CAPÍTULO XXX

EL FINAL DE LA EXPEDICIÓN

Enterrado allá dentro, en el estrecho pasadizo, Bill Barnes se debatía y sudaba, abriéndose camino, centímetro a centímetro, hacia los tenues rayos luminosos que marcaban su meta. De repente, interrumpió su tarea.

Un ligero temblor agitó la tierra alrededor suyo, haciendo caer encima de él varias guijas y terrones de tierra que estaban medio sueltos. Poco después volvió a temblar la tierra, y aún se notó un tercer temblor. Durante un momento quedó sobrecogido por una especie de terror que lo paralizaba, al darse cuenta del significado de tales temblores.

Su imaginación le hacía ver visiones de sus hombres, de su campamento, de sus aviones, lanzados hacia el cielo en terrible confusión, y estas alucinaciones lo apenaban y deprimían; le parecía ver a Cy Hawkins, a Red Gleason, a Shorty, a Scotty, a Beverly Bates y al resto de aquella noble cuadrilla destrozados y mutilados en forma que hacía imposible su identificación, y aquella terrible idea le producía una sensación horrible, y consideraba inútil seguir luchando. Pero esto duró pocos segundos.

Entonces una fría cólera, una rabia salvaje envió nuevo fuego a sus músculos. De nuevo se enfrascó, tenaz, en su tarea de desmenuzar la tierra y las piedras que le mantenían preso allí dentro.

La ancha hoja de acero desprendía chispas al chocar contra las rocas.

Piedras y tierra se desprendían rápidamente bajo sus enérgicos golpes.

Pocos segundos después, ya había conseguido abrirse camino a la fuerza y acabar de recorrer el estrecho pasadizo, y a la sazón se hallaba en el suelo de la cabaña, agachado bajo el techo del fondo.

Sanders se acercó a él, pálido a más no poder.

—¡Mico Morton ha volado el campamento!

El rostro de Bill Barnes permanecía impasible. La gran espada temblaba entre sus manos, como si estuviese dotada de vida.

—¿Dónde está? —aulló.

—Se han ido a montar en sus aviones —respondió Sanders.

Sin decir palabra, Bill Barnes saltó hacia la puerta. Seguido por Sanders y Marston, que consiguieron alcanzarlo, corrió hacia el valle. Muy por encima de las crestas del cañón, una significativa nubecilla de humo y polvo flotaba en el aire de la noche.

Numerosas esquirlas de piedra y granos de tierra continuaban cayendo, procedentes de la explosión que acababa de tener lugar.

Por delante de ellos, el ancho fondo del valle rebosaba actividad. Cuatro aviones estaban ya en el aire, ascendiendo hacia el cielo; un quinto aparato despegaba en aquel momento; el sexto empezaba a rodar sobre la hierba, preparándose a elevarse. Su motor estaba aún calentándose, y daba algunas explosiones en falso, antes de empezar a roncar a plena carga.

Hacia este avión se dirigió Bill Barnes, corriendo a través del valle con la apariencia de un demonio cubierto de tierra.

El asombrado piloto que ocupaba el aparato lanzó una mirada de espanto a la vez que una vengativa figura se le venía encima, descargando de plano sobre él, con asombrosa rapidez una enorme espada, dejándole sin sentido. El hombre que ocupaba el asiento posterior intentó sacar una pistola, pero Bill Barnes blandió su espada por encima de su nuevo enemigo. La pesada arma silbó en el aire y cayó sobre aquel hombre, que se desplomó en su asiento.

Pocos segundos después, Bill Barnes había descargado los inertes cuerpos, sin muchas ceremonias, dejándolos en tierra, mientras Sanders y Marston subían al avión y ocupaban el asiento posterior; Bill se les reunió al instante y le dio todo el gas al motor.

La aeronave avanzó con rapidez. El piloto aceleró aún más el motor, cuyo rugido aumentó hasta convertirse en un irritado ronquido.

El avión perdió contacto con el suelo. Bill Barnes lo dirigió hacia arriba, tras los otros aparatos, desapareciendo entre las nubes que coronaban el cañón.

