CAPÍTULO XXV

EL PELIGRO DE ABAJO

Todos ellos trabajaban de firme en las primeras horas de la madrugada, reforzando las instalaciones del campamento y fortificándolo contra otro ataque como el que había sido rechazado.

Cuando estos trabajos estuvieron bastante adelantados, cerca ya de su completa realización, Bill Barnes se puso al frente de un pequeño grupo de hombres y, bien provistos de linternas eléctricas, salieron a buscar los cadáveres del enemigo.

Todos ellos estaban deseando enterarse de quiénes podían ser aquellos extraños atacantes y descubrir, si posible fuera, su nacionalidad y su raza.

Los rayos de luz de las linternas portátiles marcaban zonas de intensa claridad sobre el terreno en que iban avanzando; llegaron hasta más allá del lugar ocupado por el primitivo campamento, internándose después en los bosques donde el enemigo se refugiara al huir.

Encontraron numerosas manchas de sangre entre la maleza, pero no les fue posible ver ningún otro rastro del enemigo, y menos hallar un solo cadáver.

Al parecer, los misteriosos adversarios habían regresado silenciosamente, recogiendo los cuerpos de sus muertos y llevándoselos consigo, nadie sabía adónde. Aquello se prestaba a numerosas conjeturas y a no pocas discusiones, pero el caso era que habían llegado tarde y ya no podían hacer nada, aunque tan extraños acontecimientos les produjeran cierto desasosiego.

Bob Lawton se reunió nuevamente con Scotty Mac Closkey, quien estaba dispuesto a terminar con aquella botella, antes de que ocurriese algo más.

—Dime, Scotty —dijo Lawton, después de un reflexivo silencio en el que ambos hombres contemplaron cariñosamente sus vasos vacíos—, ¿no notaste una cosa muy divertida que ocurrió un poco antes de que empezase todo aquel tiroteo?

—Yo no noté nada —repuso Scotty—. No estaba en muy buen estado para ver ninguna cosa en la oscuridad de la noche, como ya te he dicho antes. ¿Qué es eso que a ti te parece haber visto?

—No estoy muy cierto de lo que voy a decir, pero a mí me pareció ver tres relámpagos que debían ser hechos con una linterna eléctrica, y eso fue cerca de la base del hangar que luego vimos envuelto en llamas. No puedo asegurarlo, mas todo eso se me figura a mí que es obra de alguien que trataba de comunicarse con los que después nos atacaron.

—¡Qué cosas más raras! —murmuró Scotty, sin apartar sus extasiados ojos de la botella, porque esperaba que Bob Lawton se decidiría a llenar de nuevo los vasos—. ¡Están pasando unas cosas…! ¡Este mundo está lleno de rarezas! Es lo suficiente para que un hombre se dé a la bebida. Y de nuevo lanzó una significativa mirada desde su vaso vacío hasta la medio llena botella.

Ambos hombres se volvieron al oír entrara Bill Barnes en la tienda comedor.

—Scotty —dijo el recién llegado, en plan de amistosa advertencia—, no conviene que esta noche te des ese barniz. Nadie sabe lo que puede ocurrir. Acuérdate de la última vez que te emborrachaste… te creías que eras un avión, y fue preciso que toda la gente del campo te sujetara para impedir que te tirases desde el techo del hangar.

Scotty Mac Closkey adoptó la martirizada expresión de quien hubiese sido mordido por una víbora a la que hubiera criado en su propio pecho. Bill Barnes continuó diciendo:

—Evidentemente, nuestros modestos amigos se han llevado todos los cadáveres. Sea como fuere, no hemos encontrado una sola víctima visible, y aún no sabemos quiénes son esos hombres ni qué representan. ¿Conseguisteis alguno de vosotros dos ver algo de ellos cuando os los encontrasteis cara a cara, antes de dar la voz de alarma?

—Le aseguro que vimos muchas cosas… —empezó a decir Scotty, pero entonces se acordó de que él era un héroe—. ¡Maldita sea! ¡Le digo a usted que aquello fue una batalla de verdad! —y agitó su cabeza al recordar lo sucedido, mientras, con el pensamiento en otra parte, agarraba la botella y vertía en su vaso otra ración de dos dedos—. ¡Maldita sea! Puede usted creerlo como se lo cuento: millares de flacos demonios se lanzaron a todo correr sobre mí, de seguro dispuestos a chuparme la sangre. Tuve que hacer los esfuerzos más sobrehumanos que recuerdo en mi vida, para rechazar a tal cuadrilla de salvajes…

Bill Barnes se volvió hacia Bob Lawton, con la esperanza de sacar algo más de él que de su aturdido compañero.

