Hacía calor y todo estaba inmóvil bajo el sol de la tarde. El niño se encaramó a los travesaños del corral y vio a Hondo Lane conducir al grullo al exterior y cerrar de nuevo la entrada reponiendo los travesaños retirados. Cogió un saco de grano del cobertizo y lo colocó atravesado sobre la silla de montar. El grullo encorvó la espalda y se apartó nervioso, pero cuando Hondo echó a caminar tirando de él, sólo se resistió un instante.
El mustang estaba habituado al lazo y probablemente lo habían ensillado, pero no a menudo. Angie Lowe había dicho que nunca lo habían montado, y él no disponía de mucho tiempo. Hondo dio unas pocas vueltas alrededor del patio, tras lo cual retiró el saco de grano y procedió a quitar y poner la silla varias veces.
Miró al niño.
—Para que se acostumbre —dijo—. Así aprende que no es algo de lo que haya que asustarse. Lo primero que tienen que aprender es a no asustarse. Después, si se dan cuenta de que quien va en la silla es el que manda, están listos para montarlos.
Habló un poco al caballo, retiró la silla y la brida, y lo devolvió al corral. Al mismo tiempo contempló las colinas, una mirada lenta y minuciosa.
Angie Lowe salió de la casa y el niño se alejó corriendo y se puso a recoger leña de debajo de los álamos, donde había ramas secas.
—Me sorprende que haya escogido al caballo más salvaje —comentó Angie—. Siempre ha sido un luchador.
—No daría ni una moneda de cinco centavos agujereada por uno que no fuera un luchador. Un caballo sin agallas te dejará tirado cuando las cosas se pongan complicadas.
Miró hacia la leñera y luego al niño, que se dirigía a la casa con una brazada de leña menuda.
—Lo justo sería que les consiguiera algo de leña a cambio de la comida.
Cogió el hacha y colocó un trozo de madera sobre un tocón, en la posición adecuada para cortarlo a lo largo. Se fijó entonces en el hacha. No tenía filo. Saltaba a la vista que hacía mucho que no la habían afilado. Era también evidente que la habían manejado mal.
—Sin filo —dijo—. Yo haré girar la piedra de amolar si usted sujeta el hacha, señora Lowe.
—Estaré encantada. Esa hacha me estaba volviendo loca.
La piedra de amolar era pesada y anticuada y le costaba girar. Él la puso en movimiento y el gemido chirriante del acero contra la piedra resonó en la atmósfera diáfana e inmóvil de la tarde. Hizo una pausa para verter agua en la lata con forma de embudo que dejaba caer un lento goteo sobre la piedra giratoria.
—¿Creció usted en el rancho, señora Lowe?
—Sí, nací aquí. Mi marido creció aquí también, en el rancho.
La contempló mientras hacía girar la piedra de nuevo. Al mirar los ojos de ella, absortos en la tarea de mover el hacha sobre la piedra, descubrió que le gustaba la serenidad de su rostro. Era, se percató de pronto, una mujer hermosa. Ni siquiera el viento del desierto y el sol habían podido privarla de su belleza. Pero le inquietaba la preocupación que ensombrecía sus ojos.
No tenía sentido, una mujer viviendo de semejante manera. Aunque quizá no fuera el caso de ella. A lo mejor había nacido para eso, quizá se las apañaba mejor de lo que se podría esperar de cualquier otra mujer. Aun así no estaba bien.
Él se irguió y dedicó un vistazo a las colinas, luego volvió a inclinarse sobre la piedra. La mujer era habilidosa afilando el hacha, tenía que reconocerlo.
Cuando él se irguió otra vez, ella volvió al tema de su marido.
—Era huérfano. Sus padres murieron en la matanza de una caravana. Mi padre lo acogió y crió aquí.
—Muy práctico —dijo él.
La rueda giró de nuevo y el filo fue brotando del hacha, manejada ahora aún con más cuidado.
Él se irguió y tomó el hacha de las manos de ella. Esta lo miraba, sin entender por qué había dicho eso. Así se lo manifestó.
—Los números estaban en contra. El único chico en mil millas cuadradas, la única chica en mil millas cuadradas, y acaban juntos. Eso quiero decir. Muy práctico.
—Supongo que fue una coincidencia. Pero dicen que el destino dispone que las personas adecuadas se acaben encontrando.
