EN LA GUARIDA DE MORTON
Sandbag Sanders, aturdido aún y con la cabeza medio rota y zumbándole a cada pulsación, recobró el sentido y abrió los ojos. La primera cosa que vio fue una vela encendida, de la que se desprendían frecuentes gotas de esperma y cuya llama vacilaba a impulsos de las ráfagas de aire.
Se hallaba tendido boca arriba sobre un cajón vacío. Sanders volvió a cerrar los ojos, atormentado por el fuerte dolor que le producían los latidos de la cabeza. Después los abrió de nuevo.
Esta vez su mirada se posó en un grande y peludo puño que se destacó de las sombras, más allá de la bujía. AL mismo tiempo oyó una voz que gruñía algo, y poco después sintió el golpe de una toalla fría contra su rostro.
La impresión del agua fresca y aquella inesperada sacudida aclararon un poco su mente. Miró a su alrededor procurando enfocar mejor la mirada, lo cual le sirvió tan sólo para encontrar que se hallaba rodeado por un círculo de crueles y depravados rostros.
El dueño del puño peludo antes entrevisto, era el de peor catadura de todos ellos; se trataba de un hombre de grandes mandíbulas, espesas cejas y pequeños ojos, con enormes hombros caídos y unos brazos inmensamente largos, todo lo cual le daba más apariencia de mono que de ser humano.
El joven Sanders estaba demasiado aturdido para asustarse, pero sí pudo apreciar un cierto ambiente siniestro en la intensidad de las miradas con que le examinaban los componentes de aquel grupo situado ante él.
—¡Vamos, vamos…, a ver si te animas, muchacho, antes de que te dé un nuevo golpe! —carraspeó la voz de aquel orangután, en ese tono peculiar, metálico y chillón que era característico de Mico Morton.
Viendo que el joven no correspondía a sus requerimientos, Mico ordenó:
—¡Suéltale otro golpe con esa toalla mojada!
El joven retrocedió, esquivando la brutal caricia de la toalla, de tal modo, que casi cayó del improvisado lecho, donde se hallaba tendido. Alguien le sostuvo por detrás, en una forma no muy amable. Un escalofrío de miedo empezó a invadir el alma de Sanders.
Había algo tan inhumano en las miradas de aquellos hombres que le rodeaban, tan completamente falto de otra cosa que no fuese su endurecida crueldad, que Sanders sintió verdadero pánico.
—¡Anda, estúpido, es mejor que vomites lo que sabes, si no quieres que te mande al infierno de un golpe! —refunfuñó la amenazadora voz de Mico Morton.
Sanders echó una mirada a su alrededor, tratando de encontrar una salida a su situación. Se hallaba en un pequeño cuarto cuyas paredes estaban formadas por troncos y barro; seguramente se trataba de alguna cabaña construida en la ladera del cañón. Entre él y la puerta había cuatro o cinco hombres, según pudo apreciar en una rápida ojeada hacia atrás.
—Ahora, majadero, lo mejor que puedes hacer es hablar, o sabrás lo que es bueno para ti —le indicó Mico Morton, al mismo tiempo que cerraba su enorme puño de un modo poco tranquilizador—. En primer lugar, ¿qué hacías paseándote por el fondo de este cañón?
El joven no contestó nada durante un rato. Mientras tanto, el rostro de Morton se iba poniendo convulsivo de ansiedad. Poco a poco se inclinó sobre el banco, dispuesto a descargar aquel terrible puño.
—Pues yo…, yo… no hacía más que tomar el fresco —balbuceó Sanders, contemplando temeroso aquel temible puño.
—¡Valiente respuesta! —gruñó Mico Morton, no encontrando un insulto que pintase su desprecio—. ¡A mí no me vengas con esas majaderías! ¿Quién te envió aquí abajo y qué estabas tratando de averiguar?
—¡Le aseguro que le he dicho la verdad! —exclamó el joven, y su voz contenía una nota de sinceridad que resultaba más convincente ante su verdadera desesperación.
