CAPÍTULO XIX

¡FLORONES DE MUERTE!

El avión se elevó lentamente en dirección al cráter que, cubierto de una nube, se destacaba a varias millas de distancia. Se remontaron a dos mil pies de altura, rumbo al objetivo de su largo viaje.

Volaron en dirección a un oscuro valle situado en la falda del cráter, abriéndose como una hendidura negra y gigantesca en el suelo de donde se destacaban las copas de los abetos.

Sin sospechar ningún peligro próximo, el enorme trimotor se dirigió a la montaña. Red Gleason y el piloto tenían la vista clavada en la meta distante, sin preocuparse de lo que les rodeaba.

El avión disponíase a atravesar el oscuro valle, cuando los dos hombres notaron que el avión se agitaba con violencia. Luego, ante su sorpresa, apareció en el aire una hilera de negros florones y oyóse el inconfundible ¡Cr-o-o-m-p!, ¡cr-o-o-m-p!, de las explosiones de las granadas.

El piloto enfiló el aparato hacia arriba a toda marcha.

Los dos hombres se contemplaron atónitos.

—¡Proyectiles antiaéreos! —exclamaron.

Pero no había tiempo que perder. El peligro era demasiado urgente. Las descargas de los cañones antiaéreos estallaban peligrosamente cerca.

Sidney Marston descendió, subió, serpenteó, esquivando las explosiones de los proyectiles.

Su vuelo frenético los apartó algo de la zona más peligrosa, pero los alejó de la montaña.

Entonces surgió un peligro nuevo y de más importancia.

Pues, de entre el terrible aguacero, surgieron dos extraños aviones, plateados y casi invisibles, semejantes a los que les siguieron desde el momento que despegaron del campo de aviación de Long Island.

Los dos aviones misteriosos se lanzaron sobre ellos, disparando una nube de balas luminosas.

Marston zambulló veloz el aparato mientras Red Gleason saltaba a las ametralladoras.

El piloto viró en redondo con objeto de hacer frente al peligro a retaguardia; pero los dos aviones misteriosos huyeron como si de pronto desearan ocultarse.

Gleason y su piloto quedaron medio cegados por la chispa eléctrica y oyeron el horrísono estallido del trueno. Era peligroso volar con aquella atmósfera tan cargada de electricidad. La creciente oscuridad también les imposibilitaba para sacar fotografías. Además, Gleason deseaba seguir a aquellos dos aviones enemigos, con el fin de averiguar su procedencia y señaló al piloto que los siguiera en su descenso.

Delante de él, entre un diluvio de agua creyó divisar a uno de los aparatos e hizo señas a su piloto, el cual se lanzó a la persecución; pero otra ráfaga de viento borró toda visión del misterioso aparato.

Bajo ellos, surgió de repente una masa de copas de árboles retorcidos por el huracán; y el piloto logró remontarse a tiempo para no estrellarse contra aquel nuevo peligro. Volaron una media hora a través de la horrible tormenta, lanzados de un lado a otro por la furia del viento.

Pareció que al fin la tormenta aplacaba sus furias y a Gleason se le ocurrió que era el momento de sacar aquellas fotografías, pues los aviones enemigos estarían en tierra y los artilleros descansarían bajo cobijo.

La lluvia amainó, convirtiéndose en una llovizna, y el viento se apaciguó.

—Vamos —gruñó Red Gleason—. Sigamos volando. Debemos sacar esas fotografías. ¡A eso vinimos!

—Pero esto es una tregua en la tormenta —protestó el llamado Marston—. Lo peor está por venir.

Red Gleason le miró enojado.

—¿Qué le sucede? ¿Tiene miedo? —preguntó.

Por toda respuesta, el piloto, muy pálido y rechinando los dientes ladeó el aparato.

Los dos hombres miraron la brújula intentando precisar su situación.

Evidentemente, al ser atacados por los aviones enemigos, volaban en dirección al Norte.

—Escuche —dijo Gleason—. ¿Conoce el manejo del aparato fotográfico?

EL otro asintió con la cabeza.

—Perfectamente, entonces. Yo conduciré el aparato cuando entremos en la zona peligrosa y usted tomará las fotografías.

El otro volvió a asentir, ceñudo.

Red Gleason trazó con rapidez un plan de acción. Conocía por las fotografías de la época de la guerra que era necesario pasar debajo de las descargas de los cañones antiaéreos, para conseguir buenos clichés. De lo contrario, la trepidación de las bombas estropeaba las placas.

Estaba resuelto a tomar aquellas fotografías aunque le costase la vida, la del llamado Marston, y destrozase el avión al intentarlo.