LA ALCOBA FATAL
La ausencia del joven Sanders no fue particularmente advertida en el campamento, hasta bien mediada la tarde. Entonces comenzaron a hacerse preguntas los unos a los otros. Sin embargo, la opinión general parecía ser la de que debía de haber emprendido por su cuenta alguna especie de excursión de caza, cosa nada extraña entre las costumbres del muchacho.
Casi todos los hombres, a excepción de los designados para montar la guardia, prolongaron su sueño hasta hora avanzada del día, porque la intranquila noche precedente, con su batalla y los trabajos ocasionados por el traslado del campamento, les había privado del acostumbrado descanso nocturno.
Sólo Bill Barnes parecía estar hecho de hierro, pues no mostraba el menor síntoma de fatiga, a pesar de que sus camaradas no le habían visto dormir ni un segundo; Sin embargo, en algún sitio y a alguna hora debía de haber descabezado el sueño, pues estaba fresco y animado como quien ha descansado varias horas.
El viejo Dan Humphreys se había excedido a sí mismo en la comida que les sirvió aquel día, de modo que todos ellos se recostaron en sus sillas sintiendo esa agradable sensación de bienestar que sigue a un buen banquete.
Fernando, el criado filipino, esperó, como de costumbre, el regreso de Bill Barnes, trayéndole su café y encendiéndole su cigarrillo, mientras su jefe decía:
—Bien, parece como si el único camino accesible para llegar a ese cráter consistiera en dejarse caer en él, como hizo Bob Lawton al llegar aquí —y Bill Barnes sacudió la ceniza de su cigarrillo, contemplando pensativamente al círculo de atentos rostros que rodeaban la mesa—. Por consiguiente, esperaré a que oscurezca un poco y correré esa aventura, pues creo no habrá otro medio de cascar la nuez y ver lo que encierra dentro.
Muchas voces se levantaron para poner inconvenientes a esta decisión, y muchas más aún ofreciéndose como compañeros en tan peligroso viaje. Pero Barnes meneaba su cabeza, negándose a todos.
—No —dijo—; ésta es una tarea para un hombre solo, y yo me he elegido a mí mismo como encargado de llevarla a cabo. Los demás deben quedarse aquí, vigilando el campamento, y esperar instrucciones mías. Scotty, te encargo del cuidado de mi aparato, y procura tenerlo preparado para volar poco antes del anochecer. Daré un salto desde aquí al punto más cercano del cráter en que pueda aterrizar, dejaré mi «Abejarrón» bajo el amparo de cualquier escondite y exploraré el oscuro valle del cráter, todo lo cual me parece la solución más práctica que se puede acometer en estas circunstancias.
Scotty no demoró ni un segundo el cumplimiento de las órdenes de su jefe, pero se alejó de allí de mala gana y refunfuñando, como tenía por costumbre, diciendo entre dientes que siempre le exigían a él los esfuerzos más sobrehumanos y quejándose de este ingrato mundo. Fernando, el muchacho filipino, ayudó a recoger la vajilla y, después, se fue a dar una vueltecita por los alrededores. Sus ociosos pasos, sin dirección fija, le llevaron hacia el cinturón de bosques que se extendían por aquella pradera, a pocos pasos del campamento. Pero como era una especie de ser inofensivo e incapaz de discurrir gran cosa, nadie se fijó en él.
Bob Lawton, que nunca andaba muy lejos de su viejo camarada, el apático Scotty, se paró en el centro de aquel campo y golpeó el suelo con su tacón, una vez y luego otra, escuchando y, poniendo un gesto que era una interrogación gráfica.
—Esto suena como si estuviese hueco por debajo —dijo, pues su fino y entrenado oído de viejo minero le decía que allí, bajo su pie, la tierra no era muy sólida.
—Éste es un país volcánico, y la mayor parte de él debe de estar plagado de cuevas y huecos por el estilo —le replicó Scotty.
Bob Lawton asintió con la cabeza, aunque no dejaba de tener sus dudas, y siguió a su camarada hasta el hangar donde se alojaba el «Abejarrón» de Bill Barnes.
Beverly Bates se les reunió, con su pipa en la boca, contemplando cómo manejaba Scotty sus hábiles dedos y sus finos oídos al comprobar el funcionamiento del motor y ponerlo en su mejor punto.
Bates inició, luego, una conversación con el viejo buscador de oro, estimulando a Bob Lawton para que hablase de sus numerosos viajes.
—Corríjame si me equivoco —dijo Bates—, ¿pero no es cierto que en una ocasión residió usted durante algunos meses en las Filipinas? —y la pregunta del bostoniano sonó precisa y concreta.
En efecto, Bob Lawton había estado allá, y se mostró muy deseoso de extenderse en largas explicaciones acerca de sus andanzas por aquellas tierras, pero Bates, atentamente, le cortó su peroración.
