CAPÍTULO XXIX

LA CAJA DE LA MUERTE

El asustado verdugo no tuvo apenas tiempo ni de pestañear, antes de que el pesado cuerpo del alto americano, con toda la violencia de su embestida, se le viniera encima como peñasco lanzado por una catapulta. Ningún oriental, por fuerte que fuera, podía resistir el puñetazo de Bill Barnes, cuando éste iba reforzado por el empuje de sus robustos hombros y de su ancha y poderosa espalda. Por consiguiente, el verdugo se desplomó como un buey sacrificado en el matadero.

Con la velocidad de la luz, Bill Barnes agarró el puño de la enorme espada, casi antes de que ésta hubiese caído al suelo, y, blandiéndola por encima de su cabeza, saltó sobre los dos espantados guardianes.

Al más cercano se le escapó el fusil de entre las manos, aterrorizado por lo que veía, mientras Bill Barnes dejaba caer de plano la gran espada sobre la cabeza de aquel individuo, lanzándolo sin sentido contra su compañero.

De nuevo se levantó y volvió a caer la temible hoja de acero, descargando otro pesado golpe, por el borde no afilado, al segundo guardián, que cayó al suelo, aturdido y en un estado lamentable.

—¡Coged los rifles! —gritó Bill Barnes a sus camaradas.

El llamado Marston se colocó tras él, con uno de los rifles de los guardianes en su aún adormecida mano, seguido por Sanders, que se había apoderado del segundo fusil.

Tan rápidamente había ocurrido todo esto, que los guardianes encargados de las cajas de oro no tuvieron tiempo ni de levantar sus armas. En el momento en que se las echaban al hombro vacilaron en hacer uso de ellas, porque el jefe y sus ayudantes, así como el aviador que acababa de traerles noticias, se hallaban interpuestos en la línea de fuego.

EL aviador rebuscaba algo, nervioso, en su cinturón, pero Bill Barnes llegó frente a él de un brinco y le hizo rodar por el suelo con un poderoso manotazo dado con la izquierda. Un disparo que partió de alguno de los que ocupaban el fondo de la sala envió un proyectil a estrellarse contra la pared de la cueva.

Los tres fugitivos habían alcanzado ya el rincón del fondo de la caverna y se lanzaron al otro lado de la cortina que las separaba de la cámara fúnebre existente más allá.

Alguien embistió a Bill Barnes en el momento en que éste saltaba dentro del corto pasillo, pero ese alguien cayó con un extenso corte de la gran espada, que le atravesaba casi toda la espalda.

Tras ellos resonaron los furiosos pasos de sus perseguidores y algunos tiros, pero los tres hombres recorrieron a gran velocidad el estrecho y corto pasillo y penetraron en la cueva que contenía la pira funeraria.

Bill Barnes ayudó a los otros dos a trepar rápidamente pared arriba, y él mismo fue quien se volvió atrás, dejando su espada en el suelo y sacando de la hoguera fúnebre un par de llameantes leños. Los lanzó con gran fuerza hacia la entrada del pasaje, donde, al caer, levantaron gran cantidad de chispas y humo que, junto con las llamas, bloquearon por el momento, y de un modo bien efectivo, la salida del pasillo, con una cortina de humo y fuego.

Semejante estratagema les permitió ganar los pocos y preciosos segundos necesarios para escapar de la gran cámara mortuoria, que resultaba espantosa con su cargamento de huesos humanos a medio consumir.

Sanders, que era quien iba delante, trepó por la pared de roca y desapareció en la grieta, tirando de su fusil después de haber pasado él. El llamado Sidney Marston realizó la ascensión mucho más despacio.

Una nutrida descarga atravesó la humareda del pasillo y una nube de balas vino a estrellarse contra la pared del fondo, en tanto Bill Barnes saltaba a un lado, para apartarse de la línea de fuego.

Un segundo después, ya había recogido la gran espada y corría a través de la cámara, lanzándose pared arriba en el preciso instante en que sus perseguidores conseguían apartar los flameantes leños y penetraban tras él en la fúnebre cueva.

