EN APUROS
Lejos de allí, al Sur, al otro lado del continente, Bill Barnes caía a lo que todos creían una muerte segura.
Se había olvidado por completo de sí mismo en su esfuerzo por salvar la vida y el hogar a la gente inocente que dormía allá abajo, en tierra. Tan embebido estaba en su obra, que no se paró a pensar que era muy probable que aquella enorme explosión en pleno aire inutilizara o destrozara su avión.
Volaba a una velocidad terrible al pasar sobre el aparato de bombardero; pero se hallaba, escasamente, a cincuenta pies por encima del mismo cuando lanzó el cilindro y no tuvo tiempo de alejarse lo bastante de él antes de que estallara con horrísono sonido, explosión que fue seguida por la de las bombas que llevaba el «Boeing».
Ocurrieron estas cosas tan rápidamente, que fue como una explosión instantánea que despidió a su avión hacia fuera y hacia abajo.
Un trozo de metal cortó el ala derecha de su avión, como si hubiera sido un par de gigantescas tijeras. Y algo le había ocurrido al mando del aparato.
Aturdido y mareado por la creciente velocidad, aún conservó suficiente instinto de aviador para intentar contener su caída.
Atravesó una nube, luchando desesperadamente por recobrar el dominio de su aparato medio destrozado.
Muy lejos, por debajo de él, apareció la tierra y luces que parecían subir para encontrarse con él.
Hasta que no le hubieron fallado todos los demás procedimientos, no se acordó de las posibilidades de su aparato.
Fue entonces cuando echó mano a la palanca que operaba las hélices de helicóptero escondidas, detrás de él, en el cuerpo de su avión.
Temió que su descenso fuese demasiado rápido ya para permitirle abrir las hojas de la hélice. Era posible que el aire las arrancara por la brusca presión contra ellas. A pesar de su mareo, se serenó lo suficiente para ir sacando la hélice, poco a poco, de modo que sufriera lo menos posible.
Empezó a girar, chirriando y, durante un segundo, creyó seguro que le fallaría. Aguardó, con todos los nervios en tensión, esperando oír el chasquido que le anunciara la destrucción de su última defensa contra la muerte.
Entonces fue cuando se cortó su caída tan bruscamente, que le tiró, con violencia, hacia delante. Cuando recobró el equilibrio, el avión había dejado de caer como una piedra y descendía, en espiral, a una velocidad cada vez menor.
Las luces de aterrizaje de su campo, brillaron bajo él. Empezó a manipular palancas, tirando, cediendo, hasta que el aparato aterrizó suavemente en un rincón apartado, del campo.
Un grupo de sus hombres le rodeó casi inmediatamente, ayudándole a salir.
Le bombardearon a preguntas; pero él miró hacia arriba, donde las luces gemelas de un avión anunciaban la llegada de Cy Hawkins y Beverly Bates.
Unos momentos después, éstos aterrizaban, ayudaban a meter su aparato en el hangar y se unían al grupo que había seguido a Bill Barnes al cuarto de mandos.
Scotty Mac Closkey, cacareando como una gallina, había reunido ya, a su alrededor, a sus esclavos y empujaban el aparato de Bill Barnes a su hangar particular, preparándose para arreglar los desperfectos que había sufrido.
Una vez en el cuarto de mandos, Bill Barnes se quitó la ropa de vuelo y se sentó sobre el borde de la mesa de dibujo, con la misma tranquilidad que si nada hubiera ocurrido.
Los hombres que le rodeaban estaban muy serios y con los nervios en tensión. Discutían, furiosos, aquel último ultraje: el intento de bombardearlos de noche, intento que de milagro no se había convertido en realidad.
—Me parece que vamos a tener que irnos de aquí mientras podamos —aseguró Shorty Hassfurther.
Un gruñido afirmativo demostró que los demás estaban de acuerdo con él.
—Todo eso está muy bien —asintió Barnes—; pero, ¿y nuestros dos amigos los alguaciles que están para que no se mueva nada? ¿Qué hacemos con ellos?
Shorty Hassfurther y Red Gleason se miraron y se echaron a reír. Red hizo un movimiento de cabeza, para indicar a Shorty que hablase él.
