CAPÍTULO XXVI

LA CUEVA DE LOS MURCIÉLAGOS

Las manipulaciones efectuadas por Mico Morton para conectar aquellos alambres no le pasaron inadvertidas al joven Sandbag Sanders, que continuaba prisionero en la cabaña, arrimado contra la pared de piedra.

No podía imaginarse Sanders lo que aquellos trabajos de Mico Morton significaban, pero sí estaba seguro de que no presagiaban nada bueno para Bill Barnes, su amado ídolo.

Sanders se arrebujó en el rincón cuanto pudo, al observar que los sanguinolentos ojos de Mico Morton se volvían hacia él. Aquel orangután, se le acercó, sin quitarle la vista de encima; en su mirada se veía que estaba maquinando alguna nueva salvajada para divertirse con su cautivo.

Y un estremecimiento irresistible sobrecogió a Sanders, porque sin saber cómo se dio cuenta de que Mico Morton deliberaba acerca de su vida o de su muerte.

Los fríos ojos del criminal se pasearon sobre él, tan indiferentes y tan impenetrables como pudieran serlo los de un basilisco. Y entonces, Mico Morton se volvió al centro de la cabaña, seguramente con una resolución tomada. Acercóse a la puerta donde los dos hombres seguían montando la guardia en la parte exterior.

—Coged a ese idiota de chiquillo y arrastradlo ahí fuera.

Sanders oyó estas sencillas palabras que marcaban la fatalidad de su destino.

Su corazón cesó de latir durante unos segundos. Aquellos dos hombres se volvieron a mirarlo, sin mostrar el menor interés por él, y asintieron a la orden de su jefe. A uno de ellos se le debió de ocurrir algo, porque le hizo una pregunta a Mico Morton, pregunta de cuyo contenido no pudo enterarse el joven cautivo; pero en cambio vio que Mico Morton se apartaba bastante de la cabaña y echaba varias miradas hacia el cielo, antes de contestar.

Los dos guardianes avanzaron un paso o dos hacia el prisionero, preparándose a entrar en la cabaña y cumplir las órdenes recibidas.

Sanders se puso de pie, con ojos extraviados. Como un animal acorralado miraba a su alrededor, observando todos los rincones de la tosca cueva en que se hallaba; por vez primera notó que estaba construida de un modo artificial sólo en una parte, pues la restante consistía en una perforación practicada en la ladera del acantilado.

En el extremo más alejado de la puerta, el techo descendía rápidamente y Sanders no pudo ver allí nada en claro, porque aquel barracón estaba lleno de oscuras sombras y era inaccesible para los débiles rayos de la bujía.

La conversación que en voz baja tenía lugar afuera, junto a la puerta, parecía aproximarse a su final. Transcurrirían unos pocos segundos más, y aquellos temibles hombres entrarían por él. Arrastrándose como pudo y avanzando con la ayuda de sus manos y rodillas, Sanders se acercó al oscuro rincón del fondo de la pequeña cueva.

Una corriente de aire frío le dio en la cara. Allí debía de haber algún agujero que comunicaba con el exterior.

A sus espaldas oyó un grito, y esto le hizo apresurar desesperadamente su penoso avance en la oscuridad.

Una pistola disparó, y algo fue a estrellarse en la rocosa pared, junto a su cabeza; menudas y afiladas esquirlas de piedra se clavaron en su rostro.

Medio sollozando, apresuró aún más su fuga; el techo seguía descendiendo, cada vez más cerca del suelo del estrecho pasadizo, hasta obligarle a avanzar tumbado cuan largo era y sin poder levantar un brazo o una pierna; con esfuerzos desesperados, se arrastraba hacia delante, ayudándose con las manos y un poco con los pies.

Otro disparo retumbó tras él, mas de repente logró traspasar una pequeña abertura y se encontró en un oscuro pasaje que formaba un ángulo recto con el que siguiera hasta entonces.

Continuó su huida por él, avanzando como podía, y encontró que tampoco allí le era posible ponerse de pie, pues el techo tenía escasa elevación.

Pero una agradable corriente de aire fresco venía de alguna parte.

