SOBRE LA TORMENTA
Apenas cambió el aparato su rumbo, el viento del Nordeste comenzó a rugir con furia. El huracán aullaba a través de los tirantes y los alambres como un gigantesco demonio enfurecido. Las ráfagas de aire cogían al avión por debajo de la ancha superficie de sus alas lanzándolo a través del espacio.
La lluvia se desplomaba en cascadas, y la cortina líquida tapaba la ventanilla de la cabina; pero esto no tenía ninguna importancia, pues tampoco había ninguna visibilidad.
Marston estaba muy ocupado. Sus ojos se clavaban en el cuadro de instrumentos. Luchaba con las manos y los pies con el timón y la palanca, tratando de ganar la batalla entablada con los elementos.
Red Gleason permanecía sentado, imperturbable, con las manos en los bolsillos. Su compañero le miró con disimulo esperando verle, a lo menos, preocupado. Dejó que los vientos azotaran al avión colocándolo en posición vertical, creyendo que su compañero se alarmaría. Pero Gleason se limitó a lanzar un desdeñoso gruñido.
El llamado Marston tuvo que hacer un esfuerzo para volver a enderezar el avión. No probaría otra vez aquel truco.
EL aparato cruzó veloz los cielos en medio de una lluvia torrencial.
De pronto, el piloto comprendió que no prestaba suficiente atención a su brújula. Fue necesario concentrar todas sus fuerzas en mantener al aparato en posición de vuelo.
Red Gleason no dejó de vigilar la brújula; tocando al piloto en el hombro, le indicó con la mano una dirección más hacia el Oeste. Marston obedeció de mala gana.
La tormenta perdía su furia y, a medida que salían de la zona de la tempestad, el vuelo se convertía en un avance más suave, pues la Naturaleza aflojaba sus ataques.
Más adelante esperaba un peligro mayor: el de los aparatos misteriosos que por poco les habían derribado.
Gleason dirigió una mirada a la máquina fotográfica y luego, a través de la oscuridad, donde, a lo lejos, los primeros rayos del sol iluminaban las masas de nubes que retrocedían.
La visibilidad mejoraba por momentos, pero ello significaba un nuevo peligro, pues aumentaban las posibilidades de ser descubiertos por aquellos aviones casi invisibles que les atacaron tan sañudamente.
Vieron por fin un poco del terreno. Los ojos de Gleason divisaron a lo lejos el río que se deslizaba más allá de la base del cráter.
Era tiempo de coger el mando, pues diez minutos más tarde podrían intentar sacar fotografías del valle misterioso.
De aquel valle surgió el peligro. Y hacia él se dirigían en aquel momento.
Gleason cambió sitio con el piloto y probó las ametralladoras al tomar el mando del aparato.
El otro probó su cámara y giró las otras ametralladoras. Harían frente a quien les atacase. Aunque el avión de transporte era un aparato pesado y lento, podían librar combate.
Hallábanse a poca distancia del oscuro valle.
De pronto, Gleason notó que el avión se estremecía por haber estallado una granada bajo un ala.
Red Gleason se irguió en su asiento. La sangre combatiente corrió rápida en sus venas. La emoción del combate le entusiasmó. ¡Que tiraran con los cañones antiaéreos! Zambulló el avión. El fuego le siguió de cerca. Aquellos enemigos eran excelentes tiradores.
Notó un golpecito en el hombro cuando su compañero indicó su objetivo, un vuelo de tres minutos que si tenía éxito significaba la victoria. Estaba a la derecha, hacia la orilla de aquel oscuro valle.
Red Gleason asintió con la cabeza.
Delante de ellos brotó un campo de negros florones, acompañados del crome, crome, cromp de la explosión de las granadas.
Los artilleros enemigos concentraban el fuego de los cañones antiaéreos con el propósito de disuadir al audaz piloto de volar por aquel lado.
