UN AVIÓN MISTERIOSO
Con el rostro aún ligeramente pálido, la mirada un poco extraviada y una venda alrededor de su cabeza, el hombre llamado Marston se les había reunido mientras ellos hablaban. Y su frente se llenó de arrugas de preocupación, al oír lo que aquellos hombres habían decidido.
Mas, por el momento, el olorcillo de la cena entusiasmó a todos ellos, y no pensaron en otra cosa que en llenar sus platos con humeantes viandas.
Apenas habían terminado la comida, cuando el zumbido de unos motores les hizo salir a la oscuridad exterior, corriendo a encender faroles de aterrizaje que sirvieran de faros para el último grupo de su cuadrilla.
Los dos aviones trimotores tomaron tierra con toda felicidad, seguidos por un tercer avión: el avión de carga contratado en Nueva York para traerles los accesorios y provisiones necesarios.
Dando vueltas alrededor de ellos, en espera de que les llegase su turno para aterrizar, había dos aviones más pequeños: el aparato de Marston, con cabina cerrada, y el avión de Barnes, que había sido pilotado desde Edmonton por Red Gleason y al cual tuvo que abandonar a causa de habérsele averiado el motor.
Inmediatamente, aquel apartado campo se transformó en escenario de la más intensa actividad, pues primero hubo que dar de cenar a los recién llegados, tras lo cual se pusieron todos a trabajar, descargando sus equipajes y construyendo un cobertizo, sin hacer caso del constante aguacero de fría lluvia que les calaba los vestidos.
El piloto del avión de carga contratado terminó de entregar en regla sus mercancías, recogió los albaranes firmados y partió de nuevo, camino de la civilización.
El llamado Marston examinó su propio avión cuidadosamente, comprobando todos los detalles de la nueva palanca de mando. Abrió algunos de los cajones de suministros recién llegados, proveyéndose de municiones, y repasó el estado de sus ametralladoras, antes de volver a reunirse con el grupo de compañeros, entonces bastante crecido por la incorporación de Shorty, Mac Closkey, el joven Sandbag Sanders, y también por Gardiner y Boswell, mecánicos de la cuadrilla, y por Maguire y Russo, los antiguos alguaciles que habían decidido correr la aventura de unirse a la arriesgada expedición.
Scotty no desperdiciaba su tiempo y poniéndose un impermeable y unas altas botas de goma, se proveyó de una linterna eléctrica, y salió a revisar las aeronaves, mientras los demás hombres trabajaban en la creación de hangares y tiendas.
Sanders, el más joven de todos ellos, con los ojos muy abiertos por la excitación y el nerviosismo que le produjeran las cosas que había oído, daba vueltas por el campo, examinándolo todo con gran curiosidad.
Sus exploraciones le llevaron más allá de los límites del terreno despejado, aventurándose a través de la selva, hacia el borde del cercano y profundo cañón, donde su esbelta figura se destacaba en forma de oscura silueta contra el fondo de las iluminadas tiendas y de las hogueras que los cocineros habían encendido en el activo campo.
Seis siniestras formas humanas, agachadas bajo sus chorreantes impermeables, cerca de la cresta del cañón, observaban su avance.
Dejándose llevar de los imprecisos pasos de su juventud, Sanders se acercó a unos tres metros del lugar donde se ocultaban aquellas misteriosas sombras, y nunca pudo figurarse cuán cerca estuvo de la muerte, porque una de las seis figuras se levantó, con un brillante tubo de acero en sus manos, dispuesto a caer sobre el descuidado joven, si éste hubiese avanzado un solo metro más en su temerario paseo; pero alguna buena estrella debía de tener a Sanders bajo su protección, porque, después de pararse a contemplar lo poco que podía verse en aquella oscuridad, continuó sus exploraciones a lo largo del borde del cañón, apartándose de aquel fatídico lugar.
Quinientos o seiscientos metros más allá, pudo asomarse por encima de los bordes del cañón y se pasó largo rato allí, para escudriñar lo que pudiera verse.
Al cabo de unos minutos, mucho más abajo de donde él se hallaba, a un millar de metros hacia el interior del cañón, una luz osciló a través de la oscuridad, deteniéndose un instante y desapareciendo luego tras de las sombras de las altas paredes del cañón. Otra luz brilló, por un momento, en el lado opuesto del cañón y después se extinguió a su vez.