Él sostuvo el hacha. La miró pensativo.
—¿Cree usted eso, señora Lowe?
—Así es.
La estudió por un momento y ella le devolvió la mirada, un poco perpleja y tenuemente excitada. Él se apartó.
—Interesante —dijo.
Se dirigió sin prisa a la leñera. Había troncos y unas cuantas ramas. Había también varios tocones desarraigados y algunos trozos de quebracho. Esta última madera era dura como el hierro, pero ardía con una llama brillante y bonita.
El primer golpe de hacha partió en dos el trozo escogido. Se aplicó metódico en el trabajo y ella lo observó durante unos minutos. Se movía con ritmo bello y relajado. Manejaba su cuerpo como si se tratara de una hermosa máquina, bien engrasada y afinada. No tenía los andares torpes habituales en tantos jinetes. Se movía, pensó ella, como un indio.
Él no levantó la vista, pasaba con rapidez de un trozo de madera a otro. Troceó un tronco y luego dividió los trozos en partes más pequeñas, manejando el hacha con la soltura fruto del uso prolongado. Se detuvo varias veces, y en cada una su mirada recorrió las cimas que bordeaban la hondonada.
Manteniéndose a distancia del hacha, el niño reunió las astillas mayores en un montón ordenado, siempre sin perder de vista a Hondo. Este hundió el filo en un tronco por última vez y se irguió.
—Hijo, cuando termines de cortar leña deja siempre el filo clavado. Así se mantiene libre de óxido.
Angie salió de la casa y lo vio reordenar la leñera para mantener el contenido a salvo de la lluvia. Mientras él trabajaba, el niño miraba a Sam, que los contemplaba desde las cercanías.
El niño vaciló, miró anhelante al perro y luego a Hondo.
—¿Lo acaricio?
—Haz lo que quieras, pequeño.
Dubitativo, el niño tendió una mano hacia el perro. Sam erizó el pelo y lanzó un mordisco. El niño retrocedió a toda prisa, asustado y a punto de llorar.
Angie se volvió enfadada hacia Hondo.
—Señor Lane, si sabía usted que el perro muerde, ¿por qué…?
—Señora Lowe —dijo Hondo con calma—, ya le había dicho al niño que no lo tocara, pero él seguía queriendo acariciarlo. La gente aprende a fuerza de mordiscos. Ahora el pequeño ha aprendido la lección.
Para ocultar su confusión, ella se dirigió al niño.
—¡Johnny, no vuelvas a tocar a ese perro!
Johnny miró a Hondo y este sonrió, poniendo una mano sobre la cabeza del niño.
—No pasa nada, amigo. Recibirás un montón de mordiscos en esta vida. Es mejor que te acostumbres. No te fíes de nada ni de nadie.
Se frotó las manos contra la pechera de la camisa.
—Y ahora volvamos con ese caballo.
El grullo había rumiado lo sucedido. Estaba perdiendo el miedo a la silla y la brida, pues había descubierto que no le hacían daño, pero no le gustaba el bocado, ni que lo guiaran. Aunque había aprendido lo inútil de luchar contra un lazo corredizo.
Permaneció quieto, temblando apenas, cuando Lane se acercó con la cuerda. Se avino a que lo atara y, aunque meneó varias veces la cabeza, al final aceptó el bocado. Lo mordisqueó, no le agradaba. Dio un pequeño brinco y se tensó cuando Hondo le puso la manta sobre la espalda, seguida por la silla.
Más adelante aprendería a hinchar el pecho para que luego la cincha no quedara tan tensa, pero eso era algo que no sabía aún. La sintió prieta, y Hondo la tensó más todavía. La voz del hombre era acariciadora y este estaba tan seguro de sí mismo que el caballo se relajó casi inconscientemente. A continuación fue guiado al exterior y el hombre cogió las riendas.
Angie, un poco asustada, había salido a la puerta para ver. Johnny le aferraba la mano, con los ojos muy abiertos y excitado. Hondo Lane se alzó a la silla.
Al instante el animal tensó los músculos y corcoveó. Él se mantuvo en la silla. Enfadado, el grullo trató de agachar la cabeza para aumentar los corcovos, pero el hombre le obligó a mantenerla levantada. De pronto, las riendas se aflojaron un poco y el grullo se lanzó hacia delante. Corcoveó por todo el patio, cambió rápidamente de dirección e intentó dejarse caer hacia atrás. A pesar de todo, el hombre se mantuvo en su posición.