—¿Sí? ¡Cómo que me vas a convencer a mí de que Bill Barnes no te mandó aquí abajo!
—¿Cómo quería usted que Bill Barnes me enviase hacia acá, si él no sabe que aquí haya nadie? —preguntó el joven.
Una rápida mirada se cruzó entre los hombres de aquel grupo. El joven Sanders se dio cuenta de que había dicho precisamente lo que debía ocultar, pero no sabía, a ciencia cierta, cómo era interpretada su respuesta ni por qué les había interesado tanto a aquellos brutos.
—Entonces, ¿cómo encontraste este sitio y por qué viniste a meter tus narices donde no tenías nada que hacer?
—Le diré a usted: yo no hacía otra cosa que dar un paseo —volvió a decir Sanders—. Acababa de llegar. Habíamos venido volando desde Edmonton, y salí a dar una vuelta por los alrededores del campamento. Entonces vi unas luces por aquí abajo, y se me ocurrió acercarme para ver quién andaba en este cañón.
Un profundo silencio acogió estas palabras del joven. Parecían bastante razonables, teniendo en cuenta la conocida afición de los muchachos a meterse en excursiones e investigar todo lo que pueda descubrirse. El grupo de hombres parecía estar medio convencido, y se notaba, de un modo evidente, la satisfacción que por su parte les producía la noticia; porque, como es natural, Sanders no podría ir a anunciar a sus compañeros lo que era esencial en los planes de Mico Morton: que la presencia de su banda permaneciese secreta para Bill Barnes.
—De modo que no ha ocurrido nada más… —comentó Mico Morton, en voz alta, y después, sus pequeños ojillos, ribeteados de rojo, se clavaron en el joven durante un efímero segundo—. Y éste habrá sido, de seguro, un mal día para ti —añadió, sin dar importancia a sus palabras.
Pero algo hacía sentir al joven como si una condena a muerte hubiese pasado sobre su cabeza al posarse en él la rápida mirada de los acerados ojos de Morton, y un helado terror oprimió el corazón de Sanders. Porque le constaba que no hallaría ninguna piedad entre aquel círculo de crueles rostros que le sitiaban por todas partes.
—¿Cuántos hombres ha traído consigo Bill Barnes? —le preguntó Mico Morton, de repente.
—¿Cómo…? ¡Ah…! Pues… yo…, yo no sé —tartamudeó Sanders, lleno de confusión y esforzándose, sin saber disimularlo, por mantenerse sin soltar ningún detalle que pudiera tener el menor valor para los enemigos de Bill Barnes.
—¿Conque no sabes, eh? —carraspeó Mico Morton, en tanto su rostro se tornaba lívido de rabia—. Echa una mirada a tu alrededor, sin perder mucho tiempo, y tal vez así te convenzas de lo que te conviene más. Repito: ¿cuán-tos hom-bres tie-ne con-si-go Bill Bar-nes y cuán-tos más han de lle-gar? —preguntó aquel gorila, recalcando sílaba por sílaba.
Y al mismo tiempo se abalanzó hacia delante, acercando su amenazador rostro al pálido de Sanders. El joven se encogió hacia atrás, y entonces se le ocurrió una respuesta.
—Nunca los he contado —dijo—, pero creo que hay unos cincuenta o sesenta. Sin embargo, mañana llegarán doscientos más —añadió con gran desfachatez, sintiendo que una secreta satisfacción le invadía al ver el aspecto consternado que se reflejaba en los rostros de aquellos esbirros.
¡Doscientos hombres! Tan considerable fuerza podía resultar desastrosa para Mico Morton, cuyos planes no eran otros que permitir a Bill Barnes sacar las castañas del fuego, mientras él permanecía escondido y dispuesto a arrancarlas de los chamuscados dedos del arriesgado aviador.