—Las cosas ocurrieron demasiado deprisa para puntualizar yo ahora —explicó el viejo Bob—, pero, por lo que pude ver de ellos, tenían la piel bastante oscura y llevaban ropas que parecían trajes de vuelo, y eran unos hombres de ojos oblicuos, como los de los chinos.

Bill Barnes asintió con lentas inclinaciones de cabeza, como si las declaraciones de Bob Lawton confirmasen detalles que ya poseyera.

—Una sola pregunta más y os dejaré en paz —dijo Barnes—: ¿Ha visto alguno de vosotros a Sidney Marston por el campamento?

—¡Millares de ellos…, se lo aseguro! —contestó Scotty—. ¡Cientos de millares!

—No; hace más de un par de horas que no lo he visto por ningún lado —replicó Bob Lawton, arrugando el entrecejo.

—¿Y has visto su avión en alguna parte? —insistió Bill Barnes.

—Aviones que cruzan en la noche… —murmuró Scotty, sin saber lo que decía—. ¿Quieres pasarme tu botella, amigo…? ¡Maldita sea…, si me la das te diré algo acerca de esos aviones…!

—No, señor —repuso Bob Lawton, moviendo su cabeza, para reforzar la negación—. No lo he visto a él ni a su avión. Espero que no le habrá ocurrido nada al pobre chico… ¿Qué le parece a usted?

Bill Barnes meneó su cabeza, con cierta preocupación. Ahora se le aparecía, de un modo claro, que el misterioso avión que se metió ante él en aquella columna de nubes situada sobre el cráter iba pilotada por Sidney Marston.

Barnes no se explicaba por qué razón el nuevo piloto había tomado sobre sí aquella investigación del cráter; la idea le llenó de confusiones y lo preocupó grandemente.

Dejando a aquellos dos hombres el cuidado de acabar de vaciar con toda rapidez su botella de whisky, Bill Barnes salió de la tienda-comedor y echó una mirada al trabajo que los demás estaban realizando.

El campamento disfrutaba ya de una relativa seguridad contra cualquier ataque de gentes a pie, como el que habían rechazado aquella noche, pero en cambio era extremadamente vulnerable por lo que se refería a un posible bombardeo aéreo, y Barnes frunció el entrecejo mientras calculaba las posibilidades defensivas del caso.

Según le constaba, disponían de seis ametralladoras de repuesto, y ordenó que las montasen para utilizarlas como ayuda y defensa contra cualquier ataque en bajo vuelo, pero se daba cuenta de que no servirían de gran cosa, y menos aún si les bombardeaban desde gran altura.

Sus pensamientos volvieron entonces al misterio de aquel extraño cráter y a la instantánea visión que tuvo de unos largos, negros y tentaculares objetos que parecieron amenazarle mientras volaba dentro de la nube.

Esforzándose por buscar una explicación, acabó por admitir la imposibilidad de resolver qué podían ser aquellas cosas de tan original aspecto, pero dedujo que, sin duda alguna, habían sido la causa de la probable muerte de Sidney Marston. Entre tanto, una débil luz empezaba a vislumbrarse, por el Este, cuando Bill Barnes, impaciente por descubrir tal misterio, se dirigió a su propio avión, lo revisó rápidamente en una sola ojeada y ocupó el asiento destinado al piloto.

El rugido de su motor atrajo la atención de la mayor parte de sus hombres, quienes se preguntaban qué nueva sorpresa les presagiaba aquella salida de su jefe; mas, en respuesta a sus interrogadoras miradas, él se limitó a menear su cabeza y apuntar hacia el cráter, cuya oscura y abultada nube podía ser vista desde allí, dominando el paisaje por el Norte: Un minuto más tarde, el pequeño avión avanzaba suavemente sobre la pradera y, lanzándose al aire, ascendía en rápida subida.

Levantó un poco la nariz de su avión, conforme se acercaba a la nube, y al cabo de poco rato su hélice batía ya entre la ligera neblina que rebasaba por encima de la cabeza del núcleo principal de vapores.

Bill Barnes miraba atentamente hacia abajo mientras su aparato volaba rozando, aquel suelo gaseoso. Tan rápido era su avión, que pronto tuvo que virar y volver a cruzar por encima de la nube, para echar un nuevo vistazo, tratando de comprobar algo que le parecía haber visto en su primero y velocísimo viaje a través de aquel lugar. Esta vez situó su avión en un nivel un poco más bajo, de modo que la cima de las neblinas más densas desfilaba a la altura del armazón de su asiento de piloto.