Había cierta belleza brutal en el enfrentamiento entre hombre y caballo. El mustang, teniendo la oportunidad, decidió luchar. Enfurecido por lo que llevaba encaramado a la espalda, el poderoso caballo corcoveó con furia, pero el hombre permaneció en la silla. Como si anticipara cada movimiento del caballo, oscilaba y se sacudía con los saltos enloquecidos del animal, pero se pegaba a la silla e incluso parecía urgir al grullo a esforzarse por librarse de él.
Y el grullo disfrutaba de la pelea. Puso el corazón y todos y cada uno de sus poderosos músculos en la batalla, junto con el diabólico ingenio adquirido en los años vividos en la pradera y heredado de sus ancestros broncos. Fue una buena batalla.
El polvo se alzaba a su alrededor, el sudor salía despedido del esforzado caballo, pero Hondo Lane se mantuvo en la silla, y de pronto el caballo se lanzó a correr. Cabalgó por el sendero, pasó bajo una rama baja e intentó meterse en terreno agreste, pero Lane estaba preparado y lo obligó a regresar al sendero y ascendieron la colina sin apreciable merma del paso.
El polvo se posó tras ellos. El patio estaba vacío y en desorden, el polvo del sendero volvía a caer, la cumbre de la colina permanecía desierta. Angie aguardó mientras los minutos transcurrían lentamente. Johnny tiró de su mano.
—Mamá, ¿va a volver?
—Sí, Johnny —respondió con tranquilidad—. Va a volver. Estoy segura.
Pero a medida que pasaba el tiempo, ella empezó a preguntarse si el hombre estaría tendido en alguna parte con una pierna rota, o si el caballo, en su furiosa carrera, continuaba cabalgando a través del desierto. Escrutó el perfil de las elevaciones, y el perfil de las elevaciones siguió inalterado.
Se mordió el labio, nerviosa. Después se llevó una mano a la frente a modo de visera para mirar de nuevo, recorriendo el cerco de colinas como le había visto hacer a él, y como ella misma hacía a menudo.
Por primera vez se veía incapaz de comprender sus sentimientos. Había en el visitante un aire de extrañeza que la perturbaba, ¿pero era tan sólo eso? ¿Su extrañeza? ¿Era porque había pasado tanto tiempo sola? ¿O había algo más?
La excitaba y la alteraba como ningún hombre lo había hecho. ¿Por qué? Además, y lo que era mucho peor, estaba segura de que él sabía cómo se sentía ella. Pero no parecía un hombre que hubiera conocido muchas mujeres. Era distante, y —la mujer que había en ella se lo decía— solitario.
Se trataba de un hombre que fortificaba su soledad del mismo modo que hacía con sus sentimientos. Era despiadado consigo mismo en la misma medida en que debía de serlo con los demás. Curiosamente, a pesar de lo extraño que era, ella se sentía más cómoda con él de lo que se había sentido con nadie más.
El horizonte continuaba desierto. Volvió adentro y se miró en el espejo, se ordenó el pelo. El corazón le latía con fuerza inhabitual; no era así como una mujer casada debía sentirse, una mujer respetable.
Eso podía ser… Eso podía ser lo que la inquietaba tanto. Él la hacía sentir como una mujer. La hacía sentir…, sí, eso era. Se vio enrojecer en el espejo. La hacía sentirse femenina.
Se apartó del espejo a toda prisa, un poco asombrada de sí misma. No podía pensar así. Él estaría pronto de vuelta y ella no podía permitir que tales pensamientos asomaran siquiera a su cabeza.
Cuando apareció sobre la colina, el grullo estaba cubierto de sudor pero se movía con elegancia. Lane vio a la mujer en la puerta y le sorprendió encontrar alivio en sus ojos. ¿Estaba preocupada por él o por el caballo?
Y era todo un caballo. El grullo había peleado. También tenía velocidad y fondo. Lane no le había permitido agotarse, sólo cansarse lo suficiente para darse cuenta de que el jinete también podía soportar semejante carrera. Después habían dado media vuelta y regresado al rancho.