—¡Maldito sea el pájaro ése! —exclamó Morton; pero entonces sus ojos se alegraron con un ladino resplandor—. ¿Y cómo traen a un muchacho como tú en esta expedición?
—¡Oh, es que Bill Barnes me está educando para que también sea un buen aviador! —replicó el jovencito. No comprendía la satisfacción que relampagueaba en los ojos de Mico Morton. Pero éste se alegraba de haber encontrado a una persona por la que Bill Barnes sentía verdadero interés. ¡Aquello sí que era una buena noticia!
—Dame ahora los nombres de los que están con Bill Barnes —ordenó aquel hombre-mono.
EL joven Sanders discurrió aprisa y bien. Él no quería perjudicar a Bill Barnes por nada del mundo, ocurriera lo que ocurriese. Y si proporcionaba semejante información a aquellos malhechores, sería en detrimento de los planes de su jefe. Por eso meneó con energía su cabeza, al mismo tiempo que exclamaba:
—¡No doy esos nombres! —intentó dar a su voz la mayor firmeza posible, aunque sonó trémula e infantil, a despecho de sus esfuerzos por dominarse.
—¿Conque ésas tenemos, eh? —rugió Mico Morton; y abalanzándose hacia delante, cogió entre sus garras la mano del joven, retorciéndole el brazo cruelmente.
Sanders apretó los dientes con toda su fuerza, mientras su brazo iba girando con malvada lentitud, hasta que llegó un instante en que pensó que se estaba rompiendo ya, y entonces se le escapó un penoso lamento.
La cara de Mico Morton se alegraba con salvaje satisfacción, y siguió retorciendo el débil brazo más y más, dando lugar a que el pobre joven lanzase alaridos de agonía y estuviera a punto de desmayarse.
Pero su tormento quedó interrumpido por la imprevista llegada de alguien que llamó a la puerta de la cabaña.
Mico Morton dejó caer el brazo del joven, y Sanders, procurando contener las lágrimas que a su pesar le nublaban los ojos, se frotó, con la otra mano, los doloridos músculos y huesos tan duramente maltratados; mientras echaba fugaces miradas a su alrededor, sintiéndose cada vez más desesperado al no encontrar más que los duros rostros de aquellos feroces hombres.
Pero ya no se ocupaban sólo de él, como hasta entonces, porque aquella llamada había atraído su atención. Casi todos se levantaron, agrupándose junto a la puerta.
En el silencio que se produjo mientras ellos escuchaban, a Sanders le pareció oír algo así como un lejano tap-tack, tap-tack, que podría atribuirse a un laborioso leñador o a un atareado carpintero. Para unos oídos más expertos que los de aquel muchacho, semejante ruido no tenía más que una explicación: eran las secas detonaciones producidas por armas de reducido calibre, disparadas a respetable distancia.
Fuera lo que fuese aquel intermitente sonido, el caso es que excitó no poco al grupo de sus raptores. Mico Morton se lanzó al exterior, desapareciendo en la oscuridad de la noche, y tras él siguieron la mayor parte de los demás.
Sanders observó la escena con alguna mayor esperanza, pensando que acaso se marcharían los hombres restantes, pero dos de ellos se quedaron junto a la puerta, aunque de espaldas a él.
En su cerebro se mezclaron, tumultuosamente recordadas, todas las emocionantes fugas que había presenciado en las películas melodramáticas vistas por él. ¡Qué fáciles le parecieron en la pantalla y cuán diferentes le resultaban entonces! Porque las anchas espaldas de aquellos dos gigantones que guardaban la puerta tenían un aspecto formidable.
Desesperado y fuera de sí, el joven lanzó una rápida mirada en derredor, recorriendo la barraca entera con la vista, en busca de cualquier arma o cosa que le pudiera servir de tal.
Uno de los hombres que estaban a la puerta dijo algo, y Sanders se volvió rápidamente al percibir sus palabras.
—¡Ese campamento de Bill Barnes debe de parecerse ahora al infierno! —decía el que hablaba.