ALAS DE ODIO
Dos grupos creían haber acabado para siempre con Bill Barnes y los suyos.
Uno de estos grupos tenía su cuartel general en cierta casa situada detrás de Market Street, en San Francisco.
El otro se hallaba en cierto despacho, lujosamente amueblado, del piso cuarenta de un gran edificio de Wall Street: en la oficina del arrogante Morgan Catesby.
El financiero estaba seguro de que no tenía ya qué temer a Bill Barnes.
De acuerdo con tal creencia, dirigió un telegrama a la lejana ciudad de Seattle, telegrama que llegó a manos de cierto hombre barbudo que se había pasado horas enteras merodeando por los alrededores de la casa en que vivía el cano y rubicundo Branders.
Y, tal fue el contenido del telegrama, que el hombre abandonó su vigilancia y se dirigió a un rancho situado a diez millas de la ciudad.
Tal vez fuera rancho aquello; pero, si lo era, crecían en él extraños productos, pues sus numerosas dependencias servían de hangares a una colección de aviones digna de un campo de aviación de primera clase.
Los hombres que cuidaban de dichos aparatos, sin embargo, no tenían nada de dignos. De haberse examinado sus antecedentes, se hubiera visto que se trataba de los lobos y chacales de la aviación; hombres de deficiente mentalidad, algunos de ellos de nacimiento, otros por la tensión del oficio u sentido moral había desaparecido, cediendo su lugar a algo más siniestro.
Si las autoridades hubiesen estado alerta, hubieran hallado entre aquellos aviadores a hombres reclamados por un sin fin de delitos, desde el contrabando de joyas, a la introducción de chinos y estupefacientes.
El jefe de ellos era el propio Godfrey Morton.
Sólo gracias a los múltiples agujeros de escape que había en las leyes norteamericanas, y a la abundancia de abogados que viven al margen de la Ley, logró Godfrey Morton conservar su libertad.
Aún así, estuvo cinco veces a punto de dar con sus huesos en la cárcel y las puertas de la misma seguían abiertas para recibirle.
Unos, los menos avisados, le llamaban Monje; otro, «Mico Morton», por su aspecto, pues se le mirara por donde se le mirase parecíase a un simio. La enorme mandíbula, los labios carnosos, la nariz aplastada, las cejas pobladas y salientes, y los ojos pequeños, demostraban que se hallaba apartado un grado o dos tan sólo de los antropomorfos. Sus largos brazos y su manera de andar recordaban, aún más, los de un mono.
Podía decirse lo que se quisiera acerca de la moralidad de Mico Morton; pero ni sus mayores enemigos podían menos que admirar su habilidad como aviador. Era uno de esos hombres que parecen nacidos para volar.
Y Morton odiaba con toda su alma a Bill Barnes y sentía una profunda envidia por la fama que su rival había sabido conquistar.
Esto fue lo que hizo más atractiva la oferta de Morgan Catesby. Morton se alistó, sin vacilar, a las órdenes del financiero neoyorquino, en cuanto supo que había de luchar contra Bill Barnes. Y estaba impaciente por empezar el ataque contra el hombre a quien consideraba su rival.
Por fin, creyó llegado el gran día, al recibir de Morgan Catesby la noticia de que se habían acabado las actividades de Bill Barnes.
El financiero agregaba que debía seguir adelante con el plan convenido de antemano. Al propio tiempo le dio instrucciones para que pudiese llegar, con sus tripulantes, al oasis secreto.
Mico Morton se levantó del asiento que ocupaba junto a su mesa y, con aquel paso de simio que le caracterizaba, acercóse a la puerta y gritó de una forma que hizo acudir rápidamente a sus hombres.
Dio una serie de órdenes breves. Los hombres se desbandaron y corrieron a sus aparatos. En un segundo, el silencioso rancho pareció despertar al ponerse en marcha motor tras motor.
Y los aviones fueron elevándose, en grupos de tres y cuatro, dirigiéndose hacia el Norte, con el potente y aerodinámico aparato de Mico Morton a la cabeza.
Los silenciosos bosques de la Columbia Británica oyeron durante la noche el trepidar de los motores, por encima de las copas de sus árboles.
Las aguas de Puget Sound hicieron repercutir el clamor de su paso. Los acantilados y las montañas resonaron con los rugidos de aquellas enormes aves de paso, y su eco repercutió hasta el Yukon.