Todo un caballo, sin duda. Hondo Lane miró a la mujer que aguardaba en la puerta. Y ella era toda una mujer. Delgada pero elegante, y con mucho brío y corazón.
—Ya está listo para herrarlo, señora. Y ya que me pongo a ello, herraré también a ese par de caballos de labranza. Los cascos les han crecido y asoman por delante de las herraduras que llevan ahora.
—Muchas gracias. Supongo que necesitan calzado nuevo.
Llevó al grullo al establo, le quitó la brida y la silla, cogió un puñado de heno y dio con él una enérgica friega al caballo. Era algo nuevo para el animal y lo aceptó nervioso, requiriendo un tiempo para decidir si le gustaba. Pero de nuevo se impuso la calmada seguridad del hombre. Sencillamente, no había nada que el grullo pudiera hacer. Siempre estaba presto a soltar una coz, pero no lo hizo con aquel hombre, que parecía entender cómo se sentía.
Lane atizó la fragua y calentó la herradura. Angie miraba, impresionada.
—Lo encontrará todo ahí —dijo. A continuación se dirigió a Johnny, que observaba también—. Es mejor que vayas a casa y te prepares para dormir.
Johnny la miró contrariado.
—Mamá, ¿puedo quedarme?
—Haz lo que te digo —su tono fue firme—. Ve ahora.
Con una última mirada atrás, Johnny se alejó hacia la casa arrastrando los pies, odiando tener que separarse de la reluciente fragua y el tintineo del martillo, odiando también tener que separarse de aquel hombre que lo trataba de forma tan franca, casi como si también él fuera un hombre.
Angie miraba cada poco rato la cara de Hondo Lane, insegura sobre qué decir. Había algo que quería dejar claro con él, pero todas las maneras que se le ocurrían de decirlo le parecían vagas y tontas.
Al final, mirando las colinas con una mano a modo de visera, dijo:
—No veo ningún rastro de polvo que baje hacia aquí. Supongo que mi marido ha tenido un día complicado buscando esas cabezas extraviadas. A lo mejor no vuelve a casa hasta bien entrada la noche.
Lane continuó con su trabajo sin hacer ningún comentario. Ella lo observó, fijándose en sus movimientos diestros y certeros y el modo sereno con que manejaba al caballo. Casi parecía que no la hubiera oído.
—Puede que incluso acampe en las colinas y vuelva mañana, después de que usted se vaya. Lamentará haberse perdido a uno de nuestros raros visitantes.
Lo miró a la cara pero no encontró ninguna muestra de emoción ni indicio de lo que pensaba. Se sintió confundida de pronto y no quiso más que alejarse.
Se pasó las manos por el delantal.
—Será mejor que vaya a ver si Johnny está bien.
—¿Señora Lowe?
Su tono la hizo detenerse cuando ya estaba dando media vuelta, y, asustada a medias, lo miró. Él daba la vuelta a una herradura en la fragua, sin mirarla. Ella se fijó en la anchura de los hombros y las caderas estrechas. Debía de ser terriblemente fuerte.
—Es usted una mentirosa —dijo.
Su tono fue tan calmado, tan sincero, que era imposible ofenderse.
—Una enorme mentirosa —añadió.
—No comprendo —ella se enfrentó a él, irguiéndose, un retrato de dignidad y reserva.
Ahí asomaban, pensó él, los modales regios. Ella tenía educación, saltaba a la vista. Ni el rancho ni el atuendo sencillo podían arrebatárselo. Era como ver a un pura sangre con el pelaje de invierno. El linaje seguía ahí, a pesar de la estación o la condición.
Él señaló mediante un gesto de la cabeza a los caballos del corral.
—Hace meses que a esos caballos no les cambian las herraduras. Su hacha llevaba sin filo el mismo tiempo, y ningún hombre la ha estado usando. La lata de cinco libras de té que hay en la casa está vacía. Su marido lleva mucho tiempo fuera.
Angie Lowe había palidecido.
—Mire, señor Lane, no creo que tenga usted derecho a…
—No hablo de derechos. Hablo de mentiras. ¿Por qué tendría usted que mentirme, señora Lowe? Piensa que no está segura conmigo aquí y su marido lejos. ¿Es eso?
—En parte.
Hondo llevó la herradura al yunque y comenzó a martillarla. Las chispas volaron y el golpeteo del martillo impidió toda conversación.
