CAPÍTULO XXI

UN CRÁTER RODEADO DE CAÑONES

Red Gleason no se detuvo a pensar cómo se las había arreglado Bill Barnes para llegar allí o cómo pudo encontrarse en el lugar de la batalla. A él le bastaba con que su fiel jefe hubiese llegado a tiempo para cambiar la derrota en victoria.

Porque su menudo aparato, parecido a un abejarrón, luchó con la misma loca temeridad que uno de aquellos grandes aviones de caza, escapándose a su vez de la temible formación enemiga.

Se presentó con la velocidad de una bala de cañón, desviándose y lanzándose tan sólo cuando los aviones enemigos zumbaban demasiado cerca de él. Otro de los plateados aviones fantasmas atacantes se inclinó de lado y empezó a caer sacudido por bruscas volteretas. Su nariz apuntó hacia abajo, y un ramillete de rugientes llamas brotó de él a poco de comenzar su caída.

Iniciando una dura persecución de aquella veloz y diminuta avispa atacante, las restantes aeronaves enemigas hicieron un inexorable esfuerzo para alcanzar la cola del avión de Bill Barnes. Pero otra vez la asombrosa marcha del pequeño aparato gris se manifestó tal cual era.

Con una velocidad que igualaba casi la de la luz, Barnes se columpiaba, deteniéndose de repente y luego se lanzaba en un vertiginoso rizo que inmediatamente invertía la posición relativa de atacante y atacados.

Entonces salió de su ametralladora un rojo chorro de llamas, un tercer avión enemigo se balanceó con locos vaivenes, acabando por hundirse hacia la tierra.

Aclamándose silenciosamente a sí mismo, Red Gleason, en su combatida aeronave, se encaminó hacia su propia base, renqueando como pudo.

En su mente no había ningún pensamiento, excepto el de la providencial victoria de Bill Barnes. Echó una nueva mirada hacia atrás, y en la confusa y creciente oscuridad vio tan sólo a dos aviones enemigos que aún volaban, pero escapando rápidamente hacia el refugio de aquel escondido valle donde los artilleros antiaéreos continuaban dispuestos a llenar el cielo con sus negras nubecillas de muerte.

Sintiendo su corazón lleno de un inmenso agradecimiento, Red Gleason describió un círculo sobre su propio campo, en el cual se destacaba un solitario hangar, dándose cuenta, conforme descendía, de que el llamado Marston se estremecía débilmente.

Condujo el gran avión hasta el suelo, en un aterrizaje perfecto. Varias manos serviciales le ayudaron a transportar al herido hasta una de las tiendas.

Un rápido examen del semi-inconsciente aviador les demostró que su herida no era seria. Una bala le había rozado la cabeza, dejándole sin sentido para un buen rato, pero empezó a recobrar el conocimiento conforme le extendían en una camilla.

Los hombres del campo de aviación se mostraron muy curiosos e interesados por saber lo que había ocurrido; aún no se daban cuenta de la llegada de Bill Barnes. Gleason les contó los episodios que tuvieron lugar en el aire, pero la actitud pensativa con que recibieron estas noticias se convirtió en visible y entusiasta satisfacción en cuanto se enteraron de que su jefe estaba allí cerca.

Un minuto después, el zumbido de su motor vino de las alturas, y todos corrieron para dejar libre el terreno, volviendo a arremolinarse alegremente mientras el aviador hacía correr el aparato en dirección al hangar de lona.

La lluvia comenzaba a caer otra vez, y así que estuvieron reunidos con Bill Barnes, todos ellos se fueron a la tienda cónica cercana al hangar, donde una estufa tubular despedía ya agradables oleadas de calor.

—¿Cómo os las habéis arreglado para encenderla tan deprisa? —preguntó Red Gleason—. ¿Recibisteis alguno de mis mensajes?

—Pude registrar unos diez de ellos —replicó Bill Barnes—, antes de salir de Edmonton. Partí de allí dejando instrucciones a los compañeros para que esperasen al avión de carga que llegaría con el material, ordenándoles que entonces viniesen directamente aquí y designando a Shorty y a algunos hombres más, los cuales debían reparar y traer los dos aviones que bajaron en el bosque. Y ahora puedo decir que mi pequeño y viejo «Abejarrón» se ha descolgado por acá en un momento muy oportuno, ¿verdad, amigos?

Su rostro brillaba de entusiasmo, pero se nubló de nuevo al recordar sus anteriores pensamientos.

—Ahora cuéntame todo lo que haya ocurrido por acá, y vamos a ver sí podemos sacar de este lugar nuestro cargamento. Ante todo, ¿quiénes son esos extraños individuos que atacaron tu convoy ahí detrás, en los bosques que se encuentran al venir hacia aquí, y que parecen guardar este profundo cráter con un terrorífico y nutrido armamento?

