UNO

Se llevó el cigarrillo a los labios y, disfrutando del gusto del tabaco, achicó los ojos contra el resplandor del cielo. Su camisa de piel de ciervo, curada por el sol, la lluvia y el sudor, olía a rancio y a viejo. Los pantalones vaqueros hacía mucho que se habían desgastado hasta una tonalidad neutra que se confundía con el desierto.

Era un hombre alto, de hombros anchos, con el rostro enjuto y huesudo de quien transita por el desierto. No tenía nada de blando. Su dureza era profunda y arraigada, desprovista de crueldad, pero aun así rauda, intensa y peligrosa. Los depósitos de delicadeza que pudiera haber en él se hallaban ocultos en lugares profundos.

Transcurrió una hora sin que viera más polvo, y supo que tenía un problema. Se había detenido lo bastante cerca de la cima como para atisbar al otro lado de las elevaciones; su caballo oculto entre unas oscuras matas de enebro, invisible para cualquier ojo que no se hallara en la vecindad inmediata.

El día era caluroso, sin viento. El sudor le chorreaba por las mejillas y el cuerpo, debajo de la camisa. El polvo siempre significaba un torbellino o jinetes… y aquello no había sido un torbellino.

El polvo se había levantado, persistido brevemente y desaparecido, lo que significaba que a él también lo habían visto.

Si eran blancos y tenían miedo de atacar, estarían ocultos en el cauce seco de algún arroyo. Si eran indios, buscarían el modo de acercarse.

Estudió el terreno con atención, comenzando en la lejanía y acercándose más y más, sin pasar por alto ninguna roca, ningún arbusto, ninguna cornisa rocosa de la ladera. No vio más polvo, ni oyó nada, ni detectó movimiento.

Continuó inmóvil. La paciencia en una situación como aquella era más que una virtud, era el precio de la supervivencia. A menudo el primero en moverse era el primero en morir.

Hondo Lane lio otro cigarrillo. Al encender la cerilla se aseguró de hacerlo tras las ramas de un enebro para mantener oculta la llama. Dio una profunda calada, devolviendo la atención al terreno.

El perro mestizo y de aspecto poco amigable que lo seguía se había tendido a la sombra de otro enebro, a una docena de yardas. Era una bestia grande, flaca de tanto correr.

Hacía mucho calor. Nubes algodonosas y dispersas iban a la deriva por el cielo dorado, proyectando extrañas islas de sombra sobre el desierto.

Nada se movía. Era una tierra distante, perdida, de silencios pardos y grises y distancias donde la vista podía vagar hacia la lejanía hasta perderse en el cielo, y donde el único movimiento era el planeo perezoso de un buitre lejano.

Recorrió la cresta con la mirada. A su derecha se abría un collado poco profundo, el lugar lógico para cruzar la sierra evitando mostrarse recortado contra el cielo. Lógico pero obvio. Era el sitio que los apaches vigilarían.

Había más enebros al otro lado de la cima y grandes rocas quebradas en la cima misma. En menos de un minuto podía cruzar la cresta y estar al abrigo de la vegetación, y si era cauto y no hacía movimientos bruscos que atrajeran la atención, pasaría al otro lado sin que lo vieran.

No pensó nada de esto. Era más bien algo sabido, fruto de años viviendo en territorio salvaje.

Hondo Lane atravesó la cumbre, se metió entre los enebros y se detuvo un instante para escrutar el paraje. Cada uno de sus instintos le decía que los jinetes eran apaches y que estaban cerca. Aun así el perro no había dado ningún aviso.

Acomodó su peso sobre la silla de montar, percatándose de la impaciencia del caballo, que olía el agua del cercano río.

Terminado el cigarrillo, lo apagó y lo dejó caer en la arena y dio media vuelta para descender la pendiente. Extrajo el Winchester de la funda y avanzó con él atravesado en la silla, manteniendo al caballo al paso. Victorio había salido de la reserva con sus bravos, y eso podía significar cualquier cosa. Ardían hogueras de consejo y había un gran ir y venir entre los asentamientos. Los mescaleros habían estado cazando con los mimbreños y en el territorio fronterizo abundaban los rumores.

Hondo Lane se olía problemas y sabía que llegarían pronto, para otros y también para él.