Allí, pensó Sandbag se le presentaba una oportunidad de distinguirse.
Dedicando una sola y anhelante mirada a las comodidades y seguridad de su campamento, cuyas luces veía brillar a través de la selva y entre las cuales se podían vislumbrar los borrosos contornos de sus aviones, en forma de oscuras manchas silueteadas contra las iluminadas tiendas, buscó una senda que le permitiera bajar por la pared del cañón, no tardando en encontrarla.
Deslizándose y dejándose resbalar por aquellas vertientes de pizarra suelta, fue perdiendo altura y acercándose al fondo del cañón, mientras con sus manos se agarraba firmemente a los escasos arbustos y raíces salientes que encontraba a su paso.
Una de las veces, se le desprendió bajo los pies una gran piedra que se precipitó en las profundidades del cañón, haciéndole temer, por un momento, que el ruido de su caída le descubriese a sus enemigos. Pero continuó la cautelosa marcha.
Si se hubiese detenido a mirar hacia atrás, tal vez habría visto sobre él a una sombría figura que se destacaba en el borde de la escarpa y hubiera podido darse cuenta de lo desesperado de su situación.
Mas no apartaba los ojos de aquella luz que a ratos aparecía allá lejos, en el fondo del cañón; y así llegó, poco a poco, a pisar el lecho del profundo valle.
Con gran cautela, avanzó por el fondo del barranco, procurando actuar en todo momento como uno de aquellos indios de los que tantas cosas había leído. Su lento progreso le llevó gradualmente cerca de la luz, y entonces fue cuando por primera vez descubrió las siluetas de varios aviones, muy bien disimulados al pie de las altas y verticales murallas de piedra que formaban las paredes del cañón y cuyos salientes impedían verlos desde arriba.
En su excitación, Sanders se puso de pie para ver mejor, sin fijarse en que su figura se intercalaría, bien visible, entre las luces y alguien que pudiese venir detrás de él.
No tuvo tiempo de abrir la boca ni de lanzar el menor grito, cuando ya dos poderosos brazos lo habían agarrado fuertemente por la espalda, y entonces, le pareció a Sanders como si la tierra se elevase y le diera un gran golpe al caer sobre él, sintiendo que una gran oscuridad lo envolvía por completo.
En el campamento de Bill Barnes, la ausencia de Sanders no había sido notada por nadie todavía, pues cada uno de aquellos hombres tenía bastantes cosas de qué ocuparse.
Incluso Fernando, el criado filipino, corría de un lado para otro, arreglando la tienda de Bill Barnes y montando su camastro plegable, que venía muy bien enrollado entre las mercancías recibidas.
Era imposible instalar todas las tiendas en aquella primera noche, por lo que Barnes ordenó que los restantes bultos fueran cubiertos con lienzos impermeables, después de ordenarlos frente a la línea de tiendas y cobertizos ya construidos. La lluvia había cesado de obsequiarles con sus implacables chubascos, pero el aire era todavía muy húmedo y la visibilidad resultaba muy deficiente.
Bill Barnes dirigió una mirada a su reloj de pulsera, levantó después la vista al cielo y dio órdenes a Red Gleason, Cy Hawkins, Shorty Hassfurther y Beverly Bates, encargándoles que se preparasen a partir.
Ellos se apresuraron, sin perder un instante, a dirigirse hacia sus aeronaves, examinando el estado de los motores y la cantidad de combustible que aún quedaba en los depósitos y comprobando el funcionamiento de las ametralladoras, mientras sus respectivos mecánicos montaban en los asientos posteriores; pronto las hélices empezaron a girar.
Y una vez más despegó Bill Barnes con su rápido «Abejarrón», remontándose hacia el cielo, en tanto los otros cuatro aviones subían rápidamente tras él.
Como consecuencia de las observaciones que había hecho de aquel casquete nuboso que coronaba el cráter, calculaba que remontándose a unos mil quinientos metros, alcanzarían suficiente altura para librarse del fuego de los cañones antiaéreos, lo que les permitiría zambullirse con libertad a través de la extraña nube, y tal vez pudieran ver algo del interior del cráter.
Apenas había ganado su pequeño y veloz aparato aquella altura, cuando, al mirar hacia abajo, pudo ver, a menor elevación y por delante de él, el apagado resplandor que de noche se desprende del tubo de escape de un motor de avión.
Sus cuatro aeronaves compañeras le seguían a la misma altura, y pudo recontarlas varias veces.