—Que me maten si puedo contestar a esa pregunta —admitió Red Gleason, poniéndose muy serio—; las pocas ojeadas que he podido dedicarles han sido a través de las miras de mis ametralladoras, y ésas son, como podrías muy bien decir, una clase de ojeadas bastante fugaces para poder darse buena cuenta de lo que uno ve. Son unos pájaros bastante complicados y muy pequeños, y parecen tan delgados como si fuesen de alambre. ¡Pero que me condenen si no estaban preparados para cantarnos una buena despedida! Sus cañones antiaéreos están en manos de unos hombres que conocen bien su oficio, ¡y apuesto cualquier cosa a que tienen una buena colección de ellos!

En aquel momento entró uno de los ayudantes, trayendo unos negativos, que colocó sobre el cajón invertido que hacía las veces de mesa.

—Algo sacaremos en limpio de esas fotografías que pude tomar —dijo Gleason, y él y Bill Barnes se inclinaron sobre el cajón, para examinar las placas recién reveladas que acababa de traer aquel hombre.

Alguien sacó una lupa, y Bill Barnes contempló atentamente los cuadritos de luz y sombra que con ella se apreciaban en algunas regiones de las placas.

—Esto de aquí —dijo Gleason, apuntando a una mancha—, es el borde del cráter; y aquí está el fondo, que diríamos, pero no anda muy lejos ese oscuro valle que vomita las balas de los cañones antiaéreos. No me sorprendería mucho que guardasen sus aviones en otro sitio.

Bill Barnes examinaba con suma minuciosidad la fotografía del valle, esforzándose por descubrir algunos datos esenciales entre las sombras del negativo.

—Nos será imposible ver esos cañones antiaéreos —dijo—. Me figuro que los habrán disimulado muy bien; pero aquí tenemos unas cosas que parecen hangares para aviones —y señaló con el dedo ciertos rectángulos de diferente tonalidad que aparecían en aquel mapa aéreo.

—Y aquí, en este otro sitio…, ¡qué demonio será esto!

—A mí me parece como si fuese un enorme cubo de basura —dijo Red Gleason—, y fijaos que está en el lado más cercano al cráter. Es imposible descifrar de qué se trata. Pero aquí tenemos estas manchas que parecen barracones de tropa, y no hay pocos, que digamos. Vamos a ver, si suponemos una cabida de ocho hombres en cada barraca, pues habrá más de cien individuos ahí, y tal vez me quede corto.

—¿Y qué diablo de gente es ésa? —exclamó Bill Barnes, verdaderamente perplejo.

A esta pregunta no pudo contestar nadie. Antes de que se dijese una sola palabra más, oyeron el zumbido de unos motores y salieron corriendo para presenciar el aterrizaje del primero de los ruidosos aparatos de Barnes, que bajaba del cielo como una flecha.

En unos pocos minutos, lo hicieron Cy Hawkins, Shorty Hassfurther y Beverly Bates, los cuales, con sus respectivos mecánicos, se apresuraron a descender de sus aeronaves, para reunirse con el jefe de la escuadrilla.

Muchas fueron las preguntas y respuestas que se cruzaron entre ellos al verse reunidos. Bill Barnes se interesó por los dos restantes aparatos de carga y por el avión de provisiones contratado en Nueva York.

—Ya hemos enviado a unos cuantos a ese maldito rincón del bosque, para que se hagan cargo de los aparatos averiados, los compongan y vengan con ellos hacia acá —explicó Cy Hawkins—; no se puede asegurar a qué hora se les ocurrirá dejarse caer por aquí, pero dijo que sería por la mañana:

—¿Cómo os encontráis, amigos? ¿Estáis muy cansados? —preguntó Bill Barnes, con cierta ansiedad.

Todos ellos negaron violentamente su cansancio, meneando la cabeza de un lado a otro.

—Muy bien. Pues, entonces, antes de que se haga demasiado oscuro, os propongo que me sigáis con vuestros aparatos, y nos daremos una vueltecita para ver algo de ese cráter.

No se hicieron repetir la orden, sino que se apresuraron a montar en sus aviones, llenos de curiosidad por descubrir en qué consistía aquel misterio.

En el transcurso de muy pocos segundos, las aeronaves estaban debidamente tripuladas, las hélices giraban a poca marcha y las ametralladoras tenían sus municiones preparadas; uno tras otro despegaron del terreno, siguiendo al «Abejarrón» de Bill Barnes, que ganaba altura sin hacer caso de la llovizna.

Volando en compacta formación, muy agrupados entre sí los tres aviones y sin separarse demasiado del de su jefe, le siguieron en su carrera hacia aquel oscuro valle; con todo cuidado, fueron dando la vuelta a su objetivo, cerrando, no obstante, poco a poco el amplio círculo que describían, para acercarse a la base del cráter.

