TRES

Se pasó la mano por el pelo, miró alrededor y se acercó a la puerta cuando lo oyó detenerse al otro lado. Hubo un breve silencio, después él llamó a la puerta, una sola vez.

Angie tendió la mano hacia el tirador y la apartó con rapidez.

—¿Qué desea?

—He dado de comer a sus caballos.

—Gracias.

—Dormiré en cualquier sitio y me iré por la mañana.

Ella lo oyó alejarse. Vaciló un momento y abrió la puerta. Él se detuvo y se volvió hacia ella, iluminado por la luz que salía de la casa.

—No puede dormir fuera. Se está levantando el viento. Le prepararé un jergón en el rincón.

Hondo se acomodó la silla de montar un poco más arriba en la cadera y la siguió adentro. Sam fue tras él, sigiloso, y tomó asiento junto a la puerta, escrutando la habitación con ojos relucientes e interesados.

Angie aumentó la fuerza de la lámpara de queroseno y Hondo abarcó la estancia con una mirada. La cama de ella y la de Johnny estaban en una pequeña alcoba, separada por una manta india tendida a modo de cortina. Se desprendió del sombrero y lo colgó de un gancho, luego dejó la silla de montar en una esquina donde no entorpeciera el paso.

Ella sacó mantas de un viejo baúl y las llevó a un rincón. Le señaló una piel de búfalo y él la extendió en el suelo, luego ella la cubrió con las mantas. Quiso darle una almohada pero él negó con la cabeza.

—Nunca uso almohada. Como mucho, a veces mi silla. Son muy blandas. Un hombre no oye bien con una almohada tapándole las orejas.

—Pero usted estará dormido.

—Sí, señora, pero tengo el sueño ligero. En este territorio más te vale tenerlo así.

Ella estiró las mantas con una serie de movimientos rápidos, femeninos y por completo innecesarios, tras lo que se irguió. Sin mirarlo, explicó:

—No sería civilizado dejar que alguien durmiera a la intemperie. Y después de todo, somos gente civilizada, ¿no?

—Por lo que a usted se refiere, por supuesto. En cuanto a mí… —lo consideró un momento y asintió—. Supongo que se me puede llamar así.

—Tengo que preparar unos rebozados para mañana. Espero que no le moleste el ruido.

—No lo hará —se sentó en el jergón y se quitó las botas—. Buenas noches, señora Lowe.

Sacó la pistola de la cartuchera y con el arma en la mano se tumbó en el jergón y se tapó con una manta. Casi al instante su respiración se tornó serena y regular. Angie lo miró y vio que ya dormía.

Debía de estar muy cansado. ¿Cuánto había caminado esa mañana? Había perdido su caballo poco después del amanecer, y el de ayer había sido un día largo y muy caluroso. Se movía poco en sueños, y ella trabajó apenas consciente de su presencia. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que hubo un hombre en casa; volver a tener uno era consolador.

Mientras preparaba los rebozados sus pensamientos volvieron a Ed. ¿Dónde estaba? ¿Lo habían matado los apaches? No, sencillamente, se había ido, y podía no volver nunca. Tampoco es que ella deseara que volviera, porque en los meses previos a su partida se habían ido distanciando cada vez más, y él trabajaba cada vez menos. La mayor parte del tiempo estaba fuera de casa, iba al pueblo con alguna excusa.

Él jugaba, ella estaba segura, y sólo volvía a casa cuando lo había perdido todo. Lo que había parecido amor, se daba cuenta ella ahora, no había sido más que el resultado natural de la cercanía. No fue una coincidencia tan asombrosa como Hondo había planteado, pues no había más chicas por los alrededores y apenas hombres. Después de convivir, el paso lógico fue hablar de matrimonio. Y Ed Lowe se había llevado bien con el padre de ella.