—Las mujeres siempre piensan que cualquier hombre que pasa va a aprovecharse de ellas.
Ella dio media vuelta rápidamente, la barbilla alta, y caminó hacia la cabaña. El corazón le latía con fuerza y le costaba respirar.
—Por otro lado —le oyó decir—, eché un vistazo nada más llegar. Nadie ha salido a caballo de aquí desde las lluvias. Puede que desde mucho antes.
Cuando hubo terminado de herrar su caballo, volvió al corral y sacó a los de labranza. Se estaba haciendo tarde pero les recortó los cascos y procedió a herrarlos.
Hizo un descanso cuando acabó con el primero de los grandes caballos y lio un cigarrillo. Salió del establo e inspeccionó de nuevo el contorno del valle.
Era un bonito rincón. El hombre adecuado podía hacer mucho allí. Por supuesto, no era lugar para que una mujer estuviera sola, y ningún hombre como Dios manda abandonaría a una mujer como aquella en semejante paraje… a menos que hubiera muerto.
Deducía más cosas a partir del lugar de las que ella hubiera creído. Se había hecho mucho trabajo allí, trabajo bueno y perdurable del que un hombre podía sentirse orgulloso, y había sido realizado por alguien con respeto por el trabajo. Pero eso había sido hacía mucho.
Desde entonces el lugar se había ido viniendo abajo, y acá y allá se distinguían los apaños de un holgazán; de un pionero sin experiencia, en el mejor de los casos.
El padre de ella debía de haber construido la cabaña. Había sido meticulosamente levantada por alguien conocedor de la labor. Su localización estaba escogida pensando en el uso productivo del lugar, en su utilidad como refugio defensivo y como protección contra los vientos del norte. Un buen hombre con un rifle podía resistir casi cualquier ataque desde aquel emplazamiento, situado como estaba.
Y los corrales también se encontraban bien construidos. Ahora necesitaban reparaciones. Todo el lugar necesitaba reparaciones. El tejado del cobertizo requería paja nueva. También habría que limpiar el pozo. Y antes había una pequeña presa para acumular agua e irrigar un pequeño huerto. Se la había llevado alguna avenida fuerte y nunca la habían reconstruido.
Un hombre podía mirar a su alrededor y sacar sus propias conclusiones. El padre había muerto, y el marido, fuera quien fuera, había dejado arruinarse el sitio. Ella había intentado mantenerlo, pero era trabajo para un hombre, y ella tenía además sus tareas femeninas y al niño. Era un niño bien educado, y viendo a un niño siempre sabes cómo son los padres.
Era una mujer. En cuanto a edad, poco más que una niña, pero toda una mujer. Y muy bonita. Se quitó el cigarrillo de los labios y lo contempló, tomó una calada más y lo dejó caer al suelo, donde lo pisó con la punta de la bota. Se hacía tarde. Anochecía, y en la hondonada oscurecería antes que en el llano paraje circundante. Si se podía considerar llano.
Oyó cerrarse la puerta y vio que ella se acercaba con un cubo de agua. Hondo no se volvió ni dijo nada cuando pasó tras él, pero oyó vacilar sus pasos, como si ella hubiera pensado en decirle algo y luego hubiera seguido adelante. Al volver, ella se detuvo y cambió el cubo de mano.
—¿Señor Lane?
—¿Sí, señora?
—Tiene usted razón. Estaba mintiendo. Mi marido se retrasa. De hecho, tendría que haber vuelto a casa hace mucho.
Hondo asintió.
—¿Cree que lo han matado los apaches?
Ella se tensó, asombrada porque él diera por supuesta la idea en la que ella había pensado tantas veces.
—Por supuesto que no. Hay un centenar de razones posibles.
Y había varias que ella nunca se permitiría considerar seriamente. Conocía lo bastante a Ed Lowe.
—Los indios son una de ellas.
—Pero estamos en paz con los apaches, salvo por unos pocos renegados que…
—Señora Lowe —Hondo se irguió, interrumpiendo el trabajo—. Si tiene sentido común hará el equipaje y usted y el niño vendrán conmigo. Se están incubando muchos problemas en los poblados apaches. Su gran jefe, Victorio, ha convocado un consejo. Un informe completo figura en el despacho que llevo.
