UN ATAQUE NOCTURNO
En efecto, no había mucha diferencia entre el infierno y lo que a la misma hora ocurría en el campamento de Bill Barnes. Aquellas siniestras filas de figuras agazapadas que poco antes se movían entre la espesura, avanzaron por el terreno descubierto y detuviéronse, en emocionante espera, a mitad de distancia entre la selva y el campamento.
Y entonces se produjo la señal que ellos esperaban. El haz de rayos luminosos de una linterna eléctrica de bolsillo apareció y desapareció por tres veces consecutivas, cerca de la base de uno de los hangares.
La línea entera de hombres se puso en movimiento y, sin dejar de marchar muy agachados, avanzó hacia el campamento, acompañada de peligrosos reflejos acerados que a veces se destacaban en aquella amenazadora oscuridad.
El viejo Bob Lawton y Scotty Mac Closkey habían estado contándose sus cosas, acompañados de una buena botella de whisky, en la tienda que provisionalmente hacía de comedor. Su charla pasó de América del Sur a las remotas islas Filipinas, donde ambos recordaban haber sudado a chorros y haberse asado con aquel terrorífico calor. Pero el viejo Bob Lawton, que era un hombre tenaz, había progresado bastante en el interior del país, recorriendo aquellas sendas de los buscadores de oro que cruzaban las colinas de la región de Benguet, donde las perspectivas eran entonces buenas.
Su conversación se interrumpía, de cuando en cuando, con sendos tragos de la negra botella, hasta que Scotty, acordándose de sus deberes, terminó por negarse firmemente a tomar una sola gota más.
—Si usted me quiere e… echar una mano y me ayuda un po… un poquillo a llegar a mi tienda, me prestará un grr…, un gran servicio, a… amigo —tartamudeó el aturdido Mac Closkey—, porque mis ojos no ven muy… muy claro esta noche…
Y así fue como aquellos dos hombres, dando traspiés y caminando con no poca incertidumbre, avanzaban en medio de la noche, continuando tan enfrascados en su charla, que se encontraron rodeados de enemigos, un poco más allá del hangar y en plena pradera, antes de que Bob Lawton se parase de repente, para lanzar una seca exclamación y preguntarle a su compañero:
—¿Está usted viendo lo mismo que veo yo?
Y esto lo dijo en voz baja, casi lo susurró junto a la oreja de su amigo, al mismo tiempo que le daba un empujón para que se tumbase en el suelo.
—¡Cá… cállese, hombre, que… que me ha asustado! ¡Yo… yo no veo na… nada! —balbuceó Scotty.
Bob Lawton, sin hacerle caso, arrastraba a su compañero tras la protección de unos montones de mercancías.
Sin añadir palabras innecesarias, Lawton sacó el viejo revólver niquelado, reliquia de años pretéritos, que llevaba en su cinto, y acto seguido lo disparó dos veces al aire, en señal de alarma.
Las detonaciones rompieron el silencio de la noche. Se produjo un inmediato barullo en todo el campamento, y grupos de hombres corrieron entre las tiendas y las puertas del hangar, inquiriendo la causa de tan inesperada excitación.
—¡Venid pronto con vuestros fusiles! —se oyó gritar a Bob Lawton, cuya cascada voz se forzaba en un alto falsete—. ¡Nos atacan!
Algo así como un sordo y vengativo rugido partió de una línea de figuras poco visibles a través de la oscuridad de la noche, mientras sus componentes se acercaban a paso muy lento y siempre agachados.
Hasta Scotty pudo distinguirlos bien entonces, aunque casi estaba convencido de que a su compañero le había hecho ver visiones el licor.
Scotty se apresuró a empuñar su propio revólver, pero luego pensó una cosa mejor y empezó a registrar bruscamente bajo la tela encerada que protegía de la lluvia aquel montón de mercancías.
AL cabo de pocos segundos de afanosa búsqueda, se levantó con algo en cada mano, aunque la oscuridad no permitía ver bien de qué se trataba.
Detrás de ellos dos, en el cercano campamento, los hombres se apresuraban a salir de sus tiendas, armarse y correr a socorrerlos.
—Lo malo es que… que no veo mu… muy bien esta noche —dijo Scotty, como hablando consigo mismo; pero mientras lo decía, echó hacia atrás el brazo derecho y lanzó a lo lejos, a través de la oscuridad, uno de aquellos objetos misteriosos.