—Como es natural, usted habrá conseguido acumular una buena cantidad de conocimientos relativos al pueblo de aquellas islas y a su lenguaje —dijo, insistiendo en su tema—; tengo entendido que son muy interesantes, hablando desde un punto de vista etnológico, pues parece ser que hay una gran diversidad de razas e idiomas esparcidos por el país.
Bob Lawton lo miró, un poco extrañado, pero asintió con un movimiento de cabeza bastante condescendiente. Antes de que tuviera tiempo de dar a las últimas palabras una réplica adecuada, Bates continuó hablando.
—Se me ha ocurrido que sería interesante determinar a qué subsección particular o a qué grupo racial de las Filipinas pertenece Fernando, nuestro criado.
—¡Caramba! Pues puede ser tagalo o ifugas —deliberó Bob Lawton—, o quién sabe si será moro o bisayo, aunque también pudiera ser bontoc. Es bastante difícil determinarlo, a menos de oírle hablar un buen rato, y aún entonces no es tampoco nada fácil.
—Es un asunto que me interesa en extremo —dijo Bates—, y le quedaría muy agradecido a usted si se tomase la molestia de interrogarle acerca de ello, teniendo buen cuidado, claro está, de hacer las preguntas en tal forma, que no provoquen sus naturales recelos, muy propios de un indígena medio salvaje.
—¡Desde luego! —exclamó Bob Lawton, complaciente—; haré lo que usted mande.
Y Beverly Bates, satisfecho, se apartó de los dos viejos, con su pipa bull-dog apretada entre los dientes y cierta decisión reflejada en sus ojos.
—Este joven ciudadano se ha debido de tragar una enciclopedia —murmuró el viejo buscador de oro.
—Pero eso no le impide ser un buen piloto, no, señor; ¡y que lo es de los mejores! —replicó Scotty, levantando la cabeza e interrumpiendo por un instante su tarea—, y yo seré el último hombre del mundo que critique las ventajas de la ilustración.
A pesar de su afición a refunfuñar y de lo mucho que le gustaba criticar en voz alta a sus amigos, Scotty no permitía casi nunca a nadie que se tomase semejante libertad en su presencia. Y mientras él censuraba mucho e incluso al propio Bill Barnes, no toleraba ni un monosílabo de crítica procedente de cualquier otro y dirigida contra su joven jefe.
El día tocaba a su fin sin que en él se hubiera producido ningún incidente notable. Las purpúreas sombras de la tarde se extendían hacia la selva y se iban intensificando y convirtiéndose en una aterciopelada oscuridad, cuando Bill Barnes se preparó para emprender su solitaria expedición.
No transcurrió mucho tiempo antes de que volase sobre la pradera, subiendo de un modo rapidísimo y dirigiéndose hacia un lugar que había descubierto a la luz del día, en uno de los vuelos anteriores; tratábase de un pequeño grupo de árboles situado entre la entrada del oscuro valle y la masa rocosa que servia de base al cráter.
Llegó allí casi en línea recta, y entonces, parando su motor, para no interrumpir el silencio del lugar, maniobró sobre las palancas que accionaban las aletas estabilizadoras y, apoyándose en los rotores del autogiro, flotó silenciosamente en su descenso y logró guiar con sumo cuidado su pequeña máquina hasta dejarla descansando suavemente en el inclinado terreno, a menos de diez metros del grupo de árboles que previamente había escogido.
Todo estaba silencioso a su alrededor. Escudriñando a través de la oscuridad y con el oído bien alerta, saltó a tierra y empujó su avión hasta meterlo debajo de los árboles protectores, arrancando después con la ayuda de su cortaplumas, unas cuantas ramas bien pobladas de hojas, que le sirvieron para acabar de esconder bien su avión de los ojos que pudieran espiarlo. Escuchando de nuevo con gran atención, empezó su ascenso al cráter, avanzando tan silenciosamente como un gato a través de la oscuridad, o por lo menos, así se lo creía él.
Pero no había caminado cien metros, cuando una sombra se destacó de la falda de la montaña, a poca distancia tras él y algo desviada a su derecha. Y la sombra sacó algo de su bolsillo y lanzó tres relámpagos con una pequeña linterna eléctrica de luz roja, enfocada hacia la ladera de la montaña. Ninguna otra señal contestó a ésta.
Tampoco había necesidad de semejante contraseña. Porque antes de que Bill Barnes avanzase diez pasos más, la oscuridad demostró estar dotada de vida.
El aviador no tuvo tiempo de echarse mano al cinto, para coger su pistola, pues antes de eso sus brazos fueron apresados desde ambos lados.
Cayó de espaldas a consecuencia de una brutal embestida humana que recibió por delante y rodó hacia abajo de la montaña ante los ojos de cinco o seis calladas y fornidas figuras. Coceó y se debatió con todas sus fuerzas, pero en un abrir y cerrar de ojos le amarraron de pies y manos.
Sin decir una palabra y con el ceño fruncido, como tratando de conservar su fortaleza, Bill Barnes se sintió levantado y, luego, arrastrado ignominiosamente montaña abajo.