—No —ella meneó la cabeza con decisión—. Siempre nos hemos llevado de manera espléndida con los apaches. Usan el agua de nuestro arroyo, para ellos y sus caballos. No he visto al gran Victorio, pero por aquí han pasado un montón de apaches.
—Yo he visto a Victorio —el tono de Hondo era sombrío—. Antes del tratado. Llevaba cuarenta cabelleras colgadas de las crines de su caballo.
—Pero eso fue antes del tratado.
—Hemos roto el tratado —insistió Hondo con paciencia—. No existe ninguna palabra en la lengua de los apaches para «mentira», y les han mentido. Si se ponen en pie de guerra, no quedará un blanco con vida en el territorio.
Angie no estaba convencida.
—No me molestarán. No nos molestarán, quiero decir. Siempre nos hemos llevado bien.
Hondo volvió al trabajo. Quedaba poco que hacer y estaba cansado. El martillo hundió los clavos, rectos y firmes. Ella lo miró, notando cómo los caballos confiaban en él. Incluso el mustang salvaje al que había domado parecía confiar en él. Y estaba Sam, aquel perro extraño. Ella miró el rostro de Hondo, preguntándose qué escondía.
¿Qué pensaba? Por encima de las demás cosas, ¿qué pensaba de ella? Como les sucede a las mujeres, Angie sentía curiosidad. ¿Qué clase de hombre era? ¿Cómo había sido su hogar? ¿Qué clase de mujer le gustaría? Un estremecimiento fruto de algo muy parecido al miedo la recorrió. ¿Y si estaba casado?
Bueno, ¿y qué si lo estaba? No era asunto suyo. ¿Qué importaba eso? No obstante, la idea la alteró, y lo miró con interés, buscando en él rastros de una mujer, pero no encontró ninguno. Aunque no era algo que se pudiera saber en alguien de su clase. Una mujer deja huella, pero en el interior del hombre. Una mujer puede cambiar a un hombre débil, no a uno como aquel. Aun así, que él te amara sería… sería…
—Una gente a la que conocí —dijo él en respuesta al último comentario de ella—, marido y mujer, se llevaron muy bien durante veinte años. Entonces ella, de un disparo, le abrió un agujero por el que habría podido pasar una diligencia. Ella había enloquecido. Los apaches están locos.
—No tengo nada por lo que preocuparme, estoy segura.
—Está bien estar seguro.
Sam apareció trotando. El perrazo había estado ausente ocupándose de un asunto propio. Por el mechón de pelo que le colgaba del extremo de la mandíbula, el asunto había tenido que ver con conejos. Tomó asiento a unas yardas y observó a Hondo. Los dos eran, en cierto modo, distantes, intocables, inalcanzables. Ella estudió al perro como si esperara aprender más del hombre.
—Es raro ese perro suyo.
—No es mi perro.
Ella estaba perpleja.
—Pero los dos van juntos.
—Está conmigo. Puede oler a un indio a media milla.
Hondo devolvió al último de los caballos al corral y colgó las herraduras viejas de la valla. Luchando contra el deseo de desviar la vista, ella lo miró a los ojos.
—¿Huele a los indios? No lo creo.
—Muchos perros huelen a los indios. Puedes enseñarles a hacerlo.
—¿Enseñarles? ¿Cómo?
Él se apoyó en el travesaño superior de la valla, echándose el sombrero hacia atrás. Tenía varios rizos, húmedos de sudor, pegados a la frente. Ella contuvo el impulso de acercarse y peinárselos hacia atrás.
El sol se había ocultado, aunque todavía quedaba luz, y la noche del desierto comenzaba a enfriar la atmósfera. Extensos trazos rojos restaban en el cielo, y en el extremo occidental de una nube había un rubor de un rosa profundo. Una luz de un amarillo pálido se rezagaba en las ramas más altas de los álamos, y las hojas emitían un característico susurro áspero.
Las sombras se congregaban bajo los árboles y bajo la ladera occidental de la elevación, proyectando largos dedos hacia la cabaña y el hombre y la mujer que hablaban junto al corral.
—Consigues un cachorro y contratas a un indio dócil. Después cortas una vara de sauce y cuatro o cinco veces al día haces que el indio azote al cachorro con la vara, y durante el resto de su vida se pondrá alerta cuando huela a un indio.
—¿Azotar a un cachorro? —estaba asombrada—. ¡Qué crueldad!