De repente, a menos de treinta pasos delante de ellos, se produjo una llamarada y se oyó el estallido de una granada de mano. En el instante que duró la luz de aquella explosión, pudieron ver la larga fila de hombres que se acercaban al campamento con las relucientes bayonetas montadas en sus fusiles. Otra granada cayó entre ellos, abriendo un hueco en la nutrida fila.
Entre tanto, disparaban ya las pistolas de los mecánicos, y el silencio de la tranquila noche se vio cortado por múltiples y desiguales fogonazos y explosiones, conforme se iban sumando hombres y más hombres al grupo refugiado tras el montón de mercancías.
Fue Maguire quien primero logró llegar junto a Scotty, trayéndole un buen cargamento de granadas de mano y añadiendo su brazo para el trabajo de lanzarlas.
Por alguna extraña razón, los silenciosos hombres que avanzaban sobre ellos no apresuraron su lento paso ni dispararon un solo tiro, sino que continuaron su tranquilo avance, estrechándose para rellenar los huecos dejados por los que caían muertos o heridos.
El tiroteo de las pistolas creció hasta convertirse en un continuo estruendo, pero sus efectos eran casi nulos, habida cuenta de la mala luz en que luchaban los tiradores, porque los hombres, cuando están excitados, tienen la tendencia a disparar demasiado alto; así fue que aquel cerco de acero continuó echándoseles encima y empujándolos contra el cargamento.
Algunas de las granadas lanzadas por Scotty y Maguire llegaban a estallar, y sus mellados fragmentos producían algún momentáneo claro en la línea enemiga; pero esta línea era muy densa, y los huecos se rellenaban pronto.
Además, una gran parte de las granadas caían sin producir el menor daño, porque sus espoletas no estaban bien graduadas.
Aquella línea de relucientes bayonetas empezaba a cerrarse de un modo irresistible sobre el pequeño grupo de valerosos defensores. Boswell y Gardiner, cuyas pistolas estaban ya vacías, retrocedieron al ver que un segmento de la línea atacante surgía tras una esquina del montón de mercancías que le servía de escudo protector.
Un ruidoso disparo partió del fondo de la escena. Una cárdena lengua de llamas empezó a devorar ansiosamente la cara lateral de uno de los hangares; los lienzos impermeabilizados que formaban aquella construcción suministraron propicio combustible para que el fuego se propagara con rapidez. Las flameantes lenguas se alargaron y crecieron hacia arriba.
El pequeño grupo de defensores, aterrado ante el número y la fría y mecánica ferocidad de sus enemigos, se amontó, retrocediendo poco a poco; las escasas pistolas que aún conservaban alguna bala en las recámaras, dejaban oír sus andanadas de ineficaces disparos, más espaciadas cada vez.
Los fogonazos de aquellas granadas de mano fueron las momentáneas y diminutas llamitas que Red Gleason había visto, a través de la oscuridad de la noche, poco antes de sumergirse con sus compañeros, siguiendo al avión de Bill Barnes, en los impalpables vapores de aquella nube que se levantaba ante ellos como una pared sólida.
Bill Barnes, sin apartarse poco ni mucho de la cola de la aeronave tras de la cual iba, sintió en seguida los efectos viscosos de aquella niebla de vapores que le ahogaba y a través de la cual apenas podía ver el tablero de instrumentos.
Repentinamente y por delante de él, apareció en el espacio un rojizo fogonazo, tan cercano, que su aparato dio un brinco, como consecuencia de la explosión que acompañó a la llamarada, y una ola de aire casi incandescente le dio al piloto en la cara.
Bill Barnes reaccionó por instinto. Como un autómata, su mano tiró hacia atrás de la palanca que accionaba el timón de profundidad, aceleró el motor hasta el punto máximo y describió una elegante curva, ascendiendo y retrocediendo al mismo tiempo.
En el preciso instante en que iniciaba aquella brusca subida, creyó ver un objeto largo, semejante a una serpiente, que se le acercaba en medio de la niebla; algo que parecía colgar desde muy por encima de donde él se hallaba.
Y fue tan repentina la maniobra de invertir su dirección de vuelo, que se encontró detrás y por encima de los aviones que le seguían.
Los pilotos de éstos, acostumbrados a las más rápidas acciones de su jefe, siguieron en el acto su ejemplo, y los cuatro aviones viraron, apartándose de la extraña pared de vapores.