De hecho, él acostumbraba a llevarse bien con la gente cuando eso le reportaba algún beneficio. Se había propuesto ganarse el aprecio de su padre, porque en aquel entonces el rancho tenía buen aspecto y estaba prosperando. Tras la muerte del padre, Ed descubrió que un rancho sólo prospera a fuerza de trabajo, y poco a poco se fue desentendiendo; vendía algo de ganado, domaba caballos salvajes para el ejército y a veces, sospechaba ella, se los robaba a los indios si veía la oportunidad.

Ella lo había intentado. Ni siquiera Ed Lowe podía negarlo. Lo había intentado a conciencia, porque era su mujer y porque él era el padre de Johnny. Pero no había funcionado, y él se había ido y hacía mucho desde la última vez que ella lo vio. Se dio cuenta, considerándolo fríamente, de que confiaba en que nunca regresara.

Él no quería responsabilidades. Las tareas del rancho le disgustaban y lo volvían irritable, y la labor de adquirir ganado y atenderlo en las praderas no estaba hecha para él. El padre de ella se había entendido bien con los indios. Incluso el anciano Victorio lo conocía y habían hecho negocios juntos. En varias ocasiones el padre había dado a los apaches azúcar y tabaco, siempre con la seguridad de que comprendían que se trataba de un regalo hecho a unos amigos y no de un tributo.

No había rastro de actitud semejante en Ed Lowe. Despreciaba a los apaches, y los temía.

Puso la sartén a un lado y bajó la intensidad de la lámpara. Mientras hacía esto sus ojos se posaron en una chapa de latón fijada al borrén trasero de la silla de montar. Sintiendo curiosidad, se inclinó para verla mejor.

PRIMER PREMIO

Monta de broncos

Hondo Lane

Se apartó a toda prisa, sorprendida por el nombre. Su movimiento hizo que un estribo golpeara el suelo, y al instante Hondo Lane estaba en pie, pistola en mano.

Casi a la vez ella había retrocedido hasta donde había dejado el Colt Walker. Lo empuñó sin vacilar.

—¡Usted es Hondo Lane! ¡El pistolero!

—Sí, llevo una pistola.

Despacio, él bajó el cañón del arma, y parpadeó por la luz.

—Él año pasado mató usted a tres hombres en un tiroteo. Leimos sobre ello. ¡Tres hombres!

—Sí, señora.

Él sonrió y avanzó hacia ella para cogerle el arma y, empujada por un sentimiento repentino, no supo cuál, el dedo de Angie tiró del gatillo. El percutor cayó con un chasquido hueco y él se quedó inmóvil, con la boca del arma apoyada en el pecho.

Aterrorizada por lo que había hecho, Angie permaneció inmóvil mientras él le quitaba el revólver con suavidad.

—No debería usted apuntar a nadie cuando está descargado. Se ve claramente. Sobre todo con luz por detrás.

Él armó el Colt y lo disparó sobre una cámara vacía.

—Lo tengo así por Johnny.

—Guárdelo fuera de su alcance y cargado.

Él se pasó los dedos por el pelo.

—Un arma descargada no sirve de nada, señora. Si necesita esto, será rápido.

—Podría haberle disparado.

—Sí, señora.

Volvió al jergón.

—Me temo que la he asustado. Los ruidos habituales no me molestan. Son los no habituales los que despiertan a un hombre. Lo siento, señora.

Se sentó en el jergón y una vez más se tendió y se tapó con la manta. Dormía de nuevo. Aún empuñaba el revólver.

Lane… Por alguna razón ella no podía aceptar que fuera Hondo Lane. Tendría que haberse dado cuenta de quién era, pues había oído que ahora trabajaba como correo y explorador para el general Crook.

Crook apreciaba a los hombres así y hacía todo lo necesario por reclutarlos. Ella había visto al general cuando este llegó por primera vez a la estación de Arizona. No iba de uniforme. De hecho, rara vez lo usaba, y viajaba discretamente, sin ceremonias. Angie había oído que nadie sabía más sobre caravanas que el general Crook, y que se llevaba bien con los apaches.