En un tiempo que no parecía más largo de un segundo, ya se había elevado sobre las crestas que limitaban el profundo valle, saliendo fuera del mismo.

Entonces, una imponente escena se presentó ante su vista.

Allí, empeñados en duro combate, estaban tres de los extraños aviones plateados luchando con los de la flotilla de Mico Morton.

Mucho más allá, ascendiendo lentamente sobre el oscuro valle, aparecían tres pesados aviones de transporte. Bill Barnes sabía muy bien lo que albergaban en su interior.

Pero de su propio grupo de audaces luchadores no se veía la menor señal.

El corazón le dio un vuelco cuando miró hacia el lugar en que había estado su campamento. A despecho de la bruma que lo cubría, pudo ver una especie de grandioso cráter de irregulares bordes, en el que aún humeaban trozos destrozados y a medio quemar de las lonas que formaron parte de su equipo, así como numerosos restos y partes de aviones que yacían esparcidos por allí.

Era un espectáculo desolador. Las mandíbulas de Bill Barnes se agarrotaron como si fuesen de granito.

Hizo virar a su avión y lo dirigió, como una flecha, hacia el lugar cercano al volcán donde aterrizara por última vez, sirviéndole de guía el bosquecillo que había elegido para ocultar a su diminuto «Abejarrón».

Apenas habían tocado tierra las ruedas del avión, cuando, con un brusco movimiento de su cabeza, ordenó a Marston que se encargase de los mandos del aparato, y él se salió de su asiento y saltó al suelo.

Mientras el corazón le latía violentamente con el miedo de que su avión hubiese desaparecido, corría hacia el pequeño grupo de árboles, tratando de reconocer pronto la visión de su familiar silueta, parecida a la de un camello.

Entonces, su corazón dio un gran brinco, ¡porque allí estaba todavía!

Con frenéticos movimientos, echó a un lado todas las enmarañadas ramas con que había tapado su aparato, empujó al pequeño avión fuera del bosquecillo, hasta sacarlo al campo descubierto, saltó a bordo y puso su motor en marcha. En seguida se calentaron los cilindros, y los rotores empezaron a cortar el aire.

Sin esperar ni siquiera a que el motor se calentara por completo, Bill Barnes salió disparado hacia el espacio cambiando rápidamente su apoyo de los rotores a las alas.

El llamado Sidney Marston, que había quedado pilotando el otro avión, describió con él un amplio círculo, situándose detrás del pequeño «Abejarrón».

Sin embargo, Bill Barnes no paró la atención en su maniobra, porque estaba obsesionado con su afán de venganza. Disparó una andanada de tiros, para probar sus ametralladoras, y después se dirigió en línea recta hacia el centro de aquella salvaje batalla aérea que se estaba desarrollando encima de su destruido campamento.

Subió muy alto, muy alto, hasta que sus miras se encontraron con el vientre de una de aquellas misteriosas aeronaves grises y plateadas. Con la fría indiferencia que hubiese empleado la fatalidad, así obró Barnes.

Por encima del silbido que hacía el viento al chocar contra los bordes de las alas se oyó, dominador, el gruñido de sus ametralladoras, y un delgado y tenue reguero de balas incendiarías se precipitó sobre el plateado cuerpo del avión enemigo.

Este último se inclinó hacia un lado de un modo alarmante y empezó a girar sobre sí mismo. El rostro de Bill Barnes adquirió un aspecto que le hacía parecer tallado en duro mármol.

Los dedos del intrépido aviador se agarrotaron de nuevo sobre el gatillo de sus ametralladoras, en cuanto uno de los aviones de Mico Morton se puso al alcance de ellas.

Otra vez se entretuvo en hacer filigranas con aquellas armas terribles, y otra vez el reguero de muerte zumbó implacablemente sobre los elementos vitales del aparato enemigo, hasta que una fina línea de llamas brotó de él, empezando a vomitar un humo negro; de repente, aquella aeronave pareció lanzarse de un modo loco hacia la tierra, ondeando tras ella una trágica banderola de fuego y humo, conforme caía y se estrellaba en el terreno.

