LA RED SE ENSANCHA
Los hombres de la sala de mandos se dirigieron corriendo a ejecutar las órdenes de Bill Barnes.
Mientras él iba al hangar a preparar su misterioso avión, inconsciente del alambre y del cilindro de aspecto tan inocente y, sin embargo, tan terrible, reinaba una enorme excitación en otras partes del país. Los hilos telegráficos, transmitían a través de los Estados Unidos, el telegrama remitido por Beverly Bates y el otro mensaje presentado por el hombrecillo del sombrero echado sobre los ojos.
El mensaje de Beverly Bates llegó a Seattle, donde fue recibido y entregado a un mensajero que lo llevó a una casa del distrito comercial. No había en el vestíbulo más que un hombre barbudo leyendo un periódico.
—¿Sabe dónde está el señor Branders? —preguntó el mensajero.
El hombre de las barbas dejó el periódico y cogió el telegrama. Sin decir una palabra al muchacho, abrió el sobre, sacó el telegrama y lo leyó con rapidez.
—Muy bien —dijo, y firmando el recibo dio una propina de medio dólar al muchacho.
El mensajero se marchó silbando alegremente. El hombre de las barbas copió el telegrama en su agenda y humedeciendo el sobre, lo volvió a cerrar con cuidado. Luego tocó el timbre llamando al ascensor.
—Un telegrama para el señor Branders —anunció, entregándolo al empleado.
La puerta del ascensor se cerró, y la cabina partió, como una flecha, hacia arriba.
El hombre de las barbas saliendo veloz del vestíbulo se dirigió al teléfono más cercano.
El segundo telegrama, el impuesto por el hombrecillo en la oficina de Long Island, fue percibido en la habitación de una casa situada detrás de la calle Market de San Francisco.
Su recepción motivó una conferencia entre un grupo de cuatro o cinco hombres de estatura, proporciones y ojillos similares a los del individuo que remitió el mensaje. Había uno entre el grupo que parecía ser el jefe, un hombre moreno, con gafas de concha. Dio unas órdenes, bruscas y guturales, en una lengua extraña. Los subordinados hicieron una reverencia, y luego, girando sobre sus talones, desaparecieron.
Una vez solo, el jefe estudió el mensaje, paseando de un lado a otro del aposento, y en su maligno cerebro se trazaban grandes planes. Y mientras meditaba, cerraba y abría los puños hasta que los nudillos blanquearon.
El telegrama dirigido al señor Branders, en Seattle, fue entregado a un hombre bajo y grueso, de cabellos blancos; aparentaba unos sesenta años de edad.
«Jugaremos la partida con usted —decía el mensaje—. Telegrafíe instrucciones». Lo firmaba «Barnes».
—¡Bravo, Bill Barnes! —exclamó Branders, yendo al instante al teléfono, desde donde llamó a la habitación de un hotel.
Le contestó la voz soñolienta de un anciano.
—¡Oiga! ¿Eres tú, Bob Lawton? ¿Sí? Escucha, cascarrabias. Tengo buenas noticias para ti. Bill Barnes jugará la partida con nosotros. ¡Desde luego! Acabo de recibir su telegrama. Ahora, escucha. Creo que el plan mejor es que vayas a entrevistarte inmediatamente con Barnes. No sabe uno quién puede leer nuestros telegramas o cartas, si nos comunicamos con él de esa manera.
—No tengo muchas ganas de volar —tembló la voz.
—No seas idiota —replicó Branders—, es menos arriesgado que estar tumbado en la cama. Te mandaré con un buen avión conducido por Sidney Marston. ¿Lo conoces? Es un veterano y te conducirá sin novedad. ¡Seguro! ¡Perfectamente! ¿Puedes marchar esta noche? Claro; no podemos perder ni un minuto más. Hay millones en la balanza. Muy bien. Así me gusta. ¿Vendrás dentro de media hora? De acuerdo.
El hombre colgó el receptor, rebosando satisfacción.
Volvió a telefonear, esta vez a Sidney Marston, a un campo de aviación situado en las afueras de la ciudad.
Una voz profunda y serena le contestó.
—¿Eres tú, Sidney? ¿Sí? Muy bien. Escucha…
Procedió a darle instrucciones, ordenándole se aprestase a partir dentro de una hora, volando a través del continente con un pasajero.
—Y anda con mucho cuidado —continuó—, porque, tal vez topes con algún peligro. Se trata de un negocio muy importante y es probable que alguien intente meterse por medio.
Branders colgó el receptor, muy contento, y aguardó la llegada de Bob Lawton, el amigo que le trajera tan estupendas noticias de Alaska.
Poco rato después el viejo minero descendía de un taxi, delante de la casa de Branders.
El rostro del anciano arrugado y azotado por el tiempo, era claro indicio de una vida en constante lucha con los elementos. Su traje de confección; sus relucientes y amarillos zapatos; su cuello de celuloide y corbata postiza…; Todo ello mostraba que era un hombre más acostumbrado a la camisa de franela, pantalones de pana y botas toscas.
Su sombrero de alas anchas le hubiera hecho pasar por un vaquero del Oeste. Los ojos azules que escudriñaban bajo unas cejas grises y espesas eran bondadosos, pero sagaces.
Pero aunque eran sagaces no distinguieron a un hombre agazapado en las sombras cerca de la entrada de la casa donde el individuo de las barbas interceptó el telegrama.
El sujeto observó la entrada de Bob Lawton y permaneció escondido en las sombras esperando que saliera.
El viejo minero llegó pronto a las habitaciones de Branders, depositó su sombrero en una otomana y se sirvió un vaso de whisky, mientras Branders colocaba su maleta en el pasillo.