Por consiguiente, algún extraño avión les había ganado la delantera en su paseo hacia el cráter.
Teniendo en cuenta cómo se presentaban las circunstancias, no tardó mucho Bill Barnes en descender silenciosamente, colocándose detrás de aquel intruso y siguiéndole en su marcha.
Las cuatro aeronaves que le acompañaban se situaron a continuación de él, conservando una nueva distancia de algunos centenares de metros entre ellas y el diminuto «Abejarrón», que proseguía su carrera tras de las débiles y oscilantes llamaradas del escape de aquel desconocido monoplano.
A la sazón se hallaban ya sobre el oscuro valle, pero no se vio ningún fogonazo de los cañones antiaéreos, que por esta vez no agitaron a aquellas naves del espacio en el tormentoso mar de sus explosiones. El extraño aparato seguía su curso, encaminándose en línea recta hacia el cráter.
Leyendo su altímetro, Bill Barnes calculó que el misterioso avión que le precedía iba a entrar en el casquete nuboso a mitad de la altura a que él volaba.
Pensando quién podía ser aquel desconocido aviador y cuáles serían sus propósitos, Bill Barnes redujo un poco la velocidad de su rápido «Abejarrón», para mantener la distancia que le separaba de su predecesor.
Avanzando, avanzando, llegaron por fin cerca de aquella extraña nube que cubría el cráter y que aun ahora, a corta distancia, seguía pareciendo una impalpable columna de vapor que les cerrara el paso.
El misterioso avión se zambulló directamente en ella.
Ya las zumbantes hélices del desconocido batían las capas exteriores de la nube. Bill Barnes, cada vez más asombrado, le seguía acercándose a su cola.
Su propia hélice empezó a sacudir remolinos de aquellos vapores, y un segundo después se encontraba sumergido en sus viscosas interioridades.
En el exterior de la nube, sus cuatro compañeros seguían volando juntos, a varios cientos de metros tras él, casi tocándose ala con ala, atentos sólo a no perder la ruta de su jefe en medio de la impalpable pared de vapores que se levantaba ante ellos.
Fue a Red Gleason a quien se le ocurrió echar una mirada hacia atrás, en dirección al campamento que habían dejado tras ellos, y pudo notar la presencia de varios puntos cárdenos, algo así como pequeñas llamas, que se movían en las vecindades del campo. Extrañado, tuvo que dejar de mirar, para no perder la buena formación con sus compañeros en el momento que el avión de Bill Barnes desaparecía dentro del muro de la nube.
Que aquellos tenues puntos luminosos presagiaban algo, era evidente por sí solo; pero su verdadero significado para los hombres de aquel campamento, no podían aún conocerlo, por mucho que hubieran forzado su imaginación en aquel momento.
Tan atareado se hallaba el grupo de hombres que Bill Barnes había dejado allí, ocupados en levantar sus tiendas y arreglar las cosas para aquella noche, que aún no se les había ocurrido destacar algunos guardas en los alrededores de su campamento. El terreno estaba limitado, en uno de sus lados, por el cercano cañón, distante de allí unos cuatrocientos o quinientos metros.
Más allá de ese barranco empezaba un espeso bosque de abetos y pinos, mientras por el otro lado la arboleda se iniciaba a pocos centenares de pasos del campo.
En este último y oscuro bosque, verdadera maraña de árboles y arbustos, situado al otro lado del campamento, frente a las crestas del cañón, se desarrollaba una intensa vida desde la llegada del segundo grupo de la expedición de Bill Barnes.
Oscuras figuras procedentes del cráter se movían en silencio a través de la tenebrosa maleza y parecían filtrarse entre los numerosos árboles de aquella espesura, hasta llegar a formar una nutrida fila de ellos que, agachados tras las blandas agujas de los pinos jóvenes, a la sombra de los árboles mayores, contemplaban los activos trabajos del campamento.
Después de la partida de Bill Barnes y de sus cuatro aviones acompañantes, el que parecía ser el jefe de estas oscuras figuras se levantó, lanzando una especie de gruñido de mando en voz baja y gutural.
Se oyeron numerosos chasquidos y rechinos que parecían producidos por piezas de acero. La fila de sombras se movió hacia delante, saliendo de la espesura hacia el campo abierto; aquellas figuras humanas avanzaban agachándose, mientras se iban acercando al indefenso campamento.