Tres nuevos disparos resonaron a través de la estrecha abertura que acababa de dejar a sus espaldas, y las respectivas balas fueron a aplastarse contra la pétrea pared opuesta. El pasaje se ensanchó, y Sanders pudo darse cuenta de que ascendía poco a poco, de un modo lento pero indudable.

Nunca pudo recordar cuánto tiempo había estado dando traspiés a lo largo de aquel serpenteante camino. Mientras avanzaba, observó una especie de ligerísimo resplandor fosforescente que iba alumbrando poco a poco su camino, y de repente llegó a una gran cueva en cuya oscura penumbra pudo divisar fantásticas estalagmitas y estalactitas de afiladas puntas y extrañas formas, que se elevaban sobre el suelo y que colgaban del techo.

Un instantáneo coro de terribles chillidos, una negra nube de batientes alas, una cosa áspera que le pasó rozando por un carrillo, fueron impresiones suficientes para que su corazón quedase paralizado por el miedo, hasta que se dio cuenta de que todo aquello no era sino una bandada de murciélagos que habitaban tan extraño lugar y habían sido asustados por su presencia.

Se volvió un instante, escuchando si sus enemigos le seguían, pero no le llegó ningún sonido por el largo túnel que acababa de recorrer. No se daba cuenta de que el agujero de salida de la cabaña era sólo de diámetro suficiente para que por él pudiera escurrirse un cuerpo tan pequeño como el suyo.

Continuó su camino, despertando a nutridas familias de murciélagos, que volaban en silencio por encima de su cabeza y alrededor de él, mientras chillaban como ratones. La cueva en que se hallaba era grande como el salón de un palacio. Sus raras y fantásticas formaciones minerales le asustaron aún un poco más, pero aquel tenue resplandor fosforescente alumbraba algo su camino y le facilitaba el continuarlo.

Aparte de los débiles chillidos de los murciélagos, aquel lugar era tan silencioso como una tumba, y a él le parecía sentir sobre su cabeza el peso de la enorme cantidad de toneladas de tierra y rocas que gravitaban sobre la gran cueva; tuvo miedo de no lograr encontrar nunca la salida de tan lúgubre sitio, en el que podía morir sin que un solo suspiro ni una sola palabra de otra persona viniese a consolarlo.

Mientras iba avanzando, Sanders intentaba descifrar el secreto de las misteriosas manipulaciones que Mico Morton había realizado en su presencia, momentos antes de que aquel simiesco hombre hubiese tenido la cruel idea de condenarlo a muerte.

El enorme jefe de los bandidos había entrado a la cabaña con dos alambres en la mano, y los conectó, después, a una pequeña caja de madera que estaba junto a la puerta. Y Mico Morton venía con el traje cubierto de tierra.

Algunos de los hombres que llegaron con él aparecían sudorosos y muy sucios. Sin duda alguna, habían estado excavando tierra en algún sitio.

Uno de ellos dijo algo acerca de un túnel abierto en un lugar elevado. Otro habló de «echar a volar a ese maldito Bill Barnes, ¡más alto que una cometa!».

De pronto, el joven se paró en seco y sintió que un sudor frío le brotaba por todos los poros. Se le acababa de ocurrir, como sí aquella idea apareciera resplandeciente de luz en el fondo de la cueva, lo que significaba la caja a la cual se habían conectado los alambres.

Se acordó de un día en que él viera trabajar a una cuadrilla de obreros empleada en la construcción de una carretera, quienes usaban dinamita para abrirse paso, volando unos salientes de roca.

Mico Morton debía de haber colocado en algún sitio una gran carga de poderosos explosivos, la cual estallaría cuando él quisiera, lanzando a Bill Barnes y a todos sus compañeros a las alturas del espacio.

Con este desagradable pensamiento clavado en su corazón, el joven echó a correr, tratando desesperadamente de salir de aquel sitio y poder decirle dos palabras a Bill Barnes, para comunicarle tan terribles noticias antes de que fuese demasiado tarde. La caverna parecía interminable.