El enorme avión cabeceaba y se balanceaba como una canoa por un río de corriente rápida y turbulenta. Gleason recordó su plan. Debía situarse debajo de aquellas explosiones y para lograrlo se zambulló impasible en el infierno de los cañonazos.
En su cara se dibujó una sonrisa cuando ya no vio más aquellas manchas negras debajo del avión y dirigió una mirada tranquilizadora a Marston.
Éste no se preocupaba ya por el aparato fotográfico. Permanecía de pie, junto a su ametralladora, y en aquel momento dos aviones enemigos de cortas alas, plateados y casi invisibles, descendieron rugiendo, en su persecución.
Entonces comprendió el motivo de que cesara la barrera de los cañones antiaéreos.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo. ¡Una batalla! Miró en el espejo retrovisor. Se estremeció al comprender cuán vulnerable era el avión desde abajo. Su compañero, desde atrás podía disparar contra un enemigo que atacase por arriba o por la cola, en tanto que él dominaba la zona delantera.
Pero ninguna de las ametralladoras de aquel pesado avión de transporte podía disparar sobre un avión de caza que les atacase por debajo.
El antiguo truco, de los tiempos de la Guerra Europea, consistía en zambullirse por detrás, fuera del alcance de la ametralladora amenazadora, y luego ascender por debajo acribillando el fondo de la armadura, de punta a punta.
Gleason apretó los dientes, con todos los nervios en tensión mientras aguardaba.
Marston, situado atrás, cesó el fuego; aquello significaba que el enemigo se ponía fuera del alcance de su ametralladora.
¡Sip-sip-sip! Un hilo de fuego pasó hacia la izquierda, desde abajo.
Gleason enfiló el timón hacia la derecha, suponiendo que los dos aviones atacantes se separarían, uno hacia la izquierda y el otro hacia la derecha y deseaba alcanzar la cola de uno.
¡Sip-sip-sip! La segunda línea roja silbó a la derecha, cortando una línea a través de las alas, cerca de las puntas.
Cuando el primer enemigo surgió de la zona no protegida, Gleason se lanzó sobre su timón. Divisó un segundo la cabeza del piloto enemigo y lanzó una descarga.
El misterioso avión descendió, cabeceando, Gleason no le perdió de vista, para asegurarse de que el aparato no simulaba estar herido de muerte para remontarse y luego continuar el ataque. Pero otras cosas requerían su atención.
Oyó el tableteo de las ametralladoras traseras y en el espejo divisó un segundo al otro avión enemigo que se precipitaba sobre ellos. El agresor no era torpe. Conocía la vulnerabilidad de aquellos aviones de transporte grandes y pesados. Y, al parecer, intentaba destruir sus depósitos de gasolina.
Gleason no estaba de humor para combatir a la defensiva.
El enemigo atacaba con prudencia, viraba continuamente en torno al lento trimotor; disparaba y luego huía con rapidez.
Marston contestaba disparando sus ametralladoras, pero era difícil para Gleason rehuir las furiosas descargas del enemigo y al mismo tiempo colocar a su compañero en situación favorable para contestar al fuego.
El enemigo semi invisible hostigaba al trimotor desde una altura de ocho a nueve mil pies.
—¡Lástima no tener un aparato de caza para derribar al demonio ése! —pensó Gleason. El avión de transporte era inferior al otro.
Intentó dos veces embestirlo, esperando que una descarga lo derribara, pero el misterioso piloto le esquivaba siempre.
Ahora el enemigo iba enfureciéndose también. Ya no volaba en círculos.
Empezó a zambullirse desde los costados, concentrando su fuego sobre el artillero. Si lograba matarle, el piloto y los depósitos de gasolina serían fácilmente vulnerables, desde atrás.
Gleason apretó los dientes. Debía colocar a su compañero en posición de devolver el fuego. Por él no se preocupaba. ¡Que se fuera al diablo el depósito de la gasolina! Y rezó una oración por los nervios y puntería de su compañero.