Se tendió en la cama, cansada pero sin sueño. Había estado a punto de disparar a Hondo Lane. No había sido su intención. Entonces, ¿cómo había pasado? ¿De qué estaba asustada? Sintió que se ruborizaba en la oscuridad y se volvió, dando la espalda a la habitación, y trató de no prestar atención a la respiración de él. Aunque no pudo. Era un sonido grato, reconfortante. Por primera vez en meses, durmió sin miedo, sin preocupación.

Fuera el viento silbaba contra los aleros y las hojas de los álamos acompañaban el sonido con su susurro áspero y amigable.

Se despertó una vez durante la noche y permaneció tumbada y despierta varios minutos. Había estado preocupada por la leña y ya no tenía que preocuparse más. Y los caballos estaban herrados. Él había hecho tanto en tan poco tiempo. Y había troceado el tronco grande. A ella le habría llevado días.

Si ella tenía que abandonar la casa, el pago por el caballo sería una ayuda. Pero no podía pensar en irse. Aquel era su hogar, donde podía ganarse la vida, si bien duramente, tanto si Ed volvía como si no. Sabía disparar, de vez en cuando había abatido un conejo o un antílope. Johnny estaba creciendo y dentro de unos pocos años podría ir a cazar, y ella dispondría de una tierra que dejarle. Y podían comerciar con los indios.

Aún no había amanecido cuando Hondo se despertó. Se irguió y escuchó, identificando los sonidos previos al amanecer. Se levantó, se puso el cinturón y enfundó el revólver en la cartuchera.

Inspeccionó el patio a través de la ventana. Había una tenue luz entre amarilla y gris en el este. El patio estaba desierto. Los caballos permanecían relajados. Dobló las mantas y la piel de búfalo y lo dejó todo, en un montón ordenado, sobre una silla.

Con una mirada a la manta que protegía la alcoba, tomó el sombrero y las botas y abrió la puerta, saliendo a la gelidez matutina. Se sentó en el escalón de la entrada para calzarse y ponerse el sombrero.

Los caballos fueron a su encuentro y les sirvió heno. El grullo le dejó acariciarlo sin asustarse. Luego se encaminó al arroyo.

El agua gorgoteaba oscura sobre las piedras, con parches blancos donde chocaba contra una rama u otro obstáculo. Se quitó el sombrero y, acuclillándose, se lavó la cara. El agua era milagrosamente tersa y fría. Se frotó los ojos, resoplando un poco, se peinó y se apartó del cauce.

Los árboles eran oscuros y enigmáticos, y el frío de la mañana vigorizante y bueno. Titilaban unas pocas estrellas, reticentes a ceder el cielo al sol naciente. Se tomó su tiempo en recorrer el rancho en busca de rastros frescos, sin encontrar ninguno, salvo el del ciervo que había ido a pastar en la hierba que rodeaba el corral, más verde que el resto.

El huerto que el padre de la mujer había irrigado seguía en servicio, pero los escasos surcos eran lastimosamente pequeños y saltaba a la vista que ahora se regaban a mano. Al otro lado del arroyo vio una mata de calabaza india sin tallos cortados. Tenía que decírselo a la señora Lowe, que al parecer no conocía las plantas del desierto de las que los indios se servían para sobrevivir.

Había comida en el desierto si sabías dónde buscarla, y los apaches lo sabían. Eso suponía su ventaja sobre el ejército. Los apaches vivían de la tierra por la que pasaban, conocían todos los pozos de agua y si era necesario podían marchar durante días sin beber, llevando un guijarro en la boca. Conocían también las plantas que almacenan agua.

Lio un cigarrillo e inspeccionó el contorno de las colinas mientras lamía el borde del papel. La comida que más les gustaba a los apaches era la carne de mula, de mula del ejército. Un apache la prefería a cualquier otra, con la de caballo en segundo lugar y después el cordero. Nunca comían carne de cerdo.