Esta segunda hazaña dio lugar a que los demás aviones enemigos advirtiesen la llegada de Barnes.

Los aparatos de caza que volaban por encima de él realizaron rápidos virajes para hacer frente a este nuevo peligro. Fue como si los extraños aviones extranjeros y los de la pandilla de Mico Morton hubiesen decidido combinar sus esfuerzos contra él.

Ahora volaban todos por encima y alrededor de su pequeño «Abejarrón», dejándose caer del cielo en imprevistos ataques. Repentinamente, dos de ellos se le pusieron detrás. Bill Barnes hurtó su aparato de un modo rapidísimo, escapándose de aquel cepo, al mismo tiempo que el llameante acero empezaba a cantar en derredor de su aeronave. Entonces, trazó en el aire un veloz y doble lazo, en curva tan cerrada, que parecía girar sobre su cola, y se zambulló tras de uno de sus adversarios, haciendo tabletear de nuevo sus ametralladoras.

El piloto del aeroplano plateado agitó sus manos hacia arriba, por un momento, y después se inclinó contra las palancas de mando.

Implacables, los dedos de Bill Barnes se clavaron rápidamente en el gatillo de las ametralladoras. Al mismo tiempo, inclinaba hacia abajo su aparato, enviando al avión herido una corta y salvaje descarga incendiaria.

El avión plateado se precipitó instantáneamente hacia la tierra, cayendo como un cometa perseguido por un infierno de llamas y humo.

Las otras aeronaves, no obstante, continuaron persiguiendo a Bill Barnes, disparando contra él, convertidas en verdaderas furias que escupían plomo y acero desde todos los ángulos concebibles. Los cielos parecían estar materialmente cruzados por líneas de llamas, mientras los aviones enemigos se acercaban al suyo por todos los lados y también por encima y por debajo.

Una zumbadora arista arrancó el capuchón que envolvía su motor. A Bill Barnes le faltó tiempo para dirigir la nariz de su avión hacia arriba, esquivando aquel torrente de balas y haciendo lo posible por ganar altura.

Con absoluto desprecio para el enjambre de aviones que volaban y zumbaban alrededor del suyo, Bill Barnes dio un golpe de timón a la izquierda, empujó la palanca de mando completamente hacia ese mismo lado, y su «Abejarrón» cayó de costado, atravesando una granizada de balas.

En los planos de sus alas se dibujaron rápidas siluetas de flores, numerosos puntos negros, como si les atacase la viruela; en uno de sus hombros sintió algo que le quemaba. Sus ametralladoras tableteaban de firme en respuesta, aquella vez dirigidas al cuerpo de uno de los aviones de Mico Morton.

Barnes se dejó caer otra vez en el espacio, encontrando una nueva ocasión de arremeter contra sus enemigos, después de describir otro rápido lazo en el aire. Ni siquiera se enteró que el avión sobre el cual acababa de disparar estaba desplomándose sobre tierra.

A la sazón, las fuerzas enemigas combinadas estaban desesperadas.

Desde el cielo bajaba el atronador bramido de los motores acelerados, los silbidos que los tensos tirantes de alambre producían al cortar el aire y el persistente repiqueteo de las incansables ametralladoras.

Parecía como si ningún poder humano fuese capaz de hacer frente a aquel terrible ataque combinado, pero Bill Barnes se escurría lateralmente, describía mil curvas y lazos, y siempre estaba colocado detrás de la cola de algún aparato enemigo, vomitando un fuego devastador que lo descartaba de los demás; así envió dos nuevos aviones a tierra en pocos segundos.

Los dos restantes aviones, uno de ellos de Mico Morton y el otro de los plateados, huyeron como podrían hacerlo los gorriones ante un águila vengadora. El solitario avión plateado dio media vuelta y emprendió rápido vuelo tras de aquellos aviones de carga que habían desaparecido ya a lo lejos, por el Oeste.

El único aparato que había logrado salvarse, entre los de la escuadrilla de Mico Morton, escapó en dirección al Sur.