Por segunda vez, el enemigo estaba arrostrando el torrente de fuego que vomitaba la ametralladora del llamado Marston, en un acceso de temeraria cólera. Red Gleason observaba cómo venía hacia ellos, sintiendo una íntima admiración por el desprecio que su enemigo hacía de la ráfaga de humeantes proyectiles que gemían y silbaban a su alrededor, interponiéndose en su camino.
¡Zip-zip-zip! Red Gleason inició una brusca zambullida en el espacio, al mismo tiempo que la metralla enemiga arrancaba de la carlinga de su avión un buen trozo de chapa metálica. Cuando volvió a mirar en el espejo lo que ocurría a sus espaldas, el corazón se le subió a la garganta.
El llamado Marston aparecía tendido sobre su asiento, con los brazos colgando y balanceándose por fuera del cuerpo del avión. Pero no había caído en vano: sus últimos disparos dieron de lleno en la hélice de su atacante.
El semi invisible avión enemigo caía ya, en barrena, sin que su piloto pudiera dominarlo. Una rabia feroz, mezclada con incontenible desesperación, agitaba el fornido corpachón de Red Gleason.
Aquel vuelo estaba condenado al fracaso. Sin nadie que pudiese manejar la cámara fotográfica, su papel quedaba reducido al de un inútil y solitario chófer aéreo.
Su angustia fue pronto reemplazada por un pánico loco. Acababa de observar que una fina y estriada voluta de humo se desprendía del ala derecha inferior, junto al borde delantero.
Una bala incendiaria había dejado allí su fatal marca incandescente. La enorme velocidad de avance del avión empujaría el fuego en línea recta hacia atrás, yendo a parar directamente al tanque de combustible.
Red Gleason se olvidó al instante del enemigo, abandonando su primer impulso de seguirlo en la caída y acabar de rematarlo en cuanto le fuera posible.
Después de estabilizar su aeronave lo mejor que pudo, se salió de su asiento, arrastrándose por el ala y cruzando los tensores de alambre, hasta acercarse al peligroso incendio. Se quitó un guante y, con su mano desnuda, fue arrancando, poco a poco, los humeantes y rojizos bordes; al fin, el redondo agujero perdió su cerco incandescente, quedando sólo algunos trozos ennegrecidos que ya no humeaban.
El avión se balanceaba locamente, falto de piloto que lo guiase, mientras Red Gleason luchaba por volver a su asiento, pero no tardó mucho en poder agarrar los mandos, y entonces logró estabilizar de nuevo su aeronave, sometiéndola a su control cuando sólo volaba a unos quince metros por encima de las amenazadoras copas de los árboles que se amontonaban en la intrincada selva. En cuanto consiguió dominar su aparato, aceleró los motores y ganó altura en una soberbia arrancada hacia el cielo.
¿Dónde se hallaba entonces? Preocupado por el peligro corrido, había perdido el sentido de su dirección.
Las crestas del profundo valle se divisaban muy lejanas, hacia su derecha.
No pudo por menos de hacer una mueca, al mismo tiempo que lanzaba una especie de alegre aullido de lobo, cuando vio allá abajo los restos destrozados de los dos aviones enemigos.
Uno de ellos se había estrellado en un pequeño matorral de jóvenes abetos, y del otro no quedaba sino confuso montón de revueltos girones blancos que se destacaba a unos trescientos metros hacia la izquierda.
Continuó ascendiendo pausadamente, ganando elevación tan aprisa como se lo permitían sus tres potentes motores, mientras examinaba el terreno inferior, en busca de la entrada de aquel valle.
Un desesperado proyecto germinaba en la mente de Red Gleason: si había podido abandonar la dirección de su aparato, para ir a extinguir un incendio en el ala, del mismo modo le sería posible dejar su puesto durante un minuto y poner en marcha la cámara automática, consiguiendo así sacar las tan necesarias fotografías de aquel misterioso lugar donde ocurrían tantas cosas extrañas y terribles.