El río estaba en su dirección e iría cargado tras las lluvias, por lo que no le quedaría más remedio que atravesarlo, al menos en parte, a nado. No le gustaba la idea. Desde las últimas lluvias se había cruzado con los rastros de cuatro bandas de apaches, y cabalgaban sin mujeres ni niños, lo que quería decir que estaban haciendo incursiones. Guerreros jóvenes en busca de cráneos que pelar o caballos que robar.

Siguió bajando la pendiente camino del río, consciente de que no podría librarse de cruzarlo. Recurría a todo lo que le sirviera de cobertura y cambiaba con frecuencia de dirección, sin dejar de aproximarse a una invitadora barra de arena que se adentraba un buen trecho en el cauce, aunque cuando ya estaba cerca cambió repentinamente de dirección y cabalgó hacia el abrigo de un soto de álamos de Virginia y sauces. Entró en el agua a la sombra de los árboles, en silencio, sin chapotear.

El perro se mantuvo a su lado y cruzaron juntos. Al emerger el caballo en la otra orilla, Hondo oyó el tañido de un arco y sintió tensarse los músculos de la montura bajo el impacto de la flecha. Cuando el caballo empezó a caer, Hondo Lane dio un salto para apartarse.

Golpeó la arena con un hombro y rodó rápidamente hasta situarse tras un tronco varado. Se detuvo asomado tras el extremo del tronco, con el rifle ya en posición. Vio moverse algo marrón y su dedo se tensó y el rifle dio una sacudida entre sus manos. Oyó impactar la bala y vio rodar al apache, con los ojos abiertos mirando al cielo.

Nada más disparar se desplazó a una nueva posición, sobre la hierba áspera, prácticamente al descubierto. Y entonces aguardó.

Se secó las palmas sudorosas en la pechera de la camisa y parpadeó para mantener el sudor fuera de los ojos. La arena le calentaba la parte delantera del cuerpo, el sol la espalda. Olió el tufo rancio de su propio cuerpo, los olores a tabaco, caballo y humo de hoguera que eran parte de él. Esperó y no hubo sonido alguno.

Una mosca se le posó en el dorso de la mano, oyó discurrir el agua sobre las piedras. A su alrededor yacían los restos agrisados de un árbol muerto largo tiempo atrás. Tenía calambres en un hombro.

Nada se movía, salvo un pajarillo que comenzó a descender hacia una pequeña mata de arbustos, pero se desvió antes de posarse. Hondo se arriesgó. Abrió fuego repentinamente, espaciando los disparos. Oyó un grito débil y ahogado y volvió a disparar al mismo punto.

Tras rodar de nuevo a su posición inicial, esperó un instante y a continuación atisbó tras el extremo del tronco. Vio la puntera de un mocasín excavar espasmódica la arena y lentamente relajarse.

¿Dos indios, o más? Permaneció tendido inmóvil, los oídos alerta. La puntera del mocasín se quedó como estaba. Un pequeño lagarto apareció sobre una rama cercana a él y contempló a Hondo con los ojos de par en par. Su diminuto corazón bombeaba, la boca abierta por el calor. Hondo se secó la palma de la mano y lanzó una piedra al arbusto, a veinte pies. La oyó caer y ese fue todo el sonido.

Probablemente no más de dos. Tenía la boca reseca, ansiaba beber agua. Aun así esperó, no quería correr más riesgos y conocía demasiado bien la paciencia de los apaches.

Sólo al cabo de varios minutos se apartó del tronco y dio un rodeo en busca de mejor visibilidad. El apache yacía inmóvil, la parte baja de la espalda cubierta de sangre que desprendía rojos reflejos bajo el caluroso sol vespertino.

Hondo Lane se puso en pie y se acercó. La bala había alcanzado al indio en el pecho. Lo había atravesado desde la parte superior del tórax hasta el estrechamiento de la espalda, partiéndole la columna.

Bajó el rifle, se quitó el sombrero y se enjugó la frente con un pañuelo. Miró de nuevo el moreno cuerpo del indio, luego echó un vistazo al otro. Los dos muertos… Aquel no era un buen sitio para estar.