—Verá usted, jefe —Shorty carraspeó, vacilando—, es que… bueno, pues los alguaciles no son malos chicos. Me puse a hablar con ellos y averigüé que uno de los dos había servido en el mismo regimiento que Red Gleason en Francia. Naturalmente, eso fue motivo para que echáramos una copa. Resultó que el otro alguacil sirvió en la Marina e iba con los barcos que escoltaron al regimiento de Red Gleason hasta Francia. Eso bien merecía otra copa. Luego supimos que uno de ellos, Maguire, nació y se crió en la misma población que yo. Naturalmente, nos bebimos otra copa. El otro, Russo, fue mecánico en Isse-sur-Tille durante la guerra y, antes de eso, estuvo con el Cuerpo de Aviación italiano. Eso bien valía todo un rebaño de copas. Sea como fuere, el caso es que, entre una cosa y otra y, tal vez, después de dos o tres copas más, los dos dijeron: «¡Al diablo con sus alguaciles! ¡Vamos a alistarnos con ustedes!».
Shorty miró a su alrededor, sorprendido por la sonrisa que apareció en el semblante de todos.
—Shorty —dijo Bill Barnes—, ya sé que sirves. Confieso que más de una vez me he preguntado para qué. Ahora lo sé. Shorty, como vencedor de la oposición enemiga, no hay quien pueda contigo.
—¿Y yo, jefe? Yo me encargué de beber mientras Shorty se dedicaba a hablar —se quejó Red Gleason.
—Bueno —dijo Bill, pensativo—; estamos en una situación difícil. Si nos vamos de aquí, violamos las leyes del país y, si nos quedamos, no sólo nos dejan sin camisa, sino que corremos el riesgo de que nos bombardeen, disparen contra nosotros, o nos eliminen de una forma u otra. Me parece a mí que la mejor manera de servir a la justicia, es que nos larguemos, ganemos dinero y volvamos, sanos y salvos, a pagar lo que debemos.
Todos ellos dieron un grito de aprobación. Bill Barnes recorrió con la mirada sus semblantes. En todos sorprendió una expresión de entusiasmo, salvo en el de Sidney Marston, el piloto recién incorporado, que se hallaba detrás de los demás, escuchando, con los ojos brillantes, la conversación.
Detrás de ellos, en el umbral, estaba Fernando, el filipino, con una bandeja de comida destinada a su amo.
—¿Cuándo va a llegar aquí lo que fuisteis a encargar? —preguntó Bill Barnes, dirigiéndose a Cy Hawkins y a Beverly Bates.
—Según mis cálculos, debiera llegar durante el día, cerca del anochecer —contestó el primero.
—Está bien. Así, pues, intentaremos prepararlo todo mañana y salir de aquí dentro de tres o cuatro días. ¿Estáis todos conformes?
—Ya lo creo, jefe —contestaron varias voces; pero se observaba una carencia bastante grande de entusiasmo en su tono.
Se veía claramente que los hombres de Barnes querían ponerse en marcha lo más pronto posible.
—Bien. —Barnes dio fin a la conferencia poniéndose en pie—. Descansad todo lo que podáis, porque nos esperan varios días de rudo trabajo. Preferiría que ninguno de vosotros abandonase el campo esta noche, y que todos os fueseis a dormir.
Dicho esto, salió del cuarto y se fue al hangar donde estaban reparando el ala estropeada.
Los hombres salieron, silenciosos y pensativos, dirigiéndose cada uno de ellos a su cuarto, salvo Red Gleason, que siguió a su jefe y entró en el hangar-taller con él.
—¿Cómo va eso, Scotty? —preguntó Bill Barnes.
—Es una labor muy difícil —gruñó el interpelado, sin dejar de trabajar.
—¿Cuánto tardarás en acabar?
—Eso no lo sé.
—¿Estará terminado para el amanecer?
Scotty soltó un resoplido, asintiendo con un violento movimiento de cabeza.
Bill Barnes no le interrogó más, sino que se puso a pasear alrededor del aparato, examinándolo todo, seguido de Red Gleason.
Cuando estuvieron al otro lado del timón, éste último preguntó:
—No tienes la intención de quedarte aquí tres o cuatro días más, ¿eh, jefe?
—Lo has adivinado, Red. No nos quedaremos aquí ni un minuto más de lo necesario para acabar estas reparaciones.
—Lo que será, aproximadamente, hasta las cuatro de la mañana, ¿no?
—Poco más o menos, calculo yo. Pero… ¡ni una palabra a nadie! Iré yo, personalmente, a despertar a todo el mundo. Sacaremos de aquí todo lo que pueda volar antes del amanecer.