CAPÍTULO VII

EL ATAÚD LLAMEANTE

Muchas horas antes de esto, en el campo de aviación de Bill Barnes, reinó mucha excitación alrededor de la sala de mandos, cuando éste ordenó a Red Gleason, Cy Hawkins y Shorty Hassfurther que se remontaran para buscar al extraño y misterioso avión que había vuelto a volar sobre el campo.

Bill Barnes, sabiendo que sus órdenes serían cumplidas, al pie de la letra, se dirigió al hangar donde guardaba su avión gris.

Los dos guardianes se incorporaron. Uno de ellos abrió las puertas, mientras el otro, corriendo hacia el interior, encendía las luces.

Caía una lluvia finísima que limitaba en gran parte el campo de visión.

Bill Barnes prestó poca atención al tiempo; sin mirar su aparato subió a la cabina, se puso los anteojos, y abrochóse el grueso mono con cuello de pieles. Levantó la cabeza para ver si las puertas estaban abiertas y alargó la mano hacia la llave que establecía el contacto.

En aquel preciso momento sonó un grito y el pálido resplandor de unas llamas se reflejó en el umbral.

Alarmado, Bill Barnes retiró la mano de la llave fatal, conectada a la bomba, y saltó a tierra, corriendo hacia el exterior. Algo envuelto en rugientes llamas cayó en el centro del campo, disipando la oscuridad. Eran tan fuertes los destellos, que los hombres y los hangares se destacaban con la misma claridad que si fuese de día.

Bill Barnes se reunió con los demás, mientras sus ayudantes intentaban, en vano, apagar las llamas con los extintores.

Era evidente que un avión había caído del cielo en medio del campo, pero el calor era tan intenso, que nadie pudo acercarse lo bastante para distinguir si lo ocupaba alguien.

—Parece que ese aparato ha sido derribado a tiros —comentó Red Gleason.

—¿Creéis que se trata de nuestro amigo del helicóptero? —preguntó Bill Barnes.

—Puedo averiguarlo muy pronto —respondió Gleason, y se dirigió corriendo hacia la sala de mandos.

Mientras esperaba, Barnes contemplaba cómo las terribles llamas de la gasolina disminuían lentamente a medida que el liquido se consumía. Red Gleason regresó al cabo de un rato.

—El gráfico señala que el avión pirata huyó a toda velocidad —anunció.

Luego se volvió con los otros al aparecer un auto en la entrada del campo acercándose veloz hacia ellos, precedido de dos motocicletas.

Era un coche de la Policía. Dos policías y tres agentes, saltando con rapidez a tierra, se aproximaron al grupo que esperaba. Se presentaron anunciando que venían a investigar la muerte de Rufus Hibben.

—Parece que nuestro vuelo de castigo queda aplazado —observó Bill Barnes a los tres compañeros designados.

Éstos asintieron con la cabeza y ordenaron a los mecánicos que esperaban junto a los aparatos que los llevaran de nuevo a los hangares mientras Bill Barnes guiaba a los policías hasta su oficina.

Al pasar delante de su hangar particular, ordenó apagaran las luces y cerrasen las puertas, mientras acompañaba a la policía a la habitación donde quedó el cadáver de Rufus Hibben.

Al entrar, apareció otro coche en el campo; se trataba de una ambulancia con un médico forense y dos internos que le acompañaban.

Los detectives se pusieron a trabajar en el acto midiendo, examinando los tiradores de las puertas, los antepechos de las ventanas, y el pupitre, buscando huellas dactilares.

El médico forense examinó el cuerpo y ordenó lo trasladaran a la ambulancia.

Después interrogaron a todos los hombres del aeródromo, incluyendo a los mecánicos, los pilotos, al joven Sanders y a Fernando, el criado filipino.

Pero todos explicaron a satisfacción de la policía lo que hacían en el momento del crimen y el caso quedó envuelto en el mayor misterio.

Amanecía, cuando los aviadores, rendidos de fatiga por las emociones de la noche, se despidieron de los detectives.

Fernando, el muchacho filipino, se ocupó en limpiar las huellas del crimen.

Bill Barnes, después de contemplar unos instantes el pupitre, ordenó llevasen todos sus papeles y documentos a la sala de mandos, donde los guardó en un cajón de la mesa.

