EL CRÁTER MISTERIOSO
Tan absorto estaba Gleason en su examen que no observó que el llamado Marston aterrizaba con el motor parado. Sólo cuando el aviador del bigotito se le acercó informándole que su aparato fue también saboteado, comprendió la extensión del daño inferido por alguna mano desconocida.
Una rápida inspección del monoplano mostró que la misma mano operó sobre ambos motores, pues un brazo del balancín del segundo aparato fue limado de idéntica manera.
No tardó en decidirse. Era imposible reparar los dos aparatos con las herramientas que tenían. Por consiguiente, se dirigió a la radio de su aparato y señaló la letra de la clave de Barnes, correspondiente a la llamada de las herramientas de reparación.
Ignoraba si oían su petición, pero repitió varias veces el mensaje, diciendo que abandonaba los dos aparatos averiados con una guardia de dos mecánicos que mantendrían fuegos encendidos indicando la situación mientras él, Red Gleason, continuaba con el avión de transporte intentando completar su misión.
Hecho esto, dejó a Boswell y a dos de sus mecánicos, uno de los cuales podía conducir un avión en caso de necesidad. Ordenó a Marston que le acompañase. Luego llevó el resto del grupo, compuesto de los tres mecánicos restantes y Bob Lawton, al avión de transporte.
Antes de despegar trasladó el aparato fotográfico al avión, decidido a sacar las fotografías que Bill Barnes le ordenó. Llevó consigo también al artillero que demostró tanta habilidad en derribar a los dos aviones enemigos.
Apenas transcurrido un cuarto de hora del forzoso aterrizaje, estuvo de nuevo dispuesta la flotilla, reducida a un avión de transporte pesado y relativamente lento.
Tuvo cuidado en apagar las luces; y no había en su aparato más resplandor que el de la iluminación de su cuadro de instrumentos.
El avión estaba bien armado, con sus propias ametralladoras y otras más en la popa. Enfiló el aparato hacia el Norte, vigilando alerta por si veía más enemigos misteriosos; aquellos desconocidos asesinos del aire que mostraban tal saña en sus rápidos e inesperados ataques.
Volando, intentó ponerse en contacto con Bill Barnes en Edmonton, pero no recibió ninguna respuesta a sus llamadas. Imperturbable, continuó radiando el mensaje con la esperanza de que tal vez llegara al jefe de la expedición.
El avión prosiguió su vuelo, devorando millas y manteniendo una velocidad constante. Transcurrieron varias horas y Gleason empezó a sentirse fatigado.
Indicó a Marston que tomase el mando, mientras él estiraba las piernas y tomaba un poco de café de un termo.
Sidney Marston, impasible como siempre, continuó el vuelo; sentado en silencio, sus hombros y cabeza mostrándose borrosos a la luz reflejada por el cuadro de instrumentos.
Gleason examinó todos los aparatos, el altímetros, el tacómetro, el indicador de velocidad y la brújula. Al parecer, todo funcionaba a la perfección y se estiró en su asiento, descansando.
Los hombres del avión permanecían silenciosos en su mayor parte, pensando en la serie de extraños incidentes ocurridos los últimos días, y en lo que podría suceder en el futuro.
Tras media hora de descanso, Gleason tomó otra vez el mando, comprobando sus instrumentos y hallando que todo iba bien.
El avión seguía volando hacia su meta, como si un gigantesco imán lo atrajera con fuerza irresistible hacia el destino que le esperaba.
El artillero, el mismo hombre que utilizó las ametralladoras de manera tan eficiente en la batalla sobre los bosques, informó al amanecer que había visto una luz semejante a la de aquellos aviones de armadura plateada que les atacaron. Otros ojos comprobaron el informe.
No obstante, Gleason no se molestó en dirigir una mirada atrás y continuó imperturbable su vuelo. Como aquel primer aparato que los siguiera desde el aeródromo de Long Island, este perseguidor se escondía tras las nubes, mostrándose de vez en cuando al saltar del refugio de una nube a otra.
Transcurrieron unas cuantas horas y las hélices del gran avión zumbaban incesantemente mientras el aparato avanzaba hacia el Norte.
Gleason casi perdió toda noción del tiempo. AL fin se encontró siguiendo el curso del río Yukon. Entonces Bob Lawton le indicó dónde debía virar.
En aquel momento apareció ante la vista de los hombres el lejano cráter.