El suelo empezaba entonces a subir de un modo constante, y el corazón del joven latía cada vez más deprisa al ver que el techo iba bajando al mismo tiempo, con lo que el lugar se estrechaba y se hacia más oscuro.

Llegó a sentirse invadido por un frío temor: tal vez aquella caverna no tenía otra salida que el túnel por el cual había entrado él. Y aquel camino lo conducía a una muerte segura.

A la sazón, caminaba agachándose y bajando la cabeza, para avanzar sin darse golpes con los salientes del techo. Momentos después, tuvo que volver a arrastrarse, para continuar su camino, con la ayuda de manos y rodillas.

Y entonces observó una cosa muy reconfortante para él: una corriente de aire frío soplaba de nuevo contra su rostro.

Gateó tan deprisa como pudo; una feroz oleada de esperanza ayudaba a sus fatigados músculos. El pasaje se había ido estrechando más, y ahora bajaba por él arañándose contra sus cortantes aristas, pero pronto volvió a ensancharse de un modo notable.

Dio la vuelta a un ángulo de aquel pasillo y allí, muy por delante de él, vio un reflejo rojizo que parecía proceder de alguna hoguera.

Tal fue su alegría ante esta prueba evidente de que volvía a encontrarse con seres humanos, que no se detuvo a pensar si podrían ser amigos o adversarios, sino que dio la vuelta a una segunda esquina del pasaje y se halló ante una estrecha grieta de la pared rocosa de la montaña, a través de la cual penetraba un vivísimo resplandor de luz rojiza.

Terminado su recorrido por aquella grieta natural del túnel y esforzándose por pasar su delgado cuerpo a través de ella, Sanders pudo, al fin, salir de las entrañas de la tierra y se encontró a unos seis o siete metros sobre el suelo de una especie de alta cueva circular; en dicho suelo ardía una buena hoguera de troncos, los cuales estaban colocados en un hornillo construido con piedras.

Más allá del fuego, en el lado opuesto de la sala, había una abertura en la pared. Junto a ella reposaba un hombre vestido con un curioso traje de paño azul, que se parecía al que los aviadores usan para volar.

Mientras Sanders lo contemplaba, el hombre se acercó a la hoguera y arrojó en ella un pequeño tronco; sus rasgos fisonómicos se destacaron claramente al ser iluminados por la lluvia de chispas y llamas que se levantó al caer el tronco en el fuego. Y Sanders se quedó asombrado, porque aquel hombre era un oriental de ojos oblicuos y piel oscura, pequeñito, pero de aspecto fornido.

El humo que partía de aquella hoguera u hornillo, se elevaba hacia arriba y evidentemente debía de encontrar una salida a través de algún agujero existente en el techo, aunque Sanders no lograba verlo entre las tinieblas superiores, pues aquella habitación en forma de cueva era altísima.

Parecía no existir ninguna otra salida para escapar de donde él se hallaba.

Sanders se encontró ante la alternativa de volverse por donde había venido o de correr el riesgo de ser capturado por aquella extraña y siniestra persona encargada de la hoguera. Decidió permanecer donde estaba, esperando que el guardián se marcharía algún rato, dándole a él una oportunidad para escaparse.

Las horas se deslizaban con interminable y desesperante calma. El hombre de allá abajo no se movía de su puesto. No había medio alguno de discernir si era de día o de noche. Sanders permanecía agachado contra la pared de roca, medio dormido, cuando le despertó un sobresalto momentáneo, sin poderse explicar cuanto tiempo había estado amodorrado.

Juzgando por el hambre que le atormentaba, debía de haber pasado allí un día entero y, por lo tanto, ya sería de noche otra vez. Los retortijones que hace sufrir el hambre a un muchacho que está en la época de su crecimiento, no son cosa despreciable, de modo que Sanders empezó a sentir cierta debilidad como consecuencia de su largo y forzoso ayuno.

Echó un nuevo vistazo al fondo de la cueva. El hombre seguía aún haciendo guardia en su puesto y, mientras Sanders lo contemplaba, se acercó a tirar otro tronco a la hoguera.