Red Gleason murmuró pensativo al ver esta precaución de Bill Barnes: ——¿Tú no crees —preguntó a Cy Hawkins— que el criminal que mató a Hibben se proponía matar también a Bill Barnes?

—¡Así parece! —replicó Hawkins, algo sorprendido y pensativo.

La caída del avión incendiado seguía envuelta en el mayor misterio.

Sus partes metálicas estaban candentes y ardiendo sin llama cuando la Policía practicó un examen superficial, prometiendo investigar el caso más a fondo. Enredados en la armadura veíanse dos cuerpos carbonizados, pero el aparato estaba aún demasiado caliente para registrarlo con la debida atención.

La policía ordenó llevaran unas mangueras y apresuró la extinción mojando los restos. Pero esto no facilitó ninguna otra información. El avión quemado estaba tan retorcido, que no dejó vestigio del número ni del tipo a que pertenecía, y los cuerpos de sus ocupantes quedaron tan carbonizados, que era imposible identificarlos. Bill Barnes, husmeando entre los restos, descubrió algo. Y llamó la atención de la policía hacia una retorcida ametralladora.

—Es muy extraño que llevaran eso en tiempo de paz, a menos que se tratase de un aparato militar —comentó uno de los detectives, e inmediatamente se puso a investigar si faltaba algún avión del Ejército. La investigación dio como resultado que todos los aparatos militares y navales estaban en sus puestos, lo cual dejó al misterio en la misma situación que antes.

La lluvia había cesado, pero el cielo continuaba nublado y amenazador. A la hora del desayuno se presentó una horda de reporteros y fotógrafos en busca de detalles del accidente y del crimen. El campo de aviación de Bill Barnes resultaba una mina rica en noticias para la Prensa.

Pero a pesar del interrogatorio de los periodistas, ni Bill Barnes ni sus hombres mencionaron el aparato misterioso ni dejaron traslucir su sospecha de lo que pudo ser la causa de toda aquella actividad siniestra.

No obstante, los reporteros sospecharon algo y sacaron sus propias conclusiones, de manera que los titulares de los periódicos aparecieron aquel día con truculentos adjetivos, adelantando la hipótesis de que Bill Barnes, el héroe internacional de la aviación, era acosado por una banda siniestra con propósitos desconocidos.

La noticia, que se radió en los Estados Unidos y por todo el mundo, produjo variado efecto sobre distintas personas. En Seattle hizo que un hombre grueso y de cabellos encanecidos, de unos sesenta años, pasease nervioso de un extremo a otro de una habitación, masticando la colilla de un puro, con grandes muestras de preocupación.

Branders no recibió aún ninguna noticia de Bob Lawton desde la salida del avión y lo anormal del asunto le tenía muy intranquilo. Acercándose al teléfono transmitió varios telegramas y esperó las respuestas.

Un hombre bajo y moreno, con gafas de concha, leyó los titulares de varios periódicos en la habitación trasera de una casa de la calle Market, en San Francisco. Y al incorporarse en su asiento, los ojos le brillaban de alegría y se frotó satisfecho las manos. Breves instantes después mandaba un telegrama en clave al Ministerio de Estado de cierta potencia oriental.

Bill Barnes, ignorante de la publicación de los incidentes que ocurrían en su aeródromo, tenía muchas preocupaciones, pues un comité de acreedores le visitó amenazándole con un embargo si no efectuaba en breve plazo algunos pagos de importancia.

La conferencia con esta delegación de acreedores duró todo el día y parte de la noche.

Por fin los vio partir satisfecho de haber obtenido un aplazamiento de tres semanas.

—Nos dan de plazo hasta el 10 de septiembre —dijo a sus ayudantes—. En esa fecha se lanzarán sobre nosotros y nos quitarán todo cuanto tenemos. Eso representa tres semanas de tiempo para ir a Alaska y adquirir un poco de ese oro. Pero es extraño no hayamos recibido respuesta de Branders.

A la mañana siguiente, una carta remitida por correo aéreo trajo la respuesta. La carta contenía un mensaje breve y enigmático de Branders. Incluía la mitad de un naipe: el siete de bastos.

Entonces llegó el aviso a la sala de mandos que un avión aterrizaba en aquel momento en el aeródromo.

Bob Lawton y su extraño y silencioso piloto llegaron.