Los aviadores se agolparon a las ventanillas de la cabina contemplando la cordillera con su gigantesco cráter, cuya cima quedaba envuelta en una nube que se cernía sobre él, a cuatro o cinco mil pies de altura.
AL divisar su meta, los hombres parecieron resucitar llenos de vida y energía. Empezaron a hablar entre sí, sonriendo alegres. Hasta el hombre que se hacía pasar por Sidney Marston dio señales de alegría.
A todos les pareció encontrarse ya en los umbrales del éxito y tener en sus manos aquella fabulosa riqueza.
Gleason se cuidó de hallar un terreno adecuado para cuartel general, establecer el campamento y llevar a cabo las órdenes de su jefe.
No tardó mucho en observar un aeródromo natural, a cuatro o cinco millas de la base del cráter. Divisó desde las alturas, a sus pies, una larga extensión de hierba, pero se aproximó a tierra con la mayor precaución conociendo por experiencia lo engañadores que resultan tales lugares a vista de pájaro, y lo fatal que sería un obstáculo relativamente insignificante para un avión deslizándose en lugar poco adecuado. Satisfecho por fin, aterrizó con suavidad, en el terreno cubierto de musgo y hierba.
EL lugar elegido estaba flanqueado al Sur por unos pinares, y por un estrecho cañón al Norte.
Ignoraba que aquel cañón se extendía unos mil metros, desembocando en el pintoresco valle que usó Mico Morton como campo de aterrizaje.
También ignoraba que en aquel momento le observaban los ojos del enemigo y que varios de sus hombres subieron por el cañón al divisar al lejano aparato de transporte, como si por instinto conocieran dónde aterrizaría.
Ignorando que era espiado desde un lugar situado a unos quinientos metros, Red Gleason se puso a descargar el avión y sus hombres empezaron a levantar tiendas de campaña y hangares provisionales. Una vez asegurado el campamento, Gleason se dedicó a reconocer el lugar tomando las fotografías que Bill Barnes necesitaba.
Lo que apresuró sus esfuerzos para meterse bajo refugio, fue una masa de nubes amenazadoras procedentes de las regiones árticas. Se percibía un silencio siniestro en el viento y una tensión en la atmósfera, que presagiaban tempestad.
Mientras el resto de los hombres terminaba los trabajos de instalación para refugiarse, Red Gleason preparaba el aparato fotográfico.
Una tempestad de viento y lluvia descargó sobre ellos cuando clavaban los últimos piquetes de las tiendas.
El avión se estremeció, pero Red Gleason continuó sus preparativos.
—¿Tiene el propósito de volar con esa tormenta? —preguntó Sidney Marston, que le observaba con curiosidad.
El tono algo arrogante y condescendiente del hombre irritó a Gleason, ya fatigado por muchas horas de vuelo.
—¿Por qué no? —le replicó con aspereza—. ¿Qué le sucede? ¿Acaso un poco de lluvia y viento le asusta?
El aviador del bigotito se sonrojó al oír las palabras y todavía más por el tono.
—¡Iré adonde quiera usted! —gritó.
—Muy bien. Puesto que es tan valiente, pilotee ese aparato mientras yo tomo unas fotografías. Es decir, si no está asustado.
En respuesta, el falso Sidney Marston subió al avión al tiempo que un chaparrón descargaba con violencia.
—Esto no es nada comparado con lo que vendrá, hermano —le consoló Gleason, en tono sarcástico.
El otro piloto gruñó unas palabras ininteligibles en medio de la lluvia y el ruido y puso los motores en marcha.
A unos quinientos metros de distancia, Mico Morton daba órdenes a tres de sus hombres que montaban unas ametralladoras cerca de la orilla del cañón, dominando a la hilera de tiendas instaladas con precipitación.
Inconsciente del peligro, Gleason dio la orden de ponerse en marcha y tomó asiento, con una sonrisa burlona, mientras el piloto deslizaba su avión sobre el terreno enfangado enderezándose para despegar. Abriendo las válvulas, ganó velocidad hasta que el avión trimotor se elevó.
Tampoco se preocupó mucho Red por la lluvia, pues el aparato fotográfico era un modelo nuevo, perfeccionado por Bill Barnes, que solucionaba la niebla y la lluvia y la poca visibilidad por medio de unos rayos infrarrojos.