Consecuente con su idea, empezó por elevarse lo suficiente para acometer su arriesgada empresa. Tenía que triunfar al primer intento, pues ya iniciaban su aparición esas sombras violáceas que preceden al anochecer y oscurecen tanto la tierra. Las crestas que circundaban el valle estaban sólo a dos millas de distancia.
Red Gleason empezó a arrastrarse hacia la cola de su avión. Se detuvo un breve instante a cerciorarse de que el corazón de su compañero continuaba latiendo, aunque débilmente, y luego se metió entre las rodillas de él, para disparar el gatillo automático que ponía en funcionamiento el obturador de la cámara, abriéndose y cerrándose rápidamente sobre las sucesivas placas del almacén.
De nuevo retrocedió hasta el asiento de conducción, llegando a él con el tiempo justo para poder normalizar el vuelo de su avión, al cual supo sustraer de las locas evoluciones en que iba cayendo. Entonces, tomó la dirección del valle. Dos cosas, según recordaba, tenía que tener muy en cuenta durante aquel recorrido: en primer lugar, debía mantener la aeronave en una posición lo más horizontal posible, mientras la cámara iba funcionando, pues la menor inclinación, fuera en el sentido de subir o de bajar, produciría distorsiones en las imágenes registradas en las placas, haciéndolas inservibles para el fin propuesto; y debía tener sumo cuidado en que no se interpusiesen entre su aparato y el terreno ocultando zonas de este último, las negras nubecillas producidas por la explosión de las granadas.
Esto último era muy importante, porque los cañones antiaéreos volvían a vomitar proyectiles dirigidos a su trayectoria, lanzando granizadas de metralla y numerosos fragmentos de acero.
Los artilleros enemigos se habían abstenido, durante la primera parte del combate, de hacer el menor disparo con sus armas, para mayor seguridad de sus propios aviones. Luego, era evidente que habían necesitado varios minutos de reposo para recobrarse del asombro que les produjera el hecho presenciado: ¡un pesado trimotor de carga derribando a tierra a dos modernos aparatos de caza!
Red Gleason continuaba dominado por sus negros y rencorosos deseos de venganza, mientras su corazón latín emocionado. ¡Ya se habían llevado lo suyo aquellos malditos!
Pero ahora era necesario poner en tensión hasta la última célula de sus nervios, recurrir a toda su fortaleza de ánimo, para mantener la horizontalidad de su enorme avión, mientras recorría velozmente aquella senda mortífera, acunado entre cielo y tierra por los locos caprichos del aire.
Volaba a poco más de 1.000 metros de altura, a mitad de camino entre la selva y el cercano anillo de crestas que circundaban el valle, cuando una violenta sacudida inclinó de lado a su aparato, lanzándolo a un resbalón lateral que le hizo perder trescientos metros de elevación.
Seguramente le acababan de romper alguna plancha del cuerpo de su avión, pensó Gleason.
Sin perder un ápice de su calma y serenidad, describió con su aparato un amplio círculo alrededor de aquel enfurecido horno del cual salían los incesantes chasquidos y detonaciones que le rodeaban por todas partes.
Poco a poco recuperó la misma posición en que le sorprendiera el extraño golpazo, y allí prosiguió su camino, apretando un poco más los dientes, que rechinaban de rabia, y sin desviarse de la trayectoria que se impusiera a sí mismo.
Hasta entonces no se le había ocurrido echar una mirada al espejito del tablero; al hacerlo, vio las confusas siluetas de cinco de aquellos semiinvisibles moscardones enemigos. Los débiles rayos del sol poniente dibujaban apenas sus principales contornos.
Aún tenía la oportunidad de salvarse, si se apresuraba a retroceder hacia su propia base, abandonando tan desigual combate. Pero Gleason no pensaba sino en el incompleto trabajo fotográfico. Sus mandíbulas, momentáneamente abiertas, volvieron a cerrarse de golpe, y se obstinó en seguir con toda firmeza la ruta ambicionada.
Entre tanto, el aparato delantero de aquel temible y misterioso grupo de cinco se acercaba a su indefensa cola, y pronto escupió dos chorros de vivo fuego por detrás de su cabeza.