El perro se detuvo bajo un árbol y se tendió a esperarlo. Hondo contempló el caballo muerto, a continuación le retiró silla, brida y alforjas. Era una carga pesada pero lo acomodó todo junto y se lo echó al hombro y se puso en marcha a través de los árboles, a paso firme. El perro se levantó con un ágil movimiento y fue tras él.

Alcanzó la corriente en una curva del cauce y se metió en el agua en un ángulo que apuntaba corriente arriba. Cuando el agua le llegó por las rodillas, dio media vuelta y caminó sin salir del río, siguiendo el curso de la corriente por espacio de media milla, a continuación salió del cauce y, caminando sobre las piedras, siguió el río durante un trecho más, hasta llegar a un afloramiento rocoso. Al abandonar la roca volvió a caminar corriente arriba. Usaba todos los recursos disponibles para ocultar su rastro, cambiando de dirección con la destreza de un apache, y finalmente llegó a una cresta, la cual siguió, manteniéndose justo por debajo de la cima.

El sol descendía y largas sombras se extendían desde las colinas, pero no se detuvo a descansar. Continuó moviéndose, comprobando la medida de su avance mediante las estrellas y sin dejar de seguir la cresta. Dos horas después de la puesta del sol, dejó finalmente su carga en el suelo y se masajeó el hombro.

Se había detenido en un pequeño círculo de rocas rodeado por pinos dispersos. Las rocas bordeaban una hondonada cuyo fondo quedaba a diez pies por debajo del paraje circundante. Después de extender sus mantas bajo un árbol, tomó una cena frugal, que consistía en cecina y un trozo de galleta seca. Luego se metió entre las mantas y durmió.

El amanecer lo encontró despierto. No se despertó gradualmente, sino que abrió de repente los ojos, retornando de inmediato a la consciencia, y escuchó, luego miró al perro. Estaba tumbado a unas yardas, con la cabeza descansando sobre las patas delanteras. Hondo se relajó y enrolló las mantas sin entretenerse. Después de una rápida comprobación desde el borde de la oquedad, para inspeccionar los alrededores, volvió al fondo y recolectó ramas secas de caoba silvestre, arbusto cuya madera producía una llama intensa y apenas humo.

Encendió una pequeña hoguera debajo de un pino para que el escaso humo se dispersara al elevarse entre las ramas. Hizo café, comió más cecina y galleta seca, y eliminó todo rastro del fuego cubriendo el lugar con hojas y arena. Con cuidado, borró también las marcas de donde había dormido y sus huellas. Luego, cargado de nuevo con la silla y las alforjas, abandonó la hondonada y retomó la marcha a lo largo de la cresta.

El aire de la mañana era claro y fresco. Caminaba con ritmo invariable, deteniéndose apenas para descansar. Su cuerpo delgado y alobunado, horneado por demasiados días al sol y secado por el viento, no tenía carnes blandas que el calor pudiera fundir. A media mañana oyó piar de pájaros y siguió el sonido. Una angostura poco profunda en la roca albergaba agua. Se dejó caer sobre el vientre y bebió, se apartó y fue entonces el turno del perro, que bebió a lametones, agradecido pero con mirada cautelosa.

Entre las rocas cerca del agua, Hondo Lane fumó un cigarrillo y estudió el terreno. No había movimiento, salvo de algún buitre esporádico. Alcanzó a ver un coyote solitario. Bebió otra vez, se cargó la silla al hombro y prosiguió el camino.

Se detuvo de pronto. Había encontrado el rastro antiguo de un caballo con herraduras. Tenía varios días y por su aspecto databa de antes de las lluvias. Apenas quedaban unas vagas muescas. Pensativo, examinó el paraje que lo rodeaba. Era un lugar en extremo inusual para que un jinete rondara por él. Ningún soldado iría por allí salvo que sirviera de explorador para un grupo más numeroso.

Echándose una vez más la carga al hombro, siguió las huellas de cascos y dio con otros dos rastros; los perdió cuando llegó a terreno más bajo, donde la lluvia los había borrado. Finalmente, guiado por la intuición, abandonó la ruta que había venido siguiendo y atravesó el valle poco profundo en busca de un punto panorámico desde donde inspeccionar el paraje.

Vio una mata de calabaza india y cortó unos tallos y siguió caminando mientras los comía. Dos veces más encontró rastros del mismo caballo con herraduras y entonces, de pronto, el perro se puso en guardia.