Pero estas nieblas no eran tan densas como las que había tenido que atravesar en su vuelo de la noche anterior, cuando penetró en el cuerpo de la nube, volando más bajo. Y esta vez pudo ver algo más.

Era un espectáculo muy extraño. Tanto, que Bill Barnes no daba crédito a sus ojos.

Porque en la instantánea ojeada de su segundo paso por encima de la gran masa de vapores, vio algo que parecía ser una manada de enormes animales acuáticos, ramoneando y moviéndose allí abajo, en medio de la densa niebla inferior, con sus lustrosas pieles humedecidas por la condensación del vapor de la nube. La luz iba aumentando demasiado para que resultase seguro el atravesar la barrera de cañones antiaéreos, que se volverían todos contra él en cuanto descubriesen su presencia, por lo que decidió renunciar, por el momento, a descubrir aquel misterio, dirigiéndose a toda velocidad hacia sus hangares, más confuso que cuando había empezado aquel vuelo.

Toda la gloria del amanecer se iniciaba ya a lo lejos, por Oriente, animando las llanuras y las montañas, mientras él iba bajando a su terreno de aterrizaje, rodeado de una relativa oscuridad, porque los parajes bajos no habían sido tocados aún por los rosados dedos de la aurora.

Pero aquella oscuridad que envolvía a su campamento había resultado más protectora para otros que para sus propios hombres.

Oscuras sombras trabajaban incansablemente al pie de las altas paredes que limitaban el profundo cañón, más allá del campo de Bill Barnes.

Se movían laboriosas como castores o, mejor dicho, como topos, pues ocho o diez de ellos se afanaban perforando un túnel en la pétrea pared del cañón, por debajo del campamento de Bill Barnes.

AL ingenioso cerebro de Mico Morton era debida esta nueva idea. Creyendo la afirmación del joven Sanders, relativa a que doscientos hombres adicionales, que naturalmente significaban una vasta flota de aviones, se hallaban en camino para reforzar los elementos con que contara Bill Barnes, Mico Morton decidió no arriesgarse.

Era uno de esos jugadores que no se atreven a lanzarse sino tienen en sus manos las mejores cartas. Y en este caso tenía en su contra a un as bastante temible: Bill Barnes; y su jugada consistía en aquel túnel cuyo final iba a ser una buena pila de cajas de dinamita colocadas debajo del campamento de su contrincante.

Mico Morton azuzaba a sus hombres de un modo inexorable, esforzándose por avanzar todo lo posible en la perforación de aquella dura muralla, antes de que la luz diurna descubriera sus actividades. La tierra y las piedras procedentes de su excavación eran transportadas con gran rapidez a la boca del túnel, desparramándolas lejos de ella, a la sombra de los altos pinos.

La galería perforada no era muy grande, pues apenas tenía las dimensiones suficientes para permitir que un hombre se arrastrase a lo largo de ella.

Los trabajadores se pasaban, de mano a mano, maderas y tarugos destinados a entibar la obra hecha, conforme avanzaba el trabajo de excavación, y su tarea se completó muy poco antes del amanecer, mientras los hombres de Bill Barnes, agotados por el cansancio, dormían inconscientemente encima del peligro.

Cuando la neblina del amanecer ocultaba aún sus movimientos, abultadas cajas de formidables explosivos fueron instaladas en el fondo del túnel, poco más o menos debajo del centro del campamento de Bill Barnes, y unas delgadas líneas de alambre se conectaron con febril actividad a la carga detonadora.

El propio Mico Morton iba tendiendo la línea eléctrica, mientras él y su cuadrilla se apartaban del túnel, descendiendo por la ladera del cañón. Los delgados y poco visibles alambres quedaban colocados en sinuoso recorrido, pródigo en lazos y revueltas sobre los arbustos y árboles, marcando como una estela de la marcha apresurada en que Mico y su pandilla se alejaban al otro extremo de su propio valle.

Y una vez que aquellos malhechores llegaron a su cabaña, Mico Morton empalmó los alambres a una pequeña caja negra que contenía unas pilas y un interruptor; con un pequeño movimiento de su peluda mano, aquel interruptor enviaría a Bill Barnes, sus hombres y sus aviones a dar un inesperado paseo por el espacio.