Como ondulante línea de pájaros emigrantes, la escuadrilla de Morton se dirigió, en línea recta, hacia el misterioso cráter, coronado de nubes, que se alzaba por encima de las colinas de un afluente del Yukon.
Ningún accidente interrumpió su avance, y no preveían dificultad alguna en llegar a su meta muchos días antes que cualquier escuadrilla de aviones que quisiera interceptarles el paso. Llegaron al amanecer, aterrizando, como fatigadas aves, en la tundra que rodeaba el cráter. Llenos de júbilo, los pilotos se reunieron con su jefe, comieron poco y bebieron mucho, brindando repetidas veces por el éxito de su aventura.
Mico Morton, siendo ante todo un buen caudillo, organizó un campamento base; mas, para no perder tiempo, envió tres de sus aparatos más veloces a que exploraran el cráter y buscasen campos de aterrizaje dentro de la circunferencia de su elevado borde.
Los aviadores salieron sin preocupaciones, alegres, en formación triangular, volando hacia la corona de nubes que ocultaba el borde del cráter.
Delante de ellos, aparecía la oscura profundidad del valle, cubierto de arboleda, que llegaba hasta el costado de la montaña en cuya cima se abría el cráter.
Nada vieron, ni oyeron, que les anunciara peligro alguno oculto en aquel valle.
Y, de pronto, los tres pilotos vieron, aturdidos, aparecer ante ellos una serie de florones negros.
Dos de los exploradores, ex-pilotos del Ejército durante la Guerra Europea, soltaron una exclamación al reconocer en aquello el estallido de proyectiles de cañones antiaéreos. No comprendían cómo podían existir semejantes cosas tan lejos de toda civilización.
El primer avión se tambaleó entre las negras nubecillas de las explosiones.
De pronto, pareció detenerse en seco, vaciló un momento y, por fin, cayó, dejando tras sí un chorro de humo y llamas.
Aturdidos aún por lo inesperado del misterioso ataque, los otros dos pilotos siguieron adelante. Debajo de ellos —y a su alrededor— se vieron los florones de humo y llamas, heraldos de la muerte y de la destrucción.
El segundo avión osciló violentamente al arrancarle una explosión la mitad de un ala. Su piloto, desesperado, descendió para salirse del nivel de las explosiones y, dando un rodeo, voló, como pájaro herido, a buscar el refugio del campamento base.
El tercer aeroplano logró, milagrosamente, cruzar la faja fatal. El piloto, que estaba a punto de exhalar un suspiro de alivio, soltó, en su lugar, una exclamación de terror.
Desde una altura de mil pies por encima de su aparato, se dirigían hacia él disparando con sus ametralladoras, tres aviones, cuyo extraño y plateado brillo les hacía casi invisibles en la luz matutina. Más arriba veíanse otros tres. Y aún más allá del segundo trío, volaban tres aviones más.
El solitario piloto descendió, viró, se retorció, buscando refugio de la misma forma que un ratón de campo procura evadirse, desesperado, de las garras de un grupo de halcones, haciendo un último esfuerzo para refugiarse en el lugar en que estaban acampados sus compañeros.
Implacablemente, el primer trío de aparatos le persiguió, disparando proyectiles que dejaban un rastro de humo que permitía ver a los perseguidores si la puntería era buena o no.
Sólo cuando logró apartarse del oscuro valle y descender, desesperadamente, hacia el lugar de la tundra donde se hallaba el campamento, sus perseguidores abandonaron la caza y desaparecieron tan misteriosamente como habían aparecido.
Aquella oposición que tan inopinadamente se presentaba, no había pasado inadvertida para Mico Morton. Escupiendo como un gato, lo había visto todo con ayuda de unos potentes prismáticos de campaña, profiriendo maldiciones al ver los primeros disparos y la aparición de los aviones plateados semiinvisibles.
Perdió muy poco tiempo lamentándose de la pérdida de su primer avión, y apenas saludó a los pilotos de los otros dos. Pero era típico de Mico Morton no darse por vencido al primer encuentro.
—Alguien nos ha cogido la delantera —gruñó en su extraña voz aguda y resonante—. No sé quiénes serán, pero son gente de cuidado. Volaremos un poco esta noche y procuraremos averiguar dónde se ocultan. ¡Aguardemos a que caiga la noche y entonces veremos quién puede más!