RENDICION FORZADA
Desde fuera de la caverna, por el valle exterior, llegaron las altas y penetrantes notas de un clarín y los retumbantes sones de un pesado tantán.
Una luz blanca lanzaba repetidos destellos allá, en la ladera de la montaña, encendiéndose y apagándose en una serie de convencionales puntos y rayas que de seguro tenían su traducción en forma de mensaje especial.
Cualquiera que fuese la importancia de este mensaje, sus efectos se hicieron notar de un modo evidente. Porque en todo el valle se despertó una repentina e inusitada actividad. En los hangares se encendieron numerosas luces, lo mismo que en las barracas y tiendas, y un enjambre de hombres comenzó a bullir, ciñéndose sus equipos y recogiendo sus armas.
Los motores empezaron a rugir, dejando oír alguna que otra explosión en falso, mientras se calentaban en previsión de un inmediato vuelo.
Los mecánicos sacaron al campo varios largos y bajos aviones de plateadas superficies, colocándolos en alineado orden, en tanto los pilotos subían a bordo y se acomodaban ante los mandos.
Los soldados de infantería comenzaron a situarse en una especie de formación militar, y los oficiales daban voces de mando. En cinco minutos, el valle entero rebosaba de aeronaves y hombres preparados para el combate.
Sin embargo, las operaciones de carga de los grandes aviones de transporte no se interrumpieron. Claramente se deducía de todo esto, que el oro era expedido a algún lejano lugar, para ponerlo a cubierto de un posible ataque en masa por parte de los intrépidos norteamericanos acampados allí cerca, en las selvas que se extendían al pie de las montañas, y aquellas oscuras formaciones de hombres, como los plateados aviones, esperaban en disciplinado silencio la palabra que había de enviarlos a sembrar la muerte y la destrucción.
Mientras tanto, en el gran salón de la caverna, Bill Barnes contemplaba, lleno de compasión, los asustados ojos del joven Sanders, que después de haberse clavado, implorantes, en los suyos, volvíanse hacia el corpulento verdugo que avanzaba implacablemente hacia ambos.
Bill Barnes meneó la cabeza, como si pensase despejársela así de aquella niebla de indecisión que lo abrumaba, y entonces, para asombro del ejecutor, se puso de pie calmosamente y se encaró con aquel hombrón.
Dos guardianes situados allí cerca se lanzaron sobre la sorprendente víctima que se negaba a tomar su desagradable medicina. Bien claro se veía que tanto los guardianes como el verdugo estaban confusos y llenos de extrañeza ante semejante caso de inesperada rebelión, tan por completo diferente de ese fatalismo con que los orientales aceptan, sin rechistar, el golpe de la muerte.
Bill Barnes esquivó de lado la embestida del primer guardián, y luego, agachándose, se levantó de pronto, rápido como una centella, dando un fuerte golpe con su hombro derecho bajo la barbilla del segundo individuo, el cual salió disparado hacia atrás y se desplomó como un pelele.
El primer guardián, entre tanto, había recuperado el equilibrio y volvió a la carga. Pero antes de que hubiese podido situarse en una buena posición para atacar, Barnes se le echó encima y lanzó un formidable rodillazo contra la ingle de aquel enemigo que cayó al suelo lanzando un alarido de dolor.
El verdugo, que no salía de su asombro y sostenía aún en alto la espada, por encima de su cabeza, se abalanzó sobre el valiente hombre blanco, mas el aviador dio un salto de costado, esquivando el cuerpo a la terrible caída del arma, y se echó contra la enorme y corpulenta figura, usando simultáneamente de cabeza, hombros y rodillas para aplastar al fornido verdugo.
El ruido de esta lucha atrajo la atención de los otros hombres que estaban en la gran sala, y todos dejaron de trabajar y se quedaron mirando, asombrados.
También interrumpió la conversación entablada entre el hombre de piel oscura, espeso bigote y lentes gruesos, que estaba sentado a la mesa, y otro personaje de tipo oriental cuyo rostro revelaba gran preocupación, mientras le decía algo al primero y apuntaba con el dedo hacia Bill Barnes.