No había tiempo que perder en explicaciones. Bill Barnes dirigió el vuelo en el sentido de rehuir aquel punto peligroso, describiendo un amplio círculo que inconscientemente les orientó hacia su propio campamento.
Fue Red Gleason quien hizo una señal a los demás, acercándose a ellos y apuntando con un dedo su base de operaciones.
Ya no era posible confundirse: mal debían ir las cosas por allá abajo, porque unos rojizos y pequeñísimos puntos luminosos aparecían y se extinguían como luciérnagas que volasen entre la maleza.
Y poco después, una gran llamarada aumentó de modo considerable la brillantez de aquella escena. Como empujados por un solo sentimiento, lo cual era bien cierto, los cinco aviones inclinaron sus proas hacia abajo, deseosos de acudir a encararse con el desconocido peligro que amenazaba a su campamento.
Bill Barnes abrió el gas cuanto pudo, hasta que su avión llegó a atravesar el aire con la velocidad de una bala.
Una terrible angustia inundó su corazón cuando llegó por encima del campamento. Le bastó un segundo para ver lo que la luz de las llamas revelaba. Inclinando hacia abajo la nariz de su avión, se tiró sobre el peligro, mientras sus ametralladoras se dejaban oír ya desde aquella altura, enviando un torrente de proyectiles bien dirigidos que llenaban el aire de doradas líneas de luz e iban a converger en la fila de hombres y acero cuyo lento e implacable empuje iba arrollando a sus camaradas.
Un profundo respiro de alivio surgió en los corazones de sus hombres, así que oyeron el tableteo de las ametralladoras del jefe.
—¡Quitaos de en medio y dejadle sitio! —exclamó Scotty Mac Closkey, y sin hacérselo repetir, como si les animase un impulso instantáneo, sus camaradas rompieron el compacto grupo y volaron a esconderse, dejando el campo libre de lo único que podía estorbar el tiroteo de su jefe.
El terrible «Abejarrón» gris bajaba y volvía a subir en continuas embestidas, haciendo cantar a sus ametralladoras con voces infernales.
Cuatro vengativos se acercaron a completar aquel ataque, descendiendo a pocos metros sobre el campo y ametrallándolo con gran animosidad; sus andanadas de balas incendiarias caían como enjambres de veloces luciérnagas, pero eran unas luciérnagas que traían susurros de muerte para aquellos silenciosos y extraños atacantes.
Los cinco aviones volvieron a ganar altura para repetir su formidable ataque, pero entonces los supervivientes de aquella inconmovible fila de hombres silenciosos se volvieron como movidos por un solo impulso, echando a correr hacia el amparo del bosque.
Otra relampagueante tanda de disparos los persiguió, hasta que no pudo verse a ninguno de los pocos que escaparon con vida.
La flotilla de aviones describió un amplio círculo, rozando casi las copas de los árboles, en su esfuerzo por descubrir a los últimos adversarios, obedeciendo a una señal de Bill Barnes, se prepararon para tomar tierra.
Debido al extraño hecho de que los atacantes no habían llegado a usar armas de fuego, sino que se limitaron a empujar a sus adversarios empleando sólo las bayonetas, no había que lamentar ninguna baja entre los defensores del campamento.
Parecía como si el enemigo se hubiese propuesto capturarlos vivos a todos.
Fue Bill Barnes quien, reflexionando acerca del peligro al que su equipo acababa de escapar como por milagro, dio la orden inmediata de levantar el campo y, por el momento, tomar algunas medidas de protección mientras llegaba la hora del amanecer.
En cumplimiento de tales órdenes, todo el equipo de hombres, con sus equipajes, aviones, provisiones y demás impedimenta, fue trasladado a unos quinientos metros, poco más o menos, hacia el borde del cercano cañón; éste servía de protección por un lado, mientras por el opuesto se apoyaba su nueva posición contra una espesa muralla de árboles caídos; en cuanto a los dos lados restantes, Bill Barnes ordenó que los cajones y balas de mercancías se apilasen en forma de parapeto, que podría ser defendido en caso necesario.
Se estableció inmediatamente un turno de guardia, de modo que dos hombres vigilasen a todas horas, tanto de día como de noche, observando con todo cuidado por ambos extremos del nuevo campamento.
Ninguno de aquellos hombres consideró necesario patrullar por el lado correspondiente al acantilado del cañón.