Un persistente repiqueteo de disparos de rifle despertó los ecos de la abovedada caverna. Las balas se aplastaban y chocaban con seco ruido alrededor del trepador fugitivo.

Pocos segundos más tarde, ya se había escurrido a través de la resquebrajadura, aunque no resultó tarea fácil hacer pasar por allí su robusto cuerpo.

Sin embargo, el peligro no había terminado todavía, porque los hombres de allá abajo corrían a través de la cueva, preparándose a escalar la pared y seguir tras de su presa.

Bill Barnes hizo retroceder a Marston y le pidió su fusil, que el otro se apresuró a entregarle.

Incrustado en la grieta rocosa y manejando rápidamente el cerrojo y el gatillo, descargó el rifle, casi a quemarropa, en las caras de sus perseguidores, soltando tiro tras tiro hasta que se quedó casi sin balas en la recámara.

Tres de los enemigos cayeron abajo, pero los demás, dispuestos a todo, cubrieron las bajas y continuaron trepando por la pared. Asimismo siguió disparando Bill Barnes, hasta agotar las municiones del primer fusil, mientras Sanders le ofrecía el suyo, en sustitución de aquél.

Después de arrojar a su espalda la vacía e inútil arma que había descargado contra la multitud de allá abajo, Bill Barnes reanudó el fuego con el segundo rifle, pero esta vez no prodigaba los disparos, sino que apuntaba con tanto cuidado, que cada estampido del fusil significaba la caída de uno de los perseguidores.

Éstos retrocedieron al mismo tiempo que él descargaba su último tiro buscando refugio junto a las paredes y tras las rocas esparcidas por el suelo, iniciando un persistente fuego contra la temible resquebrajadura de allá arriba.

Las balas penetraban por la grieta en gran cantidad, de modo que se hacía muy poco cómoda y bastante menos segura la permanencia en ella; además, el peligro de los rebotes era demasiado grande. Empuñando su espada una vez más, Bill Barnes retrocedió de nuevo hacia el interior del túnel y ordenó a Sanders y a Marston que no dejasen de avanzar.

El estruendo de los disparos se iba debilitando tras ellos, conforme serpenteaban por el estrecho pasaje. Se arrastraron como reptiles, para no interrumpir su marcha cuando llegaron al sitio más estrecho y bajo de techo, y al fin desembocaron en aquella gran cueva llena de murciélagos y alumbrada por una débil fosforescencia que les proporcionaba suficiente luz para apresurar su avance.

Los murciélagos revoloteaban alrededor de ellos sin hacer el menor ruido con sus alas, chillando con gran agitación al notar la entrada de aquellos seres extraños para ellos, pero los tres hombres continuaron su camino, yendo delante Sanders, muy orgulloso de ser quien guiaba.

—Lo peor de todo es —dijo Bill Barnes—, que no tengamos ya ni una bala, ni un sencillo rifle, entre nosotros tres, y nos exponemos a tropezar con nuevas dificultades si logramos arrastrarlos hasta esa cabaña en que tú estuviste prisionero, Sanders. Y lo más probable es que nos metamos en un mal paso, pues, por lo que yo he podido colegir, tenemos que habérnoslas con Mico Morton y su cuadrilla, y tanto él como sus hombres son luchadores muy sucios y de mala fe. Me gustaría saber cómo diablos se ha mezclado en este asunto.

El llamado Sidney Marston volvió un poco hacia atrás la cabeza, sin dejar de andar, al oír aquellas palabras; su rostro mostraba extrañeza.

—Tal vez le pueda yo facilitar algunos informes referentes a eso —dijo—, y lo haré más tarde, cuando hayamos salido de este lío, ¿no le parece a usted?

Bill Barnes asintió a lo que le proponía; sus ojos se entornaron, como si aquellas palabras confirmase alguna idea propia, pero no exteriorizó su pensamiento mientras seguía caminando a lo largo de la cueva, tras sus dos compañeros.