—Debemos obrar con mucha cautela, Bob —dijo Branders—. Si tu mina es la décima parte de lo que dices, nos encontraremos con que todos los granujas y malhechores del mundo intentarán arrebatárnosla.
—Si es una décima parte de lo buena que creo es —replicó Bob—, tenemos que proceder con pies de plomo, no cabe duda.
»Esto es lo que hay allí —continuó— y es lo que causará muchas tragedias, si no se trata con cuidado.
—Sí, y por esa misma razón deseo tomar toda clase de precauciones, Bob —exclamó su amigo—. No creo que nadie haya descubierto todavía tu hallazgo.
—Lo ignoro —respondió Bob Lawton, con un aire de preocupación en sus ojos azules—. No sé si hablé demasiado mientras estuve en Nome. Tú verás, no tenía ni un céntimo y necesitaba comer; en consecuencia vendí un par de pepitas en una oficina de ensayos. Encontré allí a un aviador, un sujeto de aspecto siniestro, que me siguió toda la noche mientras yo tomaba unas copas. Creo que lo invité a beber y quizás entonces se me fue la lengua.
EL viejo movió la cabeza en señal de preocupación.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó Branders.
—Tenía un nombre extraño. A ver si lo recuerdo. God… Grod… Godfrey Morton, si no recuerdo mal. Pero sus compañeros le llamaban Monje, a causa de su cara.
—Godfrey Morton —musitó Branders, preocupado—. Ese nombre me parece familiar, pero no acierto a recordar quién es. Bien, sea lo que sea, debemos arriesgarnos. Quizás estuviera tan bebido como tú. Pero de ahora en adelante vigilaremos nuestros pasos. No pondré nada por escrito.
Tras una pausa agregó:
—Esto es lo que haré —se acercó a una mesa y sacó un siete de bastos de una baraja—. Romperemos esta carta en dos. Tú te guardas esta mitad y yo mandaré la otra a Bill Barnes. Te servirá de identificación. Entonces le explicarás el asunto, cómo descubriste ese cráter en Alaska, con la formación de nubes encima, cómo caíste al precipicio quedando colgado de un árbol, la extraña vegetación y las plantas tropicales que crecen en el fondo. Le hablarás del Río de Oro. Después de quedar entendidos le sugieres que reúna a toda su gente y vengan todos en avión aquí, continuando él el vuelo para examinar el lugar y ver las provisiones y maquinaria que se necesitan. Dile que partiremos las ganancias. ¿Crees que la explotación deberá efectuarse en avión?
—No tengo la menor duda —declaró Bob—. Sólo un loco como yo iría allí a pie y sin llevar ningún dinero encima, porque en realidad no tenía nada.
Sonó el teléfono de la casa.
Branders respondió.
—Muy bien —dijo—. Bajará en seguida. —Volviéndose hacia su amigo, añadió—: Sid Marston ha mandado un auto para recogerte y llevarte al campo de aviación. Prepárate a marchar.
Branders colgó el receptor.
Después de cruzar unas cuantas palabras más, el viejo deseó a su amigo mucha suerte y tras un fuerte apretón de manos el minero penetró en el ascensor.
Bob Lawton no observó al individuo barbudo, acechando en las sombras y que subió rápido a un coche que aguardaba en la esquina.
El auto que seguía al de Bob Lawton a discreta distancia, se estacionó fuera del campo de aviación mientras el hombre de las barbas entraba a pie a tiempo de ver a Sidney Marston saludando a Lawton.
Los dos hombres subieron al avión que aguardaba, un monoplano, de aspecto veloz, con cabina para pasajero.
El aparato se deslizó por el campo y remontándose partió, iniciando su viaje transcontinental.
El hombre de las barbas telefoneó sin pérdida de tiempo a alguien, dando una descripción completa del aparato y sus ocupantes. Una vez pasada la primera nerviosidad, Bob Lawton se acomodó dispuesto a recrearse en el viaje.
Aturdido por el incesante zumbido de los poderosos motores, dormitó a largos intervalos despertando soñoliento al amanecer, cuando descendieron en un campo de aviación para reaprovisionarse de gasolina y desayunar.
Reanudaron el vuelo, que continuó todo el día.
Bob Lawton tuvo poca ocasión de hablar con el piloto que conducía el potente avión. Aparte de observar que se trataba de un individuo simpático, que llevaba un bigotito negro y tenía un rostro rosado, el viejo Bob apenas pudo verle más que la ancha espalda, mientras permanecía ante los mandos, conduciendo.
Ocurrió algún retraso en Omaha. Llamaron por teléfono al piloto, que regresó algo preocupado.
—Tengo que ir a la ciudad —dijo—. Regresaré dentro de media hora —y sin más explicación se marchó.
Transcurrieron unos tres cuartos de hora cuando el viejo, leyendo un magazine en la sala de espera del campo de aviación, oyó que llamaban su nombre y volviendo la cabeza divisó que el piloto le hacía señas de dirigirse al aparato.
No notó nada anormal en el hombre. Vio el mismo bigotito negro y los mismos hombros anchos y las mismas ropas.
El viejo Bob Lawton se habría sorprendido y preocupado muchísimo de haber sabido que aquel individuo no era el mismo y se hubiera preocupado mucho más de saber que el verdadero Sidney Marston, con el cuerpo magullado y lleno de heridas, yacía muerto en los sótanos de un garaje de las afueras de Omaha, mientras su sustituto, de aspecto tan parecido que habría engañado hasta a sus amigos más íntimos, llevando su mono de aviador, su licencia y sus carnets de identidad, conducía el avión hacia Long Island, donde se suponía que Bill Barnes aguardaba la llegada del pasajero.