El hombre del mostacho, después de dudar un momento, asintió con la cabeza. El otro echó a correr hacia donde Barnes luchaba con el verdugo, gritando algo, mientras se acercaba, que debía de ser una orden para el ejecutor, pues éste retrocedió repentinamente y dejó caer sus brazos a lo largo del cuerpo, abandonando la pelea, mientras Barnes se apresuraba a ponerse en guardia, dispuesto a afrontar cualesquiera nuevos peligros que pudieran presentársele.
Sin embargo, el recién llegado levantó una mano y le hizo un signo amistoso, exclamando:
—¡Alto! ¡Espere un instante, amigo! —palabras que fueron pronunciadas en un inglés extraño y gutural, con un acento que Bill Barnes no pudo clasificar.
Tras él se acercó, a lentos pasos, la voluminosa figura del de los espesos mostachos y gruesos lentes, quien parecía asumir gran autoridad sobre los demás.
Llegó allí resoplando y, entre profundos suspiros, se reunió al grupo de que formaba parte Barnes, a la sazón aumentado con el refuerzo de varios guardianes.
—Usted se llama Bill Barnes, ¿no es así? —preguntó el hombre de la voz gutural.
Antes de responder, el aviador se tomó un corto respiro, durante el cual actuó velozmente su pensamiento. En realidad, no iba a conseguir ninguna ventaja con negar tal evidencia.
—Sí —contestó, con agresividad—. Y usted, ¿quién es?
—Eso no importa nada —replicó el que parecía hablar con la garganta; y antes de que Bill Barnes pudiese volver a pronunciar una sola sílaba, aquel hombre se encaró con el corpulento oriental del crespo bigote y empezó a decirle algo en rápidas y guturales palabras que el aviador no pudo reconocer como pertenecientes a ningún lenguaje de los por él oídos hasta entonces.
El resultado de este discurso fue una imperceptible inclinación de cabeza por parte de aquella voluminosa autoridad.
—¿Es usted, pues, el jefe de esos hombres blancos que han llegado aquí recientemente? —preguntó el de la voz gutural, concentrando su atención en esta nueva pregunta, como si la fuese pensando palabra por palabra.
Bill Barnes asintió con una inclinación de cabeza.
—Estamos preparados, en este preciso instante, para atacar el campamento de usted desde tierra y desde el aire —continuó diciendo aquella voz gutural—, pero yo le he propuesto a mi jefe que, puesto que usted se halla en nuestro poder, pudiera ser que sus restantes compañeros se rindieran sin sacrificar inútilmente ninguna vida. Nuestra intención es bombardear primero su campamento y acabar después con los supervivientes a tiros y a bayonetazos. La perspectiva no es muy bonita, ¿verdad que no?
Bill Barnes gruñó:
—Ustedes se aprovechan de que las circunstancias les favorecen —admitió de mala gana.
—¡Claro está que sí! —confirmó el de la voz gutural—. Y deseamos evitar las bajas que se producirían por ambas partes. Puedo añadir que ya hemos cogido todo el oro suelto que se encontraba en el cráter, y ahora lo estamos cargando en los aviones.
Y apuntó hacia la pila de cajas que se hallaban en el centro del aposento y cuyo peso debía ser muy considerable, a juzgar por los esfuerzos que hacían los obreros al cargárselas sobre los hombros.
—Como usted puede ver, amigo mío —continuó diciendo—, dentro de muy poco rato combatirían ustedes por nada. He aquí la razón de que yo le proponga que escriba una carta a sus hombres, ordenándoles que se rindan. Nosotros entregaremos la carta esta noche, y ellos deberán marcharse abandonando en nuestras manos su campamento y, sobre todo, el avión de usted, así como todas las armas de que dispongan. ¿Accede usted a escribir esta carta?
Bill Barnes sonrió, al mismo tiempo que movía su cabeza en sentido negativo.
La reacción que su actitud produjo fue instantánea. El jefe gritó algo que parecía una orden; la boca de una pistola se apoyó por detrás en la cabeza de Bill Barnes. Dos guardianes se apoderaron violentamente del joven Sanders, quien, con el rostro más blanco que la cera y asustados ojos, fue arrastrado ante el grupo.
Los demás hombres retrocedieron unos pasos, con el fin de despejar la escena en que iba a tener lugar aquel crimen. El verdugo se acercó, levantando el brazo derecho y blandiendo en el aire su espada. Sanders no podía apartar su mirada de aquella cortante hoja de acero y lanzaba infantiles lamentos.
