escupió al suelo y sonrió.
—Teniente, búsquese a otro. Estoy herido. No puedo seguir cabalgando. De todas formas, corté unas cuantas cabelleras apaches en mis tiempos. Ahora les daré la oportunidad de hacerse con la mía.
Davis se puso el sombrero.
—Muy bien, Pete. Me alegro de contar aquí con usted.
—Pronto sabrán dónde estamos —dijo Pete secamente—. En cualquier caso, últimamente ha empezado a atacarme el reúma. Creo que prefiero terminar así.
El teniente Davis se dirigió a Breen.
—Sargento, que los chicos caven hoyos y se apuesten en ellos. Vamos a esperarlos.
El viento agitaba la hierba. El sudor le corría por la cara. Agitó su cantimplora. Tenía algo más de la mitad. Se trasladaron al cerco de colinas que rodeaba la pequeña hondonada donde estaban los caballos.
Había una nube de polvo al sur, y otra más lejos, al este. Se enjugó la frente y aguardó. Sacó del bolsillo la carta para su mujer y la dejó sobre un matojo de hierba de oso.
Tomó asiento y encendió un cigarrillo. Clanahan estaba acuclillado y sonreía a su teniente.
—Me gustaría tomar un trago —dijo—. A riesgo de acabar en el calabozo.
Davis buscó en sus alforjas. Sacó una botella plana y se la lanzó al fornido irlandés.
Clanahan sonrió y la atrapó con una de sus grandes manos. El corcho emitió un grato sonido al salir. Echó atrás la cabeza y bebió.
No había más sonido que el del viento, ni más movimiento que el de la hierba al mecerse.