Con el corazón rebosante de venganza, Bill Barnes había emprendido la persecución de este último avión, cuando de repente se le ocurrió echar una mirada a su alrededor, en busca del llamado Sidney Marston.

Entonces fue cuando vio que el avión pilotado por su camarada era arrastrado hacia el suelo, dando extrañas sacudidas. Bill Barnes se apresuró a volar hacia él. Cuando se acercó, vio que Sanders estaba encaramado, de un modo furioso, sobre el asiento del piloto.

Pudo observar cómo el joven Sanders lograba dominar los mandos, y se dio cuenta, al instante, de que Marston debía de haber sido herido. EL joven llevó su avión hasta el suelo, realizando un perfecto aterrizaje en el que las dos ruedas y la cola tocaron tierra simultáneamente, según comprobó Bill Barnes.

Y entonces Barnes alzó al cielo sus asombrados ojos, en los cuales una gran alegría había sustituido al pasmo y la incredulidad que hasta aquel momento reflejaran.

Motivaba este cambio el que volando hacia él, serenos y sin apresurarse, mientras se destacaban de las profundidades del lejano bosque, se acercaban los aparatos de su propia flota, precedidos por los cuatro potentes aviones de caza, y tras ellos venían los aviones de carga, en tranquilo y majestuoso vuelo.

Una gran alegría llenaba el corazón de Bill Barnes. Haciendo una señal al primer avión de la derecha, para que se encargase de Sanders y Marston, que seguían allá abajo, Barnes indicó a los demás que le siguieran a él.

Y dando una rápida vuelta, se dirigió valle abajo, hacia el oscuro cañón, mientras los otros aparatos le seguían casi pegados a su cola.

Un solo avión de carga permanecía enfrente de la entrada de la caverna, cuando Bill Barnes aterrizó. Bajó de su aparato y echó a correr hacia el de transporte, pero entonces se oyó el disparo de un rifle; el tiro había partido del grupo que rodeaba al gran avión de carga, un grupo que trabajaba febrilmente para acabar de llenarlo con las mercancías a él destinadas.

Entretanto, los otros aparatos que le seguían tomaron tierra, uno tras otro, y de ellos desembarcó una multitud de hombres adictos a Bill Barnes, que echaron a correr a través del campo, mientras, desde la proa del avión de Red Gleason, una ametralladora disparaba unos cuantos tiros de aviso que bastaron para hacer huir a los defensores del avión de transporte.

Estos hombres se refugiaron en el interior de la caverna.

Los compañeros y servidores de Bill Barnes, acompañando a su jefe, se precipitaron dentro de la gran sala subterránea. Allí había aún un hermoso montón de cajas de oro en el centro del suelo, pero no encontraron el menor rastro de un solo hombre.

Este misterio fue pronto resuelto, porque descubrieron pruebas que demostraron la existencia de un túnel que debía de partir de aquella caverna en dirección al cráter; sin embargo, no encontraban la entrada de aquel túnel, porque habían dejado caer una gran roca enfrente de ella, recurso que ya estaba preparado de antemano.

Aquel excitado grupo de hombres se apiñó alrededor de su jefe. Las preguntas y las respuestas se sucedían con gran profusión, pero Bill Barnes estaba muy preocupado por las heridas de Marston.

Otro avión aterrizó en el exterior, y pocos minutos después Sanders y Beverly Bates entraban haciendo eses y llevando entre los dos a Marston con el rostro muy pálido.

El esfuerzo había sido excesivo para él, según comprobaron después de tumbarlo sobre un banco, al escuchar su agitado corazón.

Dos balas blindadas le habían atravesado de parte a parte; pero aquel hombre aún luchaba por explicarse, no obstante su estado.

—Ha sido ese sucio mestizo… —musitó el herido—. Lo contrató la pandilla de Morgan Catesby para que lo espiase a usted… Enviaron informes a Mico Morton… Yo me llamo Brodolph… aunque me haya hecho llamar Marston…

Bill Barnes escuchaba impasible.

—¿De modo que Mico Morton estaba contratado por Morgan Catesby? —preguntó.