Al margen de eso, había mucha comida en el desierto, si sabías dónde buscarla. Lane cruzó el arroyo y reunió dos puñados de calabaza india. Volvía con ellos a la casa cuando se abrió la puerta y salió Angie Lowe.

—Calabaza india —dijo él—. La hay a montones al otro lado del arroyo. Muy buena si la guisa con la carne. A algunos les gusta cruda.

Ella aceptó los tallos blancuzcos y, pasando al interior, los dejó en la mesa.

—Ahí fuera también tiene pediomelum —dijo él—, y puede moler granos de mezquite hasta formar una harina y usarla para hacer pan.

—Debe de haber aprendido usted muchas cosas de los indios.

—Algunas —dijo él—. Llevan viviendo aquí desde hace mucho.

Fue al corral y echó el lazo al grullo. Lo sacó afuera y lo embridó y ensilló. A continuación fue a la casa a por sus alforjas y el rifle.

—¿Se marcha?

—Sí, señora. Tengo que hacerlo —sus ojos se encontraron con los de ella—. ¿Está segura de que no quiere venir?

—Sí. Esto es todo lo que tengo.

—Habría que volver a levantar la presa —dijo él—. Ahora es difícil llevar agua al huerto.

—Si se marcha, debería despertar a Johnny para que se despida.

—Si yo fuera usted —dijo Lane enrollando el lazo— lo dejaría dormir. Los niños crecen durmiendo. Pero haga lo que quiera.

—Está encantado con el silbato que usted le dio. Parece más una flauta que un silbato.

Lane se sentía incómodo. Prefería evitar las despedidas, y parecía que se acercaba una. Ajustó la cincha, acomodó las alforjas.

—Aprendí a hacerlos cuando viví con los mescaleros. Mi squaw los hacía para los niños del poblado.

—¿Vivió con los apaches?

—Cinco años.

Ella vaciló, pero la curiosidad pudo con su reticencia a preguntar.

—¿Tuvo una esposa india?

—Esposa… squaw. Me he tomado la libertad de coger unos pies de cuerda del rollo del cobertizo. La mía está muy gastada. Estaré encantado de pagársela si me lo permite.

—Por supuesto que no.

Él ató la cuerda a un poste del corral y el otro extremo al pomo de la silla, e hizo al caballo tirar para quitarle el apresto. Ella no dejaba de cambiar de postura, deseando hacer más preguntas pero dudando sobre si hacerlo. No llegaba ningún ruido de la casa. El aire continuaba siendo fresco pero portaba la promesa de un día caluroso. Mientras él trabajaba, ella lo miraba, poco deseosa de verlo marchar.

—Tuvo que ser interesante vivir con los apaches.

—Me gustó.

—Esa esposa india que tiene…

—Tuve. Murió.

Hablaba con tranquilidad, sin emoción alguna.

—Lo lamento. No era mi intención traerle recuerdos infelices.

Él se volvió hacia ella y dejó descansar al caballo. Se echó hacia atrás el sombrero, considerando el comentario.

—No recuerdo nada infeliz relacionado con Destarte.

—¡Destarte! ¡Qué musical! ¿Qué significa?

—No puede expresarse, salvo en mescalero. Significa «Aurora», pero no exactamente. La palabra india dice mucho más. Cuentan también su sonoridad y el sentimiento con que se dice. Significa más bien: el nacimiento del amanecer, la primera luz de bronce que ilumina las colinas en el desierto gris. Significa el primer sonido que oyes de un arroyo que discurre sobre piedras, una trucha que salta, el canturreo de una nutria. Significa el sonido que hace un semental cuando la primera ráfaga de brisa del día le lleva el olor de las yeguas.