Él se encogió de hombros.
—Es la forma de hacerlo.
—En cualquier caso —replicó ella—, no creo que un perro pueda oler a los indios. Quiero decir, diferenciarlos de cualquier otra persona. De usted o de mí, por ejemplo.
Él reunió las herramientas y las devolvió al banco de trabajo del cobertizo.
—Pueden, señora Lowe. De hecho, los indios huelen a los blancos.
—No lo creo.
Él sonrió, y la sonrisa iluminó sus rasgos con una expresión caprichosa, casi infantil.
—Es cierto, señora. Yo soy en parte indio y puedo olerla a usted si está a favor del viento.
Ella se sintió incómoda y para disimularlo se rio, luego meneó la cabeza.
—¿Pero cómo? ¡Es imposible!
—No, señora Lowe. No es imposible.
Él se movió hasta situarse en una posición en que el viento le llevara su olor. Ella experimentó una extraña tensión y luchó contra ella con desesperación repentina. Él permanecía cerca, los orificios de su nariz se ensanchaban, se estrechaban. Por un instante ella pensó que iba a…
—Ha horneado pan esta mañana —su tono era incuestionable—. Huelo en usted el pan recién hecho. En algún momento durante el día de hoy ha preparado cerdo en salazón. Lo huelo en usted. Y percibo olor a jabón por todo su cuerpo. Se ha bañado. Por encima de todo eso, huele usted a mujer. Una mujer tiene un olor diferente al de un hombre. No salado y fuerte, sino más bien suave y exquisito y cálido. Podría dar con usted en la oscuridad, señora Lowe, y sólo soy indio en parte.
Estaba cerca de ella y los dos fueron conscientes de la repentina tensión. Ella hizo un amago de hablar pero no se fiaba de sus palabras. Había algo en él… Era imposible. Era ridículo, pero allí estaba.
Ella retrocedió unos pasos. Se alisó el delantal.
—Creo que es hora de que vuelva a la cabaña —dijo atropellada.
Dio media vuelta con rapidez, luchando contra la urgencia de echar a correr, de huir al entorno familiar que era su casa. De escapar a algún sitio, a cualquier sitio, lejos de él, lejos de esa sensación.
Estaba mal. Estaba muy mal. No debería sentirse así por ningún hombre.
Se dijo que era perverso, pero en su interior no llegaba a creerlo.
¿Y qué clase de hombre era él? ¿Qué sabía ella de él? ¿Qué podía saber? Él no había dicho nada sobre sí mismo, en absoluto.
Había algo grande y duro y resuelto en él, algo en su modo de moverse, algo procedente de su interior.
Ella tenía la impresión de que no existía nada en ninguna parte capaz de asustarlo o preocuparlo. Que era un hombre que se conocía a sí mismo, conocía sus fortalezas y sus debilidades, que había tomado la medida de sí mismo contra la tierra donde vivía, contra los hombres que poblaban dicha tierra, y contra lo salvaje de esta. Fuera lo que fuera lo que había descubierto, ya no sentía miedo.
Había oscurecido y el viento mecía las hojas y susurraba alrededor del tejado. Ella conocía ese sonido. Era un sonido lúgubre, que siempre la asustaba, porque la hacía consciente de su soledad. Pero no esa noche. Esa noche incluso el viento tenía un sonido reconfortante. ¿Por qué?
Eludió el pensamiento volviendo al trabajo sin más demora, distrayéndose con los preparativos de la cena, esforzándose por no pensar en el hombre robusto de movimientos gráciles que estaba fuera, en la oscuridad creciente.
Había conocido a otros hombres. El rancho había tenido muchos visitantes cuando su padre vivía, y algunos la habían cortejado, aunque ninguno la había perturbado en la medida que se sentía ahora.
Él trajinaba fuera. Ella oía sus murmullos, hablaba a los caballos. Oyó el tañido de los dientes de la horca al golpear algún objeto. Estaba dando de comer a los caballos. Acabaría pronto. A ella se le tensó la garganta. No tardaría en ir a la casa.
Oyó los pasos de él en la tierra recocida por el sol. Se acercaba. Venía a casa. Miró a su alrededor indecisa, mordiéndose el labio inferior como si se hubiera olvidado de algo. Él venía a casa y era de noche, todo estaba oscuro…