—Mico Morton y muchos más… Teníamos un avión, un helicóptero, mejor dicho, que flotaba alrededor del campo de aterrizaje de usted todas las noches… Alguien lo derribó a tierra…, y entonces enviamos otro…

—¿Tenía algo que ver su cuadrilla con la muerte de Rufus Hibben?

Brodolph movió su cabeza en sentido negativo.

—¿Eran las gentes de ustedes las que intentaron bombardearnos con aquel «Boeing» robado?

—No, señor ——declaró Brodolph, con voz ya muy débil—; la gente de Mico Morton tenía un hombre vigilando a Branders en Seattle, pero yo no sé nada acerca de esos asuntos. Apostaría a que me estoy marchando al otro barrio… Estoy pensando que he sido un canalla…

Su voz se amortiguó y se hizo ininteligible; su cabeza se caía a un lado y a otro. Un segundo después, lanzó un profundo suspiro y se quedó inmóvil.

Sin embargo, el disgusto de su muerte fue olvidado en un momento, al ver que Beverly Bates se acercaba conduciendo ante él nada menos que a Fernando, el criado filipino. Fernando estaba sombrío.

Beverly Bates se apresuró a contar su historia. Sospechando de aquel individuo desde un principio, lo había observado día y noche. Sus sospechas fueron confirmadas cuando Bob Lawton hizo varias preguntas al supuesto filipino en diferentes dialectos de los que se hablan en aquellas islas, ninguna de las cuales fue comprendida por Fernando.

Una deducción trajo consigo otra, hasta que había obligado al propio Fernando a que le explicase toda su vida.

Aquel muchacho era un espía que trabajaba por cuenta de los misteriosos orientales. Al principio, ellos no deseaban otra cosa que robarle a Bill Barnes el proyecto de su avión, pero cuando sus informes demostraron lo peligroso que un aparato así podía ser para las fuerzas aéreas de cierta potencia del Pacífico se habían propuesto destruirlo.

¿Y el asesinato de Rufus Hibben? El propio Fernando se había confesado autor del crimen. Mató al financiero penetrando en su despacho por un conducto de aire caliente y ocultándose bajo el escritorio en que Rufus Hibben solía trabajar. Desde este ventajoso punto le disparó un tiro a quemarropa, cuando el dinero de aquel capitalista amenazaba con llegar a ser un formidable apoyo para Bill Barnes.

Los cómplices de Fernando fueron quienes sujetaron con alambres la bomba cilíndrica en el avión de Barnes y quienes habían golpeado al joven Sanders.

También eran ellos los que robaron el «Boeing» de bombardeo y trataron de hacer volar con él el campo de aviación.

Y asimismo fueron los cómplices de Fernando los que enviaron noticias a su gobierno, hambriento de oro, acerca del gran depósito del rico metal que podía ser hallado en Alaska, y el gobierno de Fernando despachó inmediatamente una nutrida expedición.

Desde luego, fue Fernando quien hizo señales al enemigo aquella noche, poco antes del ataque al campamento, y también fue el propio Fernando quien había inutilizado dos aviones en Edmonton.

—¡Sáquelo de aquí y enciérrelo en cualquier sitio! —gruñó Bill Barnes—. Lo entregaremos a la policía como culpable de un asesinato.

Fernando sonrió arrogantemente al mismo tiempo que se tambaleaba sobre sus pies. Una tenue espuma brotó de sus labios, y de repente cayó hacia delante, a los pies de ellos; sus piernas se encogieron, pero poco después se quedó completamente inmóvil.

—¡Envenenado! —susurró Beverly Bates.

—Así nos libramos de un mal bicho —dijo Bill Barnes, y se volvió hacia el alto bostoniano—. ¿No tuviste dificultades para entender mi mensaje? —le preguntó.

—No tuve la más ligera dificultad —repuso el interpelado—. En cuanto mis ojos se fijaron en aquellas dos palabras: «servicio secreto», me acordé de mis trabajos durante la guerra y no tuve la menor duda de que en aquella carta se encerraba un mensaje secreto. Entonces, lo demás no fue muy difícil, porque comprendí que para leer tu mensaje había de tomar sólo la primera palabra de cada línea. No obstante, lo que en realidad resultó muy difícil y me costó bastante rato, fue el convencer al resto de mis compañeros —explicó Bates, al mismo tiempo que sacaba la carta de su bolsillo.