EL joven no podía descifrar el significado de aquel fuego y del misterioso guardián encargado de él. Mas no tardó mucho tiempo en descubrir el objeto de ambas cosas.

El hombre que vigilaba en la puerta levantó su cabeza, como si escuchase algún ruido, y luego se echó a un lado.

Dos nuevos individuos hicieron su aparición por el umbral, extrañamente ataviados con largas túnicas de seda amarilla, sobre las cuales se destacaban misteriosas figuras bordadas en oro. Se cubrían la cabeza con estrambóticos turbantes que despedían vivos reflejos, como si estuviesen recubiertos de magníficas piedras preciosas.

Ambos avanzaron solemnemente hacia el centro de la sala. Tras ellos llegaron otros hombres que portaban cuatro parihuelas cargadas.

Los portadores de aquellas angarillas se detuvieron al otro lado de la hoguera, depositando su carga en el suelo. Los dos individuos de las estrafalarias vestimentas empezaron a salmodiar como sacerdotes de algún exótico culto.

Su canto concluía en una alta nota aislada que semejaba un lamento. Los dos portadores de la primera parihuela descubrieron su mercancía, que resultó ser el cuerpo desnudo de un hombre de bronceada piel. Levantándolo entre ambos, lo arrojaron en medio de las llamas.

En rápida sucesión, las tres restantes parejas de porteadores siguieron el ejemplo de la primera, con lo que cuatro cadáveres se amontonaron en la pira fúnebre.

Fascinado por el espectáculo, pero lleno de horror ante lo que veía, Sanders contemplaba cómo las llamas lamían, hambrientas, la seca carne, que se retorcía de modo terrible, igual que si aún estuviese viva.

Los sacerdotes reanudaron su canto, para interrumpirlo luego bruscamente.

Los ocho portadores desfilaron y salieron de la caverna, seguidos por aquellos dos hombres de extraña indumentaria. El guardián solitario se aproximó de nuevo a la hoguera, lanzando en ella, estólido, unos cuantos leños más, los cuales cayeron sobre aquellos cuerpos, que se ennegrecían rápidamente. Una vez hecho esto, se marchó de la sala, siguiendo el camino tomado por los otros.

Sanders desvió su mirada de lo que ocurría en la pira funeraria. Ningún ruido alteraba el silencio de aquella cueva de elevado techo, si se exceptúan las crepitaciones y chisporroteos de los troncos que allí ardían.

Sanders miró hacia abajo, desde el nicho que ocupaba en la pared, y se convenció de que, usando convenientemente sus manos y pies, le sería posible descender hasta el suelo. Sin dejar de observar la puerta con suma atención, para prevenirse contra el posible retorno del solitario guardián, el joven salió de su refugio en la sombra y se dejó resbalar, poco a poco, hacia abajo, agarrándose a las prominencias de la pared rocosa y afirmando sus pies en las grietas y hendeduras, hasta verse sano y salvo en el suelo de la caverna.

Entonces avanzó muy despacio hacia la puerta, pasando frente a la crepitante y horrible pira fúnebre y sin dejar de apartar sus ojos de aquellas siseantes llamas, conforme daba la vuelta a la sala arrimándose a la pared; por fin, llegó junto a la deseada salida. Escudriñando cautelosamente lo que allí podía apreciarse, vio un corto pasillo que se abría ante él y cuyo extremo quedaba oculto por una especie de cortina de burda tela de saco, que colgaba desde media altura del pasaje hasta el suelo.

Con la garganta oprimida por la emoción, pero impelido por la responsabilidad de llevar noticias a Bill Barnes, Sanders se deslizó a lo largo del pasillo, hasta llegar junto a la cortina.

Empezó a correrla lentamente, para ver qué encontraba detrás de ella.

Y entonces ocurrió una cosa extraña: como si la cortina estuviese dotada de vida propia, se envolvió por sí sola alrededor de su cuerpo, y él sintió sus movimientos paralizados por unos poderosos brazos que lo oprimían y unos dedos fortísimos que lo sujetaban. Después lo arrojaron contra el suelo, cuando ya estaba medio asfixiado, y su pobre cabeza comenzó a zumbar como un motor, a causa de la violencia del golpe.