El jefe levantó una mano.
—Cuando esa mano baje —anunció el de la voz gutural—, la cabeza del muchacho rodará por el suelo, separada de su cuerpo. ¿Quiere usted escribir la carta?
Bill Barnes paseaba su mirada, de la mano que se había alzado para dar la señal, a la terrible espada que permanecía aún suspendida en el aire, y sus dientes se apretaban hasta rechinar.
Los desesperados ojos de Sanders se clavaban suplicantes sobre él.
—Sí, escribiré esa carta —contestó Bill Barnes en voz baja.
La espada bajó de su amenazadora posición, a una voz de mando de aquel hombre que parecía hablar con la garganta. Varios individuos se apresuraron a traer una pequeña mesa y un taburete, colocando un bloque de papel ante Bill Barnes y desatándole los brazos.
Nuestro héroe empezó por hacer algunas lentas flexiones para desentumecer sus muñecas, mientras contemplaba pensativamente el papel y, luego, la serie de expectantes rostros que lo circundaban.
Echando mano a su bolsillo, sacó de él una pluma, desenroscó el capuchón y la sostuvo durante unos momentos sobre el papel en blanco, mientras cerraba los ojos como para reflexionar; entonces, con cierto aire de desesperación, por haber tenido que ceder en su tenaz actitud, empezó a escribir así:
Querido Bates:
Te escribo a ti, porque siempre pusiste lealtad en mi servicio y, además, eres inteligente y me sabrás guardar un secreto. Necesito que entregues todo lo existente en nuestro campamento, incluidos los aviones, al dador, quien ya ha minado el oro y se lo llevará consigo, bien a pesar nuestro. Debéis entregar todo, sin pensar en rebelaron, pero antes de huir, rogad que os dejen bastantes alimentos para esperar un pronto rescate, pues no dudo que os podré sacar de este país. Abandonad, sin reparo, las armas y los equipos, así como las tiendas. Siento mucho verme vencido en mi empresa; nunca me imiten, ya que soy un fracasado y nadie debe tomar modelo de mi triste y equivocada vida. En fin, esperad que llegue un avión que vendrá a sacarnos a todos de aquí. Por ahora, buscad cualquier lugar donde se pueda improvisar un aceptable refugio, para preservarnos de las inclemencias del tiempo.
Recuerdos de
BILL
Terminada la misiva, Bill Barnes la releyó y conservóla en sus manos por un instante.
—Les doy a ustedes esta carta bajo una condición ——dijo, tras largo silencio.
—Sepamos cuál es —replicó la voz gutural.
—Que den tiempo a mis hombres hasta media mañana, para que puedan recoger sus efectos personales y buscarse un nuevo refugio.
El de la voz gutural cambió unas palabras con el que parecía ser jefe de todos ellos, y este último hizo un gesto de asentimiento, por lo que Bill Barnes les entregó la carta. El de la voz gutural la leyó por completo y con suma atención, pronunciando palabra por palabra, como si el inglés escrito le fuera difícil de comprender.
Por último se la entregó al jefe, quien la contempló con la inexpresiva mirada del hombre que ve palabras y frases extranjeras completamente desconocidas para él, devolviéndosela al primero.
El hombre de la voz gutural se la dio, luego, a uno de los guardianes, acompañándosela de algunas instrucciones en su propia lengua.
El guardián hizo una leve inclinación y se separó del grupo, marchándose por la puerta que daba al valle. A los pocos instantes, las cercanas palpitaciones de un motor de avión, que hasta entonces se oía girar a marcha lenta, se destacaron del similar ruido de otras naves igualmente preparadas, transformándose en un creciente rugido, en un rugido que aumentó hasta hacerse estruendoso, y elevándose, luego, en el aire y disminuyendo de intensidad poco a poco, murió, por fin, en la lejanía.
El verdugo permaneció inmóvil en su sitio, apoyado en la espada, con su rostro tranquilo e inescrutable. Parecía como si esperase, con toda la paciencia oriental de su raza, el momento fatal en que le entregarían su víctima.
El jefe y el hombre de voz gutural partieron, mientras el grupo de los espectadores se despejaba mucho, pero sin que se movieran de su sitio los guardianes, quienes permanecieron frente al cuarto, reforzando con su vigilancia la del verdugo, cuyos ojos se posaban pacientemente sobre las tres víctimas que de tal modo le habían regateado.