Hondo se agachó también. Había hierba rala, unos pocos fragmentos de roca dispersos. Dejó la silla de montar entre las rocas y yació perfectamente inmóvil. El perro, a unas yardas, permanecía también quieto. El animal soltó un gruñido, bajo y profundo.

—¡Sam!

El susurro de Hondo fue rápido, imperativo. El gruñido cesó.

Siguió sin moverse unos minutos y entonces oyó movimiento. Eran nueve apaches, que cabalgaban formando un grupo disperso, en una dirección aproximadamente paralela a la de él. Se mantuvo tumbado y evitó mirarlos directamente por temor a atraer su atención.

Nueve. A esa distancia no tenía ninguna posibilidad. Podría acabar con dos o tres antes de que los demás lo alcanzaran, y eso sería todo. Tampoco había ningún cobijo. Tan sólo su absoluta inmovilidad y el color neutro de su ropa impedían que lo vieran.

Escuchó con atención. No hablaban. Oyó los crujidos de la áspera vegetación bajo los caballos, el tintineo ocasional de un casco contra una piedra. Y de pronto ya no estaban allí.

Continuó inmóvil unos minutos más, tras lo que se puso en pie y cruzó las huellas que habían dejado, atento todavía a los rastros del caballo con herraduras. Todos databan de la misma época, lo que quería decir que un blanco había pasado una temporada en la zona. Era posible que siguiera por allí. Un caballo podía significar que había un segundo.

Unas millas más adelante llegó al borde de un risco y al otro lado se encontró con una profunda hondonada, en el fondo de la cual había un pequeño rancho. Era verde, bonito y placentero, y con un suspiro descendió hacia él, más despacio que antes.

Junto a la gastada valla del corral, jugaba un niño. De pronto, alertado por un ruido, alzó la cabeza y vio al hombre que bajaba por la pendiente.

—¡Mamá, mamá!

Una mujer apareció en la puerta de la cabaña protegiéndose los ojos del sol con la mano. Se acercó al niño y le dijo algo y juntos miraron al hombre. Este caminaba ahora más despacio todavía; la fatiga de varios días y su pesada carga habían podido con él a pesar de su fortaleza de hierro. Ella titubeó y regresó a la cabaña.

En una cartuchera colgada de un gancho de la pared había un enorme Colt Walker. Sacó la pesada arma de la funda y volvió a la puerta, habiendo antes dejado el revólver sobre la mesa, oculto bajo un trapo, donde lo tendría a su fácil alcance.

Posó una mano sobre la cabeza del niño.

—Deja que mamá hable —dijo en voz baja—. ¡Acuérdate!

—Sí, mamá.

Hondo alcanzó el final de la pendiente y caminó hacia la cabaña. Mientras se acercaba, su mirada fue de la casa a los corrales y al cobertizo, desprovisto de fachada, que albergaba un yunque, una forja y unas pocas herramientas. No dejó de examinar el lugar con la vista, siempre cauto. Ni siquiera la presencia de la mujer y el niño en el umbral disipaba su recelo.

—Acuérdate —susurró la mujer—. No digas nada.

Hondo dejó en el suelo la silla de montar, al abrigo del cobertizo, y se quitó el sombrero mientras los otros caminaban hacia él. Se enjugó la cara.

—Buenos días, señora. ¿Qué tal, hijo?

—Buenos días. Parece que ha tenido dificultades.

—Así es. Perdí mi caballo cuando evitaba a los indios. La pasada noche acampé en los montes Lano, sin agua, y desde entonces me parece que he hecho unas cuantas millas —señaló al perro—. Sam olió apaches.

—¿Cómo puede ser? Estamos en paz con los apaches. Tenemos un tratado.

Hondo ignoró el comentario. Miraba el establo. Había varios caballos en el corral.

—Sí, señora, y ahora tengo que conseguir un nuevo caballo, ya sea tomándolo prestado o comprándolo. Puedo darle un pagaré del gobierno de los Estados Unidos. Llevo un despacho para el general Crook. Me llamo Lane.

—Yo soy la señora Lowe. Angie Lowe.

—¿Puede venderme o alquilarme un caballo, señora Lowe?