Sanders la contempló con gran asombro, leyéndola en voz alta:

«Querido Bates:

»Te escribo a ti, porque siempre pusiste lealtad en mi servicio y, además, eres inteligente y me sabrás guardar un secreto. Necesito que entregues todo lo existente en nuestro campamento, incluidos los aviones, al dador, quien ya ha minado el oro y se lo llevará consigo, bien a pesar nuestro. Debéis entregar todo, sin pensar en rebelaros, pero antes de huir, rogad que os dejen bastantes alimentos para esperar un pronto rescate, pues no dudo que os podré sacar de este país. Abandonad, sin reparo, las armas y los equipos, así como las tiendas. Siento mucho verme vencido en mi empresa; nunca me imiten, ya que soy un fracasado y nadie debe tomar modelo de mi triste y equivocada vida. En fin, esperad que llegue un avión que vendrá a sacarnos a todos de aquí. Por ahora, buscad cualquier lugar donde se pueda improvisar un aceptable refugio, para preservarnos de las inclemencias del tiempo. Recuerdos de BILL».

Red Gleason habló entonces:

—Sí, pensábamos que Beverly veía visiones, como es muy corriente en él, y estábamos dispuestos a lanzarle mil maldiciones si luego resultaba que se había equivocado. De todos modos, el amigo Scotty, aquí presente, y yo, y también los demás, nos largamos de aquel campamento con todos los aviones y los objetos de valor, y luego de esconderlos en otro lugar más seguro, volvimos y preparamos un avión de imitación, parecido al tuyo, y dejamos todas las tiendas montadas. Después, nos ocultamos entre los altos árboles de allí cerca.

»No habría pasado mucho rato, ¡seguro que no!, cuando vino por el aire esa bandada de pájaros raros. Llegaban, al parecer, de este oscuro valle. Y al mismo tiempo que volaban por encima de nuestro campamento, sin ver a nadie en él, empezaron a presentarse los demás soldados de esa tropa; venían a pie, y se metieron todos en el campamento, mientras los aviones aterrizaban, cuando, ¡mil diablos!, pareció que el infierno se había trasladado allí y que todos los demonios andaban sueltos.

»Lo primero que ocurrió después, como ya te puedes figurar, es que todos los que pudieron salieron disparados hacia el cielo en sus aviones, y tenían razón, porque aquel sitio no había quedado muy habitable que digamos. A los pocos momentos de ocurrir esto, oímos aquella batalla aérea que empezaba sobre nuestras cabezas, pero a esa hora ya estábamos nosotros calentando nuestros motores y tratando de reunirnos contigo. Y ahora ya sabes lo que ha pasado antes de que llegaras. ¡Después hemos visto cómo los despachabas a todos!

—A todos, no —replicó Bill Barres—. Mico Morton consiguió escaparse. Y también habían partido poco antes esos orientales con tres grandes aviones cargados de oro.

—¡Pero, hombre! —exclamó Scotty Mac Closkey, con voz en la que se pintaba su asombro—, ¡aquí han dejado un buen cargamento! He estado contando a ojo, y lo menos hay ahí un buen millón y medio de dólares, si mis cálculos no me engañan.

—¡Ya lo creo que lo hay! —dijo Bill Barnes, mientras sus ojos resplandecían de satisfacción—. Con eso tendremos para pagar bien a los guardianes y a todo el mundo, y el resto nos lo llevaremos a nuestro campo de aviación, después de repartirlo a medias con nuestro amigo de Seattle, el señor Branders, sin olvidarnos tampoco de Bob Lawton. Ahora, se me ha antojado echar una mirada dentro de ese cráter, a ver si puedo descubrir qué hay en él. Traedme unas cuantas antorchas, que voy a volar por encima y a meterme por todas partes, porque quiero verlo todo.