Todo esto había tenido lugar con tanta rapidez, que el joven y alto aviador apenas tuvo tiempo de recobrar el uso de sus sentidos y armarse de paciencia, cuando se dio cuenta de que sus aprehensores giraban hacia la izquierda y descendían por una vertiginosa senda que terminaba abajo, en lo que a su juicio debía ser el fondo del oscuro valle.
En su recorrido hacia aquellas profundidades, conducido por una pareja de hombres que iban saltando y gruñendo, Bill Barnes pasó por delante de varios grupos que a él le parecieron figuras borrosas, apenas entrevistas en la oscuridad; lo mismo podían ser soldados de avanzada, que, como después razonó al observar el apagado reflejo de las estrellas en ciertos objetos metálicos que le hicieron levantar la cabeza para verlos mejor, pertenecer a la dotación de aquellos cañones antiaéreos que dispararon tantos proyectiles hacia las alturas de tan extraño lugar.
Después de unos quince minutos de cuidadoso avance, empezaron a caminar por fin sobre un buen terreno horizontal, y Bill Barnes pudo apreciar las siluetas de varios hangares y barracas, todos ellos montados en una forma muy perfecta. Vio, también, las movibles figuras de muchos hombres.
Conducido como iba, con los pies hacia delante, descubrió frente a él un opaco resplandor que se reflejaba en la ladera de la montaña.
Cuando sus portadores se acercaron allí, distinguió las siluetas de cuatro grandes aviones de carga, alineados en terreno llano, frente al citado resplandor. Al acercarse algo más, vislumbró a varios hombres que se tambaleaban bajo la carga de pequeñas y reforzadas cajas de madera.
Sin tener que esforzar su aturdida cabeza en hacer conjeturas, se enteró de lo que aquellos obreros transportaban, y su corazón latió un poco más deprisa al ver la celeridad y viveza con que los extraños hombres cargaban sus aviones de una mercancía que no era otra cosa sino millones en oro.
Sus aprehensores lo llevaron entonces hacia una puerta que se abría en la pared de roca. Una vez allí, le desataron los pies y lo empujaron delante de ellos, clavándole en las costillas algo que le pareció ser las bocas de sus fusiles, y así lo obligaron a penetrar en el interior de una caverna brillantemente alumbrada por electricidad.
Escudriñando todos los rincones del local, descubrió al lado opuesto una especie de alcoba excavada en el muro rocoso; allí vio a un robusto hombre desnudo de cintura arriba, que en aquel momento probaba el filo de una formidable espada de ancha hoja.
Sus ojos continuaron investigándolo todo, y así reparó en las figuras de Sanders y Sidney Marston, que estaban arrodillados allí cerca, con sus manos atadas a la espalda. No hacían falta explicaciones para darse cuenta de lo que se preparaba.
Sus guardianes le gritaron algo al hombre medio desnudo, y éste contempló con cierta curiosidad al recién traído, descansando después con la punta de su espada sobre el suelo y los brazos en el pomo, como si le pareciera conveniente aplazar el principio de su tarea hasta que todas las víctimas estuvieran bien alineadas.
Bill Barnes fue conducido a empujones hacia una mesa baja tras de la cual se hallaba sentado, con las piernas cruzadas, un hombre de broncíneo rostro y espeso bigote gris, que lo examinó a través de unos lentes de gruesos cristales.
El individuo lo examinó detenidamente de pies a cabeza, aunque de modo impersonal y desapasionado; después, refunfuñando alguna orden con su gutural acento, volvió la cabeza hacia aquella alcoba en que esperaba el verdugo, apoyado en la gran espada cuyo filo parecía el de una navaja de afeitar.
Los hombres encargados de él, extraños individuos ataviados con anchos monos azules que parecían trajes de aviador, le dieron un brusco tirón y lo trasladaron también hacia la alcoba fatal.
Una vez allí, lo obligaron a arrodillarse en la misma línea que el llamado Marston y el joven Sanders. Medio muerto de excitación y miedo, el joven Sanders le comunicó en breves palabras la historia de la terrible trampa preparada por Mico Morton, con sus alambres eléctricos y la carga de altos explosivos.
Los guardianes le dieron alguna orden al verdugo, siempre con aquella rara pronunciación gutural.
El rostro de Barnes se puso torvo al oír tan malas noticias y hacerse cargo de los peligros que tenía ante él.
EL verdugo levantó su gran espada y la blandió dos o tres veces por encima de su cabeza, como si quisiera ejercitarse en su próximo trabajo.
Bill Barnes iba a ser la primera víctima, a juzgar por su colocación, y hacia él avanzó el temible ejecutor, en actitud calculadora y con pasos cautelosos como los de un gato; diríase que estaba midiendo la resistencia de aquel robusto cuello que unía la cabeza y la espalda de Barnes, pues agarró su espada con ambas manos.
Dispuesto a cumplir su cometido, sólo le restaba descargar el golpe mortal.