Aquel recorrido a través de la extensa caverna les tomó la mayor parte de una hora, hasta que por fin llegaron a los lugares en que el pasaje se estrechaba de un modo extraordinario. Al llegar allí se encontraron con un confuso problema, porque el camino se bifurcaba, ofreciéndoles varios ramales, y Sanders se veía cada vez más apurado al intentar inútilmente descubrir cuál de ellos había seguido cuando se escapó de la cabaña.

Perdieron casi otra hora en muchos ensayos y equivocaciones, antes de encontrar, por fin, el pasaje que conducía hacia abajo y terminaba en la choza de Mico Morton.

Bill Barres detuvo a los otros dos y les advirtió:

—Ahora debemos ir con cuidado, aunque también conviene que nos apresuremos. Me da miedo de que esa tribu oriental, quienes quiera que sean, tomen mi escapatoria como una excusa para asaltar nuestro campamento.

Bill Barnes había dicho una verdad mayor de la que se figuraba, porque después de la inútil persecución tras de los fugitivos prisioneros, que al fin hubo de ser abandonado, se celebró una larga conferencia entre varios de los extraños hombres de bronceado rostro que parecían ser jefes de los demás.

El resultado final de su acuerdo se tradujo en un plan de acción, y precisamente cuando Bill Barnes expresaba aquellos temores suyos, el oscuro valle que habían dejado muy lejos, tras de ellos, resonaba con las altas y agudas notas de sus clarines, y los hombres salían precipitadamente de sus barracas y hangares.

Mientras los blancos relámpagos del faro de señales existente en la ladera de la montaña transmitían mensajes y órdenes, los motores latían y daban falsas explosiones, para acabar atronando el espacio al ponerse a toda marcha; al mismo tiempo, un nutrido regimiento de oscuros hombres iniciaba un irresistible avance, subiendo por la vertiente del valle y cruzando la herbosa pradera, mientras los aviones roncaban por encima de sus cabezas.

Sosteniendo aquella forzada marcha a pie y apresurándose a seguir la ruta marcada en las alturas del espacio por los ruidosos motores, toda aquella tropa extranjera convergía sobre el desventurado y pequeño campamento de los americanos; y conforme se acercaban a él, veían ya desde lejos, en el horizonte de la pradera, el débil parpadeo de las luces de sus tiendas.

Mientras tanto, allá abajo, en las entrañas de la tierra, Bill Barres y sus dos compañeros se arrastraban como reptiles, tratando de acelerar su avance, aunque progresaban cada vez más despacio, conforme se iba estrechando el pasaje.

Unos cuantos metros de lento avance los condujeron a la pequeña grieta que comunicaba con el fondo de la cabaña de Mico Morton.

Bill Barnes se adelantó entonces a los otros dos, gateando hacia delante y esforzándose en hacer avanzar su robusto y voluminoso cuerpo a lo largo del angosto pasadizo.

Por delante de él podía ver los tenues reflejos luminosos procedentes de la vela de Mico Morton, pero allí no sonaba ninguna voz ni se notaban síntomas de presencia humana. Renegando para sus adentros, Bill Barnes retrocedió hasta reunirse de nuevo con Sanders.

—Veo que no podré pasar por un sitio tan estrecho. Me repugna la idea de enviarte a ti solo, pero no tendrás más remedio que arriesgarte. Lo más importante es entrar ahí y desconectar los alambres de la batería detonadora. Luego, si te es posible, échame hacia acá una barra de hierro o alguna herramienta por el estilo. Con sólo unos cuantos golpes romperé los picos salientes de estas malditas piedras, y así podré seguiros.

Sanders, entusiasmado de ser útil, asintió orgullosamente en la oscuridad y empezó a gatear hacia la cabaña. Detrás de él, se arrastraba Bill Barnes siguiéndolo como podía.

De repente se acordó de la espada que había dejado en el túnel, antes de meterse allí, y se paró a cuchichearle algo a Marston, que le seguía; éste se arrastró hacia atrás y recuperó el arma, volviendo a meterse en el pasadizo con ella por delante.