Y así fue como, dejando una fuerte guardia que vigilase el oro, tanto el ya cargado en el gran avión de transporte como el existente en la caverna, Bill Barnes subió a su avión para ir a explorar el misterioso cráter que parecía esconder una muerte imponente a los aviadores, así como la segura destrucción de sus aparatos.

Shorty Hassfurther, sin que nadie lo invitase, pero intrigado y curioso, decidió, repentinamente, ir tras de su jefe, y salió en su avión, rugiendo tras del «Abejarrón». Y los demás le siguieron.

En pocos minutos, Bill Barnes se encontraba a gran altura, describiendo círculos por encima de aquel extraño banco de nubes, después de haber alcanzado el «techo» de su avión, que era de cuatro mil quinientos metros de altura. Desde allí soltó una antorcha encendida y provista de paracaídas.

Conforme iba descendiendo a la deriva, iluminando la cima del banco de nubes, Barnes contemplaba el panorama, y un gesto de gran comprensión se reflejó en su rostro. ¡Aquello era un cepo aéreo! Alrededor de la cumbre de la extraña columna de nubes, invisible entre la blanca corona de nieblas, hasta que fue revelado por su antorcha, aparecía un gran círculo constituido por grandes cuerpos hinchados y turgentes.

Bajando hasta acercarse casi a su nivel, abatió las bocas de sus ametralladoras, apuntando con cierta inclinación hacia abajo, y disparó contra el más cercano de aquellos abultados monstruos.

Una especie de antorcha titánica se encendió instantáneamente. Las ametralladoras de Barnes traquetearon otra vez, y una vez más, conforme iba dando la vuelta, en amplio círculo, a la corona de nubes.

Cada vez que fulguraban las bocas de sus cañones, una de aquellas enormes masas resplandecía envuelta en llamas en cuanto las primeras balas incendiarias inflamaban el gas hidrógeno que llenaba los globos.

Aquellos anchos y brillantes cetáceos parecían transformarse en grandes dragones que vomitaban fuego por sus bocas, así que el fuego los convertía en deslumbrantes hornos, pero a los pocos instantes quedaban desinflados y caían, arrastrando consigo su malla de cables de acero con tentáculos colgantes que habían destrozado tantos aviones.

La inexplicable amenaza de aquel cráter estaba ya aclarada. Los orientales no habían hecho sino adoptar una artimaña destructiva muy corriente en la guerra: una red sostenida por globos cautivos, estos formaban un círculo alrededor del cráter, anclados lateralmente por medio de cables y con un amplio fleco de otros gruesos cables que colgaban invisibles entre las nubes, hasta tocar casi con sus extremos las crestas del propio cráter.

Cuando aquellos llameantes globos hubieron caído todos al suelo, se oyó la explosión aislada de una granada antiaérea que hizo oscilar el avión de Bill Barnes. Tras aquélla siguió otra; pero allí estaba Shorty Hassfurther, que había venido preparado para semejante eventualidad.

Se deslizó sobre la masa nubosa, dio un tirón a la palanca que dejaba caer las bombas, y seis ventrudos mensajeros de muerte bajaron silbando a través de aquellas blanquecinas nubes.

Transcurridos unos breves segundos, oyeron varias sordas explosiones allá abajo. Entonces, viraron en redondo, guiados por Bill Barnes, pero antes de alejarse volvieron la cabeza para contemplar, sobrecogidos, como aquella masa de nubes se teñía de carmesí, mientras cárdenas y fantásticas llamas subían hambrientas hacia el espacio.

Al mismo tiempo, grandes masas de rocas eran vomitadas por el cráter. El aire se estremecía con el estruendo de formidables explosiones. La tierra temblaba y rugía debajo de ellos.

Y es que habían provocado una erupción en el volcán.

Como pájaros asustados, los aviones de la escuadrilla de Barnes se dirigieron al oscuro valle y aterrizaron sobre el tembloroso suelo. Trabajando febrilmente, cargaron el resto del oro en los grandes aviones de transporte.

Respetables piedras y cenizas incandescentes empezaban a caer sobre ellos cuando pusieron la última caja de oro a bordo del avión de carga.