Los tres prisioneros conversaban entre sí, bajando la voz tanto como podían; el llamado Sidney Marston explicaba la instantánea destrucción de su aeroplano por alguna extraña cosa que se enredó en él, arrancado el extremo de un ala y obligándole a saltar, con su paracaídas, dentro del cráter. Había sido capturado en cuanto tocó tierra. Después le vendaron los ojos y lo condujeron a donde ahora se encontraban.
Sanders contó sus aventuras, sentado allí mismo en el suelo, con las manos aún atadas a la espalda. Bill Barnes se cogió ambas manos por detrás del cuerpo, con lo cual trataba de disimular, tanto tiempo como fuera posible, la ventaja de que no se las hubieron vuelto a amarrar.
Sus ojos revoloteaban desde las figuras de los guardianes a la del verdugo, acabando por posarse en aquella siniestra espada de ancha hoja sobre la cual se apoyaba aquel hombre.
La afanosa hilera de obreros continuaba ocupada en transportar al exterior las cajas llenas de oro, y el aviador los contemplaba, impasible, calculando que ya debían de haber cargado al menos las tres cuartas partes del existente al principio; pero mientras los miraba, cesaron sus actividades.
Sin duda alguna, había sonado la hora de dejar el trabajo, porque unos guardianes se establecieron de nuevo alrededor de las pilas de cajas de oro, y no se volvió a reanudar el trabajo.
Después de transcurridos unos cuarenta o cincuenta minutos, llegó de fuera un sordo y creciente mosconeo, producido, a no dudar, por un motor de avión. Bill Barnes lo oyó aterrizar, notó cómo cesaba el rugido del motor y miró a sus compañeros de un modo muy significativo.
—¿Crees tú, Sanders, que podrías encontrar el camino por el cual llegaste hasta aquí? —preguntó Bill Barnes.
—Con toda seguridad —dijo el joven, ávidamente, notándose en su decidida voz el valor que le daba el hallarse una vez más junto a su querido y valiente jefe.
—Muy bien —replicó Bill Barnes; y entonces, hablando en voz muy baja y por un lado de su boca, para conservar ésta casi cerrada, les advirtió a ambos que le escuchasen sin cambiar de expresión ni mostrar la menor sorpresa—. Como no creo —les dijo— que nuestras vidas valgan mucho más de cinco centavos dentro de otros tantos minutos, he decidido lo siguiente: el aviador que salió con el mensaje acaba de regresar, y nosotros tenemos que escaparnos antes de que esta gente tome ninguna determinación. Poco a poco, he conseguido sacar mi navaja de uno de mis bolsillos y ya he abierto la hoja. Intentaré derribar y vencer al verdugo y a los dos guardianes, pero ante todo conviene que os acerquéis a mi silla, como si quisierais descansar apoyados un rato contra ella, y así os cortaré las cuerdas que rodean vuestras muñecas.
Mientras Bill Barnes decía esto, uno de aquellos raros y exóticos hombres, en traje de aviador, entró por la puerta de la gran cueva.
El recién llegado avanzó para comunicar algo a su jefe, en tanto Sanders se arrimaba imperceptiblemente hacia la silla de Barnes. Este último cortó las cuerdas como pudo; se vio obligado a rozar el filo de la navaja contra ellas, como si fuera una sierra, durante un largo minuto, antes de que cedieran y se aflojaran; Sanders se mantuvo apoyado contra la silla, fingiéndose fatigado.
Después, había que desatar al llamado Sidney Marston, pero su caso era aún más difícil, porque tenía que pasar por detrás de Sanders, para acercar su espalda adonde se hallaba Bill Barnes, pero este último resolvió el problema dejando caer su cuchillo en las abiertas manos del joven Sanders.
Aunque las muñecas del muchacho se hallaban embotadas y doloridas por su larga y forzada inmovilidad, se las arregló, no obstante, para cortar en pocos momentos las cuerdas que sujetaban los brazos de Marston.
En la sala se notó cierta agitación cuando el recién llegado aviador iba explicando las noticias que traía.
—¡Ahora! —murmuró Bill Barnes; y saltando de su silla, se lanzó sobre el verdugo.