Una de las balas dio de lleno en lo alto de un tanque de gasolina, perforándolo. El corazón de Red Gleason latía con la violencia de un martinete, pero aún se mantuvo así durante unos segundos que le parecieron toda una eternidad, esperando la explosión que sobrevendría de un momento a otro.
Pero ninguna chispa quiso prender fuego al combustible, aunque los vaivenes del aparato daban lugar a que el nivel de la gasolina alcanzase a ratos el agujero abierto por la bala, saliendo borbotones por él y desparramándose empujada por el viento; hasta él mismo llegaban las salpicaduras, y sus ropas iban empapándose de esencia.
Ahora volaba ya sobre el centro del oscuro valle. Su tarea se había completado.
Pero tenia el traje casi saturado de gasolina, y cinco rápidos aviones se lanzaron rabiosamente sobre el suyo. Con el corazón oprimido por sombría desesperación, seguía avanzando tan deprisa como sus motores le permitían volar. Red Gleason vio cómo se le venía encima el primero de los cinco aviones enemigos, cayendo a toda marcha sobre la cola del suyo y sin desviarse un centímetro de su exactísima trayectoria.
De repente empujó hacia delante la palanca del timón de profundidad, llevándola hasta el límite de su recorrido. Aquélla fue una caída casi vertical, una verdadera zambullida en el espacio, abajo, abajo, abajo…, mientras al mismo tiempo daba fuertes coletazos de un lado a otro, escabulléndose de sus perseguidores como podría hacerlo un gorrión desesperado ante una bandada de gavilanes.
Los aparatos de sus enemigos eran bastante más veloces que el suyo. Los humeantes tentáculos de sus balas incendiarias surcaban el aire en todas direcciones alrededor de él. Era nada más cuestión de pocos segundos el que alguno de tales proyectiles lograse encender la gasolina que impregnaba su avión y sus ropas, y entonces acabaría la caída envuelto en horribles llamas.
Uno de los cables de arriostramiento del ala fue cortado por las balas.
Numerosas astillas arrancadas del armazón le pinchaban el rostro. Todo el instinto de aquel solitario luchador se concentraba en sus sentidos, para evitar la ineludible muerte que le perseguía tan implacablemente.
La velocidad de su marcha se había acelerado de un modo terrible, y el viento sacudía tremendos golpes contra la tela de las alas, haciendo sufrir los mayores efectos de su enorme presión sobre la que estaba debilitada por el gran desgarrón que él se viera obligado a producir para apagar el anterior incendio.
Con un ensordecedor estruendo de cosa que se astilla y desgarra, todo el extremo de aquella ala se desprendió del resto del aparato, como si lo arrancasen unas coléricas manos invisibles.
En aquel mismo instante, el inexorable aparato enemigo disparó lo que él debió creer la última y fatal andanada. Simultáneamente con su descarga, el ala se soltó hacia atrás, revoloteando de un modo fantástico.
El primer avión perseguidor se inclinó de lado y voló hacia arriba, evidentemente convencido de que su lluvia de balas era la causante de la rotura del ala. Y algo más, también, atraían su atención.
Red Gleason procuró dominar su aparato, que continuaba descendiendo, y miró al cielo por detrás de él.
Y entonces sí que estuvo a punto de parársele de asombro el corazón.
Porque una de las plateadas aeronaves caía en barrena, rodeada de llamas por todas partes.
Los cuatro aparatos restantes volaban en loca carrera hacia donde cayera el vencido, abandonando la persecución de Red Gleason.
En aquel momento de mortal incertidumbre, el corazón del valiente Red Gleason dio un formidable latido de triunfo y regocijo.
La cosa no era para menos: cayendo del cielo tan verticalmente como un trozo de plomo, se acercaba, más veloz que una saeta, un pequeño avión cuya forma recordaba la de un abejarrón.
Bill Barnes se lanzaba a librarlo de su apuro.