CAPÍTULO XV

TENTÁCULOS DE MUERTE

Entre todo aquel jaleo y todas aquellas prisas, había un individuo que se conservaba completamente sereno. Beverly Bates, su avión cargado, motor en marcha, había estado preocupado y distraído. Por fin, como si se decidiera, dirigió una rápida mirada a su alrededor y se fue a la casita de Bill Barnes.

Fernando, el filipino, salía con un saco debajo del brazo; pero el bostoniano le pasó de largo y entró en la biblioteca donde el pobre Rufus Hibben había muerto tan misteriosamente.

Una vez allí, sacó una cinta métrica, midió paredes, suelo y mesa y apuntó el resultado en un librito de notas. Luego se pasó unos momentos absorto en reflexión. Sus meditaciones fueron interrumpidas por un grito de fuera y salió, casi con pena, de su abstracción, dirigiéndose al campo.

El lugar había alcanzado el punto culminante de su actividad. Todos completaban, apresuradamente, los preparativos para marcharse antes de que ocurriera ninguna otra cosa que les impidiera ponerse en marcha hacia el lejano y misterioso cráter del interior de Alaska.

Misterioso y raro como ya era dicho lugar en sí, lo estaba resultando más por los singulares acontecimientos que en él se desarrollaban en aquellos momentos.

Mico Morton había escondido sus tiendas de campaña y sus hangares temporales en un cañón pequeño, amparados contra las miradas de sus enemigos. El cañón se abría por un extremo hasta formar un espacio de unas hectáreas de terreno que le servía de punto de aterrizaje y arranque de sus aparatos.

Y los aviones habían salido según sus planes.

Pero algunos de ellos no habían vuelto.

Decidido a explorar el cráter de noche, envió uno de sus aviones de persecución, de un solo asiento, pilotado por Bats Godowski, aviador de mala fama, pero indudable destreza. Le había ordenado que volase sobre el cráter y el valle y volviese a decirle qué había visto.

Iluminaba la noche una débil media luna que daba suficiente luz para que pudiesen seguirse, desde tierra, los progresos del solitario aviador.

Bats Godowski ascendió rápidamente, describió un círculo sobre el valle fatal, y se dirigió, luego, hacia la nube que ocupaba la cima y el cráter.

Los hombres en tierra, con la vista fija en la misteriosa nube, aguardaron el regreso de su compañero; pero en vano.

Transcurrieron diez minutos… media hora… una hora entera. Mico Morton, soltando un gruñido salvaje, tuvo que reconocer que algo le habría ocurrido a su explorador.

Lo extraño era que no se había visto fuego alguno ni oído disparar.

Resultaba misterioso en extremo; pero Mico, implacable y determinado, ordenó, inmediatamente, que se elevara otro de sus hombres, un alemán que había batido todos los records de lucha aérea en el frente oriental; pero que, más tarde, había tenido que salir de Alemania aprisa y corriendo en circunstancias extrañas.

Se llamaba a sí mismo Muller; pero no cabía la menor duda de que se trataba de un nombre supuesto. Muller carecía de imaginación y tenía los nervios de acero.

Despegó, acercándose cautelosamente a la extraña nube por la que había desaparecido su compañero.

De nuevo le siguieron desde tierra con la vista. Muller no volvió a aparecer.

Gruñendo, furioso, para sí, Mico Morton, que a pesar de todas sus faltas era valiente hasta la temeridad, se acercó a su propio avión y ordenó a uno de los hombres que ocupara el puesto junto a la ametralladora de atrás.

Mico despegó, describió un ancho círculo, alejándose del valle fatal, y se aproximó al cráter desde el lado opuesto al escogido por sus dos hombres.

En cuanto llegó a la nube, voló dentro de ella, con la extremidad de un ala fuera. Tan densa era la niebla en el interior, que no era posible ver más allá que unos cuantos pies de distancia.

Dio dos vueltas, luego se internó más en la nube.

Fue entonces cuando el encargado de la ametralladora vio a su jefe tirar rápidamente de una palanca y se vio proyectado violentamente hacia atrás por la brusquedad con que descendió el aparato.