De repente, Bill Barnes apuntó con la proa de su aparato hacia el centro del cráter, empezando a subir, y los otros le siguieron en idéntica maniobra.

El aire se llenó de manchas oscuras enfrente de ellos, formando una pared de nutridas explosiones, mientras a sus oídos llegaba el cr-u-u-m-p, cr-u-u-rrz-p, de los mortales disparos que los cañones antiaéreos les enviaban desde la base del cráter; Barnes se apresuró a inclinar su aparato y salirse del área peligrosa. Los cuatro aviones continuaron dando la vuelta a la montaña.

Por segunda vez intentaron un viraje que les acercase al cráter, pero sólo consiguieron encontrarse con otra barrera de cañones antiaéreos. Esta vez, un casco de granada cortó un trozo del extremo de un ala al avión de Cy Hawkins, por lo que decidieron avanzar con mayor cautela todavía.

La misma recepción hallaron en posteriores intentos, mientras continuaban girando alrededor del cráter. Estaba visto que aquel lugar había sido muy bien fortificado, y no quedaba ninguna esperanza de conseguir volar a través de aquella barrera de cañones antiaéreos, sin meterse en un riesgo demasiado grande.

Recorrían ya la última zona de su proyectado vuelo, pues se acercaban al lado opuesto del cráter, cerca del extremo de aquel oscuro valle, cuando una bandada de aeronaves plateadas se precipitó sobre ellos desde las altas zonas de la atmósfera, rugiendo como aves de rapiña y escupiendo fuego por los cañones de sus ametralladoras, con el visible propósito de alcanzar las colas de los cuatro aviones.

Estos extraños enemigos forasteros, no obstante, se habían metido en un negocio algo peor de lo que ellos podían presumir, porque los tres aviones que seguían al de Barnes, actuando como si les guiase un solo impulso, se dejaron caer en línea recta hacia la tierra y, luego, efectuaron una brusca subida, describiendo una bella curva que les condujo a posición más ventajosa que la de sus atacantes.

Bill Barnes, entre tanto, había seguido su vuelo, con el motor a media marcha. En un momento oportuno, dio un rápido manotazo contra el gatillo de las ametralladoras sincronizadas con su motor, empezando a cantar con su potente voz. Salió en línea recta de un brusco bandazo, giró y eso otro hondazo en sentido opuesto; y entonces sus ametralladoras volvieron a disparar.

No tardaron muchos segundos los cuatro hábiles aviadores en vomitar metralla por delante de ellos, llenando el aire de líneas de humo y rectas chispas doradas que besaban las aeronaves enemigas y cloqueaban alrededor de ellas.

El más destacado de los aviones rivales se balanceó violentamente, cayendo hacia tierra en medio de una nube de humo y llamas que iba prolongándose por encima de él, como trágica estela, mientras se estrellaba allá abajo. Las restantes aeronaves plateadas huyeron con toda la velocidad que les permitían sus potentes motores, y Bill Barnes tardó bien poco en explicarse la razón de tan precipitada fuga. Porque su avión se agitó violentamente en medio de una nube de granadas aéreas, que estallaban alrededor de él y sobre las cuales les habían atraído sus enemigos.

Haciendo una señal a sus tres compañeros, Bill Barnes se las ingenió para salir pronto de aquella área peligrosa que empezaba a llenarse de nutridas y negras nubecillas, verdaderas flores de la muerte.

Entre tanto, había oscurecido mucho. Las aeronaves enemigas desaparecieron de su vista, sin duda por haber descendido al oscuro valle.

Barnes ordenó a su flota que le siguiese, y todos se dirigieron al solitario hangar que marcaba la situación de su campamento.

Conforme se acercaban a él, se le ocurrió reflexionar que el campo escogido estaba demasiado expuesto a un bombardeo aéreo, y la idea le preocupó mucho mientras planeaba para aterrizar, seguido de sus tres amigos.

Una vez los motores quedaron silenciosos, Bill Barnes miró hacia arriba, contemplando aquel oscuro amenazador cielo, y dedicó una larga y reflexiva mirada al misterioso cráter, que estaba resultándole una nuez muy difícil de cascar.

—Lo mejor que podemos hacer ahora —les dijo a los otros—, es esperar a que pase la noche, y entonces volaremos muy alto y nos esconderemos en esa nube que corona el cráter, a ver si podemos descubrir algo.

Dicho esto, todos ellos fueron en busca del calor y de la luz de la tienda, con un claro programa para el día siguiente; Programa hecho sin el menor conocimiento de la misteriosa muerte que extendía sus tentaculares dedos sobre aquel grupo de valientes, dispuesta a destruir a los intrépidos aviones que se aventurasen en la siniestra nube del cráter.