—Por supuesto. Pero sólo tengo los de labranza y esos otros dos, que están sólo medio domados. El vaquero que los estaba preparando se hirió y tuvo que volver al pueblo.

Fueron al corral. Saltaba a la vista que dos de los caballos eran mustangs, sin domar y rebeldes. Hondo Lane caminó a su alrededor, estudiándolos atentamente. Eran buenos animales.

—Lamento que mi marido no esté aquí para ayudarle. Está en las colinas con el ganado. Tenía que escoger precisamente el día que tenemos visita.

—Me encantaría conocerle, señora —miró al niño, que rondaba alrededor de Sam—. Yo no acariciaría a ese perro, hijo. No le gustan las caricias. Y ahora, señora, si me lo permite, probaré los caballos.

—Por supuesto. Y yo le prepararé algo de comer. Supongo que estará hambriento.

Lane sonrió.

—Gracias. Sí que comería algo.

Lane se detuvo un momento antes de entrar en el corral. Había un montón de trabajo pendiente allí. Las pequeñas tareas de las que se tendría que ocupar el hombre de la casa estaban sin hacer. Las recientes lluvias se habían colado en el cobertizo y habían excavado un agujero que socavaba la cimentación. Otra tormenta y el agujero sería demasiado grande. Había que rellenarlo y canalizar el agua hasta el arroyo.

Lio un cigarrillo y lo encendió. A continuación se apoyó en los travesaños de la valla del corral. Los dos animales se movían con cautela, manteniéndose apartados del poco familiar olor a hombre. Ambos tenían buena planta y mostraban indicios de velocidad y potencia. Le gustó el grullo, un caballo oscuro y enérgico, que todavía tenía el greñudo pelaje invernal.

Lane pasó al corral entre los travesaños, lazo en mano, el cigarrillo colgando de la comisura de la boca. Los caballos se alejaron, giraron sobre sí mismos en el extremo opuesto del pequeño corral. Observó cómo se movían, agradándole el brío del grullo pero atento a ambos caballos.

Les habló en voz baja y dejó caer el cigarrillo al suelo polvoriento. Era consciente de la presencia del niño, encaramado a la valla, que lo miraba con excitación. El polvo se elevaba del corral y Hondo hizo oscilar un lazo. El grullo sacudió la cabeza e hizo girar los ojos, rehuyendo la amenaza del lazo.

Hondo sonrió, satisfecho con el ímpetu del caballo. Le habló en susurros y se acercó. Cuando procedió al lanzamiento, este fue rápido, diestro y efectuado sin esfuerzo aparente. El lazo cayó certero alrededor de la cabeza del bronco, y el caballo se detuvo, nervioso. Al menos, conocía el contacto del lazo. Algo ya sabía, aunque todavía no estuviera familiarizado con la silla.

Hondo lo condujo a la valla susurrándole y acariciándole cuello y flancos. El caballo, todavía nervioso, se asustó, pero pronto empezó a calmarse. Finalmente olfateó a Hondo con curiosidad, pero volvió a asustarse cuando él intentó acariciarle la nariz.

Sin hacer movimientos bruscos, Hondo salió del corral pasando entre los travesaños. Volvió a entrar cargado con la silla y la brida, que posó en el suelo cerca del caballo, hablándole un poco, y a continuación, tras acariciarle la oscura espalda, le colocó la manta de la silla. Luego la silla. El caballo se debatió un poco pero terminó por aceptarla.

En una ocasión, miró hacia la casa y vio a Angie Lowe, que lo observaba desde el umbral.

Dejó puestas la brida y la silla al animal para que se acostumbrara a ellas y Hondo salió del corral. Con el chico a su lado, recorrió con la vista la silueta de las colinas. Era asombroso encontrar a aquella mujer y a su niño allí, en territorio apache.

Sintiendo curiosidad de pronto, se dirigió al establo y rodeó la propiedad siguiendo el arroyo hasta llegar a la parte trasera de la casa. El único rastro que entraba o salía desde las lluvias era el suyo. Pensativo, volvió a estudiar las colinas y regresó a la casa.

Había una palangana de estaño en un banco junto a la puerta, con una toalla limpia y una pastilla de jabón casero al lado. Se desprendió de la camisa y del sombrero, se lavó y se peinó. Tras volver a ponerse la camisa, pasó adentro.