Porque Mico, en el colmo del asombro, había visto lo que parecía un largo y ondulante tentáculo que se alargaba hacia él desde la neblina de arriba. Muy arriba, Mico Morton presintió más que vio la inminencia de un bulto enorme y siniestro que parecía hallarse peligrosamente cercano.

Se alejó de allí lo más aprisa que pudo, enervado a pesar de su valor habitual, y volvió a aterrizar junto a su campamento.

No dijo una palabra de lo que había visto, limitándose a prohibir que volase nadie en la vecindad del cráter. Pero el misterio de aquel tentáculo que había presentido, le turbaba el pensamiento. Y se sintió inquieto y desmoralizado, porque rara vez en su vida se había encontrado con cosa desconocida.

Mico Morton, sin embargo, era obstinado. Habló a unos cuantos de sus hombres del tentáculo al que había logrado sustraerse y que, indudablemente, habría alcanzado a Godowski y a Muller. Sus hombres menearon la cabeza, aturdidos, mirando con cierto temor hacia la extraña nube.

—De nada sirve arriesgar la vida de más hombres y aparatos allá arriba —gruñó Mico—; nos quedaremos por aquí y dejaremos que Bill Barnes se estrelle cuando venga. Sí; dejaremos que ese niño prodigio se haga papilla intentando averiguar qué pasa dentro de esa nube.

Porque, a pesar de lo mucho que le odiaba, Mico Morton estaba convencido de que Bill Barnes llegaría, pese a que le hubieran notificado lo contrario.

Y así se acordó.

Bill Barnes, trabajando febrilmente en su campo de aterrizaje en Long Island, ni soñaba siquiera con el peligro que le esperaba si es que lograba despegar a tiempo de allí.

El motor del avión desconocido sonaba ya tan cerca, que su aterrizaje era cuestión de muy pocos momentos.

El hombre colocado ante el oído eléctrico, cantaba su distancia cada minuto.

Scotty Mac Closkey había logrado, por fin, dar los toques finales al arreglo del aparato de Barnes, sacándolo al campo, donde se le estaba calentando el motor.

El as de los pilotos había dado ya sus últimas instrucciones, diciéndole a Beverly Bates, que era el mejor piloto de todos, que se dirigiera a Edmonton, Alberta, y fuese a la cabeza de la expedición. Hecho esto, dio la señal de partida.

Bates despegó, seguido de Cy Hawkins, Red Gleason y Shorty Hassfurther.

Los cuatro «Snorter» se alzaron rápidamente, alejándose del avión desconocido, que se veía ya en el aire, maniobrando para aterrizar.

Tras los cuatro primeros, el monoplano del supuesto Sidney Marston, en el que viajaba Bob Lawton, se alzó del suelo.

Unos segundos más tarde se elevaban dos de los trimotores.

El tercero, sin embargo, no estaba aún listo. Los tripulantes acabaron de cargarlo apresuradamente y subieron a él; pero aún había tres mecánicos trabajando, dando los últimos toques.

El avión desconocido descendía ya cuando Barnes gritó a sus hombres que se dieran prisa. Viendo que no arrancaba aún, corrió hacia él en el preciso momento en que el otro avión tocaba el suelo al otro extremo del campo y empezaba a rodar, parándose poco a poco.

Al acercarse Barnes al transporte, ocupó su lugar el último de los tripulantes y, unos segundos más tarde, alzaba el vuelo.

Empezaban a saltar hombres a tierra del avión desconocido.

Alguien llamó a Barnes, cuando éste corría hacia su extraño aparato gris, que más parecía una locomotora de contorno aerodinámico, y que zumbaba ya como un abejorro.

Dos de los hombres, aullando y agitando los brazos, corrieron a interceptarle, llegando al aparato antes que él. Tenían las manos puestas sobre los lados del mismo cuando Bill Barnes llegó y se metió de un salto, ocupando el asiento del piloto.

Le metieron en las narices el cañón de una pistola. Una voz autoritaria le ordenó que bajara y el sheriff enseñó su placa.