Destinaron a uno de los mecánicos para que guiase el avión de transporte capturado, y pronto volaron todos hacia arriba, alejándose de aquel valle y dirigiéndose hacia el Sur, mientras la gran montaña disparaba sus rojizos chorros de lava hacia las alturas.

Sin grandes contratiempos, recorrieron volando el largo camino hasta su distante campo de aviación en la lejana Long Island.

* * *

Con un puntapié bien colocado, Bill Barnes envió, desde su oficina a la calle, al asustado y rastrero Morgan Catesby. Los alguaciles y acreedores desaparecieron como por arte de magia.

Los hombres de aquel circo volante estaban alborozados, pero Bill Barnes continuaba mostrándose pensativo.

—Voy a seguir a esa tribu de asesinos orientales que nos robaron nuestro oro, aunque sea necesario llegar al otro extremo de la tierra, para dar con ellos —anunció a sus camaradas—. ¿Estáis dispuestos a ayudarme?

—¡Nosotros iremos tras de ti hasta el fin del mundo! —dijo Shorty Hassfurther, hablando en nombre de toda la cuadrilla.

—¿Pero a dónde vas a ir para encontrar a esa gente? —preguntó Red Gleason.

—No lo sé… todavía —repuso Bill Barnes, suavemente.

Muchos días habían de pasar, no obstante, antes de que el vengativo deseo de Bill Barnes pudiera verse realizado.

Aunque él explicaba lo sucedido, grandes secretos se extendían por muchos países extranjeros. Allá lejos, en las Américas del Centro y del Sur, los hombres, hablaban en voz baja de un extraño y monstruoso suceso.

Los gobiernos de las repúblicas sudamericanas temblaban hasta la médula, mientras las viejas profecías de los indios corrían en voz baja de boca en boca por el campo, sobre todo las que se referían a la venganza de los antiguos aztecas, ahora a punto de cumplirse.

Y el centro de toda la complicada red de murmuraciones y de todos estos misteriosos pánicos estaba muy alto, en un valle escondido de los Andes, donde cierto sacerdote de un antiguo culto, cubierto de joyas y agachado ante sus ídolos, peroraba acerca de los agravios hechos a sus antepasados en aquella última y terrible matanza llevada a cabo por Cortés en la ciudad de Esmeralda.

¿Quién podía predecir los bárbaros propósitos de aquel siniestro y caviloso descendiente de los aztecas?

¿Quién podía saber que para realizar sus mortales designios había criado a una raza de superhombres, gigantes del intelecto, de aguzado entendimiento, atentos a todos los progresos científicos del mundo, expertos en los adelantos mundiales referentes a cosas materiales, pero faltos de toda humana emoción de piedad y humanidad?

Una sola emoción humana poseían ellos: ¡el odio a los hombres blancos! El odio, el aborrecimiento a los amos que gobernaban el gran continente que se extiende desde el círculo ártico hasta la Cruz del Sur.

Los hombres se estremecían de horror al escuchar los rumores referentes al plan que se traslucía de los espantados cuchicheos de los indios, atezados descendientes de los antiguos y verdaderos gobernantes de aquel continente.

Bill Barnes y la leal cuadrilla de aviadores que le seguían iban a verse aprisionados entre las mallas de aquel horrendo plan y de su realización…, iban a tener que afrontar la muerte, constantes peligros, continuos combates inspirados por su deseo de salvar al hemisferio occidental y a su civilización de un completo aniquilamiento.

Todo esto presagiando aquella amenaza de muerte que procedía del extraño vuelo de los Buitres Negros, cuyo contacto era mortífero. Y hasta la lejana Long Island llegó la anunciadora corriente de miedo que venía de aquellas despiadadas y siniestras Alas de la Muerte.

Sin embargo, Bill Barnes y su grupo de aviadores, animados por el influjo del dinero que había fluido como agua en un lugar desierto, no sabían nada de estas terribles cosas que iban a interrumpir la serenidad de sus costumbres y a lanzarlos, rápidamente, a los últimos rincones de la tierra, respondiendo a la desesperada llamada de unas naciones oprimidas por el terror.

FIN