—Huele increíblemente bien, señora —dijo mirando la cocina—. Un hombre acaba hartándose de lo que él prepara.

—Lamento que mi marido haya escogido el día de hoy para ir por esas cabezas perdidas. Le habría encantado tener a un hombre con quien hablar. Siempre agradecemos la compañía.

Lane apartó una silla de la mesa y tomó asiento frente al plato y la taza.

—Este sitio tiene que ser muy solitario. Sobre todo para una mujer.

—A mí no me molesta. Crecí aquí.

Sam se asomó a la puerta, dudó y entró receloso. Un minuto después se tendía en el suelo, pero sin perder de vista a Hondo. Parecía peligroso y distante. No había nada en el perro que inspirara afecto, salvo, quizá, su absoluta resolución. Existía una curiosa afinidad entre hombre y perro. Ambos eran indómitos, criaturas nacidas y criadas para la lucha, afiladas y templadas por vendavales tórridos y largas marchas a través del desierto, desconfiados, peligrosos, y aun así buenos compañeros en una tierra dura.

—¿Qué puedo dar de comer a su perro?

—Nada, gracias. Se las apaña solo. Es más rápido que cualquier conejo.

—No es ningún problema —se volvió hacia la cocina y cogió un plato para llenarlo de sobras.

—Si no le importa, señora, prefiero que no le dé nada.

Ella lo miró con curiosidad. Cada vez le sorprendía más aquel hombre, tan extraño. No obstante, se sentía más a salvo con él en casa. No se parecía a nadie que hubiera conocido, ni siquiera en aquel territorio de hombres extraños y peligrosos.

Bastaba verlo moverse para apreciar que era diferente de los demás. Siempre despreocupado, siempre pausado, pero con un control de sus movimientos y una vigilancia que contradecían la actitud tranquila. Ella tenía la impresión de que vivía en continua vigilancia del peligro, sin permitir nunca que este lo alcanzara, pero siempre preparado. La mirada de la mujer cayó en la gastada cartuchera y en la pulida empuñadura del Colt. Las dos tenían una larga historia, no fruto del mero paso de los años, sino de usarlas para lo que estaban hechas.

—Creo que lo entiendo. No quiere que se acostumbre a aceptar comida de alguien que no sea usted. Bueno, yo la prepararé y usted puede dársela.

—No, señora. Yo tampoco le doy de comer.

Viendo la duda en los ojos de la mujer, dijo:

—Sam es independiente. No necesita a nadie. Quiero que siga así. Es una buena forma de ser.

Se sirvió otra ración de carne, junto con más patatas y salsa.

—Pero todo el mundo necesita a alguien.

—Sí, señora —Hondo siguió comiendo—. Qué lástima, ¿verdad?

Ella regresó junto a la cocina y echó un trozo de leña al fuego. Aquel hombre la hacía sentir perpleja, y aun así también notaba una curiosa atracción. ¿Era sólo porque era un hombre? ¿La mujer que era ella necesitaba de su presencia? ¿La casa llevaba demasiado tiempo falta de una presencia masculina?

Avivó el fuego, retiró un trozo de leña calcinado y volvió a la mesa. Él comía despacio y en silencio, aunque sin los modales despreocupados de tantos hombres del oeste, acostumbrados a vivir en campamentos y barracones, lejos de mujeres.

Sus botas estaban gastadas y cubiertas de rozaduras. Y había una zona en el muslo izquierdo donde sus pantalones vaqueros estaban raídos por el roce con algún objeto. Podía haberlo hecho una cartuchera. Salvo que aquel hombre llevaba la pistola en el lado derecho. ¿Había usado antes dos armas? No era probable. No muchos lo hacían.

—Es usted buena cocinera, señora.

Hondo apartó la silla y se puso en pie.

—Gracias.

Ella estaba agradecida y no lo ocultó. Se alisó el único delantal bueno que tenía.

—Una mujer tiene que ser buena cocinera.

Él se encaminó a la puerta y se detuvo allí, contemplando el patio y a continuación los árboles, el arroyo y por último las colinas. Se mantuvo dentro de la casa, medio oculto por la jamba para cualquiera que pudiera estar fuera. Se puso el sombrero y mirando hacia atrás dijo:

—Yo también soy buen cocinero.