Aún aturdido y maltrecho, doliéndole todos los músculos por la brutalidad conque lo tiraran al suelo, y medio cegado ante el repentino resplandor de una viva luz que le daba de lleno en la cara, el joven Sanders notó que le quitaban de encima aquella áspera tela de saco.

Y se halló rodeado por un grupo de aquellos extraños hombres de piel oscura, todos ellos vestidos con una misma especie de «mono» azul; Era un traje que tenía cierto aspecto de uniforme, con sueltos y voluminosos bolsillos. Uno de ellos, que parecía ser su jefe, gruñía alguna orden en tono muy gutural. Dos de los subalternos dieron un fuerte tirón de los brazos de Sanders, haciéndole ponerse de píe, y, medio andando medio a rastras, lo llevaron hasta un segundo salón mucho mayor que las otras estancias.

El pobre joven, a pesar de su aturdimiento, tuvo tiempo de notar que aquel local estaba alumbrado por electricidad y en forma muy moderna. Sus aprehensores lo condujeron junto a un montón de pequeñas cajas de madera que estaban muy bien cerradas y precintadas.

Otros hombres se iban llevando afuera aquellas cajas, tomándolas del montón. Una de ellas estaba abierta, y el joven pudo ver en su interior unos granitos de metal amarillo, que despedían opaco reflejo, pero no se figuró que fuese oro virgen lo que sus ojos veían en aquel momento.

Sus dos guardianes lo condujeron hasta la pared del fondo, donde se hallaba sentado un rechoncho personaje, también de piel oscura, que llevaba puestos unos lentes de gruesos cristales y lucía un revuelto y ralo bigotito. Aquel hombre se hallaba, a la sazón, escribiendo o pintando algo con ayuda de una pastilla de tinta y una fina brocha. Dirigió una breve e impersonal mirada al prisionero, pero le fue suficiente para hacerse cargo de él, de los pies a la cabeza. El hombre de la voz gutural dijo unas palabras, y el que escribía sobre la mesa rezongó algo en un lenguaje que parecía compuesto a medias de siseos y ronroneos, mientras volvía su cabeza hacia el extremo de la gran sala.

De nuevo sus aprehensores le empujaron hacia delante, y esta vez fue para conducirle a una especie de alcoba que se abría en la pared de la cueva.

Hasta los ojos de Sanders llegó el reflejo de algo metálico que despertó su atención y, volviendo la cabeza, contempló incomprensivamente a un fornido hombre de oscura epidermis que estaba desnudo de cintura arriba y afilaba contra las piedras de la pared una enorme espada de ancha hoja.

Allí estaba también el hombre llamado Sidney Marston, con las manos atadas por detrás de su cuerpo y arrodillado junto al imponente hombre de la espada.

Con el rostro muy pálido y contraído por efecto de algún sufrimiento, el piloto miraba estúpidamente a su alrededor, cuando en sus abotagados ojos sé pintó la sorpresa al ver allí a Sanders. Los dos guardianes que habían conducido al joven se apresuraron a amarrarle también las manos a la espalda y lo arrojaron al suelo, no de un modo muy cortés, cerca de Sidney Marston, a unos cuatro pasos de este último.

El robusto verdugo se entretenía en probar el filo de la ancha espada sobre la uña de uno de sus pulgares.

—Espero que ya estará bastante afilada y que funcionará bien —dijo, sardónicamente, al llamado Marston, sin dirigirse a ninguno de los presentes en particular—, porque cuanto mejor corte, más pronto acabaremos.

Estas palabras llegaron con toda claridad a los oídos de Sanders, y el joven sintió como si se le parase el corazón. Los impasibles ojos del verdugo se posaron en él igual que lo harían los de un matarife sobre el novillo llevado al matadero. Aquel temible individuo blandió su acerada hoja una o dos veces, como si tratase de acostumbrarse a su peso.

Y, luego, se acercó a las presuntas víctimas, estudiándolas con sus calculadores ojos de artífice.