»Significa lo que sientes cuando te levantas con el amanecer y tú y ella salís de la tienda, que huele a humo y a intimidad y a ti y a ella, y te sientes seguro, los dos a solas allí, y saboreas una bocanada de viento que baja de la alta sierra y presagia la primera nevada. Bueno, en inglés no puedes decir claramente lo que significa. En todo caso, ese era su nombre. Destarte.

Angie lo miraba atentamente, asombrada.

—¡Vaya, eso es poesía!

—¿Eh? No quería ponerme a parlotear.

Miró a su alrededor y a Angie.

—Usted me recuerda a ella. En parte.

Desató la cuerda y comenzó a enrollarla de nuevo, sin mirar a Angie.

—Buena cuerda —comentó—. ¿Seguro que no quiere que se la pague?

—¿Yo le recuerdo a una chica india? ¿Era rubia?

Él la miró sin emoción. Inspeccionó su pelo, el color, y a continuación el rostro. Ella se sonrojó cuando pasó a su figura.

—Su pelo era negro como las entrañas de la tierra. Brillaba como las ciruelas que crecen en la cuenca del Powder. ¿Sabe usted cómo brilla el ala de un cuervo? Es negra y resplandeciente —colgó el rollo de cuerda del pomo de la silla y volvió a atar un extremo a este—. Así le brillaba el pelo —apretó el nudo—. Me gustaría pagarle la cuerda. Como correo del ejército tengo derecho a entregarle un pagaré de los Estados Unidos.

—¿La amaba usted?

Él pensó en ello mientras su mirada vagaba hacia las colinas. Se ajustó el cinturón y terminó de cargar sus cosas.

—No lo sé. La necesitaba.

—Pero si ella era morena y yo soy rubia…

—¿Por qué me recuerda a ella?

—Sí.

—No lo sé. Es difícil de decir. He pensado en ello. Usted camina como ella, con la cabeza erguida.

Se llevó el cigarrillo a los labios.

—Camina como una india. No lleva los pies hacia fuera como una blanca.

La miró fijamente a los ojos. Se sacó el cigarrillo de la boca y la agarró por la pechera del vestido y la atrajo hacia él y sus labios se encontraron. No hubo nada rudo en el gesto, y ella ni se resistió ni contribuyó a él, aunque distaba de estar meramente conforme. Y cuando se separaron estaba un poco pálida. Retrocedió, no asustada pero sin saber qué significaba lo ocurrido.

—Me ha sorprendido usted, señor Lane.

—No, no está sorprendida, señora Lowe. Ya lo sabía.

—Soy una mujer casada.

—También he pensado en eso. Mucho. Anoche.

Ella se tocó los labios con el dorso de la mano y retrocedió otro paso. Lo que había pasado parecía incorrecto. Aunque también natural. Angie estaba perpleja por sus emociones, a las que trataba de encontrar una explicación.

—A lo mejor la he besado porque me ha hecho pensar en Destarte. O a lo mejor porque detesto pensar en su cabellera secándose colgada del poste central de una tienda apache. Pero hace mucho tiempo me impuse una regla: deja que la gente haga lo que quiera.

»Y se me ocurre algo más. Una mujer hermosa como usted, que camina con la cabeza erguida, debería besar a un hombre antes de morir.

—Es usted muy extraño, señor Lane.

Él se subió a la silla y el grullo alzó la espalda y luego la bajó, inquieto, pero consciente de la presencia del hombre sobre él y con la lucha del día anterior en la memoria.

—No sé a qué se refiere —dijo pensativo. Luego apartó la mirada—. Adiós, señora Lowe.

Ella permaneció muy quieta en el patio hasta que él sobrepasó la colina, y ni siquiera entonces se movió, continuó allí, en silencio y sola en mitad del patio desierto. El polvo se posaba en el camino y el contorno de las colinas no revelaba más que el sol matinal, reluciente. Iba a hacer mucho calor.

Se volvió, cogió el cubo y se encaminó al arroyo.