Empleando aquella ancha y fuerte hoja de acero, Bill Barnes empezó a trabajar silenciosamente, haciendo lo que le era posible en aquella incómoda posición y tratando de excavar las rocas y tierra que obstruían su avance.

Entretanto, el joven Sanders, emocionado con la gloria de su importancia, culebreaba camino adelante y se escurría a lo largo del pasadizo.

Desde antes de llegar a la cabaña, vio la luz de la bujía centelleando allí delante, sobre la mesa. Después de echar un vistazo hacia el interior de la choza, sin descubrir el menor movimiento o signo de vida, avanzó cautelosamente dentro de la cabaña, con los ojos fijos en la pequeña caja negra que albergaba en sí tanta muerte y destrucción.

Su mano se extendió poco a poco hacia la batería eléctrica, dispuesta a desconectar los alambres. Pero entonces se le detuvo el corazón. Un peludo puño humano descendió sobre su muñeca, agarrándola con extremada crueldad.

—¡Ya pensaba yo que a una hora u otra volverías por aquí, pequeña y sucia sabandija! —dijo Mico Morton, destacándose de las oscuras sombras del umbral y dándole al muchacho un brutal manotazo en la cara—. ¿De modo que te sentiste hombre y te arrastraste otra vez hacia acá, eh? ¡Pues has llegado precisamente en una mala ocasión!

Morton le dio un nuevo golpe, esta vez tan violento, que el joven cayó a tierra.

Sanders estaba seguro de que lo iban a matar y se preparó a esperar su fatal destino, apretando los dientes y cerrando los puños; creía que el próximo golpe cortaría el hilo de su vida. ¡Ya no había escapatoria posible!

Que Mico Morton tenía la firme intención de matarlo, era cosa indudable, pues aquel hombre brutal había cogido una gruesa barra de hierro y avanzaba sobre la débil figura del muchacho, cuando se produjo una inesperada interrupción. Del exterior llegaron voces excitadas que llamaron a Mico. Éste arrojó la barra a Sanders, que yacía entre las sombras de la cabaña y salió corriendo, convencido de que acababa de aplastar al joven.

Pero aquel proyectil tropezó con un madero del techo, que sobresalía un poco, desviándole en su trayectoria, y Sanders estaba aún vivo y en disposición de actuar.

Mico se quedó de pie en la puerta, medio dentro y medio fuera de la cabaña, escuchando a los compañeros que le estaban explicando algún excitante acontecimiento. Aquel orangután humano continuó plantado en el umbral de la puerta, haciendo preguntas en voz baja, mientras Sanders se levantaba del suelo, después de haber forjado a medias, en su turbada mente, un plan que le permitiría acercarse a los alambres de la caja fatal y separarlos de sus bornes.

En aquel preciso instante, Mico Morton acababa de volverse un poco, dejando caer su propia manaza sobre aquel artefacto mortífero.

A su espalda, en la oscuridad, Sanders oía los débiles pero continuos ruidos que hacía la espada de Bill Barnes al chocar contra las rocas y la tierra endurecida, rascando y desmenuzando aquellos obstáculos que le estorbaban el paso, y un helado terror invadía al joven cuando pensaba que Mico Morton podía oírlos tan bien como él.

Transcurrían lentamente los segundos, mientras Mico esperaba algo.

A lo lejos, en el valle de abajo, se oyó un disparo. A él respondieron otros muchos más cercanos, casi allí mismo.

Mico se volvió por completo hacia la caja fatal.

—¡Aquí está encerrada la vida de esa gente! —murmuró.

El corazón de Sanders detuvo por un instante su marcha, para reanudarla luego con más violencia. Contempló, fascinado, cómo abría Mico la tapa de la caja. Al muchacho le parecía que los latidos de su propio corazón resonaban como un potente motor, cuando vio como la peluda mano de aquel criminal gorila, ante sus propios ojos, oprimía implacablemente la palanca del interruptor.